Cuando Laurie llegó al Manhattan General, la acompañaron directamente al despacho de Roger, que la estaba esperando. Lo primero que hizo este fue cerrar la puerta y, a continuación, le dio un fuerte y prolongado abrazo. Laurie se lo devolvió, pero no con tanto ardor. Además de las dudas que había despertado en ella el asunto del matrimonio de Roger, sabía que no iba a ser totalmente franca con él acerca de su propia situación, y eso aumentaba sus reservas. De todos modos, si él lo notó, no lo demostró. Tras abrazarla, giró las dos sillas de recto respaldo para situarlas una frente a otra como había hecho el día anterior e indicó a Laurie que se sentara.
– Me alegro de verte. Anoche te eché de menos -le dijo. Estaba inclinado hacia adelante, con los codos en las rodillas y las manos entrelazadas.
Laurie se hallaba lo bastante cerca para oler su loción para después del afeitado y ver que su camisa todavía mostraba las marcas de planchado de la lavandería.
– Yo también me alegro -contestó tendiéndole la mano y entregándole los informes de investigación y los certificados de defunción de los seis casos de Queens. No había tenido tiempo de hacer copias, pero no le importaba, porque siempre podía volver a descargarlos. Al entregarle aquel material confiaba desviar la conversación sobre su estado de ánimo, al menos por el momento. Además, estaba impaciente por comentarle la idea que se le había ocurrido.
Roger hojeó las páginas rápidamente.
– ¡Caramba, parecen iguales que los nuestros, incluso en la hora!
– Eso es lo que opino yo también. Sabré más detalles cuando tenga los historiales clínicos del hospital; pero, por el momento, demos por hecho que son idénticos. ¿Te dice algo?
Roger contempló los papeles, reflexionó unos momentos y al final se encogió de hombros.
– Significa que el número de casos se ha duplicado. En lugar de seis, tenemos doce. Bueno, trece, si contamos la muerte de la última noche. Supongo que te habrás enterado de lo de Clark Mulhausen. ¿Te ocuparás tú de la autopsia?
– No, la está haciendo Jack -repuso Laurie, que ya le había hablado de él durante las cinco semanas que habían salido, incluyendo el hecho de que habían sido amantes. Cuando Laurie había conocido a Roger, se había descrito a sí misma como «prácticamente sin pareja». Más adelante, cuando empezaron a conocerse mejor, reconoció haber usado aquella expresión debido a los asuntos que todavía tenía pendientes con Jack. Incluso fue más lejos y le confió que su ruptura se debía a lo reacio que este se mostraba a comprometerse. Roger aceptó la noticia con gran ecuanimidad, lo cual hizo que Laurie valorara su confianza en sí mismo y aumentara su estima hacia él. No habían vuelto a hablar del asunto.
– Mira las fechas de los casos de Queens -le invitó.
Roger volvió a mirar los papeles y alzó la vista.
– Son todos de finales del otoño pasado; el último, de finales de noviembre.
– Exacto. Están agrupados muy juntos, con una frecuencia de poco más de uno por semana. Luego, paran. ¿Te dice algo?
– Supongo, pero me parece que tú ya tienes una idea en la cabeza. ¿Por qué no me la cuentas?
– De acuerdo, pero primero escucha: tú y yo somos los únicos que creemos estar ante un asesino múltiple, pero nos tienen maniatados. Yo no puedo conseguir que mi oficina se pronuncie sobre el tipo de muerte, y tú no puedes conseguir que las autoridades del hospital reconozcan que existe un problema. Estamos luchando contra las inercias institucionales. Ambas burocracias prefieren echar tierra al asunto a menos que alguien les fuerce la mano.
– No puedo decir que no.
– Lo que te inmoviliza es que este centro tiene un índice de mortalidad tan bajo que estos casos no aparecen en sus estadísticas; en el mío, la falta de resultados de Toxicología.
– ¿Todavía no han encontrado nada remotamente sospechoso? -preguntó Roger.
Laurie meneó la cabeza.
– Y las posibilidades de que lo consigan en el futuro son escasas. Me temo que el antipático director de nuestro laboratorio ha descubierto mis esfuerzos esta mañana. Si lo conozco bien, a partir de ahora se asegurará de que todas nuestras peticiones figuren las últimas de la lista.
– ¿Y adónde nos conduce todo esto?
– Quiere decir que nos toca a nosotros descubrir a este asesino múltiple, y será mejor que nos demos prisa si queremos evitar más muertes sin sentido.
– Eso lo sabemos prácticamente desde el primer día.
– Sí. Pero hasta el momento nos habíamos conformado con trabajar dentro de las limitaciones impuestas por nuestro trabajo e instituciones. Creo que debemos intentar algo más, y me parece que los de Queens nos brindan la oportunidad. Si esas muertes son homicidios, mi opinión es que nos encontramos ante un asesino múltiple y no varios.
– Yo diría lo mismo.
– Dado que el St. Francis es otra institución de AmeriCare, tú podrías acceder a su base de datos de personal. Lo que necesitamos es una lista de la gente, desde bedeles a anestesistas, que trabajó allí en el turno de noche durante el otoño pasado, y otra del personal de aquí este invierno. Cuando las tengamos, podremos contrastarlas. A partir de ahí, ya no lo tengo tan claro; pero si conseguimos una serie de posibles sospechosos, quizá podamos conseguir que Medicina Legal y este hospital hagan algo.
Una leve sonrisa surcó el anguloso rostro de Roger mientras asentía.
