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A pesar de las aprensiones de Laurie en sentido contrario, la conversación telefónica con el doctor McGillin resultó sorprendentemente correcta, y el hombre aceptó con inesperada ecuanimidad que la autopsia no hubiera logrado determinar la causa de la muerte de Sean. Fue como si interpretara la información como un cumplido hacia su adorado hijo, un hecho que corroborara la noción de que el muchacho estaba realmente sano, por dentro y por fuera.

Habiendo esperado que la reprendieran ásperamente por no haber cumplido su promesa, Laurie se sintió aún más agradecida hacia el hombre que mantenía así la compostura. McGillin incluso le dio las gracias por sus desvelos en nombre de su hijo y por dedicarle tiempo en aquellos momentos de necesidad. Si Laurie ya había estado dispuesta a saltarse las normas al proporcionarle las causas de la muerte del muchacho, en aquellos momentos tomó la decisión de brindarle la información del modo que fuera.

Tras poner fin a su conversación con McGillin padre, Laurie pasó un rato dando vueltas al caso mientras miraba sin ver el tablón de corcho donde tenía pinchadas notas, recordatorios y tarjetas de visita. Intentó pensar en una forma de acelerar el proceso, pero tenía las manos atadas. No le quedaba más remedio que esperar los resultados de Maureen y Peter y confiar en que ellos responderían a su llamada.

El tiempo pasó sin que Laurie se diera cuenta. Riva llegó y la saludó mientras dejaba una pila de expedientes en su escritorio y tomaba asiento. Laurie le devolvió el saludo como un acto reflejo, sin volverse siquiera. Sus pensamientos habían vuelto a Jack, a su despreocupada e irritante jovialidad, y a lo que eso significaba para su relación. Aunque odiaba admitirlo, se le hacía cada vez más evidente que estaba contento de que ella hubiera decidido marcharse.

De un modo circular, los pensamientos sobre Jack la devolvieron al caso de Sean McGillin hijo al recordar sus comentarios acerca del modo en que la ciencia forense revelaba a veces unas causas de muerte muy distintas de las que parecían evidentes. Laurie consideró nuevamente la posibilidad de que el fallecimiento de Sean hubiera sido un asesinato. No pudo evitar acordarse de varios y horribles casos de asesinatos múltiples en instituciones hospitalarias, especialmente uno muy reciente que había quedado sin descubrir durante un plazo de tiempo inadmisiblemente largo. Semejante posibilidad no podía ser descartada a pesar de que reconocía que todas las víctimas eran gente mayor, crónicamente enferma, y que existía el indicio de un móvil, no por enfermizo menos impensable. Ninguna de las víctimas había sido un vigoroso joven de veintiocho años con toda una vida por delante.

A Laurie no le cabía duda de que un asesinato era sumamente improbable y no pensaba darle más vueltas, sobre todo porque el análisis toxicológico revelaría cualquier sobredosis de insulina, dioxina o cualquier otro compuesto letal parecido al relacionado con los asesinatos anteriores. Al fin y al cabo, para eso servían los análisis toxicológicos. En su mente, la muerte de Sean hijo había sido o bien natural -y eso era lo más probable- o accidental. Aun así, ¿qué haría si las pruebas de toxicología y del microscopio resultaban ser negativas? Se trataba de una preocupación razonable teniendo en cuenta que la autopsia había salido sorprendentemente limpia. Su experiencia le decía que era infrecuente no detectar algún tipo de patología, incluso tratándose de un joven de veintiocho años y aunque las anomalías no se relacionaran con el deceso.

Para preparar semejante eventualidad, Laurie necesitaba toda la información posible. Aunque lo normal en semejante caso habría sido esperar a que llegaran los informes de los laboratorios, decidió tomar la iniciativa y ganar tiempo. Descolgó el teléfono impulsivamente y llamó a la Oficina de Investigación Forense. Bart Arnold contestó al segundo timbrazo.

– Esta mañana me he ocupado del caso de un tal Sean McGillin -le dijo Laurie-. Se trataba de un paciente ingresado en el Manhattan General. Me gustaría conseguir una copia de su ficha hospitalaria.

– Estoy al tanto del asunto. ¿No te dimos todo lo que necesitabas?

– El informe del investigador forense está bien. Pero, para serte sincera, busco algo y no sé lo que es. La autopsia salió negativa y estoy un tanto desesperada. Hay ciertas limitaciones de tiempo que…

– Pasaré la solicitud de inmediato.

Laurie dejó el auricular mientras se estrujaba el cerebro con la esperanza de que se le ocurriera algo que pudiera serle de utilidad si todo lo demás fallaba.

– ¿Qué pasa? -preguntó Riva, que se había dado la vuelta en su silla giratoria tras escuchar la conversación de Laurie con Bart-. Te di los casos más sencillos porque sabía lo cansada que estabas. Lo siento.

Laurie aseguró a su compañera de despacho que no tenía por qué disculparse y reconoció que quizá estuviera buscando problemas donde no los había con tal de no obsesionarse con su vida amorosa.

– ¿Quieres que hablemos del asunto?

– ¿Te refieres a mi vida amorosa?

– Me refiero a Jack y a lo que has hecho esta mañana.

– No en especial -contestó Laurie haciendo un gesto con la mano como si espantara una mosca inexistente-. No hay mucho que decir de lo que tú y yo no hayamos hablado hasta cansarnos. La verdad es que no quiero verme atrapada en una relación que no conduce a ninguna parte, que es con lo que me he estado conformando estos últimos años. Quiero formar una familia, así de simple. Supongo que lo que me fastidia en el fondo es que Jack sea tan capullo y siga comportándose con su maldita jovialidad.

– Me he fijado -asintió Riva-. No creo que esté fingiendo.

