– ¡Uau! -exclamó Chet McGovern apreciativamente para sí ante la femenina figura que observaba por el rabillo del ojo. Se trataba de la misma mujer de la que había hablado a Jack aquella tarde, e iba vestida con las mismas mallas negras que le había descrito. Calculó que no debía de llegar a los treinta años, pero no podía estar seguro. De lo que sí estaba seguro era de que poseía una de las mejores figuras que había visto nunca. En ese momento se encontraba estirada boca abajo en un banco, utilizando una máquina para trabajar las pantorrillas. La acentuada curva de la parte baja de su espalda y la rítmica contracción de su trasero mientras hacía sus ejercicios hicieron que Chet se estremeciera de placer.
El se hallaba a unos siete metros de distancia, moviendo diestramente unas pesas ante una pared de espejo, de manera que podía acercarse sin levantar sospechas. La había visto en la clase de musculación a la que había asistido el viernes, pero ese día, animado por habérselo contado a Jack, la había seguido hasta la sala de máquinas donde todavía había gente a pesar de ser las nueve de la noche. Su intención era acercarse a ella e invitarla a tomar algo con la esperanza de conseguir su número de teléfono. La mayoría de sus citas eran con chicas a las que había conocido en alguno de los gimnasios que frecuentaba. Para él, observar a las mujeres no significaba limitarse a mirar.
La desconocida acabó con la máquina que estaba utilizando.
Sin perder tiempo, se puso en pie, miró el reloj de la pared y, acto seguido, pasó a la de al lado para hacer pectorales. Empezó sus ejercicios de inmediato, aparentemente con prisa. Chet, que la había estado observando en el espejo, vio al fondo que uno de los empleados del gimnasio entraba en la sala. Chet lo conocía razonablemente bien del baloncesto y le dio la impresión de que sería el tipo adecuado, especialmente porque se trataba de una especie de supervisor. Su nombre era Chuck Horner. Chet dejó las pesas en sus soportes de la pared y se acercó al empleado.
– Eh, Chuck -le dijo en voz baja-. ¿Sabes quién es esa chavala de la máquina de pectorales?
Chuck ladeó la cabeza para mirar más allá de su interlocutor.
– ¿El bombón? ¿Esa de la carita de muñeca y cuerpo que tira de espaldas?
– Esa misma.
– Sí, la conozco. Me refiero a que sé cómo se llama porque viene mucho y fui yo quien le tramitó la inscripción.
– ¿Y cuál es su nombre?
– Jasmine Rakoczi, pero se hace llamar Jazz. Todo un cuerpazo, ¿no te parece?
– Uno de los mejores -reconoció Chet-. ¿Qué clase de apellido es ese, Rakoczi?
– Tiene gracia que me lo preguntes porque yo hice lo mismo cuando se inscribió. Me dijo que era húngaro.
– ¿Sabes si sale con alguien?
– No tengo ni idea, pero sí puedo decirte que es un tiro de tía. Ya te lo digo, conduce un Hummer negro y no hace demasiada vida social, al menos por aquí. ¿Estás pensando en intentarlo con ella?
– Sí, lo estaba pensando -repuso Chet con la mayor naturalidad. Se volvió para ver a Jazz trabajando sus pectorales. La chica se lo tomaba en serio: el sudor le brillaba en la bronceada frente como piedras preciosas.
– Te apuesto cinco pavos a que no llegas ni a la primera base.
Chet dio media vuelta para encararse con Chuck, y una maliciosa sonrisa apareció en su rostro. Que le pagaran por aquello que le gustaba hacer resultaba un buen estímulo para superar su indecisión.
– Acepto.
Chet volvió a las pesas y levantó unas cuantas más. Estaba decidido a acercarse a Jazz, pero sentía cierta ansiedad, especialmente a raíz de la intrigante información de Chuck. A decir verdad, Chet no era tan lanzado como le gustaba aparentar.
Mientras estaba de pie ante el espejo haciendo tirabuzones con las pesas, intentó pensar en algún modo de aproximarse a la mujer que le permitiera salir airoso. Por desgracia no se le ocurría nada brillante. Al fin, por miedo a que ella se levantara bruscamente y se metiera en el vestuario de señoras, decidió lanzarse.
En realidad no fue un gran lanzamiento. Cuando creyó que ella estaba a punto de terminar sus ejercicios, simplemente caminó hacia donde estaba. En esos momentos tenía la boca seca y el corazón le latía con fuerza. Afortunadamente había calculado bien: llegó a su altura cuando ella acababa sus ejercicios y retiraba los brazos de las acolchadas palancas. La chica cogió la toalla que llevaba al cuello y se enjugó la frente con ambas manos, cubriéndose la cara mientras respiraba profundamente.
– Hola, Jazz -dijo Chet animosamente, confiando en que ella sentiría curiosidad por el hecho de que supiera su nombre.
Jazz no contestó, sino que bajó la toalla lentamente, descubriendo progresivamente sus facciones. Atravesó a Chet con la mirada de sus profundos ojos castaños. De cerca no tenía rostro de muñeca. Bajo unos cabellos muy negros y húmedos por el sudor, sus facciones tenían un punto de exotismo. Lo que Chet había tomado por un bronceado, era en realidad una piel naturalmente morena que hacía que sus dientes parecieran especialmente blancos. Sus ojos resultaban levemente almendrados, y su nariz tenía un imperceptible perfil aguileño. Nada de aquello le hubiera importado a Chet de no ser por sus mejillas, ligeramente enjutas, y por su expresión. Aquellas mejillas le conferían un aire perverso, y su expresión resultaba inquietantemente descarada, como las fotos que Chet había visto de los reclutas de los marines.