– ¡Una idea estupenda! Me alegro de haber pensado en ella. -Rió bromeando y dándole una juguetona palmada en la pierna-. Haces que parezca de lo más sencillo, pero está bien, creo que conseguiré sacar a alguien ese tipo de información. ¿Verdad que sería interesante que consiguiéramos algo? Me refiero a que no sé si semejante lista existe. La que sí me consta que existe es otra, una del personal profesional con privilegios de admisión en ambas instituciones. Como jefe de personal médico, tengo acceso directo a ella.
– Esa idea puede que sea incluso mejor que la mía -reconoció Laurie-. Si me preguntaran a quién considero el principal sospechoso de la comunidad hospitalaria, diría que ha de tratarse de algún médico chiflado. He pensado que si esas muertes son asesinatos, quien quiera que sea el responsable ha de tener importantes conocimientos de fisiología, farmacología y puede que también de medicina forense. De otro modo, ya sabríamos cómo lo está haciendo.
– Y ambos sabemos qué médicos dominan mejor esas áreas.
– ¿Quiénes?
– Los anestesistas.
Laurie asintió. Era cierto que un anestesista sería el más capacitado para eliminar un paciente; no obstante, a pesar de sus comentarios, como médico le costaba admitir que un colega pudiera estar tras aquellos asesinatos porque iba en contra de lo que era su función; pero también lo iba en el caso dé los demás profesionales de la sanidad; sin embargo, estaba el increíble caso de aquel médico inglés que se había cargado a doscientas personas.
– ¿Qué te parecería poner en marcha esa idea? -propuso Laurie-. Ya sé que es viernes y que a la gente no le gusta que le pongan trabajo encima de la mesa antes del fin de semana; pero debemos hacer algo y hacerlo deprisa, y no solo porque debemos evitar más muertes. Puede que nuestro asesino múltiple sea lo bastante listo para saber que debe cambiar de hospital al cabo de cierto número de casos. Aquí partimos de la base de que se trasladó después de seis muertes, o sea que tenemos motivos para suponer que puede volver a hacerlo una vez despachados siete pacientes. Si es así, nuestros colegas de otro hospital, y hasta puede que de otra ciudad, empezarán de cero. Esa fue una de las razones de que tardáramos tanto en atrapar a aquel infame asesino múltiple que tuvimos en la zona metropolitana.
– Bueno, puede que el de Queens no haya sido su primer hospital.
– Tienes razón -contestó Laurie sintiendo un escalofrío-. No se me había ocurrido.
– Me pondré a trabajar de inmediato -le prometió Roger.
– Yo estoy de guardia todo el fin de semana, lo cual significa que seguramente andaré por la oficina, así que llámame allí. Estaré encantada de hacer todo lo que pueda para ayudar. Sé que no será tan fácil como decía.
– Ya veremos. Puede que logre encontrar al especialista en informática capaz de ayudarnos. -Roger ordenó las páginas que Laurie le había entregado-. Y ahora tengo algo interesante que contarte de nuestros casos: por casualidad he encontrado un curioso punto común.
– Ah, ¿sí? -preguntó Laurie, fascinada-. Dime cuál.
– A ver, no pretendo que sea importante, pero se da en los siete casos, incluyendo el de Mulhausen la noche pasada. Todos ellos eran clientes recientes de AmeriCare y habían suscrito sus planes de salud hacía menos de un año. La verdad es que lo descubrí por casualidad al mirar sus números de póliza.
Durante unos segundos, Laurie miró fijamente a Roger, y él le devolvió la mirada. Reflexionó sobre lo que él acababa de decirle intentando relacionarlo con algo. No se le ocurrió nada, pero se acordó del comentario de Jack durante la conferencia del jueves, cuando se enteró de que el St. Francis, que pertenecía a AmeriCare, había tenido unos fallecimientos similares. Jack había dicho: «La trama se complica». Ella no había tenido ocasión de preguntarle qué había querido decir y tampoco había insistido por la mañana cuando él había dicho que los nuevos casos arrojaban «serias sombras sobre AmeriCare». Pero, tras el comentario de Roger, deseaba con más impaciencia que nunca que se lo explicara. A pesar de que le constaba que Jack sentía especial aversión por AmeriCare, también sabía que era inteligente e intuitivo.
– La verdad es que no sé si esto tiene importancia -repitió Roger-, pero resulta curioso.
– Entonces ha de ser significativo en un sentido u otro -repuso Laurie-, pero no sé en cuál. Todas las víctimas eran jóvenes y saludables, y ese es el tipo de cliente que más busca AmeriCare, así que perderlos va en contra de sus intereses.
– Lo sé. No tiene sentido, pero creí que debía decírtelo de todos modos.
– Te agradezco que lo hayas hecho -dijo Laurie, poniéndose en pie-. Bueno, tengo que marcharme. La razón de que no haya hecho la autopsia de Mulhausen es que se supone que debía ir directamente a mi despacho y firmar las actas de defunción de McGillin y Morgan certificando que son muertes naturales.
– ¡No vayas tan deprisa! -dijo Roger cogiéndola del brazo y obligándola a sentarse casi sin esfuerzo-. No te vas a escapar tan fácilmente. Primero dime quién te está obligando a certificar que esos casos son muertes naturales.
– Calvin Washington, el subdirector. Asegura que Bingham, su jefe, está recibiendo presiones del ayuntamiento.
Roger movió la cabeza con expresión de disgusto.
– No me sorprende si tengo en cuenta lo que el presidente de este hospital me dijo ayer lo mismo. Me comentó que por mi propio bien me convenía saber que AmeriCare quiere que este problema pase inadvertido.
