Jack había olvidado el placer que suponía montar en su Cannondale de color púrpura oscuro, pero lo recordó de inmediato mientras se deslizaba colina abajo después de haber entrado en Central Park cerca de la calle Ciento seis. Dado que el parque se hallaba desierto a excepción de alguno que otro jogger, Jack se dejó ir, y tanto la ciudad como sus reprimidas angustias se desvanecieron milagrosamente en la neblina de aquel bosque rodeado de edificios. Con el viento silbándole en los oídos, recordaba como si fuera el día anterior sus descensos por Dead Man's Hill, en South Bend, Indiana, en su querida dorada y roja Schwinn de anchos neumáticos. Le habían regalado la bicicleta por su décimo aniversario después de que la viera anunciada en la contraportada de un libro de cómics. Convertida en un símbolo de su feliz y despreocupada infancia, Jack había convencido a su madre para que la conservara, y seguía acumulando polvo en el garaje del hogar familiar.
La lluvia seguía cayendo, pero no con la fuerza suficiente para estropearle las buenas sensaciones. De todas maneras, oía claramente las gotas golpeando en la visera de su casco. Su mayor problema consistía en ver a través de los empañados cristales de sus gafas aerodinámicas. Para mantener el resto de su cuerpo lo más seco posible, se había puesto un capote impermeable, que tenía unos ingeniosos ganchos para sujetarlos en los pulgares de manera que, cuando se inclinaba para coger el manillar, la prenda lo cubría como una especie de tienda de campaña. Durante la mayor parte del trayecto evitó los charcos; pero, cuando no podía, levantaba los pies de los pedales hasta que salía de ellos.
Jack salió por la esquina sudeste de Central Park y entró en las calles del centro, atestadas con el tráfico de primera hora. Hubo una época en la que disfrutaba desafiando a los coches; pero aquello había sido, en sus propias palabras, «cuando estaba un poco más chiflado» y se encontraba en mejor forma física. Dado que prácticamente no había montado en los últimos años, no tenía ni de lejos el nivel de antes. Sus frecuentes partidos de baloncesto le ayudaban, pero no requerían el mismo ejercicio constante que la bicicleta. Aun así, no aminoró, y cuando bajó hacia la rampa de la plataforma de carga y descarga de la calle Treinta, en el Departamento de Medicina Legal, sus cuádriceps protestaban. Después de desmontar, se quedó unos momentos apoyado sobre el manillar para permitir que la circulación sanguínea irrigara los músculos de sus piernas.
Cuando el dolor hipóxico de sus pantorrillas hubo disminuido, Jack se echó la bici al hombro y subió los peldaños de la plataforma. Todavía notaba las piernas como de goma, pero estaba impaciente por averiguar cómo iba todo en el depósito. Al pasar frente al edificio, había visto varios camiones de televisión vía satélite aparcados en la acera, con sus generadores en marcha y las antenas desplegadas. También había divisado a los miembros de la prensa en la zona de recepción, al otro lado de las puertas. Algo se estaba cociendo.
Jack saludó con la mano a Robert Harper a través de la ventanilla de la garita de seguridad. El uniformado agente se levantó de la silla y asomó la cabeza por la puerta abierta.
– ¿Qué, doctor Stapleton, de vuelta a las viejas costumbres? -preguntó-. Hacía años que no veía esa bici suya.
Jack volvió a saludar con la mano por encima del hombro mientras llevaba su vehículo a los sótanos. Dejó atrás la pequeña sala de autopsias que utilizaban para el examen de los cadáveres en descomposición y giró a la izquierda, justo antes del conjunto central de nichos refrigerados donde se guardaban los cuerpos antes de ser sometidos a autopsia. Luego, hizo un sitio para su bicicleta en la zona reservada a los ataúdes de pino de Potter's Field, donde depositaban todo tipo de elementos no deseados, así como los cuerpos sin identificar. Tras dejar en su taquilla el abrigo y la ropa para ir en bici, se encaminó hacia la escalera pasando ante Mike Passano, el técnico funerario de turno que estaba en su despacho, ocupado con el papeleo. Jack también lo saludó, pero el hombre estaba demasiado absorto para reparar en el gesto.
