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– ¿Qué les parece si lo hacemos de este modo? -propuso Laurie-: Yo los llamo tan pronto como termine y les cuento lo que haya averiguado. Sé que eso no les devolverá a su hijo, pero quizá hallen cierto consuelo en saber el porqué de lo ocurrido, especialmente si conseguimos sacar una lección de esta tragedia y evitar que les suceda a otros. Si por la razón que sea seguimos sin tener la respuesta tras la autopsia, les telefonearé cuando haya tenido la oportunidad de mirar las pruebas microscópicas para decirles algo definitivo.

Laurie sabía que lo que estaba proponiendo estaba fuera de lo normal y que pasar por encima de la señora Donatello y su oficina de relaciones públicas para adelantar una información preliminar molestaría a Bingham y a Calvin en caso de que llegaran a enterarse, ya que eran firmes partidarios de ceñirse a las normas. A pesar de todo, Laurie creía que el caso McGillin justificaba saltarse el protocolo.

Después de haber hablado brevemente con el matrimonio, se había enterado de que Sean McGillin había sido mucho tiempo médico de cabecera en el condado de Westchester. Él y su esposa, Judith, que había sido enfermera en su consulta, eran, además de colegas, dos personas sumamente simpáticas. Los McGillin irradiaban una honradez y elegancia que hacía que cayeran bien casi al instante; por la misma razón resultaba imposible no compartir su desdicha.

– Prometo que los mantendré informados -prosiguió Laurie con la esperanza de que con sus palabras consiguiera que se marcharan a casa; llevaban horas en el depósito y era evidente que estaban agotados-. Yo personalmente me ocuparé de su hijo. -Laurie tuvo que apartar la mirada con aquel comentario puesto que sabía que resultaba engañoso. A pesar de que intentaba hacer caso omiso de ellos, vio de nuevo la aglomeración de reporteros en la zona de recepción y oyó un apagado murmullo de aprobación cuando llegaron las rosquillas y el café. Laurie hizo una mueca. Resultaba lamentable que mientras los McGillin tenían que cargar con su sufrimiento se estuviera montando aquel circo. Para ellos la situación era peor entre las risas y el barullo de la estancia contigua.

– No es justo que no sea yo quien esté en ese armario refrigerado de abajo -dijo el doctor McGillin meneando tristemente la cabeza-. He vivido lo mío. Tengo casi setenta años. Me han hecho dos by-pass, y tengo el colesterol demasiado alto. ¿Por qué estoy yo aquí arriba y mi hijo Sean abajo? No tiene sentido. Siempre fue un muchacho sano y activo. Todavía no había cumplido los treinta.

– ¿Su hijo tenía también un nivel alto de LDH? -preguntó Laurie. Janice no había hecho mención de él en el informe del investigador forense.

– En absoluto -contestó McGillin-. En el pasado siempre tuve buen cuidado de que se lo mirara una vez al año; y, ahora que el bufete donde trabajaba mi hijo tiene un acuerdo con AmeriCare, que exige una revisión anual, sabía que Sean se lo seguía controlando.

Tras un rápido vistazo al reloj, Laurie miró a los McGillin a los ojos. Estaban los dos sentados muy erguidos en el sofá de vinilo marrón, con las manos enlazadas en el regazo y sujetando las instantáneas de la identificación de su hijo fallecido. La lluvia rociaba intermitentemente la ventana. A Laurie le recordaba la pareja de American Gothic. Irradiaban la misma resuelta actitud y la misma firmeza moral. Ese era el lado positivo; en el negativo figuraban los mismos indicios de estrechez puritana.

El problema para Laurie consistía en que se había blindado ante el aspecto emocional de la muerte y, por consiguiente, tenía poca experiencia de ella. Tratar con las familias afectadas, así como ayudarlas durante el proceso de identificación, era una tarea de la que se encargaban otros. Ella también se protegía con cierto distanciamiento académico. Como forense y patóloga, veía la muerte como un rompecabezas que era necesario resolver para ayudar a los vivos. Existía asimismo el factor de aclimatación: aunque la muerte era un suceso ocasional para casi todo el mundo, ella la veía todos los días.

– Nuestro hijo iba a casarse esta primavera -dijo de repente la señora McGillin, que no había abierto la boca desde que Laurie se había presentado, media hora antes-. Nos hacía mucha ilusión tener nietos.

Laurie asintió. La mención de los niños le tocó una fibra sensible. Intentó pensar en algo que decir, pero la salvó el doctor McGillin cuando este se levantó y tomó la mano de su esposa para ayudarla a ponerse en pie.

– Cariño, estoy seguro de que la doctora Montgomery tiene trabajo que hacer -dijo el médico al tiempo que asentía y recogía las fotos y se las guardaba en el bolsillo-. Será mejor que nos vayamos a casa y dejemos a nuestro Sean a su cuidado. -A continuación sacó un pequeño bloc de hojas y un bolígrafo del bolsillo interior de su chaqueta. Tras escribir algo, arrancó el papel y se lo entregó a Laurie-. Este es mi número de teléfono privado. Estaré aguardando su llamada. La espero alrededor del mediodía.

Sorprendida y aliviada por aquel repentino cambio, Laurie se levantó. Recogió el papel y miró el número para asegurarse de que resultaba legible. Tenía un código de área 914.

– Los llamaré tan pronto como pueda.

El doctor McGillin ayudó a su esposa a ponerse el abrigo antes de hacer lo propio con el suyo; luego tendió la mano a Laurie. Ella se la estrechó y notó que la tenía fría.

– Cuide bien a nuestro chico -dijo el doctor McGillin-. Es nuestro único hijo.

Dicho lo cual dio media vuelta, abrió la puerta que daba a la zona de recepción y guió a su mujer hacia donde estaban los representantes de la prensa.

Ansiosos de noticias, los reporteros cayeron en un expectante silencio en el instante en que los McGillin aparecieron. Esperando una rueda de prensa, todos los ojos siguieron sus pasos. La pareja había cruzado media zona de recepción camino de la salida cuando alguien rompió el silencio al gritar:

– ¿Son ustedes miembros de la familia Cromwell?

El doctor McGillin se limitó a menear la cabeza sin aminorar el paso.

– ¿Están ustedes relacionados con el caso de la policía? -preguntó alguien más.

McGillin volvió a negar con la cabeza. Después de aquello, los periodistas centraron su atención en Laurie. Al reconocerla, unos cuantos reporteros incluso llegaron a meterse en la sala de identificación, y se produjo una avalancha de preguntas.

Al principio, haciendo caso omiso de los reporteros, Laurie fue de puntillas para ver salir a los McGillin del edificio. Solo entonces miró a los periodistas que la rodeaban.

– Perdón -dijo apartando los micrófonos-, no sé nada de esos casos. Tendrán ustedes que esperar a que salga mi superior.

Por suerte, uno de los agentes de seguridad del Departamento de Medicina Legal salió de detrás de la recepción y se las arregló para hacer salir a los reporteros.