– No es para sorprenderse. Este caso sería la pesadilla de cualquier relaciones públicas; pero ¿cómo es que ha podido llegar a los despachos del ayuntamiento?
– Yo soy nuevo en la organización, pero tengo la impresión de que AmeriCare dedica mucho esfuerzo a tener buenos contactos políticos, como demuestra el contrato con los funcionarios de la ciudad. No hace falta que te recuerde que la sanidad es un gran negocio y que siempre hay cantidad de tejemanejes en todos los asuntos.
Laurie asintió como si lo comprendiera, pero no era así.
– Voy a firmar lo que me han pedido; pero confío en que, con tu ayuda, pueda corregir esos certificados en un futuro cercano.
– Bueno, ya está bien de hablar de trabajo -dijo Roger-. Es más importante que me digas cómo estás. He estado muy preocupado, de verdad, y he tenido que refrenar mis ganas de llamarte cada cinco minutos.
– Lamento haberte dado quebraderos de cabeza -repuso Laurie mientras su mente buscaba frenéticamente la forma de tranquilizar a Roger sin mentir ni tener que contarle la raíz del problema-, pero, tal como te dije ayer, voy tirando. Es que estoy pasando por una época difícil.
– Lo entiendo. Estuve intentando imaginar lo que se debe de sentir cuando te dicen que eres portador de un gen que se asocia al desarrollo de tumores cancerígenos y luego te dicen que ya te puedes marchar. El campo de la medicina genética debería buscar un mejor modo de presentar ese tipo de información a sus pacientes, y también buscarles remedios razonables.
– Como alguien que está pasando por ello, tengo que estar de acuerdo, aunque la asistenta social lo intentó. De todas maneras, la medicina siempre ha funcionado igual en este país: la tecnología ha sido su motor principal y se ha descuidado la atención personalizada al paciente.
– Ojalá supiera cómo ayudarte mejor.
– Me parece que, de momento, no puedes. Me hallo atrapada en mi calvario personal. De todos modos, eso no significa que no aprecie tus desvelos y el hecho de que me has apoyado.
– ¿Qué hay de esta noche? ¿Y si nos vemos?
Laurie contempló los claros ojos de Roger. Le disgustaba no ser más franca con él, pero no podía decirle que estaba embarazada y que iba a cenar con Jack porque entre los dos habían concebido una criatura. No se debía a que no se creyera capaz de manejar esa situación -porque lo era-, sino a su sentido de lo personal: hasta que lo hubiera hablado con Jack no estaba dispuesta a compartirlo con nadie más, ni siquiera con alguien a quien apreciaba, como Roger.
– Podríamos cenar temprano -insistió él-. Ni siquiera tenemos que hablar del asunto del gen si no quieres. Puede que incluso ya tenga alguna información sobre el personal del St. Francis. Quiero decir que, a pesar de ser viernes, es posible que consiga algo.
– Roger, con todo lo que me ha ocurrido últimamente, necesito cierto espacio para mí, al menos durante unos días. Ese es el tipo de ayuda que me hace falta. ¿Crees que puedes soportarlo?
– Sí, pero no me gusta.
– Aprecio tu comprensión. Gracias. -Laurie se puso nuevamente en pie, y Roger hizo lo mismo.
– ¿Puedo llamarte al menos?
– Supongo que sí, pero no sé hasta qué punto tendré ganas de hablar. Quizá fuera mejor que yo te llamara. Me lo quiero tomar con calma.
Roger asintió, Laurie también, y se produjo un instante de incómodo silencio hasta que él le dio otro abrazo. La respuesta de Laurie fue tan contenida como la de antes: le sonrió brevemente y se dispuso a marcharse.
– Una pregunta más -dijo Roger interponiéndose entre ella y la puerta-, esta «época difícil» de la que has hablado, ¿tiene algo que ver con el hecho de que yo aún esté casado?
– Para serte sincera, supongo que un poco -admitió Laurie.
– Desde luego lamento no habértelo dicho, y lo siento. Sé que tendría que haberlo hecho mucho antes, pero al principio me pareció que era pecar de presuntuoso pensar que pudiera interesarte. Me refiero a que, por mi parte, he llegado a no darle importancia. Luego, cuando empezamos a salir y me enamoré de ti, comprendí que te importaría, pero me sentía incómodo por no habértelo dicho antes.
– Gracias por disculparte y explicármelo. Estoy segura de que ayudará a que nos olvidemos del tema.
– Eso espero -dijo Roger, dándole un cariñoso apretón en el hombro y abriendo la puerta del despacho-. Ya hablaremos.
Laurie asintió.
– Claro -convino. Acto seguido, se marchó.
Roger observó a Laurie caminar entre las mesas y dirigirse hacia el largo pasillo. La observó hasta que la perdió de vista; luego, cerró la puerta de su despacho. Mientras volvía a su escritorio y tomaba asiento, el perfume de Laurie flotaba todavía en el ambiente como un encantamiento. Roger estaba preocupado por ella e inquieto por haber estropeado su relación al no haber sido del todo franco. Seguía guardándose aspectos que Laurie tenía derecho a saber si su relación iba a prosperar; pero, lo peor era que no le había dicho la verdad sobre cuestiones de las que ya le había hablado. Al contrario de lo que había dado a entender, existían aspectos no resueltos en su relación con su ex esposa, que incluían un amor que no había muerto del todo, detalle que no había tenido el valor de confesar a Laurie a pesar de que ella sí lo había hecho al hablarle sobre Jack.