No se sintió especialmente estimulado, y menos aún cuando Jazz no respondió.
– Pensé que era mejor que me presentara -dijo Chet intentando mantener un aire de naturalidad, lo cual le resultaba difícil teniendo en cuenta el modo en que ella lo miraba. Las pesas que tenía en las manos también le molestaban y le tiraban los hombros hacia abajo. Las había cogido muy pesadas con la esperanza de impresionar a aquella atlética mujer. Además de sus pezones, bajo la malla de Spandex podía distinguir sus bien definidos abdominales.
Jazz siguió sin responder, sin parpadear siquiera.
– Soy el doctor Chet McGovern -añadió.
Solía utilizar su título médico como carta de triunfo siempre que se presentaba a una mujer, aunque no mencionaba su especialidad a menos que se viera obligado. Por su experiencia con otros ligues, el médico forense no tenía el mismo atractivo que el médico clínico.
La situación se estaba volviendo crítica con gran rapidez. Jazz no solo no había dicho nada ante su comentario de que era doctor, sino que su expresión había pasado de descarada a despectiva. Chet intentó encogerse de hombros, pero las pesas que llevaba en las manos se lo pusieron difícil. Al borde de la desesperación, dijo:
– Esperaba que quizá podríamos beber algo en el bar cuando hayas acabado tus ejercicios, eso si no estás muy ocupada. -Por desgracia, el tono de voz le salió mucho más agudo de lo que había previsto.
– Hazme un favor, capullo -respondió Jazz con malignidad-, ¡esfúmate!
«Menudo imbécil», pensó Jazz mientras veía deshincharse el rostro de Chet después de que lo hubiera humillado con su cortante respuesta. El infeliz se retiró como un perro con el rabo entre las piernas. Ella lo había visto en las clases de musculación de los viernes y lo había vuelto a ver aquella tarde. En ambas ocasiones, él se había comportado como si se creyera muy listo lanzándole miradas furtivas y de reojo. Y como si eso no hubiera sido suficiente, la había seguido hasta la sala de máquinas, fastidiándola al espiarla por el espejo o por el rabillo del ojo, mientras hacía ver que utilizaba las pesas sueltas para poder mantenerse relativamente cerca, y ella se dedicaba a sus ejercicios de rutina. Era un pervertido y un auténtico zumbado. Jazz no podía creer que nadie que estuviera en sus cabales pudiera rebajarse hasta el punto de ir vestido al gimnasio con ropa de deporte de marcas de moda. ¡Polo! ¡Por favor! En su opinión, resultaba grosero de puro cursi.
Se levantó y se dirigió al plano inclinado para hacer sus abdominales. No sabía dónde se había metido Chet, y se alegraba de estar lejos de su lasciva mirada. Odiaba a los tipos de las universidades caras, y Chet pertenecía sin duda a esa categoría. Los reconocía a kilómetros de distancia. Se paseaban por ahí con sus rimbombantes títulos y en realidad no sabían nada. El hecho de que Chet hubiera acariciado por un momento la idea de que a ella podía apetecerle tomar una copa con él, se le antojaba casi un insulto.
Tras otra rápida ojeada al reloj para asegurarse de que disponía de tiempo suficiente, Jazz hizo sus cien abdominales asegurándose de sincronizar bien la respiración. El único problema del mundo de los gimnasios -o al menos de eso se había convencido sin tener que explicar por qué le gustaba vestir provocativamente- era tener que soportar todos los días a tipos como Chet. La mayoría de ellos decía que únicamente querían invitarla a una copa, pero ella sabía que no era eso lo que de verdad deseaban. Lo que deseaban era sexo, igual que todos los hombres. De haber estado en el instituto o incluso en el colegio, habría aceptado hacerle pasar un buen rato metiéndole un poco de éxtasis y aprovechándose después de él. Pero eso habría sido cuando para ella el sexo no era más que simple deporte, cuando le proporcionaba sensación de poder y a sus padres los volvía locos. En esos momentos ya no lo necesitaba. En realidad, era más una molestia con todas las tonterías que llevaba asociado. Resultaba una pérdida de tiempo, especialmente puesto que era mucho más rápido y fácil ocuparse de sí misma cuando le apetecía.
Una vez acabados los abdominales, Jazz se puso en pie y se miró en el espejo. Estiró su fibroso y delgado metro setenta y siete. Lo que vio le gustó, especialmente el perfil de sus brazos y piernas. Estaba en mejor forma que en la época en que había pasado por el campo de entrenamiento de la marina, cuando se imbuyó por primera vez de la idea del ejercicio físico.
Con la toalla en una mano, se detuvo a recoger su botella de agua. Solo quedaba un poco, y se la acabó. A continuación se dirigió al vestuario de señoras. Mientras caminaba notó que los ojos de la mayoría de los hombres la seguían furtivamente. Tuvo cuidado en evitar cualquier contacto visual y en mantener una expresión de desdén, cosa fácil teniendo en cuenta que eso era exactamente lo que sentía. También vio de reojo al señor «universidad de lujo» charlando con el cabeza de chorlito que le había tramitado el papeleo cuando se había hecho socia, el mes anterior. El rubio «señor Polo» tenía las manos en las caderas y un aire abatido. Jazz tuvo que contener una sonrisa al pensar en él presumiendo de ser médico, ¡como si eso pudiera impresionarla! Jazz conocía a demasiados médicos, y eran todos unos cretinos.