– ¿Quién lo sabe? -repuso Laurie, riéndose de sí misma-. ¡Mira que soy patética! En fin, deja que te cuente lo del caso McGillin.

Rápidamente, Laurie le relató toda la historia, incluyendo los detalles de la conversación que había mantenido con los padres y con Jack.

– No será un caso de homicidio -dijo Riva tajantemente.

– Lo sé -convino Laurie-. Lo que me preocupa en este momento es no haber sido capaz de estar a la altura de la promesa que hice a ese matrimonio. Estaba tan convencida de que podría decirles hoy mismo qué había matado a su hijo… En cambio, mírame ahora, cruzada de brazos y a la espera de lo que digan Maureen y Peter. Mi impulsividad me ha hecho quedar como una tonta.

– Si te sirve de consuelo, en mi opinión Jack estaba en lo cierto al decir que las pruebas microscópicas eran la clave. Creo que descubrirás alguna patología en el corazón, especialmente con un historial familiar de altos niveles de LDH y dolencias cardíacas.

Laurie estaba a punto de mostrar su conformidad cuando sonó el teléfono. Dándose la vuelta, contestó esperando que se tratara de algún tipo de información relacionada con cualquiera de sus casos, puesto que de eso trataban la mayoría de las llamadas que recibía. Sin embargo, sus cejas se arquearon por la sorpresa. Cubrió el micrófono con la mano y susurró a Riva:

– ¡No te lo vas a creer! ¡Es mi padre!

El rostro de su amiga reflejó la misma sorpresa, y le hizo urgentes gestos para que averiguara el motivo de la llamada: Laurie solo mantenía contacto telefónico con su madre, y rara vez en horas de trabajo.

– Lamento molestarte -dijo el doctor Sheldon Montgomery. Hablaba con una voz cavernosa con un leve rastro de acento inglés aunque nunca había vivido en Inglaterra.

– No me molestas -contestó Laurie-. Estoy sentada en mi despacho. -Sentía una gran curiosidad por saber el motivo de la llamada de su padre, pero resistió la tentación de preguntárselo directamente por temor a que sonara poco amistoso. Su relación con él nunca había sido nada del otro mundo. Siendo el adicto al trabajo y ególatra cirujano cardíaco que era, siempre exigiendo la perfección a los demás y a sí mismo, había resultado un padre distante y poco cariñoso. Laurie había intentado en vano acercarse a él, esforzándose constantemente, tanto en el colegio como en otras actividades, porque creía que eso era lo que él deseaba. Por desgracia, no le dio resultado. Luego, se produjo la desgraciada muerte de su hermano, de la que su padre la hizo responsable, y el endeble vínculo que los unía se debilitó aún más.

– Yo estoy en el hospital -comentó él. Su tono resultaba totalmente impersonal, como si le estuviera hablando del tiempo-. He venido con tu madre.

– ¿Y qué hace mamá en el hospital? -preguntó Laurie.

Que Sheldon estuviera en el hospital no tenía nada de extraordinario. A pesar de que a sus ochenta años se había retirado de la práctica de la medicina, lo seguía visitando con frecuencia. Laurie no tenía ni idea de lo que hacía allí. Su madre, Dorothy, nunca solía ir a pesar de que estaba metida en distintas asociaciones que recaudaban fondos para la institución. La última vez que Laurie recordaba haber visto a su madre ingresada fue cuando esta se hizo su segundo lifting. De eso hacía quince años, y Laurie ni siquiera se enteró hasta que hubo pasado.

– La han operado esta mañana -contestó Sheldon-. Se encuentra bien. En realidad está bastante alegre.

Laurie se sentó un poco más tensa.

– ¿Operado? ¿Qué ha ocurrido? ¿Fue una emergencia?

– No. Estaba programado. Por desgracia a tu madre han tenido que hacerle una mastectomía por culpa de un cáncer de pecho.

– ¡Dios mío! -consiguió exclamar Laurie-. ¡No tenía ni idea! ¡Pero si hablé con ella el sábado y no me dijo nada, ni del cáncer ni de la operación!

– Ya conoces a tu madre, prefiere evitar los asuntos desagradables. Insistió especialmente en dejarte al margen de preocupaciones innecesarias hasta que todo hubiera pasado.

Laurie miró a Riva con expresión incrédula. Dado lo cerca que estaban sus respectivos escritorios en la reducida oficina, su amiga podía oír la conversación y alzó los ojos al cielo.

– ¿Hasta qué punto estaba avanzado el tumor? -preguntó Laurie, solícita.

– Muy poco, y carecía de ramificaciones -contestó su padre-. Todo va a salir bien. El pronóstico es excelente, aunque tendrá que completar el tratamiento.

– ¿Y me dices que se encuentra bien?

– La verdad es que muy bien. Acaban de darle de comer y vuelve a ser la de siempre con sus exigencias.

– ¿Puedo hablar con ella?

– Por desgracia, eso es un poco complicado. En este momento no estoy en la habitación, sino en la sala de enfermeras. Confiaba en que pudieras pasar a verla por la tarde. Hay una cuestión relacionada con este asunto de la que me gustaría hablar contigo.

– Voy para allá -dijo Laurie, colgando el teléfono antes de volverse hacia Riva.

– ¿Es verdad que no tenías ni idea de todo esto? -preguntó su amiga.

– Ni la más mínima, y eso que hablé con ella el sábado por la mañana. No sé si sentirme herida, triste o enfadada. La verdad es que resulta patético. ¡Menuda familia! No puedo creerlo. Soy médico, tengo casi cuarenta y tres años, pero mi madre me sigue tratando igual que a una niña en lo que se refiere a las enfermedades. ¿Te lo puedes imaginar? ¡Quería mantenerme a salvo de preocupaciones!