Sin embargo, el mayor secreto que Roger ocultaba, incluso a sus superiores, era su condición de ex adicto. Durante su estancia en Tailandia, había caído en la trampa de la heroína. Todo había comenzado de forma harto inocente, como un experimento personal para comprender y tratar mejor a pacientes con ese problema. Por desgracia, no calculó el poder de seducción de la droga y sus propias flaquezas, especialmente en un entorno donde resultaba tan fácil de conseguir. Fue entonces cuando su mujer lo abandonó para buscar refugio con los niños en su poderosa familia; y también fue esa la razón de que fuera trasladado a África y finalmente abandonara la organización. A pesar de que se había sometido a un programa de rehabilitación y llevaba años alejado de las drogas, el fantasma de la adicción seguía acosándolo diariamente. Uno de los problemas era que sabía que bebía demasiado. Le gustaba el vino y poco a poco podía acabar bebiéndose una botella todas las noches, cosa que lo llevaba a preguntarse si no estaría sustituyendo la heroína por el alcohol. Como médico, y especialmente como alguien que se había sometido a tratamiento, conocía los riesgos.
Roger habría dado vueltas y vueltas a la situación, pero afortunadamente tenía aquella serie de muertes para mantener ocupados sus pensamientos. A pesar de que le habían llamado la atención, había sido el interés de Laurie el que realmente lo había estimulado. Luego, había utilizado el asunto para reforzar su relación con ella, cosa que le había dado un estupendo resultado. Con el transcurso de las semanas se había prendado de ella y empezado a pensar que su idea de regresar a Estados Unidos para llevar algo parecido a una vida normal con mujer, hijos y la proverbial casita con jardín, era algo que estaba a su alcance. Pero entonces, por no haber controlado su lengua, había sobrevenido el desastre. En esos momentos necesitaba más que nunca aquella serie de asesinatos para mantener unidas las cosas. Cuanto antes consiguiera la lista de personal que Laurie había pedido, tanto mejor. Si tenía suerte y descubría algo, podría llamarla aquella noche e ir a verla a su apartamento.
Utilizó el intercomunicador para avisar a Caroline, la más eficaz de sus secretarias, y le pidió que fuera a su despacho. A continuación, sacó el directorio del hospital y buscó al director del Departamento de Recursos Humanos. Su nombre era Bruce Martin. Anotó el número de su extensión; mientras lo hacía, Caroline apareció en el umbral.
– Necesito algunos nombres y teléfonos del St. Francis -le dijo Roger en un tono que denotaba su interés-. Quiero hablar lo antes posible con el jefe de personal médico y con el director de recursos humanos.
– ¿Quiere que le pase la comunicación o prefiere llamarlos directamente usted?
– Páseme la comunicación. Entretanto hablaré con nuestro señor Bruce Martin.
Laurie miró el reloj al cruzar la puerta principal del Departamento de Medicina Legal y se sintió abrumada. Eran prácticamente las doce. Había tardado casi hora y media en realizar el trayecto desde el Manhattan General. Meneó la cabeza con disgusto. Nueva York podía ser así, y tener todo su tráfico del centro atascado igual que un inmenso coágulo sanguíneo. El taxista le había dicho que cierto dignatario extranjero cuyo nombre ignoraba acababa de llegar a la ciudad, y que su visita había obligado al corte de varias calles para dar paso a la comitiva. En cuanto se iniciaron los cortes, la zona de la ciudad se colapso bruscamente.
Marlene abrió la puerta principal a Laurie, de modo que esta tuvo que pasar ante la zona de Administración temiendo que Calvin la viera. De haber sabido que iba a estar fuera tanto tiempo, habría firmado los malditos certificados antes de marcharse.
Por suerte, el ascensor estaba esperando, de modo que en el vestíbulo principal no tuvo que verse expuesta a las miradas de quien saliera de Administración. Mientras subía, se preguntó si Roger atendería a su idea y haría la labor detectivesca que ella le había propuesto. Cuanto más pensaba en ella era más optimista. Respecto a que los condujera a algo significativo. Pero, aunque no fuera así, al menos le daría la impresión de estar trabajando en el problema. No se atrevía ni a pensar en las tragedias individuales que la muerte de aquellos pacientes en la flor de la vida suponían para sus seres queridos.
Se apeó en la cuarta planta y se encaminó a paso vivo hacia su despacho. La puerta se hallaba entreabierta. Riva estaba ocupada, hablando por teléfono. Laurie colgó el abrigo y tomó asiento. En medio del secante de su escritorio había una serie de post-it con la puntiaguda caligrafía de su amiga. Tres de ellos decían: «Jack ha pasado por aquí», y dos, «¡¡Calvin ha venido a verte!!», con varias exclamaciones; el último decía que llamara a Cheryl Meyers.
Laurie abrió rápidamente el cajón donde guardaba el material sobre el potencial asesino múltiple y sacó las carpetas de McGillin y de Morgan. De ellas extrajo los certificados incompletos de defunción y buscó un bolígrafo. El primero correspondía al caso McGillin. Situó el bolígrafo en el espacio donde figuraba el tipo de fallecimiento, pero dudó mientras libraba un forcejeo entre su sentido ético y la obediencia al superior. Para ella era igual que si a un soldado se le hubiera ordenado hacer algo que estuviera mal y de lo que se le podría hacer responsable. Su única ventaja consistía en que no se trataba de algo sin vuelta atrás sino que podía cambiarse. Con un suspiro firmó ambos certificados.
En ese instante, Riva colgó y se dio la vuelta.
– ¿Dónde te habías metido? Te he llamado una docena de veces.