Cuando la puerta se hubo cerrado, un relativo silencio cayó en la sala de identificación. Por un momento, Laurie se quedó de pie, con los brazos colgándole a los lados. Tenía la carpeta del joven Sean McGillin en una mano y el garrapateado teléfono de su padre en la otra. Tener que tratar con la apesadumbrada pareja había sido agotador, especialmente teniendo en cuenta que se sentía psicológicamente frágil. Sin embargo, había algo positivo: conociéndose como se conocía, sabía que el verse en una situación de cierta tensión emocional le era de ayuda porque le permitía ver sus propios problemas con cierta perspectiva. Mantener la mente ocupada resultaba un buen recurso para no volver a pensar en lo que había tenido que reconocer que era una situación inaceptable.

Sintiéndose algo mas fortalecida, Laurie entró en la oficina de identificación al tiempo que guardaba el teléfono de McGillin en el bolsillo.

– ¿Dónde están todos? -preguntó a Riva, que seguía ocupada programando las tareas.

– Aparte de Bingham, Washington y Fontworth, tú y Jack sois los únicos que habéis llegado hasta el momento.

– A lo que me refería es dónde están el detective Soldano y Vinnie.

– Jack llegó y se los llevó a los dos al foso. El detective le pidió que se ocupara del caso Cromwell.

– Eso es curioso -comentó Laurie porque, normalmente, Jack se mantenía alejado de los casos que atraían la atención de los medios, y el caso Cromwell pertenecía sin duda a dicha categoría.

– Parecía realmente interesado -añadió Riva como si leyera la mente de Laurie-. También pidió hacerse cargo del doble suicidio, cosa que yo no esperaba. Me dio la impresión que tenía razones ocultas, pero no tengo ni idea de cuáles podían ser.

– ¿Sabes si alguno de los otros técnicos están por aquí?

– Vi a Marvin hace unos minutos. Cogió un café y se marchó abajo.

– Perfecto -contestó Laurie, que disfrutaba trabajando con Marvin. El técnico solía hacer las noches, pero últimamente había cambiado al turno de día-. Por si me necesitas, estaré en el foso.

– Me temo que voy a tener que encargarte al menos un caso más. Se trata de una sobredosis. Lo siento. Sé que me has dicho que has tenido una mala noche; pero hoy estamos hasta los topes.

– No pasa nada -le aseguró Laurie acercándose para recoger el informe-. El trabajo es una buena manera de mantener mi mente alejada de los problemas.

– ¿Problemas? ¿Qué clase de problemas?

– Es lo mismo de siempre con Jack -contestó Laurie haciendo un gesto con la mano para quitarle importancia-. Se lo expuse claramente. Sé que suena a disco rayado, pero esta vez iba en serio. Voy a volver a mi piso, y él va a tener que tomar una decisión en un sentido u otro.

– Me alegro por ti -repuso Riva-. Quizá eso me dé fuerzas.

Además de compartir el despacho, Laurie y Riva se habían hecho buenas amigas. La pareja de Riva era tan reacia como Jack a comprometerse, aunque por motivos diferentes, de modo que las dos tenían mucho de qué hablar.

Tras debatirse un momento entre tomarse o no un café y descartarlo por temor a que le produjera temblor en las manos, Laurie fue en busca de Marvin. A pesar de que solamente tenía que bajar un piso, tomó el ascensor. Se encontraba agotada por la falta de sueño, como supuso por la mañana. Sin embargo, en lugar de estar irritada consigo misma, se sentía contenta. Desde luego, teniendo en cuenta sus sentimientos hacia Jack, no se trataba de felicidad. Sabía que iba a encontrarse sola. No obstante, no le cabía duda de que había hecho lo que tenía que hacer y, en ese sentido, estaba satisfecha.

Al pasar ante el despacho de los investigadores forenses se asomó y preguntó si Janice se había marchado. Bart Arnold, el jefe de los investigadores, le dijo que sí y le preguntó si podía serle de ayuda. Laurie le contestó que ya hablaría con Janice en otro momento y siguió caminando. Únicamente quería contarle la conversación que había tenido con los McGillin. Creía que a Janice le interesaría. El hecho de que aquel caso hubiera traspasado la gruesa coraza de la investigadora había intrigado a Laurie desde el principio.

Marvin se hallaba en su oficina, despachando su habitual porción del interminable papeleo que inundaba la oficina. Ya se había puesto el pijama verde de trabajo en previsión de la tarea que le esperaba en el foso, término que todos usaban cariñosamente para describir la sala de autopsias. Levantó la mirada cuando apareció Laurie en el umbral. Marvin era un afroamericano de aspecto atlético con la piel más perfecta que ella había visto jamás. A Laurie le había producido una envidia instantánea desde el momento en que se lo presentaron.

Laurie era susceptible en lo que a su cutis se refería. Aparte de su cabello rubio oscuro, tenía una salpicadura de pecas en el puente de la nariz, así como otras imperfecciones que solo ella podía ver. A pesar de que había heredado los reflejos rojizos del cabello castaño de su padre, su casi translúcida piel y sus ojos, verde azulados, eran de su madre.

– ¿Qué? ¿Preparado para el baile? -preguntó alegremente. Por experiencia sabía que se sentiría mejor si no se comportaba como si estuviera cansada.

– Cuando quieras, hermana -repuso Marvin.

Laurie le entregó las carpetas.

– Me gustaría empezar con McGillin.

– No hay problema -dijo Marvin consultando el listado para localizar el cuerpo.

Laurie se dirigió a los vestuarios para ponerse la ropa de trabajo y a continuación pasó al almacén para enfundarse un traje lunar. «Traje lunar» era el término que utilizaba el personal para describir el equipo de protección que era de rigor en las autopsias. Los «trajes lunares» estaban hechos de un material totalmente inalterable y estaban dotados de capuchas y mascarillas integrales. El aire se introducía en el traje a través de un filtro HEPA por un ventilador accionado mediante baterías que era necesario recargar todas las noches. Los trajes no eran especialmente populares ya que entorpecían el trabajo, pero todos salvo Jack aceptaban la incomodidad por razones de seguridad. Laurie sabía que cuando Jack estaba de turno los fines de semana solía prescindir del traje en aquellos casos en que consideraba que el riesgo de infecciones era bajo. En esas circunstancias volvía a las tradicionales gafas y a la mascarilla quirúrgica. Los demás técnicos parecían satisfechos guardando el secreto, pero si Calvin se enteraba, la multa sería mayúscula.

Tras meterse en su traje lunar, Laurie regresó al corredor principal y bajó hasta la antesala donde se lavó y se puso los guantes. Así preparada, entró en la sala de autopsias.

A pesar de llevar trece años trabajando en el departamento, Laurie todavía experimentaba una punzada de expectación cada vez que accedía a lo que ella consideraba el centro de la acción. Desde luego, no era por la experiencia visual que suponía, ya que en ese aspecto la sala -alicatada de blanco, desprovista de ventanas e iluminada por fluorescentes- resultaba muy poco alegre. Las ocho mesas de acero inoxidable aparecían abolladas y manchadas tras incontables post mórtem. Encima de cada una de ellas colgaba una anticuada balanza de muelles. A lo largo de las paredes había tuberías vistas, pantallas para examinar radiografías, descascarillados lavabos de loza y aparadores de cristal pasados de moda que contenían toda una colección de horripilante instrumental. Cincuenta años atrás había sido una instalación modélica y el orgullo del departamento; pero en esos momentos carecía de fondos, falta de mantenimiento y modernización. Sin embargo, las condiciones de la sala no alteraban a Laurie. Su mente ni siquiera reparó en su aspecto, una disposición basada en el hecho de saber que cada vez que entraba allí veía y aprendía algo nuevo.