– Nuestra familia es todo lo contrario. Todo el mundo sabe lo de todo el mundo. Es el extremo opuesto, pero no lo defiendo tampoco. Creo que lo mejor es un término medio.

Laurie se levantó y se estiró. Esperó que se disipara la sensación de vahído. El cansancio había vuelto con más fuerza que antes mientras estaba sentada. A continuación, cogió el abrigo que tenía colgado tras la puerta. Pensando en las diferencias entre su familia y la de Riva, decidió que prefería la de su amiga, aunque desde luego nunca escogería vivir en el hogar paterno, como Riva. Las dos eran de la misma edad.

– ¿Quieres que conteste el teléfono por ti? -le preguntó Riva.

– Si no te importa, te lo agradecería; especialmente si se trata de Maureen o Peter. Déjame los mensajes en el corcho. -Laurie sacó un paquete de post-its y lo tiró encima del secante-. Tengo que volver porque no quiero llevarme la maleta ahora.

Salió al pasillo y consideró el pasar por el despacho de Jack para contarle lo de su madre, pero al final prefirió dejarlo estar. A pesar de que no le cabía duda de que al final se mostraría comprensivo, estaba cansada de sus frivolidades y no quería seguir soportándolas.

En la planta baja, tomó un atajo por el Departamento de Administración. La puerta de Calvin se encontraba entreabierta. En absoluto intimidada por las dos secretarias, Laurie se asomó para ver al subdirector encorvado sobre su mesa. El bolígrafo parecía minúsculo en su manaza. Laurie llamó a la puerta y Calvin alzó su intimidatorio rostro, atravesándola con sus ojos, negros como el carbón. Hubo épocas en las que Laurie había chocado con él, ya que era un férreo defensor de las normas y al mismo tiempo un político inteligente dispuesto a saltárselas de vez en cuando. Desde el punto de vista de Laurie, se trataba de una combinación inadmisible. Las exigencias políticas que acompañaban a la profesión de forense eran la parte que menos le gustaba de su trabajo.

Laurie le notificó que salía a ver a su madre al hospital, y Calvin se despidió con un gesto de la mano y sin hacerle preguntas. Ella no estaba obligada a consultarle, pero últimamente intentaba mostrarse más sensible políticamente, al menos en un plano personal.

Fuera la lluvia había cesado por fin, haciendo más fácil encontrar un taxi. El trayecto resultó veloz, y en menos de media hora se encontraba en la escalinata de entrada del University Hospital. Durante el viaje intentó imaginar qué habría querido decir su padre al mencionar «una cuestión relacionada» con la dolencia de su madre sobre la que deseaba hablar. No tenía la más remota idea. Se trataba de un comentario muy poco concreto, pero supuso que haría referencia a ciertas limitaciones en las actividades de su madre.

El vestíbulo del hospital presentaba la habitual aglomeración de la tarde, con la afluencia de visitas en su momento álgido. Laurie tuvo que hacer cola ante el mostrador de información para averiguar el número de la habitación de su madre mientras se reprochaba no habérselo preguntado a su padre. Provista de la debida información, tomó el ascensor adecuado hasta la planta adecuada y pasó ante la sala de enfermeras, donde había un montón de personal muy atareado. Nadie reparó en ella. Se encontraba en el ala VIP, lo cual significaba que el pasillo estaba enmoquetado; y las paredes, decoradas con cuadros originales. Laurie se vio atisbando dentro de las habitaciones igual que un mirón a medida que caminaba y recordaba su primer año de interna en un hospital.

La puerta de la habitación de su madre estaba entreabierta, lo mismo que las demás, y Laurie entró directamente. Su madre se hallaba en la típica cama de hospital, con los barrotes laterales levantados y una vía intravenosa goteando lentamente en el brazo izquierdo. En lugar del atuendo habitual de los pacientes, llevaba un camisón rosa y estaba recostada sobre varios almohadones. Su cabello, de un gris plateado medianamente largo, que normalmente llevaba crepado, se veía aplastado como si fuera un gorro de baño pasado de moda. Sin maquillaje, presentaba un aspecto mortecino, y su piel parecía estirarse más de lo normal sobre los huesos de su cara. Los ojos se le habían hundido, como si estuviera ligeramente deshidratada. Tenía un aire frágil y vulnerable, y aunque Laurie sabía que era menuda, en aquella gran cama se le antojaba aún más pequeña. También la veía mucho más envejecida que la semana anterior, cuando comieron juntas y su madre no le dijo nada del cáncer ni de la inminente hospitalización.

– Pasa, cariño -dijo Dorothy haciéndole un gesto con la mano libre-. Coge una silla. Sheldon me ha dicho que te ha llamado. Yo no quería molestarte hasta que estuviera de vuelta en casa. Todo esto no es más que una tontería. No vale la pena preocuparse.

Laurie miró a su padre, que estaba leyendo el Wall Street Journal en una silla, al lado de la ventana. Él levantó la mirada, sonrió levemente saludándola con la mano y prosiguió con la lectura.

Acercándose a un lado de la cama, Laurie cogió la mano de su madre y se la estrechó. Sus huesos le parecieron frágiles, y la piel, fría.

– ¿Cómo estás, madre?

– Me encuentro bien. Dame un beso y siéntate.

Laurie le acarició la mejilla; luego, cogió una silla del rincón que empujó hasta el lado de la cama y tomó asiento. Con la cama elevada, tenía que alzar la vista para mirar a su madre.

– ¡No sabes lo que lamento que te haya pasado esto!

– No es nada. El médico acaba de pasar y ha dicho que todo está bien, que es más de lo que yo puedo decir de tu pelo.

