Había sido una noche movida, quizá una de las más movidas que Jazz recordaba desde que estaba en el Manhattan General. Se habían visto inundados de pacientes víctimas de todo tipo de traumatismos que llegaban de la UCPA y habían ocupado todas las camas. En su condición de autodesignada enfermera jefe -un cargo que, según los rumores, pronto iba a cambiar con el nombramiento de una superiora-, le había correspondido repartir los pacientes entre las enfermeras de noche y sus ayudantes. Nadie se había quejado porque ella había insistido en llevarse su parte; pero, lo que era más importante: también había insistido en añadir a Laurie Montgomery a su lista de pacientes. Una vez quedó establecido y aceptado, se pudo relajar porque sabía que podría cumplir su parte de la Operación Aventar como más le gustara.
Jazz estiró los brazos por encima de la cabeza y ladeó la cabeza a izquierda y derecha para relajar los músculos del cuello. Estaba tensa. Acababa de terminar el papeleo y confiaba en poder disfrutar de una merecida pausa en el cuidado a los pacientes, pausa que pensaba emplear debidamente. Todas habían tenido que interrumpir el descanso para comer a causa de las exigencias de los enfermos, y eso la había obligado a saltarse el almuerzo. Sin embargo, había utilizado aquel momento para desaparecer en el lavabo de señoras que había fuera de la cafetería. Allí había llenado una jeringa con el cloruro potásico que había hurtado del almacén de Urgencias y hecho desaparecer la ampolla vacía. Para ella, los preparativos de las «sanciones» se habían vuelto cuestión de rutina.
Eran las cuatro cuarenta de la madrugada, y todo estaba listo. Había estado esperando el momento adecuado, y este había llegado. Elizabeth, que había estado sentada con ella rellenando impresos, había sido llamada a la habitación 537 y acababa de desaparecer de su vista. Al mismo tiempo, el resto de enfermeras y ayudantes se hallaban con sus respectivos pacientes. Los escasamente iluminados pasillos sugerían un ambiente de nocturna tranquilidad que Jazz había aprendido a apreciar. Miró a lo largo de un corredor; luego, del otro. Era la oportunidad perfecta.
Apartándose del escritorio, Jazz se puso en pie y metió la mano en el bolsillo derecho para notar el tranquilizador contacto de la jeringa llena. Respiró profundamente para controlar su emoción y se puso en marcha. Con paso veloz y silencioso se dirigió a la habitación 509. Se detuvo en la puerta y lanzó una nueva mirada por el largo pasillo. Una vez comenzada la misión, prefería que nadie la viera para evitar de ese modo que se pudieran hacer comentarios.
No había nadie a la vista. El único sonido era el rítmico «bip» de un monitor en la habitación vecina. Jazz sonrió. «Sancionar» a Laurie Montgomery iba a ser seguramente la misión más fácil de las que le habían encomendado; tanto porque había podido escoger el momento como porque el objetivo estaba sedado e inmovilizado.
– ¿Qué podría ser más fácil? -murmuró para sí.
Entró en la habitación. Media hora antes, cuando había ido de regreso a la zona de enfermeras tras haber atendido un paciente, se había asomado para asegurarse de que el sedante había hecho efecto. Así era. De paso, bajó el respaldo de la cama de Laurie hasta dejarlo horizontal y apagó los fluorescentes del techo. En esos momentos, lo mismo que el pasillo, la habitación estaba bañada por el suave resplandor de las luces nocturnas empotradas justo encima del zócalo.
Sin hacer ni un ruido, Jazz se situó al lado de Laurie. Esta se hallaba sumida en un profundo sueño inducido por el sedante. Tenía la boca entreabierta, y Jazz vio que sus labios y lengua estaban resecos.
– ¡Pobrecita! -se burló en un susurro.
Estaba disfrutando. De todos los pacientes que había «sancionado», le parecía que Laurie era quien más merecido se lo tenía por sus continuas quejas y exigencias. A los ojos de Jazz, Laurie simbolizaba perfectamente a la típica niña rica, que era el equivalente femenino del señor «universidad de lujo» que ella se veía obligada a soportar. Y por si eso fuera poco, era una médico que no había dejado de darle órdenes a pesar de su condición de paciente. Desde su punto de vista, Laurie Montgomery, con su adinerado pasado, iba a llevarse su merecido hasta la última gota.