De las ocho mesas, tres se hallaban ocupadas. Una sostenía el cuerpo de Sean McGillin, o eso supuso Laurie, ya que Marvin se afanaba en ella con sus últimos preparativos. Las otras dos, más próximas a donde se encontraba Laurie, contenían cuerpos en pleno procedimiento. Justo delante de ella yacía un hombretón de piel oscura. Cuatro personas ataviadas con trajes lunares idénticos a los de Laurie trabajaban en él. A pesar de que el reflejo de las curvadas pantallas de las máscaras dificultaban la identificación, Laurie reconoció a Calvin Washington: su metro noventa y ocho y sus ciento veinte kilos no eran fáciles de disimular. Por contraste, la baja estatura y maciza complexión de su acompañante le indicó que era seguramente Harold Bingham. Los otros dos debían de ser George Fontworth y el técnico Sal D'Ambrosio, aunque ambos eran de la misma estatura y no podía diferenciarlos.

Laurie se acercó a la base de la mesa. Justo delante había un drenaje que emitía un sonido de succión. Bajo el cuerpo, el agua corría constantemente, arrastrando los fluidos corporales.

– ¡Fontworth! ¿Dónde demonios ha aprendido a usar el escalpelo? -gruñó Bingham.

Estaba claro cuál de las dos figuras embozadas era George. Se encontraba a la derecha del cuerpo, con las manos metidas en algún rincón del espacio retroperitoneal del difunto, aparentemente intentando establecer la trayectoria de una bala. Laurie no pudo evitar sentir un impulso de simpatía hacia él. A Bingham le gustaba adoptar un aire profesoral cada vez que acudía a la sala de autopsias; no obstante, siempre acababa impacientándose y enfadándose. A pesar de que Laurie sabía que no había ocasión en que no pudiera aprender algo de él, no le gustaba trabajar para Bingham. Resultaba demasiado estresante.

Percibiendo que el ambiente alrededor de la mesa estaba demasiado tenso para hacer preguntas, Laurie fue hasta la mesa número dos. Allí no tuvo problemas para reconocer a Jack, Lou y Vinnie. De inmediato notó que el ambiente era todo lo contrario y oyó risas que se apagaban. No se sorprendió: Jack era conocido por su humor negro. El cadáver era el de una flaca, casi descarnada mujer de mediana edad de cabellos rubios muy blanqueados por el sol. Laurie supuso que se trataba de Sara Cromwell. Especialmente notable resultaba el mango del cuchillo de cocina que sobresalía en marcado ángulo de la parte superior y exterior de su muslo derecho. No le sorprendió que el utensilio estuviera en su sitio. En los casos como aquel, los forenses preferían que semejantes objetos permanecieran donde estaban.

– Espero que estéis mostrando el debido respeto por los muertos -bromeó Laurie.

– No hemos tenido ni un momento de aburrimiento -respondió Lou.

– Y yo no sé por qué me sigo riendo de los mismos chistes de siempre -protestó Vinnie.

– Dígame, doctora Montgomery -preguntó Jack en tono muy académico-, en su muy profesional opinión, ¿diría usted que esta herida penetrante del muslo es mortal?

Inclinándose mejor para ver el ángulo de entrada, Laurie examinó de cerca el cuchillo. Parecía tratarse de un pequeño cuchillo de cocina, y supuso que su hoja, que había penetrado lateralmente hasta el mango y el fémur, tendría unos diez centímetros de largo. Y lo que era más importante: estaba por debajo del hueso iliaco, pero alineada con él.

– Yo diría que no resultó fatal -contestó Laurie-. Su situación sugiere que los conductos femorales no fueron afectados, de modo que la hemorragia tuvo que ser mínima.

– Y dígame, doctora Montgomery, ¿qué le sugiere el ángulo de entrada del arma?

– Yo diría que es una manera francamente poco ortodoxa de apuñalar a alguien.

– Aquí lo tienen, caballeros -comentó Jack burlonamente-, la confirmación de mi análisis por parte de la eminente doctora Montgomery.

– ¡Pero si había sangre por todas partes! -se quejó Lou-. ¿De dónde salió? No hay otras heridas.

– ¡Ajá! -exclamó Jack con un exagerado acento francés y alzando un dedo-. Creo que lo veremos en unos minutos. Monsieur Amendola, le couteau, s'il vous plaît!

A pesar del resplandor de los fluorescentes que se reflejaban en la pantalla de Vinnie, Laurie lo vio alzando los ojos al cielo mientras pasaba el escalpelo a la mano de Jack, que esperaba. Él y Jack tenían una curiosa relación: a pesar de que se basaba en el mutuo respeto, fingían que era todo lo contrario.

Laurie se alejó, dejándolos para que se las apañaran. Sentía una ligera decepción por ver a Jack tan alegre y bromista y no pudo evitar pensar que era mala señal, como si no le importara lo que había pasado.

Mientras se acercaba a la tercera mesa hizo un esfuerzo por dejar a un lado sus problemas con Jack. Tumbado sobre la ligeramente inclinada superficie, se hallaba el cuerpo de un musculoso joven de unos veinte años, con la cabeza levantada sobre un bloque de madera. Casi por instinto empezó inmediatamente su examen externo. El sujeto parecía sano. Su piel, aunque con la marmórea palidez de la muerte, se veía libre de lesiones.

Su cabello era negro y espeso. Las únicas anomalías visibles eran la suturada incisión con el correspondiente drenaje de la pierna, el destapado extremo de una vía intravenosa de su brazo derecho y el tubo endotraqueal que le sobresalía de la boca, los restos de los intentos de reanimación.

Con Marvin ocupado todavía en poner etiquetas en los recipientes de muestra, Laurie comprobó el nombre y número de ingreso del cadáver. Una vez segura de que se estaba ocupando de Sean McGillin, prosiguió con su examen externo inspeccionando cuidadosamente la intravenosa. Parecía perfectamente normal y no mostraba hinchazón ni señales de derrame de sangre o fluidos. Miró más de cerca la herida suturada de la pierna, la zona donde habían sido operados la tibia y el peroné fracturados. Tampoco allí se apreciaba inflamación o decoloración alguna, lo cual sugería que no existía ninguna infección. El drenaje estaba suturado en la herida mediante una sola vuelta de hilo, y se veían señales de una mínima descarga de líquido seroso. La pierna lesionada parecía igual que la otra y no presentaba muestras evidentes de trombosis venosa o coagulación.

– Externamente no he visto nada raro -dijo Marvin cuando volvió con un puñado de jeringas esterilizadas y recipientes de muestra, algunos de ellos aún envueltos. Lo dejó todo en una esquina de la mesa para tenerlo a mano.

– Hasta ahora tengo que estar de acuerdo -contestó Laurie. Aunque variaba en función de las distintas personalidades, entre los técnicos y los médicos había mucho toma y daca. Laurie siempre animaba los comentarios y sugerencias, especialmente los de Marvin. En lo que a ella concernía, los técnicos eran una gran fuente de experiencia.