Antes de salir de la sala de máquinas arrojó la botella vacía en el contenedor de al lado de la puerta. Al pasar por el mostrador de recepción vio que eran casi las diez menos cuarto, lo que significaba que iba a tener que apretar a fondo si quería ponerse en marcha; le gustaba ir a trabajar temprano por si era afortunada y recibía otro encargo. Había disfrutado de cierto respiro antes de la misión de la noche anterior, que ella esperaba que fuera el comienzo de una nueva racha. No obstante, no podía quejarse de la interrupción porque, en términos generales, había tenido mucha suerte. A veces se preguntaba cómo la habían encontrado, aunque tampoco le daba demasiadas vueltas. Teniendo en cuenta el esfuerzo realizado y en especial lo que ella llamaba la «formación académica» recibida tras abandonar el ejército, ya era hora de que las cosas empezaran a salirle bien. Haber tenido que asistir a la universidad junto con aquellos tarados para poder pasar de ser miembro del cuerpo de marines a convertirse en enfermera titulada había supuesto el mayor desafío de su vida.
Dentro del vestuario había una mesa con un gran barreño de refrescos metidos en hielo. Jazz cogió una lata de Coca-Cola, le arrancó la lengüeta y tomó un gratificante sorbo. Al lado del barreño había una hoja en una tabla sujetapapeles con la indicación de que anotara el nombre y la consumición a efectos de cargárselo en su cuenta. Mientras tomaba otro trago y se dirigía a la zona VIP donde tenía asignada su taquilla se preguntó qué clase de idiota dejaría escrito su nombre; pero, por otra parte, sabía que el mundo estaba plagado de idiotas.
La ducha fue un breve trámite para ella. Tras enjabonarse y darse champú, disfrutó unos minutos con los ojos cerrados, dejando que el agua le cayera a presión en la cabeza y se le deslizara por los recovecos de su tonificado cuerpo. Cerrar los ojos tenía la ventaja añadida de que le ahorraba ver a las demás mujeres, algunas de las cuales tenían traseros del tamaño de pequeños países y una piel que más parecía la superficie de la luna. A Jazz le parecía increíble que mostraran tanta falta de autoestima como para conformarse a verse reducidas a tan patético estado.
Tras la ducha, su corto cabello solo necesitó un breve repaso con el secador. De joven el pelo había sido una de sus obsesiones, pero el ejército la había curado. También le había curado una larga dependencia de los cosméticos. En esos momentos únicamente utilizaba un poco de carmín, y en todo caso era más para hidratarse los labios que para otra cosa.
A continuación se vistió con el conjunto verde de clínica sobre el que se puso una bata blanca que tenía un estetoscopio metido en uno de los bolsillos laterales. El del pecho estaba lleno de bolígrafos y otros instrumentos propios de una enfermera.
– ¿Es usted enfermera? -preguntó una voz.
Jazz miró a su alrededor. Una de las mujeres de culo gordo estaba sentada en el banco ante su taquilla, embutida en la toalla igual que una salchicha. Jazz dudó entre hacerle caso o prescindir de ella. Normalmente se mantenía alejada de las típicas conversaciones de vestuario y prefería ir al grano con la ducha. Sin embargo, lo estereotipado del comentario merecía una debida réplica.
– No. Soy neurocirujana -contestó.
A continuación cogió de la taquilla su amplio abrigo verde militar y se lo puso. Sus bolsillos eran hondos como pozos, y su contenido le golpeó los muslos, especialmente el derecho.
– ¿Neurocirujana? -se maravilló la mujer con aire incrédulo-. ¿En serio?
– En serio -repuso Jazz con un tono que zanjaba cualquier conversación.
Guardó las sudadas mallas en la bolsa de deporte y después cerró con llave la taquilla. Aunque no miró a la mujer que le había hablado, notó que ella la observaba. Le daba igual si la otra la creía o no. Carecía de importancia para ella.
Sin intercambiar palabra, Jazz salió del vestuario al pasillo principal. Tras pulsar el botón del ascensor, metió la mano en el bolsillo derecho del abrigo y acarició su posesión favorita, una compacta Glock de 9 mm. Su moldeada culata de fibra le produjo una reconfortante sensación de poder al tiempo que le despertaba fantasías en las que era nuevamente abordada en el aparcamiento por tipejos como el señor «universidad de lujo». En ellas todo ocurría tan deprisa que al tipo le daba vueltas la cabeza. Empezaría haciendo algún comentario estúpido y al instante siguiente estaría contemplando el supresor de la pistola. Jazz se había tomado la molestia de dotar su arma de silenciador porque una de sus fantasías era liquidar a una de las enfermeras supervisoras.
Suspiró. Durante toda su vida había tenido que cargar con jefes de personal incompetentes. Había empezado en el instituto. Recordaba como si fuera el día anterior la vez que la llamaron a la oficina del jefe de estudios. El muy cretino le había dicho que estaba perplejo porque ella había obtenido un gran resultado en las pruebas de inteligencia y en cambio iba muy mal con sus notas. ¿Cuál era el problema?
– ¡Bah! -exclamó Jazz para sus adentros al recordar el incidente. El tipo era tan lento mentalmente que no podía comprender que nueve décimas partes del profesorado provenía de la misma lamentable raíz genética que él. Ir al instituto había sido una pérdida de tiempo. El tipo le advirtió que no conseguiría entrar en la universidad si seguía haciendo lo que hacía. A ella le dio lo mismo. Sabía que el único camino para salir de aquel pozo negro era el ejército.