Cuando Jack salió al pasillo principal tuvo un atisbo de la atestada recepción. Incluso estando en la parte de atrás del edificio le llegaba el rumor de las conversaciones nerviosas. Algo ocurría. Le picó la curiosidad. Uno de los aspectos más interesantes de su profesión de médico forense era que nunca sabía lo que le esperaba de un día para otro. Acudir al trabajo se convertía así en algo estimulante, casi emocionante, lo cual suponía una gran diferencia con su anterior trabajo, cuando todos los días habían sido cómodos y perfectamente predecibles.
La carrera de oftalmólogo de Jack había concluido bruscamente en 1990, cuando su consulta fue absorbida por AmeriCare, el gigante de la sanidad concertada que se hallaba en plena expansión. La oferta de contratarlo que le hizo AmeriCare constituyó una bofetada más. Aquella experiencia lo obligó a reconocer que el antiguo concepto de una medicina de pago por servicio basada en una estrecha relación entre doctor y paciente, donde contaban exclusivamente las necesidades de ese último, estaba desapareciendo a toda velocidad. Ello le impulsó a convertirse en patólogo forense con la esperanza de librarse de la sanidad concertada, que él interpretaba más como un eufemismo de la falta de sanidad. La ironía final había sido que AmeriCare acabó reapareciendo para acosarlo a pesar de sus esfuerzos para romper el contacto. Gracias a una oferta irresistible, AmeriCare había ganado un concurso para los empleados municipales, y en esos momentos Jack y sus colegas tenían que dirigirse a AmeriCare para sus necesidades en materia de prestaciones sanitarias.
Deseoso de evitar la multitud de periodistas, Jack se encaminó hacia la sección de identificación, donde empezaba la jornada de trabajo. Según un sistema rotativo, uno de los forenses veteranos llegaba temprano para revisar los casos que se habían presentado durante la noche, decidía cuáles se destinaban a autopsia y hacía el correspondiente reparto. Aunque no le correspondiera, Jack tenía la costumbre de acudir a primera hora para ojear los casos y conseguir que le asignaran los más interesantes. Siempre se había preguntado por qué los demás no hacían lo mismo hasta que comprendió que en su mayoría estaban más interesados en escaquearse. La curiosidad de Jack era la culpable de que acabara casi siempre sobrecargado de trabajo; pero no le importaba: para él, el trabajo era el opio que aplacaba sus demonios. Desde que él y Laurie vivían prácticamente juntos, la había convencido para que lo acompañara por las mañanas; lo cual, sabiendo lo que a ella le costaba madrugar, no era hazaña menor. El pensamiento lo hizo sonreír y también preguntarse si Laurie habría llegado ya.
De repente, Jack se detuvo en seco. Hasta ese momento había mantenido la discusión de aquella mañana apartada de su mente a propósito; pero entonces los aspectos de su relación con Laurie y los recuerdos de los espantosos sucesos de su pasado afluyeron de golpe a su conciencia. Irritado, se preguntó por qué se había visto empujado a terminar un estupendo fin de semana con una nota tan desagradable, especialmente teniendo en cuenta que las cosas estaban yendo muy bien entre los dos. Casi se consideraba satisfecho con su situación, lo cual era algo notable si tenía en cuenta que no creía merecer estar vivo y aún menos sentirse feliz.
Le invadió el malhumor. Lo último que necesitaba era que algo le recordara el insoportable pesar y el sentimiento de culpa que arrastraba por la muerte de su esposa e hijas; pero eso era lo que ocurría siempre que Laurie y él hablaban del matrimonio o los hijos. La idea del compromiso y de la responsabilidad que implicaba, especialmente en lo tocante a crear una nueva familia, le resultaba aterradora.
– Contrólate -se dijo por lo bajo.
Cerró los ojos y se masajeó fuertemente la cara con ambas manos. Tras su enfado con Laurie percibía la melancolía, un indeseado recuerdo de sus pasadas luchas contra la depresión. El problema consistía en que quería a Laurie de verdad; las cosas entre los dos eran estupendas salvo en el irritante asunto de los hijos.
– Doctor Stapleton, ¿se encuentra bien? -preguntó una voz de mujer.