Contempló las ataduras que inmovilizaban las muñecas de Laurie y experimentó un escalofrío de placer. No le cabía duda de que le iban a facilitar el trabajo, aunque estaba convencida de que ella tampoco le iba a arañar el brazo como había hecho aquel bastardo de Stephen Lewis. Sin embargo, más allá de las ventajas prácticas, pensó que las ligaduras le producían un placer similar al que experimentaba cuando veía la colección de películas de sadomaso que se había descargado de internet. Para ella, todo era cuestión de control.
Suavemente, Jazz levantó la cabeza de Laurie y le retiró la almohada. Estaba segura de que, con el sedante que le había administrado, no se movería, y no lo hizo. Se guardó la almohada bajo el brazo porque deseaba tenerla a mano para taparle la cara con ella en caso de que Laurie hiciera algún ruido indeseado, igual que aquella pesada de Sobczyk. De todas maneras, no esperaba nada parecido: la línea intravenosa era del tipo central, lo cual significaba que el potasio descargaría en una vena principal y sus efectos serían menos dolorosos que de hacerlo en una periférica. Jazz se enorgullecía de aprender rápidamente. Cuantas menos sorpresas, mejor.
Levantó la mano, cogió el gota a gota y lo abrió de modo que fluyera libremente. Esperó unos minutos para comprobar que funcionaba bien. Cuando estuvo segura, sacó la inyección de potasio. Usó los dientes para quitarle la caperuza y clavó la aguja en la entrada auxiliar del conducto.
Tras echar una mirada a la puerta que daba al pasillo y escuchar durante un segundo por si oía algún ruido sospechoso, inyectó el líquido con una única y constante presión sobre el émbolo. Solo tardó cinco segundos. Sabía que, cuanto más potasio llegara al corazón en forma de dosis concentrada, más efectivo sería. Como de costumbre, mientras inyectaba, vio que el nivel ascendía en el regulador que había debajo de la bolsa de fluido.
Tan pronto como la jeringa quedó vacía, retiró la aguja y volvió a taparla con la caperuza. Luego, se quitó la almohada de debajo del brazo cuando Laurie empezó a agitarse, a gemir y abrió los ojos de repente.
– Bon voyage! -susurró Jazz.
Sosteniendo la almohada en la mano derecha lista para actuar, y con la jeringa en la izquierda, se inclinó sobre Laurie porque creyó que había murmurado algo. Se disponía a pedirle que lo repitiera cuando retrocedió sorprendida ante un estruendo de la puerta al ser abierta de golpe y chocar contra el tope. Al instante, un individuo con aspecto de maníaco entró violentamente en la habitación. Jazz se quedó momentáneamente confundida por la irrupción en la penumbra del cuarto, especialmente porque había estado absorta en su tarea y también porque estaba convencida de que había tomado las precauciones necesarias para evitar sorpresas. Salvo por dar un paso atrás a la defensiva, se quedó momentáneamente paralizada.
– ¿Cómo está ella? -gritó Jack corriendo al lado de la cama de Laurie.
Jadeaba pesadamente y tenía el pelo goteante y aplastado sobre la frente. Con su rostro sin afeitar, los ojos enrojecidos, la ropa mojada y los zapatos empapados, ofrecía todo el aspecto de un perturbado. Se apoyó un momento en la barra al pie de la cama como si estuviera exhausto, pero enseguida se recuperó y se hizo evidente que no le gustaba lo que veía. Sus ojos saltaron a Jazz, que no le había contestado, y vio la almohada y la jeringa en sus manos. Entonces contempló a Laurie, que gemía levemente y forcejeaba con las ataduras de sus muñecas.
– ¿Qué está pasando? -exigió saber Jack situándose a la derecha de Laurie, justo enfrente de Jazz-. ¡Laurie! -gritó. Su mano agarró la muñeca de Laurie, pero en el acto la llevó a su frente para evitar que moviera la cabeza de un lado a otro-. ¿Para qué demonios son estas ataduras? -preguntó a gritos, pero no esperó una respuesta. Al mirarla de cerca, resultaba evidente que Laurie se encontraba en un estado desesperado y que empeoraba camino de la agonía. Su rostro reflejaba una combinación de terror, confusión y dolor-. ¡Encienda la luz y dé la alarma! -bramó Jack.