Marvin fue hasta los aparadores de cristal para coger el instrumental adecuado. A pesar del zumbido del ventilador, Laurie lo oyó silbar. Siempre estaba de buen humor, y esa era otra de las cosas que a ella le gustaban de él.

Después de buscar señales del uso de alguna droga intravenosa y no hallar ninguna, Laurie utilizó un espéculo nasal para mirar dentro de la nariz de Sean. No había indicios de consumo de cocaína. Las drogas debían tenerse en cuenta en cualquier muerte que pareciera misteriosa, dijeran lo que dijesen los padres. Acto seguido abrió los párpados para examinar los ojos. Parecían igualmente normales, sin señales de hemorragia en la esclerótica. Abriéndole la boca, se aseguró de que el tubo estuviera en la tráquea y no en el esófago. Era algo que había visto en más de una ocasión, con desastrosos efectos.

Una vez completados los preparativos, Marvin regresó al lado de la mesa, frente a Laurie, y se quedó expectante, esperando que diera comienzo la fase interna de la autopsia.

– De acuerdo, ¡vamos allá! -dijo Laurie extendiendo la mano al tiempo que Marvin le entregaba el escalpelo.

A pesar de que Laurie había hecho cientos de post mórtem, siempre que daba comienzo a otro le producía una punzada de nerviosismo. Empezar equivalía a abrir un libro sagrado cuyos misterios se disponía a desvelar. Presionando con el dedo índice la parte superior de la hoja, Laurie realizó con mano experta la clásica incisión en forma de «Y» empezando por los dos cortes en los extremos de los hombros que se unían en el esternón y se prolongaban en uno solo hasta el pubis. Con ayuda de Marvin, apartó rápidamente la piel y los músculos antes de retirar el esternón con unas cizallas.

– Parece que hay una costilla rota -comentó Marvin señalando un defecto en el lado derecho del pecho.

– No hay hemorragia, así que se produjo después de la muerte; seguramente durante el intento de reanimación. Los hay que se pasan con la compresión pectoral.

– ¡Ay! -exclamó Marvin comprensivamente.

Esperando hallar coágulos de sangre u otras embolias, Laurie estaba impaciente por examinar las grandes venas que conducían al corazón, el corazón en sí y las arterias pulmonares, donde se hallaría normalmente cualquier coágulo que hubiera sido letal. Sin embargo, resistió la tentación. Sabía que lo mejor era seguir el protocolo habitual para no pasar nada por alto. Con cuidado, examinó todos los órganos in situ; luego, utilizó las jeringas que Marvin había dispuesto para tomar muestras de fluidos de cara a los análisis de toxicología. Había que tener en cuenta una posible reacción fatal ante un medicamento, una toxina o incluso un agente anestésico. Habían transcurrido menos de veinticuatro horas desde que al difunto se le había administrado la anestesia.

Marvin y Laurie trabajaron en silencio, asegurándose de que cada muestra era introducida en el recipiente oportunamente etiquetado. Una vez obtenidas las muestras de fluidos, empezó a retirar los órganos internos. Se atuvo diligentemente al orden preestablecido, por lo que hasta un poco más tarde no pudo concentrar su atención en el corazón.

– ¡Aquí viene lo gordo! -bromeó Marvin.

Laurie sonrió. El corazón era realmente donde esperaba encontrar la patología. Tras unos cuantos diestros cortes, el órgano quedó libre. Miró dentro de la vena cava seccionada, pero no halló coágulo alguno. Se sentía chasqueada porque al extirpar los pulmones había tenido ocasión de comprobar que las arterias pulmonares estaban limpias.

Pesó el corazón y a continuación, con un cuchillo de larga hoja, empezó su examen interno. Para su disgusto, no había nada fuera de lugar. Ningún trombo. Incluso las arterias coronarias parecían completamente normales.

Laurie y Marvin se cruzaron una mirada por encima del cadáver.

– ¡Maldita sea! -dejó escapar este.

– Estoy sorprendida -comentó Laurie, que respiró profundamente-. Bueno, tú ocúpate del estómago y yo tomaré las micromuestras. Luego, examinaré el cerebro.

– Lo que tú digas -repuso Marvin cogiendo los intestinos y llevándolos al lavabo para lavarlos.

Por su parte, Laurie tomó distintas muestras de tejidos para su estudio microscópico, especialmente de los pulmones y el corazón.

Marvin devolvió las tripas limpias a Laurie, que se ocupó de ellas a conciencia, tomando muestras a medida que avanzaba. Entretanto, Marvin se puso manos a la obra con la cabeza y retiró el cuero cabelludo. Cuando Laurie hubo terminado con el estómago, Marvin ya estaba listo para que ella inspeccionara el cráneo. Laurie le hizo un gesto al acabar, y él cogió la sierra eléctrica para seccionar el cráneo por encima de las orejas.

Mientras Marvin se concentraba en su tarea, Laurie cogió unas tijeras y abrió la herida suturada de la parte inferior de la pierna. Todo parecía en orden en la intervención quirúrgica. A continuación abrió las grandes venas de las piernas, resiguiéndolas desde los tobillos hasta el abdomen en busca de coágulos. No encontró ninguno.

– El cerebro me parece normal -comentó Marvin.

Laurie asintió. No se apreciaban hemorragias ni inflamaciones y su color era normal. Lo palpó con dedo experto y también lo encontró normal.

Unos minutos más tarde, Laurie había extraído el órgano y lo depositaba en la bandeja que Marvin sostenía. Comprobó los extremos seccionados de la arteria carótida. Igual que todo lo demás, eran normales. Pesó el cerebro. Su peso se hallaba dentro de los límites normales.

– No estamos encontrando nada -dijo.

– Lo siento -repuso Marvin.

Laurie sonrió. Además de sus otras cualidades, el muchacho era comprensivo.

– No tienes por qué disculparte. No es culpa tuya.

– Habría sido bueno encontrar algo. ¿En qué estás pensando ahora? No parece que hubiera razón para que muriera.

– No tengo ni idea. Confío en que el estudio microscópico arroje alguna luz, pero no soy optimista. Todo parece tan normal… ¿Por qué no empiezas a coserlo todo mientras yo secciono el cerebro? No se me ocurre qué más hacer.

– Ahora mismo -contestó Marvin en tono alegre.

Tal como Laurie había previsto, el interior del cerebro tenía el mismo aspecto que el exterior. Tomó las muestras oportunas y fue con Marvin para ayudarlo a suturar el cuerpo. Con los dos manos a la obra, tardaron unos pocos minutos.

– Me gustaría seguir con el próximo caso lo antes posible -dijo Laurie-. Espero que no te importe. -Tenía miedo de que, una vez se sentara, la fatiga volviera a apoderarse de ella con más fuerza incluso. Por el momento se sentía mejor de lo que había esperado.

– Claro que no -contestó Marvin, que ya se estaba estirando.