Laurie tuvo que contener una sonrisa. La estratagema de su madre resultaba evidente. Siempre que no quería hablar de sí misma, pasaba a la ofensiva. Laurie utilizó ambas manos para apartarse de la cara el coloreado cabello castaño que llevaba cortado a la altura de los hombros; aunque habitualmente se lo recogía con un pasador, aquel día se lo había soltado para cepillárselo tras la sesión dentro del traje lunar y no se lo había vuelto a recoger. Por desgracia, desde que era adolescente, su pelo era uno de los objetivos favoritos de su madre.

Tras el comentario sobre el cabello y una breve pausa durante la que Laurie intentó preguntar sobre la intervención quirúrgica, Dorothy escogió un nuevo objetivo y le dijo a Laurie que su atuendo resultaba demasiado femenino para trabajar en un depósito de cadáveres. Laurie tuvo que hacer un esfuerzo para no responder a aquella nueva crítica. Para ella era importante aquel atuendo; formaba parte de su identidad y no veía que fuera un problema en su lugar de trabajo. También sabía que parte de los comentarios de su madre obedecían a su disconformidad con la profesión que ella había escogido. A pesar de que sus padres se habían ablandado hasta cierto punto y habían reconocido a regañadientes los méritos de la ciencia forense, su decepción había resultado evidente desde el momento en que ella les anunció su decisión. En cierta ocasión, su madre había llegado a decirle que, cuando sus amigas le preguntaban a qué especialidad médica se dedicaba su hija, ella contestaba que no lo sabía.

– ¿Cómo está Jack? -preguntó Dorothy.

– Está bien -contestó Laurie, que no deseaba ahondar más en el tema.

Dorothy prosiguió explicando algunos acontecimientos sociales a los que confiaba que Laurie y Jack podrían asistir.

Laurie la escuchó a medias mientras observaba a su padre, que había acabado de leer el Wall Street Journal y tenía una gran pila de diarios y revistas. Sheldon se levantó y se estiró. A pesar de que ya había cumplido los ochenta, con su metro ochenta de aristocrático aspecto seguía siendo una figura imponente. Sus plateados cabellos conocían bien su sitio. Como de costumbre, vestía un inmaculado traje con corbata y pañuelo a juego. Caminó hasta situarse frente a Laurie al otro lado de la cama y esperó a que Dorothy hiciera una pausa.

– Laurie, ¿te importa si salimos un momento al pasillo?

– En absoluto -contestó ella. Se levantó y le dio un apretón en la mano a su madre a través de los barrotes-. Vuelvo enseguida.

– Está bien, pero no os preocupéis por mí -regañó Dorothy a su marido.

Sheldon no contestó y se limitó a señalar a Laurie la puerta.

Al salir al pasillo, Laurie tuvo que apartarse para dejar pasar una camilla que conducía a un paciente de vuelta a su habitación tras ser intervenido. Su padre salió tras ella. Dado que era casi treinta centímetros más alto, Laurie se veía obligada a alzar la mirada. Sheldon tenía la piel bronceada debido al viaje al Caribe que habían hecho en enero y, teniendo en cuenta su edad, desprovista casi de arrugas. Laurie no abrigaba malos sentimientos hacia su padre, ya que hacía mucho que había superado el disgusto y la frustración por su distante actitud. El madurar le había hecho comprender que la culpa no era de ella, sino de él; pero, al mismo tiempo, no sentía ningún cariño hacia él: era como si Sheldon fuera el padre de otra persona, no el de ella.

– Gracias por haber venido tan deprisa -le dijo Sheldon.

– No tienes que darme las gracias. Estaba claro que lo iba a hacer.

– Temía que te molestaras al recibir la noticia como caída del cielo. Quiero que sepas que fue tu madre la que insistió para que no te dijera nada.

– Lo deduje por lo que me dijiste por teléfono -repuso Laurie, que se sintió tentada de decirle lo ridículo que resultaba ocultarle esa información. Sin embargo, se contuvo. No habría servido de nada: ni su padre ni su madre iban a cambiar.

– Ni siquiera quería que te llamara esta tarde porque prefería esperar a estar de vuelta en casa, mañana o pasado. Al final tuve que insistir. He respetado sus deseos hasta el día de hoy, pero no me sentía cómodo aplazándolo más.

– ¿Aplazando qué? ¿De qué estás hablando? -Laurie no podía evitar fijarse en que su madre no dejaba de mirar hacia el final del pasillo, como si alguien los estuviera escuchando.

– Lamento tener que decirte esto, pero tu madre tiene un marcador para la mutación específica del gen BRCA-1.

Laurie notó que el rostro se le encendía. Aunque creía que la gente solía palidecer ante las malas noticias, a ella le ocurría lo contrario. Como médico que era, estaba al corriente de lo que significaba el gen BRCA-1, que en los años noventa se había asociado con el cáncer de mama. Trabajos posteriores habían determinado que el gen normal desempeñaba algún papel como supresor de tumores, pero que, cuando se presentaba en forma de mutación, actuaba en sentido contrario. Y lo que resultaba más preocupante: Laurie sabía que dichas mutaciones se heredaban de manera dominante en un alto porcentaje, ¡lo cual significaba que probablemente tenía un cincuenta por ciento de posibilidades de ser portadora del mismo genotipo!

– Por razones obvias, es importante que tengas esta información -prosiguió Sheldon-. Si hubiera sabido que un retraso de tres semanas podía tener alguna importancia para ti te lo habría dicho de inmediato. Ahora que lo sabes, mi opinión profesional es que debes hacértelo mirar. La presencia de una mutación así aumenta las probabilidades de que desarrolles un cáncer de mama antes de los ochenta años. -Sheldon hizo una nueva pausa y volvió a observar el pasillo. Parecía verdaderamente incómodo por tener que desvelar un secreto familiar en público.

Laurie se acarició la mejilla con el dorso de la mano. Tal como temía, notó la piel caliente al tacto. Se sintió incómoda ante su padre que, como de costumbre, no demostraba ningún tipo de emoción.