Jazz siguió sin reaccionar, aturdida por los repentinos acontecimientos, y se limitó a dar otro paso atrás.
– ¡Mierda! -exclamó Jack ante la parálisis de la enfermera. Su voz resonaba entre las dormidas paredes del hospital. Necesitaba ayuda, y rápidamente, pero no quería dejar a Laurie sola ni un segundo.
Con frenética y desesperada frustración, Jack tiró de la cama alejándola de la pared, pero las bloqueadas ruedas chirriaron sobre el suelo. Tras apartar la mesilla de noche haciendo que los diversos objetos que había en su superficie cayeran al suelo con estruendo, Jack se deslizó entre la cabecera de la cama y la pared y liberó los frenos con el pie. Luego, apretando los dientes y dejando escapar un grito de batalla, apartó aún más la cama de la pared, arrancando de paso los cables de sus enchufes. Con un gruñido, la giró hacia la puerta y, aunque golpeó el marco, cogió velocidad suficiente para no detenerse. En cuestión de segundos se hallaba en el pasillo, haciendo rodar la cama a toda velocidad hacia la iluminada zona de enfermeras.
– ¡Den la alarma! -gritó Jack a pleno pulmón mientras empujaba. Un desventurado carrito de mantenimiento se hallaba en su camino, pero Jack hizo caso omiso. La cama con Laurie tenía mucha más inercia, y lo volcó, desparramando por el suelo su contendido de pastillas de jabón y demás accesorios. A continuación, ocurrió lo mismo con un andador, que casi quedó aplastado por el empuje.
– ¡Den la alarma! -gritó nuevamente Jack mientras enfermeras, asistentes e incluso pacientes se asomaban fuera de las habitaciones para verlo pasar.
Intentó frenar la cama al acercarse al mostrador de enfermeras, pero solo lo consiguió a medias. El armazón rebotó contra el mostrador tirando al suelo todos los historiales que había encima así como un jarrón con flores que todavía debía ser entregado en la habitación de un paciente. Bajo la intensa luz, Jack pudo ver el mal aspecto de Laurie. Estaba pálida como el papel y no se movía; sus ojos, con las pupilas dilatadas, miraban ciegamente el cielo raso.
Quitándose el empapado abrigo, la chaqueta y dejándolos caer al suelo, Jack fue al lado de Laurie. Tras comprobar rápidamente que no respiraba y que carecía de pulso, le echó la cabeza hacia atrás, le tapó la nariz y le practicó un boca a boca. A continuación se puso encima de ella y empezó a hacerle un masaje cardíaco. Segundos más tarde, varias enfermeras lo rodearon. Una de ellas sacó un respirador que aplicó a la boca de Laurie acompasando sus movimientos con las compresiones de Jack; otra, llevó una botella de oxígeno que conectó al respirador.
– ¿Han dado la alarma? -preguntó Jack.
– Sí -dijo la enfermera del respirador.
– ¿Y dónde está todo el mundo? -quiso saber Jack.
– Bueno, hace menos de un minuto que hemos dado la alarma.
– ¡Maldición! ¡Maldición! ¡Maldición! -espetó Jack apretando los dientes. Estaba sin aliento de tanto correr, empujar y de masajear. Se maldijo en silencio por haber dejado sola a Laurie, aunque hubiera sido por sugerencia de ella. Nunca tendría que haberse alejado de la UCPA, tal como había amenazado con hacer. Desde su posición, vio que tenía un color un poco mejor que antes, de modo que algo estaban consiguiendo.
– ¿Qué hay de sus pupilas? -preguntó a la enfermera del respirador.
– Ningún cambio.
Jack meneó la cabeza con frustración.
– ¿Cuánto tarda normalmente en llegar el equipo de reanimación? -gritó entre compresión y compresión.
Si a Laurie le había ocurrido lo que él sospechaba, su vida pendería de un hilo hasta que se presentara el equipo de reanimación; y aun así, no sabía qué posibilidades tenía. Una cosa estaba clara: no bastaba con un simple masaje cardíaco. Tenían que tratarla.