Laurie contempló el foso a su alrededor. Había estado tan absorta en la tarea que no se había fijado en toda la actividad. En esos momentos, había ocho mesas ocupadas con al menos dos personas atareadas alrededor de cada una. Miró en dirección a la mesa de Jack. Este se hallaba inclinado sobre la cabeza de un cuerpo de mujer. Según parecía, había terminado con Sara Cromwell, y Lou se había marchado. Más allá de la mesa de Jack, Calvin seguía trabajando con Fontworth en el mismo cuerpo que antes. Aparentemente, Bingham se había marchado para dar su rueda de prensa.

– ¿Cuánto tardará el cambio? -le preguntó a Marvin mientras este se llevaba los recipientes con las muestras.

– Casi nada.

Laurie se acercó a Jack con sentimientos encontrados. No estaba preparada para más frivolidades; pero, tras sus bromas de antes con respecto a Cromwell, tenía curiosidad por saber qué había descubierto. Se detuvo al pie de la mesa. Jack estaba muy concentrado haciendo un molde para una lesión que la mujer tenía en la frente, justo en la línea del pelo. Laurie se quedó parada un momento, esperando a que él se percatara de su presencia. Al menos, Vinnie la había visto de inmediato y la había saludado discretamente.

– ¿Qué has encontrado en el primer caso? -preguntó al fin Laurie a Jack. Le parecía poco probable que él no se hubiera dado cuenta de su presencia, pero así debía de ser. No quería pensar en la posibilidad contraria.

Transcurrieron unos pocos minutos sin que Jack respondiera. Laurie miró a Vinnie, que hizo un gesto de impotencia para decir que no se explicaba el comportamiento de Jack. Laurie permaneció unos segundos más, sin saber qué hacer a continuación. A pesar de que sabía que Jack era capaz de concentrarse en su trabajo hasta el punto de olvidarse de lo que lo rodeaba, a Laurie le resultaba muy incómodo seguir allí.

Las cosas no le fueron mucho mejor en la mesa de Fontworth. Aunque Bingham se había marchado, Calvin lo trataba con la misma aspereza mientras el caso se prolongaba interminablemente. Tras una rápida mirada a las otras cinco mesas, Laurie optó por dejarse de relaciones sociales y volvió para echar una mano a Marvin.

– Puedo hacer que me ayude uno de los otros técnicos -dijo este. Había llevado la camilla y la había colocado al lado de la mesa.

– No me importa -contestó Laurie.

Hubo una época, no mucho tiempo atrás, en la que los forenses se iban a tomar un café o a compartir comentarios en la sala de identificación entre caso y caso; sin embargo, con los complicados trajes de seguridad que llevaban, en ese momento les suponía demasiada incomodidad.

Cuando los restos de Sean McGillin estuvieron guardados en el frigorífico portátil, Marvin condujo a Laurie hasta el compartimiento del siguiente caso, un hombre llamado David Ellroy. En el instante en que Marvin abrió la puerta del nicho para sacar el cuerpo de un delgado y desnutrido afroamericano, Laurie se acordó de que se suponía que era un caso de sobredosis. Su experimentado ojo se fijó inmediatamente en las cicatrices y marcas que el hombre tenía en antebrazos y piernas como resultado de su adicción. A pesar de que Laurie estaba acostumbrada a ese tipo de casos, todavía tenían el poder de impresionarla. Con menos control del habitual sobre sus pensamientos, su mente dio un salto en el tiempo de vuelta a una limpia y ventosa tarde de octubre de 1975, cuando había vuelto a casa a toda prisa desde el instituto -el Colegio Femenino Langley-. Vivía con sus padres en un gran piso de antes de la guerra en Park Avenue. Era el viernes anterior al largo fin de semana del 12 de octubre, y estaba muy emocionada porque Shelly, su único hermano, había vuelto a casa la noche anterior de Yale, donde hacía su primer curso.

Al salir del ascensor al vestíbulo privado, Laurie había notado una preocupante quietud. Ningún sonido salía de la ventana que daba al cuarto de la lavadora. Entró en el apartamento y llamó a Shelly por su nombre mientras dejaba los libros en la mesa del vestíbulo antes de acortar por la cocina. Cuando no vio a Holly, se sintió momentáneamente aliviada al recordar que era el día libre de la sirvienta. Gritando el nombre de Shelly, se asomó al estudio que había al otro lado del salón. El televisor estaba encendido pero sin sonido, lo cual aumentó su inquietud. Durante un momento contempló un programa de juegos mientras se preguntaba por qué la televisión estaba encendida sin sonido. Volvió a llamar a su hermano mientras reanudaba su búsqueda por el piso, convencida de que en casa había alguien. Cuando pasó ante la sala de estar, empezó a caminar más deprisa, presa de una repentina urgencia.

La puerta de la habitación de Shelly estaba cerrada. Llamó, pero no obtuvo respuesta. Volvió a llamar antes de intentar abrir. No estaba cerrada. Entró y descubrió a su querido hermano tirado sobre la moqueta, vestido únicamente con su ropa interior. Para su espanto, una espuma sanguinolenta le goteaba de la boca, y su color era tan pálido como la porcelana que había en el aparador del comedor. Tenía un torniquete medio flojo en el antebrazo. Cerca de su mano entreabierta yacía una jeringuilla. Sobre la mesa había un envoltorio transparente que Laurie supuso contenía la droga, la mezcla de heroína y cocaína de la que se había pavoneado la noche antes. Laurie captó la escena en su totalidad antes incluso de arrodillarse para auxiliarlo.

No sin dificultades, Laurie se obligó a regresar al presente. No quería pensar en sus vanos intentos por reanimar a su hermano; no quería recordar lo fríos y desprovistos de vida que había notado sus labios cuando los tocó con los de ella.

– ¿Puedes ayudarme a colocarlo en la camilla? -le preguntó Marvin-. No es muy pesado.

– Desde luego -contestó Laurie, contenta por ser útil. Dejó el expediente de David Ellroy y echó una mano.

Unos minutos después, los dos estaban de vuelta en la sala de autopsias. Una vez allí, cuando Marvin hubo situado la camilla al lado de la mesa, uno de los técnicos lo ayudó a tender el cuerpo sobre la mesa. Laurie vio los secos restos de sanguinolenta espuma que le quedaban en la boca; la imagen la devolvió a su malsana ensoñación de antes. Pero no eran sus fracasados intentos de reanimación los que ocupaban su mente, sino el enfrentamiento que había tenido que soportar con sus padres unas horas más tarde.

– ¿Sabías que tu hermano tomaba drogas? -le había preguntado su padre con el rostro rojo de ira y a escasos centímetros del de ella. Los dedos de él se le hundían en la piel de los brazos, por donde la sujetaba-. ¡Contéstame!

– S… Sí-balbuceó Laurie entre lágrimas-. Sí. Sí.

– ¿Y tú también tomas drogas?

– ¡No!

– ¿Cómo sabías que Shelly las tomaba?

– Fue por casualidad. Encontré en su neceser una jeringa que él había cogido de tu despacho.

Se produjo un momentáneo silencio mientras los ojos de su padre se estrechaban y sus labios se convertían en una línea delgada y cruel.

– ¿Y por qué no nos lo dijiste? -gruñó-. Si nos lo hubieras dicho, tu hermano seguiría vivo.

– ¡No podía! -sollozó Laurie.