– Desde luego, se trata de una decisión que has de tomar tú -continuó Sheldon-. Pero debo recordarte que, si te sale positivo, se pueden tomar medidas para disminuir hasta en un noventa por ciento la probabilidad de que desarrolles un tumor, como por ejemplo una mastectomía profiláctica bilateral. Por suerte, las implicaciones de una mutación de BRCA-1 no son las mismas que en el caso del gen de la enfermedad de Huntington o de cualquier otra enfermedad incurable.

A pesar de su evidente incomodidad, Laurie clavó la mirada en los oscuros ojos de su padre, e incluso se vio meneando la cabeza de modo imperceptible. A pesar de que la relación entre ellos no fuera fácil, especialmente tras la muerte de Shelly; a pesar de que él no se comportaba como si fuera su padre, Laurie no podía creer que le estuviera diciendo aquello sin el más mínimo rastro de calor humano. En el pasado, había atribuido su distanciamiento a un mecanismo defensivo que lo protegía de la presión que suponía tener entre las manos los corazones palpitantes de sus pacientes, y por lo tanto sus vidas, día tras día. Habiendo hecho los cursos de cirugía durante el primer año de carrera, conocía bastante bien el tipo de estrés que eso suponía. También era consciente de que los pacientes de su padre habían apreciado dicho distanciamiento, que interpretaban como una manifestación de autoconfianza más que como el defecto de una personalidad narcisista. Pero ella lo odiaba.

– Gracias por esta interesante e improvisada consulta médica -consiguió articular Laurie, incapaz de borrar el sarcasmo de su voz. A continuación se obligó a esbozar una sonrisa antes de apartarse de su padre y regresar a sentarse al lado de su madre.

– ¿Te ha alterado, cariño? -le preguntó Dorothy al verla-. Estás colorada como un tomate.

Durante unos instantes, Laurie no respondió. Tenía la mandíbula fuertemente cerrada para evitar que le temblara. Sus emociones amenazaban con desbordarse, y eso era una debilidad que siempre había despreciado, muy especialmente frente a su desapegado padre.

– ¡Sheldon! -exclamó Dorothy cuando su marido recuperó su asiento al lado de la ventana-. ¿Qué le has dicho a Laurie? ¡Te dije que no la alteraras por mí!

– No le estaba hablando de ti -contestó Sheldon al tiempo que abría el New York Times-. Le estaba hablando de ella.

Jack dejó el bolígrafo y se volvió para mirar la espalda de Chet McGovern, inclinado sobre su escritorio. Chet era su colega además de compañero de despacho. A pesar de que tenía cinco años menos que Jack, había empezado en el departamento casi al mismo tiempo que él y se llevaban bien. Aunque Jack agradecía compartir la oficina con él por la compañía que suponía, seguía pensando que resultaba ridículo que el ayuntamiento no les proporcionara despachos independientes. El problema residía en las continuas estrecheces presupuestarias que hacían imposible modernizar las instalaciones. El Departamento de Medicina Legal era un objetivo fácil para los políticos de una ciudad constreñida por las necesidades económicas. El edificio era adecuado el día de su inauguración, casi medio siglo antes, pero en esos momentos parecía un dinosaurio, y el espacio en él era un bien escaso. Dado que Jack sabía que los dinosaurios habían vivido en la tierra durante más de ciento cincuenta millones de años, confiaba en que no pretendieran hacer que el edificio durara en su estado un tiempo equivalente.

– ¡No puedo creerlo! -exclamó Jack-. ¡He acabado! ¡Nunca había conseguido acabar!

Chet se volvió. Tenía un rostro infantil coronado por una mata de pelo rubio bastante más largo que el de Jack, aunque lo llevaba peinado con el mismo despreocupado estilo. Al igual que Jack, también daba la impresión de ser atlético, pero se debía a sus casi diarias visitas al gimnasio, no a jugar al baloncesto en la calle. Estaba en la plenitud de la cuarentena, pero parecía bastante más joven.

– ¿Qué quieres decir con «acabado»? ¿Qué ha acabado?

Con los puños apretados, Jack estiró los brazos por encima de la cabeza.

– Todos mis casos. Me he puesto al día.

– Entonces, ¿qué hacen todas esas carpetas en tu bandeja de entrada? -Chet señaló con el dedo el considerable montón que amenazaba con desmoronarse.

– Esos son solamente los casos que esperan que lleguen los materiales del laboratorio.

– ¡Pues qué bien! -se burló Chet con una risita antes de volver a sus quehaceres.

– ¡Pues para mí está bien! -contestó Jack levantándose, doblándose hasta tocar el suelo con las palmas y quedándose así un instante. Tras el desacostumbrado paseo en bicicleta hasta el trabajo, notaba agarrotados los tendones de las pantorrillas. Tras incorporarse, miró el reloj-. ¡Vaya, son solo las tres y media!

¿No se acabarán nunca los prodigios? Puede incluso que llegue a la primera ronda de la cancha.

– Eso si está seca -dijo Chet sin levantar la vista-. ¿Por qué no te vienes al Sports Club LA? Allí la pista estará seca seguro. Si fueras inteligente, te apuntarías conmigo a la clase de musculación. Yo fui el viernes, y te lo aseguro, las tías están increíbles. Había una que era algo serio, con un conjunto negro tan ceñido que no te daba oportunidad de imaginar nada.

– ¡Tías cañón! -se burló Jack-. Cualquier día de estos te despertarás y podrás contemplar estos difíciles años de la pubertad y reírte de ellos tranquilamente.

– El día que deje de fijarme en las mujeres querrá decir que estoy listo para una de esas cajas de pino que guardamos abajo.

– Yo nunca he sido de los que se dedican al deporte de mirar -bromeó Jack-. Ese se lo dejo a los pobrecitos como tú.