Como si fuera la respuesta a una plegaria, las puertas de un ascensor se abrieron y apareció un carrito con un equipo de reanimación empujado por cuatro médicos residentes, dos hombres y dos mujeres, que se acercaron corriendo. La jefa del grupo era Caitlin Burroughs, que parecía salida de la misma clase para alumnos aventajados que Shirley Mayrand. Si Jack se la hubiera cruzado por la calle, habría pensado que se trataba de una estudiante y no de una médico titulada. Los hombres también parecían jóvenes, pero no tanto como Caitlin o Shirley.
Uno de ellos cogió de inmediato el respirador de manos de la enfermera mientras otros dos empezaban a colocar los cables del ECG. Saltaba a la vista que sabían trabajar en equipo.
– ¿Qué tenemos aquí? -preguntó bruscamente Caitlin comprobando las pupilas de Laurie.
– Un caso de hipercalemia -replicó Jack.
– Eso es un diagnóstico muy concreto -dijo Caitlin, que hablaba deprisa y de un modo entrecortado. Podía parecer joven a los ojos de Jack, pero de ella emanaba una confianza que solo podía ser fruto de la experiencia-. ¿Cómo sabe usted que el nivel de potasio es demasiado alto? ¿Es una paciente renal?
– No padece ninguna enfermedad renal -contestó Jack. No estaba al cien por cien seguro de que Laurie sufriera de altos niveles de potasio; pero no le cabía duda de que, si no actuaban de inmediato y resultaba que estaba hipercalémica, la perderían para siempre y entraría a engrosar los casos de su serie-. Mire, es demasiado largo para que le explique cómo lo sé; pero el caso es que lo sé -prosiguió enfáticamente Jack-. Tenemos que tratarla por sobredosis de potasio ¡y tenemos que hacerlo ahora! ¡Ya!
– ¿Cómo está tan seguro? Y además, ¿quién es usted?
– ¡Soy el doctor Jack Stapleton! -espetó-. ¡Soy médico forense de esta ciudad! Escúcheme bien: en este hospital vienen produciéndose desde enero una serie de fallecimientos por paradas cardíacas inesperadas en gente joven y sana que no han respondido a los intentos de reanimación, tantos que al final han llamado la atención del Departamento de Medicina Legal. Creemos que estamos ante una serie de casos de hipercalemia inducida deliberadamente.
– El ECG casi no da señal -anunció uno de los residentes que manejaba el aparato instalado en el carrito que escupía una cinta de papel donde aparecían dibujadas débiles ondas.
Caitlin le dio un rápido vistazo y, fuera lo que fuese lo que leyó en la gráfica, la puso definitivamente del lado de Jack y empezó a lanzar órdenes.
Las enfermeras salieron corriendo en todas direcciones.
Quería gluconato cálcico, veinte unidades de insulina junto con una dosis de cincuenta gramos de glucosa; quería bicarbonato sódico, quería una pasta catiónica para un enema retentivo, quería que enviaran a analizar una muestra de sangre para un recuento de electrolitos; y lo que era más importante desde el punto de vista de Jack: quería que avisaran a un cirujano para que la ayudara con una diálisis peritoneal de emergencia. En opinión de Jack, solo la diálisis podía sacarlos del apuro.
Mientras las enfermeras se afanaban en seguir sus instrucciones y en conseguir los medicamentos necesarios, uno de los médicos sustituyó a un reacio Jack en los masajes cardíacos; pero, tan pronto como el hombre empezó con las compresiones, este tuvo que reconocer que lo hacía mejor. Como oftalmólogo reconvertido en forense, Jack carecía de experiencia cuando se trataba de una reanimación cardíaca. También estaba agotado, pero se le hacía difícil permanecer allí sin hacer nada mientras la vida de Laurie pendía de un hilo. Durante el rato que había estado ocupado con las compresiones no había tenido tiempo de pensar en la potencial tragedia de la que estaba siendo testigo.
No había hecho corriendo todo el trayecto que separaba su trabajo del Manhattan General, pero sí un buen trecho. Había corrido unas diez manzanas a lo largo de la Primera Avenida sin encontrar ningún taxi. Unos cuantos coches pasaron a su lado salpicándolo de agua, pero ninguno se detuvo. Luego, su suerte cambió. Cerca del cuartel general de Naciones Unidas, un coche de la policía le cerró el paso creyendo que huía después de haber cometido algún delito. Cuando Jack les mostró su identificación y les explicó sin aliento que iba corriendo al Manhattan General por una urgencia, los agentes le dijeron que subiera y le llevaron sin detenerse y con las sirenas aullando. Si en algún momento se preguntaron qué hacía un médico forense, que normalmente se ocupaba de cadáveres, atendiendo una urgencia en plena madrugada, no lo expresaron.