– ¿Por qué? -gritó su padre-. ¡Dime por qué!

– Porque… -Laurie se echó a llorar-. Porque me pidió que no os lo contara. Me lo hizo prometer. Me dijo que nunca más me dirigiría la palabra si os lo decía.

– ¡Muy bien, pues tu promesa lo ha matado! -replicó su padre-. Tu promesa lo ha matado tanto como esa maldita droga.

Una mano aferró el brazo de Laurie, y ella dio un respingo. Se volvió y miró a Marvin.

– ¿Hay algo especial que quieras para este caso?

– Lo de siempre -contestó Laurie.

Mientras Marvin se dirigía a coger los elementos necesarios, Laurie respiró profundamente para recobrar el control. Intuitivamente sabía que debía mantener la mente ocupada para evitar que siguiera escarbando en más recuerdos penosos. Abrió el expediente que tenía delante, buscó entre las hojas el informe de Janice, la investigadora forense, y empezó a leer: el cuerpo había sido hallado en un contenedor de basuras junto con los instrumentos para pincharse, lo que sugería que David había muerto en otro sitio y había sido arrojado con el resto de la basura. Laurie suspiró. Tener que ocuparse de asuntos como aquel era la parte negativa de su trabajo.

Una hora después, y de nuevo vestida con su ropa de calle, Laurie subió al ascensor trasero. El caso de sobredosis había sido simple rutina y no había deparado sorpresas. David Ellroy mostraba los signos habituales de muerte por asfixia y edema pulmonar. Los únicos hallazgos mínimamente interesantes fueron varios: pequeñas y discretas lesiones en distintos órganos que sugerían que el sujeto había sufrido numerosas infecciones como resultado de su adicción.

Mientras el anticuado ascensor subía traqueteando hacia la cuarta planta, Laurie pensó en Jack. Cuando ella había acabado con David, él empezaba su tercer caso. Entre el segundo y el tercero había salido de la sala empujando la camilla mientras Vinnie la guiaba. Incluso desde donde ella se encontraba, Laurie los oyó haciendo los habituales comentarios jocosos. Cinco minutos después, ambos volvían con el caso siguiente, haciendo gala del mismo humor que antes. A continuación, trasladaron el cadáver a la mesa de autopsias y empezaron con los procedimientos previos antes de ponerse manos a la obra. En ningún momento hizo Jack ademán de acercarse a la mesa de Laurie, entablar cualquier clase de conversación o ni siquiera mirarla. Ella se encogió de hombros. Le gustara admitirlo o no, estaba claro que Jack hacía todo lo posible por pasar de ella. Semejante conducta no era propia de él. Durante los nueve años que hacía que lo conocía nunca se había mostrado hostil.

Antes de dirigirse a su despacho Laurie se detuvo en el laboratorio de Histología. Además de los expedientes, llevaba una bolsa de papel marrón con las muestras de tejidos de McGillin.

No tardó nada en localizar a la supervisora, Maureen O'Connor. La voluminosa y pechugona pelirroja se hallaba sentada ante el microscopio, examinando una serie de pruebas y levantó la mirada al acercarse Laurie. La sonrisa de alguien que sabe lo que se avecina apareció en su pecoso rostro.

– Vaya, ¿qué tenemos aquí? -preguntó Maureen con su fuerte acento. Miró a Laurie y después la bolsa que esta llevaba-. Deja que lo adivine: muestras de tejidos cuyos resultados necesitas desesperadamente para ayer.

Laurie sonrió con aire contrito.

– ¿Realmente soy tan previsible?

– Contigo y con el doctor Stapleton siempre pasa lo mismo. Cada vez que aparecéis por aquí es para que las pruebas estén listas ya; pero deja que te recuerde algo, hermana: tus pacientes están muertos. -Maureen soltó una carcajada y algunos de los técnicos del laboratorio que la habían oído se le unieron.

Laurie se vio sonriendo también. La jovialidad de Maureen resultaba contagiosa y nunca variaba, a pesar de que el laboratorio sufría una carencia crónica de personal gracias a los recortes presupuestarios. Laurie abrió la bolsa, sacó los recipientes y los alineó en el mostrador de Maureen, al lado del microscopio.

– Si te contara por qué necesito estos resultados lo antes posible ¿serviría de algo?

– Con el trabajo que tenemos por aquí, unas cuantas manos nos vendrían mejor que tu palabrería, pero inténtalo de todos modos.

Sabiendo que no había razones profesionales que respaldaran lo que estaba pidiendo, Laurie no se anduvo por las ramas. Empezó describiendo lo comprensivos que eran los McGillin y que su difunto hijo había sido la razón de su existencia; incluso mencionó los frustrados planes de boda y los nietos que habían esperado tener y de los que nunca disfrutarían. También reconoció que había prometido llamar a la pareja de ancianos antes de acabar la mañana para no aumentar sus sufrimientos. El problema era que la autopsia no había servido para confirmar su impresión clínica; por lo tanto, necesitaba aquellos resultados para obtener una respuesta. Lo que no explicó fueron sus motivos personales para embarcarse en su minicruzada particular.

– Vaya, es una historia conmovedora -comentó Maureen en voz baja. A continuación dejó escapar un suspiro y recogió las muestras-. Veré lo que podemos hacer. Te prometo que les echaremos un vistazo.

Laurie le dio las gracias y salió a toda prisa de Histología. Miró la hora. Pasaban de las once, y deseaba llamar al doctor McGillin antes del mediodía. Yendo por la escalera, bajó una planta y entró en el laboratorio de Toxicología. Allí, el ambiente era distinto de Histología. En lugar de voces parloteando, se escuchaba un continuo zumbido de avanzados equipos, en su mayoría automáticos. Tardó unos instantes en localizar a alguien. Para alivio suyo, vio al doctor Peter Letterman, el ayudante del director John de Vries. De haber estado este último en el laboratorio, Laurie se habría marchado. Ella y John habían empezado con muy mal pie el día en que Laurie necesitó desesperadamente unos resultados más rápidos para un caso de sobredosis de cocaína y presionó a De Vries. Había ocurrido trece años atrás, cuando ella empezaba, pero el director se había aferrado a su animosidad igual que un sabueso a un hueso, y Laurie había renunciado a seguir disculpándose.

– Mi forense favorita -dijo Peter alegremente nada más verla. Era un hombre delgado y rubio, con unas facciones andróginas y prácticamente lampiño. Llevaba el largo cabello recogido en una coleta y, aunque se acercaba a los cuarenta años, podía pasar casi por un adolescente. En contraste con De Vries, él y Laurie se llevaban estupendamente-. ¿Tienes algo para mí?

– Desde luego que sí -contestó Laurie entregándole la bolsa mientras miraba en derredor.

– El Führer está abajo, en el laboratorio general, así que puedes relajarte.

– Es mi día de suerte -repuso Laurie.

Peter miró los recipientes de muestras.

– ¿Cuál es la pista? ¿Qué tengo que buscar y por qué?

Laurie le explicó una versión abreviada de la misma historia que había contado a Maureen. Al final, añadió:

– Realmente no espero que encuentres nada, pero he de ser exhaustiva en mi informe, especialmente si el microscopio no revela nada.

– Veré qué puedo hacer -repuso Peter.