El problema fue que el ejército no resultó especialmente mejor. Al principio estuvo bien, porque tuvo mucho terreno por cubrir, poniéndose en forma y todo eso. Las pruebas de aptitud la habían orientado a tareas hospitalarias, lo cual le pareció una broma pesada teniendo en cuenta que siempre mentía en esas estúpidas pruebas. Sin embargo, les siguió la corriente. Convertirse en miembro del cuerpo estaba bien, especialmente por la idea de estar sola. Al final, optó por convertirse en enfermera auxiliar en el Cuerpo de Marines. Sin embargo, a partir del momento en que al fin la destinaron, las cosas empezaron a ir mal. Algunos de los oficiales con los que tuvo que tratar eran medio tontos, especialmente en la guerra del Golfo, donde su escuadrón se infiltró en el saliente de Kuwait en 1991. Allí le cogió el gusto a disparar a los iraquíes, hasta que su superior, como si ella no tuviera derecho a divertirse, le quitó el rifle y le ordenó que se limitara a atender las necesidades y el cuidado de los hombres de verdad. Había resultado de lo más embarazoso.
Casi un año más tarde, en San Diego, las cosas llegaron a un punto sin retorno. El mismo cretino de oficial entró en el bar donde ella y algunos colegas estaban tomándose unas cervezas. El tipo se emborrachó y le tocó el culo cuando ella no estaba mirando. Como si aquello no fuera suficiente, después la llamó «jodida lesbiana» cuando ella rechazó su oferta de ir hasta Point Loma con él para echar un polvo. Aquello fue la gota que hizo rebosar el vaso, y Jazz acabó pegándole un tiro en la pierna con su arma reglamentaria. Ella no le había apuntado a la pierna, pero el tipo captó el mensaje adecuado. Naturalmente, aquello fue el fin de la carrera de Jazz en el ejército, pero no le importó. Ya había tenido suficiente.
Pasar de la vida militar a la vida universitaria fue como salir de la sartén para caer en el fuego. No obstante, perseveró. Había pensado que convertirse en enfermera titulada sería estupendo porque había gran demanda y así podría escoger. Desgraciadamente, la realidad no fue muy distinta de la vivida en el ejército cuando tuvo que tratar con sus supervisores y acabó yendo de trabajo en trabajo con la vana esperanza de que las cosas mejoraran en la siguiente institución. Nunca fue así. Pero ya no importaba.
Jazz salió del ascensor cuando este se detuvo en la planta del aparcamiento, empujó las puertas de vidrio del vestíbulo y se dirigió a la segunda de sus más preciadas posesiones: un nuevo y reluciente Hummer H2 negro ónice. Apreciativamente, deslizó los dedos a lo largo de la carrocería contemplando su reflejo en las ventanillas. Salvo el parabrisas, el resto de los cristales estaban tintados hasta el punto de parecer espejos negros. Antes de abrir la puerta, dio unos pasos atrás y disfrutó de la cuadrada silueta del vehículo y de su maciza y amenazadora apariencia; ambas características hacían que pareciera un arma dispuesta a presentar batalla en las calles de Nueva York.
Jazz subió, tiró la bolsa de deporte en el asiento del pasajero, sacó su Blackberry del abrigo y la depositó en su regazo. Puso en marcha el motor; el grave rugido que salía por los tubos de escape respondía al carácter del vehículo. No pudo evitar una sonrisa. Ponerse al volante de ese coche le producía un subidón como el de la coca, solo que mejor. También le recordaba las recompensas que se habían derivado del día en que el señor Bob la abordó. Seguía sin saber su nombre completo, lo cual era estúpido. Él le había dicho que era por motivos de seguridad, lo cual ella había puesto en duda en aquel momento; pero ya no le parecía importante. La primera vez que lo vio, Jazz lo observó acercarse por el rabillo del ojo y pensó que iba a ser uno más entre tantos intentos de ligue. Pero no lo fue. Él captó su atención de inmediato al llamarla «Doc JR», que era el apodo que a ella le habían dado sus duros compañeros marines del primer escuadrón. Hacía años que nadie la había llamado así, de modo que le sorprendió y supuso que el señor Bob también había sido marine. La había estado esperando a que saliera de aquel hospital de Nueva Jersey donde ella trabajaba en el turno de tres a once de la noche. Le dijo que tenía una propuesta de negocios que hacerle y le preguntó si estaba interesada en ganar un dinero extra. Mucho dinero extra.
Percibiendo que al fin había llegado su oportunidad, Jazz aceptó su invitación para reunirse con él en su Hummer H2 que era el hermano gemelo del que ella tendría después. Antes de meterse en el vehículo, se aseguró de que no había nadie más en el interior y también de llevar la Glock en el bolsillo. En aquella época, la pistola no tenía silenciador, así que resultaba fácil de desenfundar. Si al señor Bob se le ocurría hacer algo indebido, le pegaría un tiro donde había intentado pegárselo al oficial de los marines. Jazz no creía en la intimidación. Si la pistola aparecía, era para usarla.