Mientras el tratamiento hipercalémico de Laurie empezaba a hacer descender los niveles de potasio que Jack temía que le corrieran por el torrente sanguíneo, llegó un anestesista y procedió a entubarla para que pudiera ser ventilada con más eficacia. Al incorporarse después de haber acabado, Jack vio su nombre en la placa. Era José Cabero. Jack tardó en reaccionar. Recordaba el nombre de las listas de Roger, y se vio vigilando todos los movimientos del anestesista hasta que vio con alivio que se marchaba.
La diálisis peritoneal se realizó a través de la piel, sin dificultad, mediante una gran máquina de succión cilíndrica dotada de una cánula. Jack apartó la vista cuando introdujeron la aguja a través de la pared abdominal de Laurie, pero se hallaba lo bastante cerca para escuchar el sonido que hizo al atravesar los tejidos, y no pudo reprimir una mueca. Un momento después contempló cómo el fluido isotónico libre de potasio era introducido en su abdomen. Cruzó mentalmente los dedos y rezó para que el tratamiento resultara de ayuda. Sabía que, con la gran superficie que había bajo el abdomen como resultado de las vueltas de los intestinos combinadas con la abundancia de vasos sanguíneos del plexo, la diálisis peritoneal era el método más efectivo, aunque pasivo, de bajar los niveles de potasio o de cualquier otro electrolito en la sangre.
Por desgracia, tras diez minutos de agresiva terapia, no se habían producido cambios apreciables en la situación de Laurie. Caitlin pidió más gluconato cálcico y lo inyectó ella misma. Jack lo oyó desde lejos porque había empezado a pasear entre la cama de Laurie, situada frente al mostrador de enfermeras, y el vestíbulo de los ascensores. No era la cafeína lo que lo empujaba en esos momentos, sino su creciente temor y sensación de culpabilidad. Lo que más le remordía era la posibilidad de que aquel episodio no fuera más que una nueva manifestación de su condición de gafe para sus seres queridos. Era una idea que lo acosaba sin piedad. En una sola noche había perdido un hijo potencial y se hallaba al borde de perder la persona a la que amaba. Para empeorar las cosas, sabía que en parte era culpa suya.
Cuando llegó el resultado del análisis de sangre, Caitlin se lo mostró a Jack.
– Bien, tenía usted toda la razón -dijo ella señalando el nivel anormalmente elevado de potasio-. Es el más alto que he visto en mi vida. Cuando esto haya acabado me gustaría que me explicara cómo lo supo.
– Estaré encantado de explicárselo, eso suponiendo que la señorita Montgomery salga de esta -dijo Jack, que no estaba seguro de si estaría dispuesto a hablar con nadie en caso de que Laurie no lo consiguiera.
– Estamos haciendo todo lo que podemos -repuso Caitlin-. Al menos, su color ha mejorado y sus pupilas han dejado de estar dilatadas.
Mientras los minutos pasaban inexorablemente, Jack se mantuvo a distancia. Como simple observador, le resultaba cada vez más desagradable ver a Laurie tendida en la cama con un desconocido subido encima de ella presionándole el pecho mientras otro le mantenía desapasionadamente la respiración artificial. Los pacientes que se habían asomado para contemplar el drama habían vuelto a sus camas, y la mayoría de las enfermeras había regresado a ocuparse de sus respectivos enfermos.
Eran las seis menos veinte cuando se produjo la primera señal de optimismo, y fue Caitlin quien reparó en ella.
– ¡Eh, chicos! -gritó-. ¡Tenemos cierta actividad eléctrica en el corazón! -El residente que no estaba ocupado con el masaje cardíaco ni con el respirador corrió hasta el ECG para mirar por encima del hombro de Caitlin-. ¡Enviad otra muestra para el análisis de potasio! -ordenó esta a la enfermera que los ayudaba.
– ¡Vaya!, estas ondas empiezan a parecer normales -exclamó el residente mirando a Caitlin, que asintió-. Incluso se diría que mejoran.
– Para las compresiones -dijo la doctora al médico que estaba encima de Laurie-. Veamos si tiene pulso.