– Estaba en el Manhattan General -repuso Laurie. Abrió el bolso, rebuscó dentro, sacó el móvil y comprobó la pantalla-. Ahí tienes la explicación de por qué no he recibido tus llamadas. ¡Algún día me acordaré de conectar este maldito aparato! Lo siento.
– Calvin ha estado aquí dos veces. Te escribí dos notas por si llegabas en mi ausencia. No se puede decir que estuviera precisamente contento con tu desaparición.
– Sé de qué va -dijo Laurie blandiendo ambos certificados-. Calvin estaba buscando esto. Supongo que todo está en orden ahora.
– Eso espero. Llevaba un cabreo de cuidado.
– Veo que Jack también ha venido.
– ¿Venido? Eso es el eufemismo del año. Habrá pasado unas veinte veces. Bueno, puede que exagere. De todas maneras, al final se puso un poco sarcástico y todo.
Laurie gruñó para sus adentros. Después de lo que le había costado conseguir que Jack se aviniera, esperaba que su ausencia no lo hubiera irritado lo bastante para cancelar su cita.
– ¿Te dijo Jack qué quería?
– No. Solo me contó que te andaba buscando. En cuanto al mensaje de Cheryl, me dijo que no era urgente, pero que la llamaras de todos modos.
Laurie se levantó con los certificados en la mano.
– Gracias por la mensajería. Te debo un favor.
– No pasa nada -repuso Riva-; pero, por curiosidad, ¿qué has estado haciendo tanto rato en el Manhattan General?
– La verdad es que he pasado más tiempo en el taxi de regreso que en el hospital. Fui porque se me ocurrió una idea que puede ayudarnos con nuestro potencial asesino múltiple.
– ¿Y cuál es?
– Te la contaré después. Ahora mismo me voy a llevar estos certificados a Calvin a ver si consigo calmar las aguas.
Laurie volvió sobre sus pasos hacia el ascensor sintiendo una punzada de culpabilidad por no compartir con su amiga su más acuciante problema. Sin embargo, al margen de su ginecóloga, no deseaba contar a nadie que estaba embarazada antes de habérselo dicho a Jack. Obviamente, era consciente de que si compartirlo con él acababa tan mal como podía acabar, no compartiría ese secreto con nadie más.
Mientras el ascensor bajaba, contempló los certificados de defunción. A pesar de que se podían variar, y de que según sus previsiones lo serían, seguía incomodándola el hecho de haberse visto forzada a poner en duda su profesionalidad firmándolos de aquella manera: le parecía que plegarse a los dictados de la burocracia no solo era éticamente reprobable, sino una ofensa a la memoria de las víctimas.
Una vez en Administración, Laurie tuvo que sentarse y esperar. La puerta de Calvin estaba cerrada, y su secretaria le informó de que el subdirector se hallaba reunido con el capitán de la policía. Laurie se preguntó si se trataría de Michael O'Rourke, el superior directo de Lou que también era el cuñado de la enfermera asaltada en el Manhattan General. Mientras aguardaba, pensó en lo que iba a contar a Jack. Si había estado buscándola tanto como decía Riva, iba a ser inevitable que él preguntara dónde se había metido. Si Jack era tan celoso como había dicho Lou, que supiera que ella había ido a ver a Roger justo después de haber quedado para cenar con él no iba a ayudarla en absoluto. A pesar de todo, Laurie se prometió a sí misma no caer en la trampa de la mentira.
Pensar en Jack le recordó que no había reservado para la cena. Siendo por la tarde, era el momento adecuado. Miró el teléfono que había en una mesa auxiliar cercana. Vigilando que nadie mirara, llamó a Riva para pedirle que le diera una dirección de su agenda y después llamó al restaurante. Como había imaginado, estaba todo reservado, y tuvo que conformarse con una mesa para las seis menos cuarto.
La puerta del despacho del subdirector se abrió, y salió un voluminoso arquetipo del policía irlandés vestido con traje oscuro. El hombre estrechó la mano de Calvin, se puso el sombrero, se despidió con un gesto de cabeza de Connie y también de Laurie y se marchó. Cuando los ojos de Laurie se volvieron hacia Calvin, se sintió fulminada por su mirada.
– ¡Entre! -le espetó él.
Laurie se incorporó, entró dócilmente y se quedó de pie en el despacho. Calvin cerró la puerta, se le acercó, le arrancó los papeles de la mano y se apoyó en la mesa mientras los leía. Satisfecho, los dejó en el escritorio.
– Ya era hora -dijo Calvin-. ¿Dónde demonios se había metido? Le he dado el día libre para que despachara el papeleo, no para que se fuera de paseo.
– Tenía que hacer una visita rápida al Manhattan General. Por desgracia, el tráfico no cooperó y la salida resultó mucho más larga de lo que había previsto.
Calvin la miró con suspicacia.
– ¿Y qué fue a hacer allí, si es que puedo preguntarlo?
– Fui a hablar con la persona que le dije ayer, el jefe del personal médico.
– Confío en que no estará haciendo nada que pueda poner en apuros a esta oficina…
– No, que yo pueda imaginar. Le pasé la información sobre los casos de Queens. Está en sus manos hacer lo que crea oportuno.
– Laurie, no quiero enterarme de que está yendo más allá de sus atribuciones, como ocurrió en el pasado.
– Como le dije ayer, he aprendido la lección. -Laurie sabía que no estaba diciendo toda la verdad.
– Eso espero. Ahora mueva el culo hasta su despacho y acabe de firmar los casos que tiene pendientes; de lo contrario, acabará pateando las calles en busca de otro empleo.