– Te lo agradezco -contestó Laurie.

Tras volver a subir el tramo de escalera, Laurie fue por el pasillo hasta su despacho. Pasó ante el despacho de Jack, que tenía la puerta entreabierta; pero ni él ni su ayudante, Chet McGovern, se encontraban dentro. Laurie dio por hecho que estarían todavía en el foso. Nada más entrar en su oficina vio la maleta que se había llevado de casa de Jack. Aunque no se había olvidado de su discusión de aquella mañana, encontrarse con la maleta, se la recordó con incómoda claridad. Tampoco la ayudaba el que se sintiera deprimida por no haber encontrado una prueba clara en la autopsia de Sean McGillin. Cuanto más lo pensaba, más raro le parecía. ¿Cómo podía un joven de veinte años, a todas luces sano, morir sin que la causa saliera tras una combinación de historia clínica y autopsia? En algunos aspectos, aquel caso ponía a prueba su fe en la patología forense.

– Será mejor que me lleguen esos análisis microscópicos -exclamó en voz alta mientras se sentaba a su escritorio. Se sentía decidida, pero no sabía cómo reaccionaría ante la amenaza de que los resultados de los análisis no fueran los que esperaba. Se inclinó hacia delante y añadió los expedientes de los casos de aquella mañana al voluminoso montón de cuestiones pendientes. Entre sus tareas figuraba la de cotejar todos los materiales de la autopsia, desde los informes de los investigadores forenses, pasando por el trabajo de los laboratorios hasta cualquier material que sirviera para establecer la causa y forma de la muerte. El significado de «causa» era obvio, y el de «forma» se refería a si la muerte había sido natural, accidental, suicidio u homicidio; cada una con sus respectivas ramificaciones legales. A veces tardaba semanas en reunir todo el material necesario; y, cuando lo conseguía, a ella le tocaba decidir la causa y la forma basándose en las pruebas, lo cual significaba que tenía que estar segura al menos en un cincuenta y cinco por ciento. Naturalmente, en una amplia mayoría de los casos se acercaba a una certeza del cien por cien.

Sacó la hoja de papel con el número de teléfono del doctor McGillin y la extendió en el papel secante que tenía ante ella. A pesar de que era reacia a llamarlo, sabía que estaba obligada por la promesa hecha. El problema residía en que no era buena a la hora de tratar estos asuntos. Sabía que el pobre hombre iba a quedar decepcionado por el hecho de que, en esos momentos, seguía sin haber una causa para el inexplicable fallecimiento de su hijo.

Apoyando los codos en la mesa se masajeó las sienes sin dejar de mirar el número de Westchester. Intentó pensar en cómo decirlo para que el golpe fuera menor. Por un momento consideró la posibilidad de pasarle el caso al Departamento de Relaciones Públicas, que era lo que se suponía que debía hacer; pero lo descartó rápidamente puesto que había sido ella quien se había ofrecido a llamar. Mientras su mente se esforzaba por hallar las palabras adecuadas se sorprendió acordándose del nombre de pila de la víctima -Sean-, que era el mismo de un antiguo novio de la universidad.

Sean McKenzie había sido un alegre estudiante de la Wesleyan University muy atractivo para el lado más rebelde de Laurie. Aunque Sean no era precisamente un cabeza loca, se había pasado ligeramente de la raya con su motocicleta, sus locuras artísticas y desordenado comportamiento, al que había que añadir un moderado consumo de drogas. En aquella época había atraído a Laurie y desesperado a sus padres, pero eso formaba parte del atractivo. Sin embargo, lo tormentoso de la relación la había hecho conflictiva y malsana desde el principio. Por último, Laurie puso fin a ella antes de incorporarse al Departamento de Medicina Legal. En esos momentos, con la crisis de su relación con Jack, pensó fugazmente en llamar a Sean, de quien sabía que vivía en la ciudad y se había convertido en un artista de cierto éxito; pero descartó rápidamente la idea. De ningún modo quería reabrir semejante caja de Pandora.

– Un penique por tus pensamientos -dijo una voz.

Laurie levantó bruscamente la cabeza. La atlética silueta de metro ochenta de Jack ocupaba todo el vano de la puerta. Con su gastada camisa de cuadros, corbata de punto y desteñidos vaqueros era la viva imagen de despreocupada informalidad.

– Está bien -añadió-, subámoslo a veinticinco. La inflación ha aumentado considerablemente desde que aprendí esa frase, y sé lo valiosos que son tus pensamientos. -Una irreverente sonrisa le marcaba hoyuelos en las mejillas, y sus labios dibujaban una delgada línea.

Laurie contempló a su amigo de los últimos diez años y amante desde los pasados cuatro. Su irrespetuosa alegría y sarcasmo podían resultar insoportables en ocasiones, y esa era una de ellas.

– ¿O sea que ahora te dignas hablar conmigo? -respondió en tono igualmente afectado.

La sonrisa de Jack vaciló.

– Pues claro que hablo contigo. ¿Qué clase de pregunta es esa?

– Salvo por ese breve jueguecito profesional cuando entré en la sala de autopsias, has estado pasando de mí toda la mañana.

– ¿Pasando de ti? -preguntó Jack frunciendo el entrecejo-. Creo que debería recordarte que llegamos al trabajo por separado, lo cual fue decisión más tuya que mía; que llegamos a horas distintas y que, desde entonces, hemos estado trabajando cada uno en sus casos.

– Trabajamos todos los días, y todos los días nos comunicamos continuamente, en especial si estamos en la misma habitación. Incluso fui hasta tu mesa cuando estabas en tu segundo caso y te hice una pregunta directa.

– Pues no te vi ni te oí. Palabra de honor. -Jack se llevó la mano al pecho y volvió a sonreír.

Laurie arqueó las cejas en señal de sorpresa. Luego, se encogió de hombros. Se estaba mostrando provocativa al sugerir que no lo creía, pero no le importaba.

– Como quieras. Ahora tengo trabajo que hacer -dijo volviendo su atención a la hoja con el teléfono de Westchester.

– No lo dudo -repuso Jack sin morder el anzuelo ni dejándose despachar-. ¿Qué tal te han ido los casos esta mañana?

Laurie levantó los ojos pero sin mirarlo.

– Uno fue pura rutina y poco interesante. El otro resultó un chasco.

– ¿En qué sentido?

– He prometido al matrimonio cuyo hijo murió en el Manhattan General que averiguaría la causa de su muerte y se lo haría saber de inmediato; sin embargo, la autopsia salió limpia y no descubrí patologías de ningún tipo. Ahora tengo que llamarlos para decirles que tenemos que esperar a tener los resultados de los análisis microscópicos. Sé que se van a llevar una decepción porque yo también estoy defraudada.

– Janice me explicó algo de ese caso -repuso Jack-. ¿No encontraste ningún coágulo?

– ¡Nada!

– ¿Y el corazón?

Laurie lo miró directamente.

– El corazón, los pulmones y los principales vasos sanguíneos eran completamente normales.

– Apuesto a que descubres algo en los conductos del corazón, o puede que un microcoágulo en el cerebro. ¿Tomaste las oportunas muestras para Toxicología? Yo me inclino por lo segundo.