El residente que había mantenido la respiración de Laurie se detuvo el tiempo suficiente para comprobar el pulso en el cuello de Laurie.
– ¡Tiene pulso, y…! ¡Santo Dios, está empezando a respirar por sí sola! -Desconectó la mascarilla del tubo endotraqueal y notó en la palma de la mano el aire que salía del mismo-. Ahora está respirando con bastante normalidad y está rechazando la entubación.
– Deshinchadlo y quitádselo -ordenó Caitlin-. Su electro parece ahora completamente normal.
El residente obedeció de inmediato y retiró el tubo de la boca de Laurie, aunque se la mantuvo abierta para asegurarse de que la vía respiratoria seguía libre. Laurie tosió varias veces.
Al oír aquella conversación, Jack llegó corriendo desde el oscuro vestíbulo de los ascensores, donde había estado caminando arriba y abajo, y se situó tras el mostrador de las enfermeras. Laurie había sido conectada a uno de los monitores empotrados, pero para verlo era necesario situarse en el lado del mostrador contrario a donde tenía lugar la acción. Cuando media hora antes había mirado, las señales del pulso y la presión sanguínea no eran más que líneas rectas en la pantalla. En esos momentos, ya no. El corazón le dio un vuelco. ¡Laurie había recuperado el pulso y la presión!
– Interrumpid la diálisis y drenad la pasta catiónica -ordenó Caitlin. No queremos pasarnos de la raya y tener que preocuparnos por un nivel demasiado bajo de potasio.
Jack salió del mostrador. De nuevo había un revuelo de actividad alrededor de Laurie mientras se ejecutaban las órdenes de Caitlin. Jack no quería estorbar pero, por muy esperanzadores que los síntomas fueran, deseaba estar cerca de ella.
– ¡Aleluya! -exclamó el residente que había mantenido la respiración artificial-. ¡Se está despertando!
Incapaz de refrenarse, Jack acudió a la cabecera de la cama situada contra el mostrador de enfermeras. Miró hacia abajo y vio algo que le pareció un milagro: los ojos de Laurie estaban abiertos y se movían de un rostro a otro reflejando no poca confusión y miedo. De repente, a Jack se le llenaron los ojos de lágrimas hasta el punto de casi no poder ver. Intentó hablar, pero tuvo que conformarse con menear la cabeza.
– Soltadle las muñecas -ordenó Caitlin, que se había situado frente a Jack. A Laurie le habían dejado las ataduras durante el calvario. Caitlin se inclinó sobre ella y le dio un tranquilizador apretón en el brazo-. Todo va bien. Relájese. Tenemos la situación bajo control. Se pondrá bien. Se encuentra en el Manhattan General. ¿Sabe qué día es y cómo se llama?
Laurie intentó hablar, pero su voz resultaba inaudible, de modo que la doctora tuvo que acercar el oído a sus labios. Escuchó y después se incorporó y miró a Jack, que se había tranquilizado lo suficiente para dejar de llorar y enjugarse las lágrimas.
– La situación pinta bien. Nuestra paciente tiene sentido de la orientación. Tengo que reconocer que su rápido diagnóstico la ha salvado. Con el nivel de potasio que tenía cuando intervenimos, sin duda no habríamos podido reanimarla.
Jack asintió. Seguía sin poder articular palabra, así que se inclinó sobre Laurie y apoyó la frente en la de ella. Pudiendo mover ya las manos, Laurie le acarició la cabeza y le susurró con voz ronca:
– ¿Por qué estás tan alterado? ¿Qué ocurre?
Las preguntas de Laurie inundaron de nuevo los ojos de Jack, que solo fue capaz de apretarle la mano.
Una de las enfermeras del mostrador colgó el teléfono y se levantó.
– Doctora Burroughs, los del laboratorio dicen que el nivel de potasio de la señorita Montgomery es de cuatro miliequivalencias.
– ¡Bien! Eso es casi perfecto -exclamó Caitlin y se volvió hacia sus ayudantes-. De acuerdo, esto es lo que vamos a hacer: mientras yo llamo al médico de guardia y le explico lo sucedido, vosotros os lleváis a la paciente a la Unidad de Cuidados Coronarios y la enchufáis al monitor. Quiero otra lectura de nivel de potasio tan pronto como lleguéis allí. Yo me reuniré con vosotros en cuanto haya acabado aquí para que podamos decidir sobre sus fluidos.