De todas maneras, no tuvo motivos para preocuparse. El señor Bob fue todo corrección. Acabaron en un pequeño bar lleno de humo del centro de Newark, donde el señor Bob se apiadó de su experiencia en el ejército e incluso se disculpó por el trato que le habían dado y por el incorrecto licenciamiento. Le dijo que si él la reclutaba para una importante misión por la que sería debidamente recompensada, se debía precisamente gracias a su ejemplar servicio. El señor Bob había seguido diciendo que ellos -y Jazz seguía ignorando quiénes eran «ellos»- reconocían sus aptitudes únicas para lo que le iban a pedir. Luego, le había preguntado si estaba interesada.
Jazz se echó a reír en su Hummer mientras daba marcha atrás y salía del aparcamiento. Si lo pensaba detenidamente, había sido una locura por parte de él preguntarle si estaba interesada antes de decirle exactamente qué iba a tener que hacer, y así se lo había hecho saber. A partir de ese momento, el señor Bob dejó de andarse por las ramas. Le explicó que necesitaban gente como ella para ayudar a acabar con la incompetencia médica, que según él estaba muy extendida, pero contra la cual resultaba muy difícil luchar a causa del silencio corporativista que dominaba buena parte de la profesión médica. Fue entonces cuando Jazz se convenció de que era la adecuada para ayudar; se consideraba una experta a la hora de detectar la incompetencia, ya que había encontrado verdaderos manantiales en todas las instituciones por las que había pasado. El señor Bob le explicó que su trabajo consistiría en informarle a través del correo electrónico de todos los casos de desenlace fatal, especialmente los que tuvieran que ver con anestesia, obstetricia y neurocirugía, aunque recalcó que no eran especialmente exigentes y que aceptarían todo lo que les presentara. A cambio de sus esfuerzos, le pagarían doscientos dólares por caso con un complemento añadido de mil dólares por cada caso que acabara en los tribunales, y otros quinientos si el fallo era a favor del demandante.
Ese había sido el principio. Siguiendo el consejo del señor Bob, cambió el turno de tarde por el de noche, cosa que le resultó fácil porque era el menos solicitado. La ventaja estaba en que durante las horas de madrugada había menos vigilancia, lo cual hacía que recorrer los pisos, comprobar las fichas médicas y enterarse de los rumores fuera mucho más fácil que durante el día o la tarde. El señor Bob le había dado unos cuantos buenos consejos que, según sus palabras, provenían de la experiencia acumulada durante varias décadas. También le confió que iba a formar parte de una amplia y secreta élite.
Jazz se destapó desde el principio. La naturaleza clandestina de la operación fue un aliciente añadido. Incluso convirtió en divertido el acudir al trabajo. El dinero se lo transferían a una cuenta en el extranjero organizada por «ellos», fueran quienes fuesen. El depósito creció rápidamente y lo hizo libre de impuestos. El único problema era que, para poder disponer de él, tenía que desplazarse al Caribe, necesidad que tampoco le parecía una imposición.
Pero entonces, tras cuatro años así y un recorrido por diferentes hospitales, el último de los cuales había sido el St. Francis de Queens, la situación mejoró aún más. El señor Bob reapareció para decirle que como consecuencia de su extraordinaria labor había sido designada para ser ascendida junto a un selecto grupo dentro de la fuerza operativa clandestina. A partir de ese momento, participaría en una misión aún más importante cuyas compensaciones se verían aumentadas considerablemente. Lo mismo ocurriría con el nivel de discreción. Se trataba de una operación altamente secreta con el nombre clave de Operación Aventar.
Jazz recordó que el señor Bob se había reído al decirle el nombre y que le había explicado que él no había tenido nada que ver con su elección porque además le recordaba a «reventar». Sin embargo, su risa duró poco y de nuevo le insistió en la necesidad de secreto, añadiendo: «No deben verse ondas sobre la superficie». Luego, le preguntó si lo había entendido. Naturalmente, Jazz lo había entendido del todo.
El señor Bob le había seguido explicando que la circunstancia sería la opuesta al encargo de los «desenlaces fatales», asunto con que también debía proseguir. En la Operación Aventar recibiría por correo electrónico el nombre de un paciente. A continuación, siguiendo un protocolo cuidadosamente diseñado y al que debía ceñirse al pie de la letra, tendría que «sancionar» al paciente.
Llegados a ese punto, se había producido una pausa. Al principio, Jazz no comprendió lo que pretendían decirle, la palabra «sancionar» la confundía, hasta que al final lo vio claro. Entonces experimentó un escalofrío de expectación.
– Este protocolo ha sido ideado por profesionales y es a prueba de fallos -le había dicho el señor Bob-. No hay forma de que pueda ser descubierto, pero usted debe atenerse a él con toda exactitud. ¿Me entiende?
– Claro que lo entiendo -le había respondido Jazz. ¿Acaso la tomaba por tonta?
– ¿Está interesada en formar parte del equipo?
– Afirmativo. Pero no me ha hablado de las compensaciones.
– Cinco mil por caso.
Jazz recordaba la sonrisa que se le había dibujado en el rostro. Pensar que iban a pagarle cinco mil dólares por hacer algo interesante y que suponía un desafío era casi demasiado bueno para ser cierto. Y resultó mejor incluso de lo que había previsto. Tras las cinco primeras misiones, que transcurrieron sin la más mínima dificultad gracias al protocolo aportado, el señor Bob había reaparecido con el Hummer.
– Es una muestra de nuestra gratitud -le había explicado mientras le entregaba las llaves y la documentación-. Piense en él como lo opuesto al Cadillac Rosa que regala esa compañía de perfumes. ¡Disfrútelo con salud!