Jack recogió su americana del respaldo de la silla y se dirigió a la puerta silbando. Había sido un día interesante y estimulante. Al llegar al despacho de Laurie se asomó dentro preguntándose si habría cambiado de opinión con respecto a no volver a su apartamento aquella noche. El despacho estaba desierto, pero se fijó en el expediente abierto encima del escritorio de Laurie.

Jack entró de puntillas y curioseó el nombre del caso. Tal como había supuesto, se trataba de Sean McGillin. Le intrigaba por qué Laurie y Janice parecían tan afectadas por un caso que a él se le antojaba simple rutina. Por lo general, no era la clase de hombre que reducía a las mujeres a estereotipos; pero se le hacía extraño que las dos hubieran mostrado lo que para él suponía una demostración muy poco profesional de emociones. Abrió la carpeta y pasó las hojas hasta que localizó el informe de Janice. Lo leyó rápidamente, pero no halló nada fuera de lo normal. Aparte de que el fallecido tenía veintiocho años, las circunstancias de la muerte no tenían nada de especial. Sin duda se trataba de una lamentable pérdida y de una tragedia para la familia y amigos, pero no para la humanidad, la ciudad o el condado. En una gran metrópoli como Nueva York, ocurrían muchas tragedias personales.

Jack cerró deprisa la carpeta y salió discretamente del despacho como si hubiera estado haciendo algo inconveniente y temiera que pudieran pillarlo con las manos en la masa. De repente, por temor a tener que enfrentarse a un exceso de emociones, se sentía menos dispuesto a averiguar si Laurie deseaba reconsiderar su decisión. Entretenerse pensando en tragedias familiares no era un pasatiempo al que le apeteciera dedicarse. Tenía demasiada experiencia.

De vuelta en la planta baja, Jack sacó su equipo de ciclista y la bicicleta. Saludó con la mano a Mike Laster, el vigilante de seguridad, mientras la sacaba hacia la plataforma de recepción y después la llevaba hasta la calzada. La lluvia había cesado y hacía bastante más frío que cuando había llegado a primera hora. Agradeció haber cogido los guantes; subió al vehículo y pedaleó camino de la esquina de la calle Treinta con la Primera Avenida.

A diferencia del paseo de la mañana, Jack disfrutó serpenteando entre los coches, taxis y autobuses mientras enfilaba hacia el norte, circulando audazmente entre el tráfico. Al final tomó un atajo por Madison y utilizó la breve travesía para que la fluida circulación diera un alivio a sus doloridos cuádriceps. Volvió a girar hacia el norte y aceleró. Las pocas veces que tuvo que detenerse en los semáforos se preguntó entre jadeo y jadeo por qué entonces disfrutaba desafiando el tráfico cuando por la mañana no había sido así. Intuyendo que tenía que ver con asuntos en los que prefería no pensar, dejó de hacerse preguntas y simplemente disfrutó del momento.

Al llegar a la Grand Army Plaza, con el Hotel Plaza a un lado y el Sherry-Netherland al otro, Jack se metió por Central Park. Esa era siempre su parte favorita del paseo. Con una temperatura que no dejaba de bajar, el frío era suficiente para que su aliento formara nubéculas de vapor. Por encima de su cabeza, el cielo se oscurecía hasta adquirir un color púrpura oscuro, salvo a su izquierda, en dirección a poniente, donde aún perduraba un intenso tono escarlata que se desvanecía rápidamente y formaba un impresionante fondo contra el que se recortaban los perfiles de los edificios que rodeaban Central Park West.

Las farolas del parque estaban encendidas, y Jack circulaba entre esferas de luz y penumbra. Había más gente corriendo que a primera hora, y Jack mantenía una velocidad moderada. Por encima de la calle Ochenta, el número de corredores empezó a descender apreciablemente. Por entonces la noche se había adueñado totalmente del cielo. Para empeorar las cosas, a Jack le daba la impresión de que la distancia entre farola y farola aumentaba. En la creciente oscuridad, se vio obligado de vez en cuando a reducir la velocidad hasta ponerse prácticamente al paso porque apenas podía ver el terreno y no tenía más remedio que confiar en que no hubiera obstáculos en su camino.

Cuando pasó la calle Noventa, se había hecho aún más oscuro, especialmente en la zona de las pendientes, donde tanto había disfrutado por la mañana. A diferencia de entonces, en ese momento tuvo un presentimiento. El camino estaba bordeado de árboles desnudos. Ya no podía divisar los edificios que rodeaban Central Park West, y excepto por el ocasional y distante bocinazo de algún taxi, podría haberse hallado pedaleando en cualquier bosque aislado y remoto. Cada vez que se acercaba a las farolas, las ramas de los árboles se le mostraban como gigantescas telas de araña.

Se sintió sumamente aliviado cuando salió por la calle Ciento seis, y al apretar el botón del semáforo no pudo sino reírse de su imaginación y preguntarse qué la había desbocado. Aunque hacía meses que no paseaba en bicicleta por el parque, era algo que había hecho muchas veces a lo largo de los años y no recordaba que le hubiera afectado antes de ese modo. Por mucho que admitiera que resultaba absurdo no haber tenido miedo al circular entre el tráfico -lo cual sí era verdaderamente peligroso- y en cambio sintiera escalofríos al meterse por el desierto parque, se había sentido como un impresionable adolescente caminando por un cementerio el día de Halloween.