Mientras se hacían los preparativos para poder trasladar a Laurie, Jack recuperó su capacidad de hablar.
– No estoy alterado -le susurró al oído-, solo muy contento de ver que estás bien. Nos has dado un buen susto.
– ¿Sí? -preguntó Laurie. Estaba recuperando su voz normal, pero todavía le dolía al hablar.
– Estuviste inconsciente durante un rato -le explicó Jack-. ¿Qué es lo último que recuerdas?
– Recuerdo haber salido de la UCPA; pero después de eso, nada. ¿Qué ha pasado?
– Te lo contaré todo a la primera oportunidad -le prometió Jack cuando empezaron a mover la cama.
– ¿Vas a venir conmigo? -le preguntó Laurie agarrándolo del brazo.
– Desde luego que sí -contestó él caminando junto a ella.
Una enfermera se acercó corriendo y le entregó su empapado abrigo y la chaqueta.
Utilizaron un ascensor para bajar a Laurie al segundo piso, donde estaba ubicada la Unidad de Cuidados Coronarios. En la puerta, una enfermera impidió el paso a Jack, pero le dijo que le permitiría entrar para una rápida visita cuando Laurie estuviera instalada. Al principio, Jack rechazó la idea porque quería seguir con ella, especialmente si tenía en cuenta lo que había sucedido en su ausencia; pero al final, convencido de que estaría en buenas manos, aceptó. Los del equipo de reanimación le aseguraron que uno de ellos permanecería al lado de Laurie todo el rato.
– No voy a moverme de aquí -le aseguró Jack, señalando una pequeña sala de espera que había justo enfrente de la UCC.
Laurie asintió, preocupada por sus síntomas físicos, que le resultaban cada vez más preocupantes a medida que la mente se le aclaraba. Lo que en ese momento deseaba eran unos trocitos de hielo que le aliviaran la seca boca y la irritada garganta, así como algo que le calmara el dolor que notaba en la incisión quirúrgica y en el pecho. En lo que a su memoria se refería, seguía en blanco desde el momento en que había salido de la UCPA.
Jack fue a la sala de espera, que se encontraba vacía de visitantes. Un reloj de pared señalaba las seis y cuarto de la mañana. Había algunos divanes, sillas y diversos diarios y revistas esparcidos sobre una mesa. En un rincón humeaba una cafetera. Jack dejó el abrigo y la chaqueta en el respaldo de uno de los sofás y tomó asiento soltando un sonoro gemido. Se recostó, se cubrió el rostro con las manos y cerró los ojos. Se sentía aturdido. Nunca había sufrido tanto estrés combinado con tanto esfuerzo físico y un despliegue tan amplio de emociones. Para acabar de empeorarlo, los efectos secundarios de la cafeína le habían revuelto el estómago.
El simple hecho de cerrar los ojos le permitió darse cuenta de lo absolutamente criminal que había sido el trance por el que Laurie acababa de pasar. Ocupado en cuidar de ella, no lo había pensado hasta ese momento. En su mente vio con toda nitidez a la bronceada enfermera cuando él había irrumpido en el cuarto de Laurie. En la penumbra, le había parecido adusta, con sus hundidos ojos, sus cortos y negros cabellos y sus dientes sorprendentemente blancos. Pero lo que recordaba con más claridad era la almohada que tenía en una mano y la enorme jeringa de la otra. Jack sabía que cabían muchas explicaciones que justificaban que sostuviera aquellos objetos, igual que cabían para explicar su parálisis ante lo que constituía una situación de vida o muerte. Durante sus prácticas había visto a otros quedarse petrificados; y lo cierto era que él había hecho lo mismo al enfrentarse con su primera muerte cardíaca, nada más salir de la facultad. Sin embargo, en las circunstancias del momento, no podía dejar de hallar sospechosa la actitud de la enfermera. La había vuelto a ver durante el proceso de reanimación, pero solo fugazmente cuando apareció por la zona de enfermeras para ir al almacén de medicamentos o para utilizar el distribuidor automático. En cualquier caso, no había participado en la reanimación. En cierto momento, Jack había preguntado cómo se llamaba la enfermera; y, cuando se lo dijeron, sus sospechas aumentaron porque su nombre era uno de los de la lista de Roger.