Jazz salió del aparcamiento del gimnasio a Columbus Avenue. Cuando se detuvo en el primer semáforo activó la Blackberry. Por experiencia sabía que la recepción era mínima dentro del garaje. Fue recompensada con un mensaje del señor Bob. Lo abrió con creciente entusiasmo. ¡Era otro nombre!
– ¡Sí! -gritó Jazz con una mueca de firmeza, igual que un atleta que hubiera efectuado un movimiento a la perfección, al tiempo que daba un puñetazo en el aire. Sin embargo, enseguida controló su respuesta, y su entrenamiento militar le permitió adoptar una actitud de tensa calma. Que le enviaran otro nombre después de haber recibido uno la noche anterior sugería que le iban a encargar una nueva serie. Aunque los nombres llegaban a intervalos al azar, tendían a estar agrupados. No tenía ni idea de por qué.
Tendió el brazo y colocó la Blackberry en el soporte del salpicadero, encima de la guantera. El gesto la hizo vacilar cuando el semáforo se puso verde. El taxi que tenía a la derecha se lanzó hacia delante con la intención de meterse en el carril de Jazz para esquivar a otro taxi que estaba parado delante de él. Jazz pisó a fondo el acelerador para desatar toda la potencia del V-8 del Hummer. El enorme vehículo salió catapultado y ocupó el espacio que tenía delante obligando al taxista a clavar los frenos. Jazz le enseñó el dedo al adelantarlo.
Tras algunos roces más con otros taxistas a lo largo de Central Park South, Jazz se abrió paso hacia el East Side y después hacia el norte por Madison camino del Manhattan General Hospital. Eran las diez y cuarto cuando dejó el coche en el aparcamiento del gigantesco complejo. Otra de las ventajas de trabajar en el turno de noche era la cantidad de plazas de estacionamiento disponibles al lado de la entrada al hospital del primer piso. Cogiendo la Blackberry y guardándosela en el bolsillo izquierdo del abrigo, Jazz cruzó el puente para peatones y entró en el hospital.
Tal como había planeado, era pronto. Subió directamente al quinto piso, donde estaba destinada. Era la planta de cirugía general, y siempre estaba llena de gente. Tras dejar su abrigo en lugar seguro, se sentó ante uno de los terminales de ordenador y tecleó el nombre de Darlene Morgan. La jefa del turno de tarde no le prestó la menor atención, ocupada como estaba recogiendo sus cosas para poder marcharse.
A Jazz le gustó saber que Darlene Morgan se hallaba en la habitación 529, en su misma planta, cosa que hacía mucho más fácil la misión. Siempre podía ir a los otros pisos en sus pausas para descansar o a la hora de comer, lo cual ya había hecho en anteriores misiones, pero siempre podía llamar la atención.
Salió y cogió el ascensor hasta la planta baja y allí entró en la sala de urgencias. Como de costumbre, era un verdadero caos. La última hora de la tarde era la más atareada del día, y la zona de espera se hallaba abarrotada de gente y de niños que lloraban con todo tipo de enfermedades y lesiones. Era justo la clase de desorden con el que Jazz contaba. Nadie le preguntó nada cuando entró en el almacén donde se guardaban los fluidos parenterales o intravenosos. Aunque no esperaba ninguna interferencia por mucho que pudieran verla, siguió mirando a su alrededor para asegurarse de que nadie la observaba. Era un acto reflejo. Cuando estuvo segura, cogió la caja que contenía las ampollas de cloruro potásico concentrado, sacó una y se la metió en el bolsillo de la bata. Tal como el señor Bob le había dicho, en Urgencias nadie la echaría en falta.
Con la primera parte de su misión completada, Jazz volvió arriba a esperar el informe de la enfermera y que empezara su turno. Más por curiosidad que por cualquier otra razón, sacó la ficha de Darlene Morgan para ver si había algo interesante o alguna explicación. Naturalmente, le traía sin cuidado que la hubiera o no.
– Mamá, quiero que vengas a casa esta noche -se quejó Stephen.
Darlene Morgan acarició la cabeza de su hijo de ocho años y cruzó una preocupada mirada con su marido, Paul. Stephen era mayor para su edad y a veces podía comportarse con bastante madurez; pero en ese momento no pasaba eso: el chico estaba realmente nervioso por el hecho de tener a su madre en el hospital y no quería soltarle la mano. Darlene se había sorprendido cuando Paul había llegado arrastrando al pequeño, ya que las normas del hospital decían que las visitas debían tener doce años como mínimo, y Stephen podía estar crecido, pero no aparentaba esa edad. Su marido le explicó que el chico le había suplicado hasta que él había acabado convenciéndose de que saltarse la norma del hospital no tendría importancia y que las enfermeras harían la vista gorda.
Al principio, Darlene se había alegrado de ver a su hijo, pero en ese momento estaba preocupada de que pudiera organizarse un follón si Paul no manejaba con tacto la partida. Su marido llevaba media hora intentando irse y estaba comprensiblemente nervioso. Con cierta dificultad, Darlene consiguió liberar su mano, rodeó al chico con el brazo alrededor de la cintura y la atrajo hacia ella en un lado de la cama.
– Stephen -le dijo suavemente-, ¿te acuerdas de lo que hablamos ayer? A mamá han tenido que operarla.
– ¿Por qué?
Darlene miró a su marido, que alzó los ojos al cielo. Ambos sabían que Stephen interpretaba la situación como una amenaza y no iba a dejarse convencer con facilidad. Darlene se lo había explicado detenidamente durante el fin de semana, pero estaba claro que el chico no la había entendido.