Cuando la luz hubo cambiado, Jack cruzó Central Park West y cogió la calle Ciento seis. Al llegar a la altura de la zona de juegos del barrio se detuvo. Sin retirar los pies de los pedales, se agarró a la verja de alambre y contempló la pista de baloncesto, que estaba iluminada por una serie de lámparas de mercurio que él había pagado de su bolsillo. Lo cierto era que Jack había costeado la rehabilitación completa de la zona de juegos. En principio, se había ofrecido solamente para reconstruir la cancha de baloncesto, creyendo que el vecindario estaría encantado. Para su sorpresa, se vio forzado por un comité ad hoc para hacerse cargo de todo el parque, incluyendo la zona infantil, si quería contar con el privilegio de poder mejorar la zona de baloncesto. Jack tardó solo una noche en decidirse. Al fin y al cabo, ¿en qué iba a emplear su dinero? De aquello hacía seis años ya, y Jack había visto recompensado con creces su dinero.

– ¿Viene a hacer unas canastas, doctor? -llamó uno de los jugadores.

Únicamente había cinco hombres, todos afroamericanos, haciendo ejercicios de calentamiento en la distante cancha. En honor al frío, iban todos vestidos con un surtido de distintas capas de ropa hip-hop muy de moda. Uno de ellos se había detenido al ver a Jack. Por la voz, este supo que se trataba de Warren, un tipo con el que había ido trabando amistad con el tiempo. Warren era un sujeto corpulento, un atleta dotado y también el jefe de una banda local. El y Jack habían llegado a profesarse mutuo respeto. En realidad, Jack le atribuía el mérito de haberle salvado la vida.

– Esa es mi intención -contestó Jack a gritos-. ¿Se apunta alguien más o va a ser un tres contra tres?

– Anoche nos pasaron por agua, eso significa que va a venir toda la pandilla. De modo que mueve tu blanco culo y aprisa, de lo contrario te vas a tener que quedar ahí mirando y con las ganas. ¿Me pillas?

Jack levantó el pulgar en un gesto de conformidad. Lo había «pillado» plenamente: no tardaría en haber mucho más de diez tíos, lo cual significaba que los primeros diez empezarían a jugar mientras que a los demás no les quedaría otro remedio que sortear los turnos para entrar en los siguientes partidos. Era un sistema complicado que Jack había tardado años en asimilar. En opinión de la mayoría, no era ni justo ni democrático. El ganador era escogido por el undécimo en llegar, que después escogía a los otros cuatro con quien deseaba formar equipo. Llegados a ese punto, el orden de aparición ya no contaba. De hecho, a veces uno de los miembros del grupo perdedor podía salir elegido por ser especialmente bueno como jugador. Cuando Jack se instaló en el vecindario tardó meses en meterse en su primer partido, y si lo logró fue porque comprendió que debía llegar allí temprano.

Motivado por no querer quedarse sin jugar, pedaleó con fuerza hasta el otro lado de la calle, bajó de la bicicleta, se la echó al hombro, subió la escalera que conducía a la puerta de entrada de su edificio y la abrió tras esquivar varias grandes bolsas verdes de basura. Dentro había dos mendigos compartiendo una botella de vino barato. Se apartaron cuando Jack subió corriendo escaleras arriba, teniendo cuidado con los restos que ensuciaban los peldaños.

Jack vivía en el piso trasero del tercer piso. Depositó la bicicleta en el suelo mientras buscaba las llaves; luego, abrió la puerta.

Sin molestarse siquiera en cerrar, dejó la bicicleta apoyada contra la pared de la sala de estar, se quitó los zapatos de una patada y la corbata, la chaqueta, la camisa y el pantalón, tirándolo todo en el respaldo del sofá. Vestido únicamente con los calzoncillos, se metió en el lavabo para coger su ropa de baloncesto que normalmente colgaba encima de la cortina del baño.

Se detuvo en seco: en lugar de sus pantalones cortos y el chándal, lo que tenía delante eran las medias de Laurie. Se había olvidado de que no había jugado la noche anterior y de que Laurie le había doblado y guardado la ropa en el armario.

Jack descolgó la media de un tirón y se quedó mirándola. Lentamente, sus ojos se contemplaron en el espejo. Estaba solo, y su flácido rostro reflejaba la realidad que había intentado evitar todo el día: Laurie no estaría allí cuando él volviera del partido; no habría los habituales e inteligentes comentarios; no habría las inevitables risas; no habría el paseo por Columbus Avenue para ir a comer algo a uno de los muchos restaurantes del West Side, sino que regresaría a un apartamento vacío igual que había hecho todos esos años, cuando se instaló en la ciudad. Entonces le había resultado deprimente, y también se lo parecía en esos momentos.

– Tú y tu baloncesto… -dijo para sí en voz alta con tono de mofa. Volvió a contemplar la media con una combinación de emociones que incluía la irritación hacia sí mismo y hacia Laurie. A veces, la vida parecía demasiado complicada.

Con un cuidado innecesario dobló la prenda y la llevó al dormitorio. Abrió uno de los vacíos cajones que Laurie había usado y la guardó con mimo. Lo cerró y experimentó un ligero alivio cuando perdió de vista aquel incómodo recordatorio. Acto seguido, fue rápidamente al armario en busca de su ropa de deporte.

Para su consuelo, consiguió llegar a la cancha de baloncesto antes de que aparecieran los demás, y Warren lo seleccionó para su equipo. Jack hizo un breve precalentamiento encestando unas cuantas pelotas. Se sentía dispuesto cuando el juego empezó unos minutos más tarde; pero, por desgracia, no lo estaba. Jugó mal, y fue un factor decisivo a la hora de perder. Con otro equipo preparado para entrar, Warren, Jack y los suyos se vieron obligados a tener que esperar en la banda, tiritando de frío. Nadie estaba contento.

– Tío, has jugado como una mierda -le dijo Warren a Jack-. Nos has hecho polvo. ¿Qué pasa contigo?

Jack meneó la cabeza.

– Supongo que estoy distraído. Laurie quiere que nos casemos y tengamos críos.

Warren conocía a Laurie. El y Natalie, su novia, habían salido con Jack y Laurie casi todas las semanas a lo largo de los últimos años. Incluso habían ido de vacaciones a África, siete años atrás.