Abrió los ojos de golpe y buscó su móvil en el bolsillo del abrigo. Sabía el número de teléfono particular de Lou en el Soho, y, a pesar de la hora, lo marcó. Teniendo en cuenta lo que había presenciado, la policía debía intervenir. No cabían más excusas. El teléfono sonó seis veces. Lou descolgó. Su voz sonaba como de ultratumba, y Jack tuvo que esperar a que dejara de toser.
– ¿Estás vivo? -le preguntó cuando se hizo el silencio al otro lado de la línea.
– Déjate de bromas -gruñó Lou-. Será mejor que tengas algo importante que contarme.
– Es más que importante -dijo Jack-. A Laurie la han operado de urgencia esta noche en el Manhattan General, y, después de la intervención, alguien la ha puesto al borde del precipicio y le ha dado un buen empujón. Ha estado tan a punto de morir como se puede llegar a estar. De hecho, hasta se podría decir que durante unos minutos ha estado clínicamente muerta.
– ¡Dios mío! -balbuceó Lou, tosiendo de nuevo.
– ¿Siempre toses así por las mañanas? -le preguntó Jack cuando el detective volvió a ponerse al aparato.
– ¿Dónde está Laurie ahora? -preguntó este haciendo caso omiso de la pregunta de Jack.
– Se encuentra en la Unidad de Cuidados Coronarios del segundo piso -repuso Jack-. En estos momentos me hallo en la sala de espera que hay enfrente.
– ¿Corre algún peligro?
– ¿En el sentido médico o en otro?
– En ambos.
– Médicamente hablando, yo diría que tienen la situación bajo control. Tuvo suerte de caer en manos de una residente de cardiología con pinta de colegiala que sabía lo que se hacía. Es curioso, pero ha sido la segunda persona esta noche que me ha hecho sentir como un abuelo. En cuanto a la persona que ha intentado acabar con Laurie, no creo que sea un problema; al menos en esta unidad de cuidados. Hay demasiada gente, y yo estoy montando guardia en la puerta.
– ¿Tienes alguna idea de quién ha sido?
– Hay una persona, y la verdad es que se trata de una de las enfermeras, por la que yo apostaría; pero no tengo pruebas. Te contaré los detalles cuando vengas. También figura en las listas de Roger, así que tienes el trabajo medio hecho. Lo que sí te digo es que la idea de que las series de asesinatos de Laurie no son más que pura especulación ya no se sostiene. Esta noche, ha estado a punto de engrosar la lista.
– ¿Sabes cómo se llama esa enfermera?
– Rakoczi.
– ¿Qué nombre es ese?
– Ni idea.
– Y esa tal Rakoczi, ¿sabe que sospechas de ella?
– Supongo -repuso Jack-. Me ha estado evitando toda la noche durante la reanimación de Laurie. Estaba con ella cuando yo irrumpí en su cuarto y la encontré agonizante.
A continuación, Jack le describió brevemente la escena tal como la había vivido.
– Bien. Sin duda estará en el primer lugar de mi lista de personas con las que debo hablar -repuso Lou-. Estaré ahí lo antes posible, lo cual significa que dentro de una media hora. Entretanto llamaré a los del distrito y les diré que manden un par de agentes de uniforme para que vigilen la entrada de esa unidad de cuidados en caso de que tú tengas que ir al lavabo o a alguna otra parte.
– Me parece bien.
– ¿Llevas despierto toda la noche?
– Pues sí -reconoció Jack.
– De acuerdo. Aguanta ahí. Nos veremos enseguida.
Jack estaba a punto de colgar cuando oyó que Lou añadía:
– ¡Ah, oye! No te hagas el héroe y estate quieto, ¿vale?
– No te preocupes -contestó Jack-. Después de lo que he pasado, me cuesta hasta respirar. No pienso moverme de aquí.
Jack colgó, dejó el móvil a un lado y cerró los ojos de nuevo. Se sentía más tranquilo tras haber hablado con Lou Soldano. El peso del delito cometido contra Laurie y las demás víctimas ya no descansaba sobre sus hombros. Para él, había sido como pasar el testigo en una carrera de relevos, lo cual significaba que su aportación había finalizado. Lo que no sabía era lo mucho que iba a lamentar no seguir sus propios consejos.