– Porque me tienen que curar la rodilla -dijo Darlene.
– ¿Por qué?
– ¿Recuerdas el verano pasado, cuando me hice daño jugando al tenis? Bueno, pues me rompí una cosa que se llama «ligamento», y el médico ha tenido que hacerme uno nuevo. Ahora tengo que quedarme aquí a dormir. Mañana por la noche estaré en casa, ¿de acuerdo?
Stephen retorció el borde de la sábana con los dedos evitando la mirada de su madre.
– Stephen, hace rato que tendrías que haberte ido a dormir. Mira, ahora te vas a marchar a casa con papá y, cuando te levantes, mañana, será el día en que yo volveré a casa.
– ¡Quiero que vengas a casa esta noche!
– Lo sé -repuso Darlene inclinándose y dando un abrazo a su hijo. Entonces hizo una mueca y dejó escapar un gemido por haber movido la pierna operada más de lo previsto. La tenía fijada a un aparato motorizado que lenta pero constantemente le flexionaba la articulación.
Paul dio un paso para acercarse, puso la mano en el hombro de su hijo y le urgió para que se apartara. Stephen se dejó hacer porque había oído el quejido de su madre.
– ¿Estás bien? -preguntó Paul a su mujer.
– Sí -se las arregló para responder Darlene volviéndose a situar en la cama-. No tengo más que mantener la pierna quieta.
Cerró los ojos y respiró profundamente. El dolor se fue reduciendo.
– Menudo montaje tienes ahí -comentó Paul señalando el aparato-. Debemos dar gracias al cielo por habernos apuntado a AmeriCare el otoño pasado; de otro modo esto nos habría costado la ruina.
– No estarás sugiriendo que no debería haberme operado, ¿verdad?
– Ni lo más mínimo. Solo estoy pensando que nuestro antiguo seguro no habría cubierto todos los gastos. ¿Recuerdas todas las complicaciones y la letra pequeña cada vez que intentábamos reclamar algo? Simplemente estoy contento de tenerlo todo cubierto.
El ramalazo de dolor de Darlene parecía haber tenido gran efecto en Stephen y lo había asustado lo bastante para convencerlo de que su madre debía quedarse en el hospital. Cuando unos minutos después su padre anunció que debían marcharse, no dijo ni una palabra.
De repente, Darlene se encontró sola. Durante la tarde había habido una actividad constante en el pasillo, pero en esos momentos reinaba la quietud. Nadie pasaba ante su puerta abierta. Lo que no sabía era que todas las enfermeras y ayudantes del turno de tarde así como las de noche estaban presentando sus informes. El único sonido era el apenas audible «bip» que provenía de algún monitor cardíaco del pasillo.
Los ojos de Darlene se pasearon por la habitación, recorriendo el sencillo mobiliario, las flores que Paul le había dejado en la mesa, el color verde pálido de la pintura y la enmarcada reproducción de Monet en la pared. Se estremeció al pensar en las luchas por la vida que aquellas paredes habrían contemplado a lo largo de los años, pero enseguida borró aquel pensamiento de su mente. No le fue fácil. No le gustaban los hospitales y, con excepción del parto, no había estado en ninguno como paciente. El parto había sido otra cosa. En la planta de maternidad se respiraba un ambiente de expectación y alegría. Donde se encontraba en ese momento no, y eso resultaba mucho más intimidatorio.
Giró la cabeza y miró hacia arriba para observar las gotas de suero cayendo silenciosamente en el conducto intravenoso. Resultaba hipnótico, y tras unos minutos tuvo que hacer un esfuerzo para apartar la vista. Lo más tranquilizador era que, adosada al conducto, había una pequeña bomba que contenía morfina, lo cual significaba que hasta cierto punto podía automedicarse. Hasta el momento lo había hecho únicamente en un par de ocasiones.
Del techo, a los pies de la cama, colgaba un televisor. Lo encendió, esencialmente para que le hiciera compañía. Estaban dando las noticias locales. Apagó el sonido y se limitó a contemplar las imágenes con la mente enturbiada por la combinación de la anestesia de la mañana y la medicación contra el dolor. La máquina seguía flexionándole la pierna, pero ella se sentía extrañamente desconectada, como si la extremidad perteneciera a otra persona.
Pasó una hora fácilmente en un estado entre el sueño y la plena conciencia. Se parecía más al sueño si se acordaba de permanecer quieta; y más a la vigilia si movía la pierna. Vagamente registró que las noticias habían dado paso al programa de Letterman.
Lo siguiente que supo era que una de las ayudantes de enfermera la sacudía. Darlene chirrió los dientes porque sin querer había contraído el músculo del muslo al ser molestada.
– ¿Ha orinado después de que la operasen? -preguntó la ayudante. Era una mujer gorda con un fibroso pelo rojo.
Darlene intentó pensar. Lo cierto era que no lo recordaba y así lo dijo.
– Si lo hubiera hecho se acordaría, así que tiene que hacerlo ahora. Le traeré el orinal. -La mujer desapareció en el cuarto de baño y regresó con un recipiente de acero inoxidable que dejó encima de la cama, al lado de la cadera de Darlene.
– No tengo ganas -repuso esta. Lo último que deseaba era tener que moverse para colocarse encima del orinal. Le produjo una mueca solo pensarlo. El cirujano le había dicho que seguramente tendría algunas molestias tras la operación. ¡Menudo eufemismo!