Laurie asintió respetuosamente y salió del despacho de Calvin. Se sentía aliviada. Había esperado lo peor, pero la visita había resultado sorprendentemente suave, y se preguntó si Calvin no se estaría ablandando.
Ya que se encontraba en la planta baja, se asomó al despacho de los investigadores forenses para ver si podía ahorrarse una llamada. Halló a Cheryl en su mesa y le preguntó qué deseaba.
– Únicamente quería decirle que llamé al St. Francis para decirles que los historiales que les había pedido eran urgentes.
– ¡Vaya! Cuando vi su mensaje creí que iba a decirme que ya los tenía.
Cheryl se echó a reír.
– ¿Servicio de historiales de un día para otro? ¡Aún tienen que inventarlo! Incluso con la calificación de «urgente», tendrá suerte si le llegan en un par de semanas.
Laurie volvió al ascensor y, mientras esperaba, se preguntó si serviría de algo la intervención de Roger para agilizar la entrega de los historiales. En el fondo tenía la convicción de que en algún punto de aquellos historiales del General o del St. Francis se ocultaba la información clave para resolver el misterio.
Al subir a la cuarta planta vaciló y se armó de valor. Quería pasar por el despacho de Jack para hablar con él; pero, después de lo que Riva le había dicho, temía lo que pudiera encontrar. A pesar de que admitía que buena parte de su distanciamiento de Jack era culpa de ella por sus coqueteos con Roger, eso no lo hacía más fácil. Por otra parte tampoco estaba dispuesta a pedir perdón.
Respiró hondo y salió al pasillo. En contraste con el día anterior, no vaciló, sino que dejó que el impulso la llevara hasta el despacho, donde encontró a Jack y Chet inclinados en sus respectivas mesas mirando por el microscopio. Aunque no lo había hecho a propósito, había entrado sin hacer ruido de modo que ninguno de los dos se enteró de que estaba allí.
– Apuesto cinco billetes a que tengo razón -decía Jack.
– Aceptados.
– ¡Perdón! -dijo Laurie.
Las cabezas de ambos se alzaron con evidente sorpresa para enfrentarse con su visitante.
– ¡Que Dios nos asista! -exclamó Jack-. ¡Hablando de la reina de Roma, por la puerta asoma! El fantasma de la ausente doctora Montgomery acaba de materializarse ante nosotros.
– ¡Milagro! -terció Chet fingiendo retroceder aterrorizado.
– Vamos, chicos -dijo Laurie-, no estoy de humor para que me tomen el pelo.
– ¡Gracias a Dios es real! -añadió Jack llevándose el dorso de la mano a la frente en el gesto típico de quien está a punto de desmayarse. De modo parecido, Chet se la llevó al pecho como si tuviera palpitaciones.
– ¡Venga! ¡Dejadlo ya! -repitió Laurie mirándolos alternativamente y con la impresión de que estaban llevando la broma demasiado lejos.
– Pensábamos que te habías marchado de verdad -explicó Chet con disimulada risa-. El rumor decía que se trataba de una repentina desmaterialización. Como programador del día, se suponía que debía saber dónde estabas, pero no tenía ni idea. Ni siquiera Marlene, en recepción, te vio marchar.
– Marlene no estaba en el mostrador cuando salí -contestó Laurie. Era evidente que su ausencia había sido motivo de conjeturas; lo cual no era buena señal teniendo en cuenta las circunstancias.
– Todos teníamos cierta curiosidad por saber dónde te habías metido, especialmente porque, según Calvin, debías estar en tu despacho.
– Pero ¿qué es esto? ¿La Inquisición? -preguntó Laurie confiando en que un poco de humor desviaría la pregunta. Luego, miró a Jack-. Riva me ha dicho que me estabas buscando, así que he venido para devolverte el favor. ¿Hay algo concreto que quieras decirme?
– Iba a darte los detalles finales de la autopsia de Mulhausen -repuso Jack-, pero antes dinos adónde fuiste con tanto misterio. Tenemos todos mucha curiosidad.
Los ojos de Laurie pasaron de Jack a Chet. Los dos la miraban expectantes. Aquella era la pregunta que temía, de modo que intentó pensar en una respuesta sin tener que mentir, pero no acudió nada a su mente.
– Fui al Manhattan General… -empezó a decir, pero Jack la interrumpió.
– ¡Bingo! -exclamó haciendo un gesto con los dedos como si disparara a su colega Chet-. Me debes cinco pavos, colega.
Chet alzó los ojos con decepción. Cambió el peso para sacar la cartera del bolsillo trasero y extrajo un billete de cinco que aplastó en la mano de Jack.
Este blandió el dinero triunfalmente y se volvió hacia Laurie.
– Parece que al final voy a sacar algún provecho de tu cita.
Laurie notó que la ira la invadía, pero mantuvo el control. No le gustaban aquellas bromas a sus expensas.
– Fui al Manhattan General porque se me había ocurrido una idea que puede que nos ayude a resolver nuestra serie de misteriosas muertes.
– ¡Claro! -repuso Jack-. Y por casualidad tenías que compartir tu descubrimiento con tu actual amorcito.
– Creo que bajaré por café -dijo Chet poniéndose apresuradamente en pie.
– No tienes que irte por mí -le dijo Laurie.
– Me parece que iré de todos modos -contestó Chet-. Es hora de comer. -Salió de la oficina cerrando la puerta tras él.
Jack y Laurie se miraron a los ojos un momento.