– Lo hice -contestó Laurie-. Y también tuve en cuenta que había recibido anestesia menos de veinticuatro horas antes.

– Bueno, lamento que tu caso haya sido una decepción. Los míos han sido todo lo contrario. La verdad es que debo decir que fueron divertidos.

– ¿Divertidos?

– En serio. Los dos acabaron siendo lo contrario de lo que todos pensaban.

– ¿Cómo es eso?

– El primero era el de esa famosa psicóloga.

– Sara Cromwell.

– En principio, se suponía que se trataba de un asesinato consumado tras una agresión sexual.

– Vi el cuchillo, ¿recuerdas?

– Eso fue lo que despistó a todo el mundo. No presentaba otras heridas y tampoco había sido violada.

– Entonces, ¿cómo es posible que toda la sangre que figuraba en el informe hubiera salido de esa única herida que además no era mortal?

– No salió de ella.

Jack miró a Laurie con una leve sonrisa de expectación, y ella se la devolvió. No estaba de humor para juegos.

– Bueno, ¿pues de dónde salió?

– ¿Alguna idea?

– ¿Por qué no te limitas a explicármelo?

– Pensaba que podrías adivinarlo con solo pensarlo un momento. Me refiero a que te fijaste en lo flaca que estaba, ¿verdad?

– Mira, Jack, si quieres contármelo, me lo cuentas y punto. De lo contrario, tengo que hacer una llamada.

– La sangre provenía de su estómago. Resulta que tenía una acumulación letal de alimentos en el estómago que le causó la ruptura del mismo y de la parte baja del esófago. Está claro que la infeliz sufría de bulimia y se pasó de la raya. ¿Puedes creerlo? Todos convencidos de que se trataba de un homicidio y resulta que fue muerte accidental.

– ¿Y qué pasa con el cuchillo que tenía clavado en la pierna?

– Ese era el verdadero problema, pero lo cierto es que fue una lesión autoinfligida, aunque no adrede. En sus momentos finales, mientras la pobre estaba vomitando y guardando el trozo de queso, resbaló en su propia sangre y cayó encima del cuchillo que sostenía. ¿No te parece demasiado? Te lo aseguro, este va a ser un caso estupendo para presentarlo en nuestras conferencias de los jueves.

Durante un momento, Laurie se quedó mirando la satisfecha expresión de Jack. El relato le había tocado una fibra sensible. Tras la muerte de su hermano, había pasado por una época de problemas con su autoestima que le había provocado anorexia y bulimia. Se trataba de un secreto que no había compartido con nadie.

– Y los dos casos siguientes fueron igualmente interesantes. Se trataba de un doble suicidio. ¿Has oído hablar del asunto?

– Vagamente -contestó Laurie, que seguía pensando en la bulimia.

– Pues en este caso tengo que reconocer el buen hacer de Fontworth -dijo Jack-. Siempre lo he considerado poco meticuloso, por decirlo suavemente; pero la otra noche hizo un trabajo impecable. En la escena del doble suicidio halló una gran linterna Mag-Lite en el asiento delantero del todoterreno, al lado de las víctimas, y fue lo bastante listo para traérsela con los cuerpos. También anotó que la puerta del conductor estaba entreabierta.

– ¿Qué importancia tiene la linterna? -preguntó Laurie.

– Mucha -repuso Jack-. Para empezar, deja que te diga que yo sospechaba algo desde el momento en que solo había una nota de suicidio. En los casos de doble suicidio, lo normal es que haya dos notas escritas, una por cada una de las partes. Es lo que tiene más sentido, teniendo en cuenta que es algo que hacen juntas. Sea como fuera, esa fue mi primera señal de alarma. Puesto que la nota que había era presumiblemente de la mujer, decidí empezar la autopsia con ella. Lo que esperaba encontrar era algo relacionado con toxicología, como alguna droga para dejarla inconsciente o algo parecido. No creía que fuera a dar con algo tan brutal, pero así fue: la mujer presentaba una profunda laceración en la frente, justo en la raíz del cabello, que se veía curiosamente curvada.

Jack hizo una pausa y volvió a mostrar su sonrisa.

– No irás a decirme que la forma de la laceración coincidía con la de la linterna.

– ¡Tú lo has dicho! ¡Una coincidencia completa! Según parece, todo fue un complicado montaje del marido que había preparado la escena del suicidio y seguramente escrito también la nota. Después de dejar inconsciente a su mujer de un golpe, la metió en el asiento del pasajero del todoterreno y puso en marcha el motor. Después, debió de volver a la casa para esperar. Cuando creyó que había transcurrido el tiempo suficiente, fue a comprobar que su mujer estuviera muerta; pero no tuvo en cuenta lo deprisa que uno puede sucumbir a los efectos del monóxido de carbono cuando su nivel es lo bastante alto. Al ponerse al volante cayó rápidamente inconsciente y acabó reuniéndose con su mujer.

– ¡Menuda historia! -exclamó Laurie.

– ¿No te parece irónico? Me refiero a que se suponía que debía ser un doble suicidio y al final acaba siendo un asesinato en el caso de la esposa y muerte accidental el marido. ¡Desde luego, la patología forense tiene sus sorpresas!

Laurie asintió. Recordaba claramente haber tenido la misma impresión al empezar el caso de sobredosis.

– Hasta el caso de la policía está resultando lo contrario de lo que se esperaba.

– Ah, ¿sí?

– Todos creían que se trataba de un homicidio justificado por parte de la policía ya que reconocía haberle disparado bastantes veces; sin embargo, Calvin me dijo que, por lo que han averiguado, se trató de suicidio. Han podido determinar que la víctima se disparó en el corazón antes de ser alcanzada por cualquiera de las balas de la policía.

– Eso apaciguará el barrio.

– Así debería ser -repuso Jack-. En cualquier caso, ha sido una mañana cuando menos de lo más interesante. Solamente quería contarte que esta mañana hemos tenido una serie de casos en los que las causas de la muerte han resultado lo opuesto de lo que todos creíamos. Dicho esto, ¿piensas salir a comer algo?

– No lo sé. No tengo mucha hambre y me queda mucho por hacer.

– Vale. Quizá nos encontremos abajo. Si no, nos veremos después.

Laurie se despidió de Jack con la mano antes de que este desapareciera por el pasillo y volvió su atención al número de teléfono del padre de Sean McGillin. Había confiado en que las causas del fallecimiento fueran naturales, un trombo letal o incluso una anomalía congénita; pero, dado que hasta ese instante no había descubierto nada parecido, empezó a acariciar la idea de que la causa pudiera haber sido accidental, como una imprevista complicación de última hora con la anestesia. Sin embargo, si el motivo resultaba ser lo contrario, como en los casos que Jack acababa de contarle, entonces estaría ante un caso de asesinato.

Laurie le dio vueltas a la idea. Parecía fuera de lugar, pero entonces pensó en Sara Cromwell y en cómo, apenas unos minutos antes, había creído inverosímil que su muerte hubiera podido ser debida a un accidente. La autopsia de Sean ya la había sorprendido con su falta de resultados. ¿Podía el caso sorprenderla una vez más? Lo dudaba, pero al mismo tiempo no se sentía capaz de descartarlo.

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