– Pues tiene que hacer -declaró la ayudante mirando el reloj como si no tuviera tiempo para discutir.
La actitud de la mujer combinada con el estado medio drogado de Darlene hizo que esta se irritara.
– Deje el orinal. Lo haré más tarde.
– Cariño, lo va a hacer ahora. Son órdenes de arriba.
– Pues diga a quien sea que esté arriba que lo haré más tarde.
– Voy a buscar a la enfermera, y le advierto que ella no admite terquedades.
La ayudante desapareció de nuevo. Darlene meneó la cabeza. «Terquedad» era una palabra que asociaba con los niños pequeños. Apartó el frío orinal de la cadera.
Cinco minutos más tarde, la enfermera entró bruscamente en la habitación acompañada de la ayudante, sobresaltando a Darlene. A diferencia de su auxiliar, la enfermera era alta, delgada y tenía unos ojos exóticos. Con los brazos en jarras se inclinó sobre Darlene.
– La ayudante me ha dicho que se niega a hacer pipí.
– No me niego. Solo le he dicho que lo haré más tarde.
– O lo hace ahora o de lo contrario la sujetaremos. Creo que sabe lo que eso significa.
Darlene lo sabía, y la perspectiva no le era en absoluto agradable. La ayudante se situó al otro lado de la cama. Darlene se vio rodeada.
– Usted decide, hermana -añadió la enfermera cuando Darlene no respondió-. Mi consejo es que levante ese trasero suyo.
– Podría mostrarse usted un poco más comprensiva -sugirió Darlene mientras se disponía a alzarse apoyando ambas manos en el colchón.
– Tengo demasiados pacientes enfermos para mostrarme comprensiva sobre hacer un simple pipí -dijo la enfermera. A continuación comprobó la vía intravenosa mientras la ayudante colocaba el orinal en el sitio.
Darlene soltó un suspiro de alivio. A pesar de lo frío que estaba el metal, subirse al orinal no había resultado tan malo como había pensado. Pero orinar era capítulo aparte. Tardó unos minutos en concentrarse antes de poder empezar. Entretanto, la enfermera y su ayudante se marcharon. Hizo más pipí del que pensó que tenía, lo cual le obligó a admitir que había sido necesario. También le recordó lo poco que le gustaban los hospitales.
Una vez que terminó, tuvo que esperar. Podía mover la pelvis arriba y abajo sin molestias, pero para retirar el orinal necesitaba levantar una de las manos sobre las que se apoyaba. Eso significaba tensar los músculos de la pierna que le dolía, así que estaba bloqueada. Tras cinco minutos, su espalda empezó a protestar, de modo que apretó los dientes y apartó el orinal a un lado. Casi inmediatamente, la enfermera y la ayudante reaparecieron.
Mientras la ayudante se ocupaba del orinal, la enfermera le ofreció una pastilla para dormir y un pequeño vaso de agua.
– No creo que la necesite -contestó Darlene, que, con todos los medicamentos que había tomado a lo largo del día, se sentía como si flotara.
– Tómesela -insistió la enfermera-. Se lo ha ordenado su médico.
Darlene miró a la enfermera a la cara. No sabía si su expresión era de desafío, de aburrimiento o desdén. Fuera cual fuese, le parecía poco apropiada y le hacía preguntarse por qué esa mujer se había dedicado a ser enfermera. Cogió la píldora, y se la tragó con un poco de agua. Devolvió el vaso a la enfermera.
– Podría ser usted un poco más persona.
– La gente tiene lo que se merece -contestó la enfermera recogiendo el vaso y aplastándolo en su mano-. Vendré a verla más tarde.
No se moleste, pensó Darlene, pero no se lo dijo. Se limitó a hacer un gesto de asentimiento antes de que la enfermera saliera. Reconociendo su vulnerabilidad y necesidades, no quería empeorar la situación. Con la pierna sujeta a la máquina flexora y con todo el dolor que sentía cada vez que movía la rodilla, dependía totalmente del personal de enfermería.
Darlene se administró una dosis del calmante para mitigar el dolor de la pierna, que se parecía a uno de muelas tras los padecimientos con el orinal. No tardó en sentirse más tranquila y relajada. La tensión del enfrentamiento con la enfermera y su ayudante no terminó por disolverse en la nada. Lo importante era que la operación ya había pasado. La ansiedad de la noche anterior estaba superada. En esos momentos se hallaba en camino hacia su recuperación y, según el médico, podría volver a jugar al tenis en cuestión de unos seis meses.
Sin darse cuenta, Darlene cayó en un profundo sopor narcotizado y sin sueños. No tuvo conciencia del paso el tiempo hasta que fue bruscamente despertada por un dolor desgarrador en el brazo izquierdo. Un gemido se escapó de sus labios mientras abría los ojos. El televisor estaba apagado, y la habitación sumida en la penumbra por la débil luz nocturna de seguridad que había cerca del suelo. Por un momento se sintió desorientada, pero se recobró rápidamente. Con el dolor extendiéndose por su hombro, se lanzó hacia el botón del timbre, pero no llegó a alcanzarlo. Notó que una mano le aferraba la muñeca. Alzando los ojos vio una blanca figura de pie al lado de la cama, con el rostro oculto entre las sombras. Abrió la boca para hablar, pero las palabras se le atascaron en la garganta. La habitación se oscureció y empezó a dar vueltas antes de que ella notara que caía de la luz a la oscuridad.