– Digámoslo de este modo -dijo Jack rompiendo el silencio-: encuentro ofensivo que dediques un esfuerzo considerable a convencerme para que cenemos juntos y que, acto seguido, desaparezcas durante horas para ir a ver al hombre con el que estás teniendo una aventura.
– Te entiendo. Lo siento. No se me ocurrió que pudiera afectarte así.
– ¡Venga ya! ¡Ponte en mi lugar!
– Bueno, después de todo debo reconocer que temía que me preguntaras dónde había ido; pero Jack, escucha, fui únicamente por la razón que te he contado: los casos de Queens me dieron una idea de cómo conseguir una lista de sospechosos. No se trataba de ninguna cita amorosa. No me menosprecies con tus palabras.
Jack arrojó el billete de Chet sobre la mesa, bajó la vista y se masajeó la frente.
– ¡Jack, créeme! La idea que tuve se me ocurrió en parte gracias a tus comentarios acerca de que la trama se complicaba y que arrojaba sombras sobre AmeriCare. La verdad es que quería preguntártelo más concretamente.
– No estoy seguro de que tuviera una idea concreta en la cabeza -repuso Jack sin retirar la mano de la frente-. Es que si tu serie suma trece casos entre dos centros que pertenecen a AmeriCare, es algo que da que pensar.
Laurie asintió.
– Creía que tenías algo en mente acerca de esa compañía. Si estamos ante una serie de asesinatos, me da la impresión de que no han sido al azar. Los perfiles son demasiado parecidos. Por ejemplo, hoy he averiguado que todas las víctimas del Manhattan General eran abonados relativamente recientes de AmeriCare. Lo que no sé es cómo encaja eso en el panorama.
Jack retiró la mano de la frente y miró a Laurie.
– O sea que ahora estás pensando que puede haber algún tipo de conspiración.
Laurie asintió.
– Eso pensé que me dabas a entender con tus comentarios.
– No exactamente, y desde el punto de vista de la captación de recursos no tiene sentido, o sea que no puede tener nada que ver con esa empresa por ella misma. Por otra parte, la medicina se ha convertido en un gran negocio, y AmeriCare es una organización enorme. Eso significa que tiene al frente gente y ejecutivos que están tan alejados del contacto con los pacientes que al final se olvidan de cuál es realmente el producto de la compañía. Lo ven todo en términos de números.
– Eso puede que sea cierto -dijo Laurie-, pero eliminar a nuevos y saludables pacientes es contraproducente desde el punto de vista de cualquier objetivo empresarial.
– A lo mejor es así para nosotros, pero lo que quiero decir es que en los altos niveles hay gente a la que quizá no comprendamos. Es posible que nos enfrentemos a algún tipo de conspiración cuya lógica se nos escapa.
– Puede -repuso Laurie vagamente. Se sentía decepcionada porque había creído que Jack tenía algo más concreto que decirle.
Los dos se miraron sin decir palabra durante unos segundos. Por fin Jack rompió el silencio.
– Deja que te pregunte sin rodeos algo a lo que ya aludí cuando estábamos en el foso: ¿la cita de esta noche es alguna especie de montaje para decirme que te vas a casar?; porque si lo es, voy a pillar un rebote que no te quiero ni contar. Solo quería prevenirte.
Laurie no respondió enseguida ya que el comentario le recordaba lo complicada que se había vuelto su vida. Le costaba mantener las cosas y a las personas en la debida perspectiva.
– Tu silencio no me da buena espina -comentó Jack.
– ¡No voy a casarme! -respondió Laurie con repentina vehemencia y señalándolo con el dedo-. Te lo dije de forma bastante clara en la sala de autopsias. Te dije que tenía que hablar contigo de algo que nos afecta a ti, a mí y a nadie más.
– No creo que incluyeras eso de «nadie más» cuando me lo dijiste.
– ¡Pues te lo digo ahora! -espetó Laurie.
– ¡De acuerdo, de acuerdo! ¡Tranquila, se supone que soy yo el que está molesto, no tú!
– Si estuvieras en mi lugar, sí que estarías molesto.
– Vaya, eso es algo que me cuesta interpretar sin un poco más de información. Pero escucha, Laurie, no me gusta que nos tiremos los trastos a la cabeza de esta manera. Parecemos dos ciegos tropezando en la oscuridad.
– No puedo estar más de acuerdo.
– Vale; entonces, ¿por qué no me dices lo que tengas que decirme y nos olvidamos del asunto?
– No quiero hablar en un lugar como este. Quiero estar lejos de la oficina. No tiene nada que ver con el trabajo. He reservado una mesa en Elios a las seis menos cuarto.
– ¡Caray! ¿Vamos a cenar o a merendar?
– ¡Qué gracioso! -protestó Laurie-. Ya te advertí que iba a ser temprano. Es viernes por la noche y lo tenían todo reservado. Tuve suerte de que me dieran mesa. ¿Vas a venir o no?
– Allí estaré, pero va a ser un gran sacrificio. Warren se va a llevar un chasco si no aparezco por la cancha para el gran partido de los viernes. Bueno, en realidad miento. Desde que te marchaste he estado jugando tan mal que nadie me quiere en su equipo. Me he convertido en persona non grata en mi propia cancha.
– Bueno, nos veremos en Elios suponiendo que te dignes aparecer -dijo Laurie mientras daba media vuelta para salir del despacho.
Jack se levantó de la silla y se asomó al pasillo. Laurie ya estaba a cierta distancia, camino de su oficina. Caminaba con paso firme y vivo.
– ¡Oye! -la llamó Jack-. Lo del sacrificio era una broma.