– ¿Así que tu chavala quiere que se la tiren y tener un crío? -comento Warren burlonamente-. ¿Y eso es nuevo, tío? Yo tengo el mismo problema, pero ¿me has visto tirar la pelota fuera o fallar una asistencia de las buenas? O te centras o no vas a jugar conmigo. Es cosa de poner en orden tus prioridades. ¿Sabes a qué me refiero?

Jack asintió. Warren tenía razón, pero no en el sentido que él creía. El problema residía en que no sabía si era capaz de ordenar sus prioridades porque no estaba seguro de cuáles eran.

Sujetando la puerta del ascensor con el tobillo, Laurie se las arregló para dejar su maleta en el rellano del cuarto piso. Le supuso ciertamente un esfuerzo porque el nivel del suelo se hallaba varios centímetros por encima de la cabina del ascensor. A continuación, salió ella y dejó que las puertas se cerraran. Oyó el rumor de la maquinaria en el tejado mientras el ascensor bajaba de inmediato. Obviamente alguien había estado llamándolo.

Como la maleta disponía de ruedecillas, la empujó hasta la puerta sin tener que levantarla. Cuanto más forcejeaba con ella, más pesada le parecía. Sabía que lo peor era el montón de cosméticos, champús, acondicionadores y detergente que se había llevado de casa de Jack. Ninguno tenía tamaño de viaje. Naturalmente, la plancha tampoco ayudaba. Volvió en busca de la bolsa de comestibles.

Mientras se esforzaba por sacar las llaves del bolso que llevaba al hombro, oyó que se abría la puerta del piso de delante y que su cadena de seguridad se tensaba hasta el límite. Laurie vivía en un edificio de la calle Diecinueve que tenía dos pisos por planta. Mientras que ella ocupaba el trasero que daba a un intrincado paisaje de patios, una ermitaña llamada Debra Engler residía en el delantero. Su costumbre consistía en abrir la puerta solo un poco para asomarse cada vez que Laurie llegaba al rellano. Casi siempre, los ruidos molestaban a Laurie, que lo consideraba una intromisión en su intimidad; pero en ese momento no le importó: era como si una reconfortante familiaridad le diera la bienvenida.

Una vez dentro, Laurie corrió cada uno de los candados y cerraduras que el anterior inquilino había instalado y miró a su alrededor. Hacía más de un mes que no había estado, y tampoco recordaba la última vez que había dormido allí. Todo el piso necesitaba una buena limpieza, y el aire olía a rancio. Era más pequeño que el de Jack, pero infinitamente más cómodo y confortable; tenía muebles de verdad, incluyendo un televisor. Los colores de las tapicerías resultaban cálidos y acogedores. En las paredes colgaba una colección de reproducciones de Gustav Klimt procedente del MET. Lo único que faltaba era su gato, al que había dejado hacía un año en casa de una amiga que vivía en Shelter Island. Se preguntó si sería capaz de reclamar su mascota después de tanto tiempo.

Arrastró la maleta hasta el diminuto dormitorio y pasó media hora organizando sus cosas. Tras darse una ducha rápida, se puso una bata antes de prepararse una sencilla ensalada. A pesar de que no había tomado nada a la hora de comer, no se sentía especialmente hambrienta. Se llevó el plato y la copa de vino a la mesa de centro del salón y encendió su ordenador portátil. Mientras esperaba a que se cargara, se permitió reflexionar por primera vez en lo que su padre le había dicho. A ella le supuso un esfuerzo no pensar en ello, pero deseaba estar sola y poder acceder a internet para controlar mejor sus emociones. Era consciente de que no sabía lo suficiente para pensar con claridad.

El problema era que la ciencia médica avanzaba a enorme velocidad. Laurie había pasado por la facultad de medicina a mediados de los años ochenta y había aprendido mucho de genética porque era la época de los vertiginosos adelantos en materia de recombinación de ADN. Sin embargo, ese campo había crecido desde entonces en progresión geométrica y alcanzado su momento culminante con la secuenciación de los 3,2 billones de pares del genoma humano que se anunció con gran aparato en 2001.

Laurie se había esforzado por mantenerse al día en sus conocimientos de genética, especialmente en lo relacionado con su profesión de forense. Sin embargo, la ciencia forense únicamente se interesaba en el ADN como método de identificación. Se había descubierto que ciertas áreas sin código, o áreas que no contenían genes, mostraban notables especificidades individuales de modo que incluso parientes cercanos tenían secuencias que diferían. Una ventaja de dicha especificidad era lo que se llamaba «la huella ADN». Laurie estaba al tanto del asunto y lo apreciaba como magnífica herramienta forense.

De todas formas, la estructura y función de los genes era harina de otro costal, una especialidad para la que Laurie no se sentía preparada. Habían nacido dos nuevas ramas de la ciencia: la genética médica, que se ocupaba del ingente flujo de información contenido en las células, y la bioinformática, que era una aplicación de los ordenadores.

Tomó un sorbo de vino. Suponía una formidable tarea intentar hallar sentido a lo que su padre le había contado: que su madre era portadora del marcador del gen BRCA-1 y que ella tenía un cincuenta por ciento de probabilidades de serlo también. Se estremeció. Había algo inexplicablemente perverso en el hecho de saber que podía estar albergado en lo más profundo de su ser algo potencialmente letal. Durante toda su vida había creído que la información era buena en sí misma; pero ya no estaba tan segura. Quizá hubiera cosas que era mejor no conocer.

Tan pronto como estuvo conectada a internet introdujo en Google «gen BRCA-1» y obtuvo como respuesta quinientas doce direcciones. Tomó un bocado de ensalada, hizo «clic» en la primera dirección y empezó a leer.

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