Laurie no frenó ni se dio la vuelta, y enseguida desapareció de la vista en su despacho.
Jack regresó a su escritorio preguntándose si no habría llevado demasiado lejos el sarcasmo; pero acabó encogiéndose de hombros porque sabía que le habría resultado imposible comportarse de otro modo. Aquella actitud se había convertido en su defensa ante las incertidumbres de la vida. En su situación temía que Laurie le sorprendiera de un modo u otro, porque no tenía ni idea de qué le rondaba por la cabeza. A pesar de todo, el comentario de Lou de que ella deseaba arreglar las cosas estaba vivo en él y le daba un hilo de esperanza.
Los partidos de baloncesto callejero y el trabajo constituían la única distracción de Jack, y, con lo mal que estaba jugando últimamente, su profesión había pasado a un primer plano. Las últimas semanas las había pasado trabajando a destajo. En menos de cuatro semanas había pasado de ser la pesadilla de Calvin en cuanto a firmar sus casos a convertirse en su predilecto; no solo había realizado más autopsias que nadie; también había sido el más rápido. Suspiró y volvió a las bandejas de muestras que había recogido en Histología aquella mañana.
El tiempo pasó volando. Chet regresó y Jack insistió en devolverle el billete de cinco alegando que no había sido una apuesta justa porque había estado seguro al cien por cien. Al cabo de un rato, Chet volvió a marcharse, pero Jack se quedó trabajando. Los progresos que hacía lo sosegaban y le satisfacían, pero lo mejor de todo era que así no tenía que pensar en Laurie.
– ¡Eh! ¿Por qué no sales a tomar un poco el aire? -dijo una voz interrumpiendo la concentración de Jack, que estaba absorto contemplando un extraño parásito hepático en una herida de bala de un hígado. Levantó la vista y vio a Lou Soldano en el umbral-. Llevo cinco minutos observándote y no has movido un músculo.
Jack le hizo un gesto para que pasara mientras le acercaba la silla de Chet.
Lou se dejó caer pesadamente y puso el sombrero en la mesa de Jack. Presentaba el mismo aspecto de falta de sueño de siempre, y tenía que hacer un esfuerzo para mantener los ojos abiertos.
– Acabo de enterarme de las buenas noticias -dijo Lou-. Me parece estupendo.
– ¿De qué estás hablando?
– Acabo de asomarme por el despacho de Laurie y me ha dicho que ella te lo había pedido y que vosotros dos vais a cenar a Elios. ¿No te lo dije? Quiere que volváis.
– ¿Te dijo eso concretamente?
– No con esas palabras, pero, ¡venga ya! ¡Si te ha dicho dé salir a cenar!
– Me ha dicho que tenía algo que contarme, pero puede que se trate de algo que no me apetece oír.
– ¡Dios mío, qué pesimista! Tienes la cabeza tan mal como yo. Esa mujer te quiere.
– Ah, ¿sí? Pues eso es una novedad. De todas maneras, ¿cómo es que te ha dicho que tenemos una cita?
– Yo se lo pregunté. No oculto que me gustaría veros juntos de nuevo, y ella lo sabe.
– Bueno, ya veremos. Dime, ¿qué te trae por aquí?
– El maldito caso Chapman, claro. Hemos estado trabajando sin parar y he entrevistado a casi todo el personal del centro. Por desgracia, nadie vio nada sospechoso, aunque tampoco es extraño. De todas maneras, no tenemos nada. Confiaba en que tú hubieras dado con algo. Sé que mi capitán vino a hablar con Calvin Washington.
– Qué raro. Calvin no sabe nada del caso y no ha hablado conmigo.
Lou se encogió de hombros.
– Pensé que tú sí sabrías algo. ¿Has averiguado alguna cosa?
– No me han entregado todavía los resultados de las muestras, pero no creo que nos digan gran cosa. Ya tienes las balas, y me parece que es lo único que sacarás en claro de la autopsia. ¿Qué hay de la posición de la víctima y del hecho de que quien le disparó seguramente se hallaba sentado dentro del coche? ¿Estáis investigando que la víctima quizá conociera al asesino?
– Lo estamos investigando todo. Ya te lo he dicho, hemos interrogado a todos los que tenían acceso al aparcamiento. El problema es que no tenemos ni una huella. Salvo los casquillos de bala, no tenemos nada.
– Lamento no serte de más ayuda -dijo Jack-. Oye, hablando de otra cosa, ¿te ha dicho algo Laurie acerca de su serie de muertes sospechosas que te mencioné ayer?
– No. No me ha dicho nada.
– Me sorprende -comentó Jack-. Hay novedades en ese asunto. Ahora ya tiene siete casos en el Manhattan General, incluyendo uno al que le he hecho la autopsia esta mañana; pero es que además ha encontrado otros seis casos en un hospital de Queens.
– Interesante.
– Creo que es algo más que interesante. La verdad es que estoy empezando a creer que Laurie tenía razón desde el principio. Me parece que ha descubierto a un asesino múltiple.
– ¿Bromeas?
– No bromeo. Así que será mejor que empieces a pensar en meter la nariz en este asunto.
– ¿Cuál es la postura oficial? ¿Calvin y Bingham opinan igual?
– La verdad es que no. Me he enterado de que Laurie ha recibido presiones por parte de Calvin para firmar en los certificados de defunción que se había tratado de muerte natural. Calvin a su vez ha recibido presiones de Bingham, que a su vez las recibió de alguien del ayuntamiento.
– Me suena a politiqueo, y eso significa que tenemos las manos atadas.
– Bueno, al menos te lo he advertido.