Jack miró a través de sus dedos. Janice Jaeger, la menuda investigadora forense del turno de noche lo observaba mientras se ponía el abrigo, dispuesta a volver a casa, aparentemente exhausta. Sus legendarias ojeras hacían que Jack se preguntara si alguna vez dormía.
– Estoy bien -contestó. Se quitó las manos de la cara y se encogió de hombros tímidamente-. ¿Por qué lo pregunta?
– Porque no creo haberlo visto nunca así, como pasmado, especialmente en medio del pasillo.
Jack intentó pensar en una réplica aguda, pero no se le ocurrió nada; en consecuencia cambió de tema y le preguntó si había tenido una noche interesante.
– Ha sido de lo más movida -contestó Janice-, especialmente para el médico de turno y para el doctor Fontworth más que para mí. Los doctores Bingham y Washington ya están haciendo un post mórtem, y Fontworth los ayuda.
– ¿En serio? -preguntó Jack-. ¿Y de qué caso se trata?
Harold Bingham era el jefe del departamento, y Calvin Washington, su segundo. Por lo general ninguno de los dos aparecía hasta pasadas las ocho de la mañana, y era raro en ellos que efectuaran una autopsia antes de que empezara la jornada propiamente dicha. Tenía que haber sucedido algo que tuviera repercusiones políticas, lo cual explicaba la presencia de los medios de comunicación. Fontworth era uno de los colegas de Jack y había estado de guardia durante el fin de semana. Los forenses no acudían durante la noche a menos que hubiera un problema. Para las llamadas de rutina que requirieran la presencia de un médico se contrataba a residentes de Patología.
– Se trata de una herida por arma de fuego, pero es un caso de la policía. Por lo que tengo entendido, habían rodeado a un sospechoso con su novia. Cuando intentaron detenerlo se produjo una lluvia de disparos. Puede que haya un caso de abuso de autoridad. Quizá lo encuentre interesante.
Jack hizo una mueca para sus adentros. Los casos de herida por arma de fuego podían ser complicados cuando había múltiples agujeros de bala. Aunque el doctor George Fontworth era ocho años más veterano que Jack en el departamento, en opinión de Jack resultaba un tipo que solía hacer el trabajo a medias.
– Creo que si el jefe ha intervenido me mantendré alejado del caso -contestó Jack-. ¿Qué ha visto durante la noche? ¿Alguna cosa especial?
– Lo de siempre, pero hubo un caso en el Manhattan General Hospital que me llamó la atención: un joven que fue operado ayer por la mañana de una fractura múltiple que se hizo el sábado mientras patinaba en Central Park.
Jack volvió a hacer una mueca. Con la sensibilidad a flor de piel por Laurie, la sola mención del Manhattan General Hospital le produjo rechazo. Lo que en su momento había sido un prestigioso centro académico, se había convertido en el buque insignia de AmeriCare, que lo había comprado. Aunque sabía que el nivel de la medicina que se practicaba allí era alto y que sería bien atendido si, por ejemplo, tenía una mala caída con la bici y acababa en la unidad de traumatología -que era donde lo llevarían con toda probabilidad gracias al nuevo contrato de los empleados municipales-, para él seguía siendo un centro administrado por AmeriCare.
– ¿Y qué fue lo que le llamó la atención del caso? -preguntó intentando disimular sus sentimientos. Luego, volviendo al sarcasmo añadió-: ¿Fue un diagnóstico sin fundamento o hubo algún tipo de apaño grosero?
– Ninguna de las dos cosas -suspiró Janice-. El caso me llamó la atención por lo triste.
– ¿Triste? -preguntó Jack. Estaba sorprendido. Janice llevaba más de veinte años trabajando como investigadora forense y había visto la muerte en todas sus lamentables manifestaciones-. Para que usted diga que era un caso triste sin duda debía serlo. Explíquemelo en pocas palabras.
– Era un joven de unos veintipocos y sin antecedentes por enfermedad; en concreto, sin antecedentes cardíacos. La historia que me han contado es que llamó al timbre para que acudiera alguien, pero cuando las enfermeras llegaron, unos cinco o diez minutos más tarde según ellas, ya estaba muerto, así que debió de ser el corazón.
– ¿Hubo intento de reanimación?
– ¡Desde luego que intentaron reanimarlo! Pero no tuvieron éxito. Ni siquiera consiguieron un parpadeo en el electrocardiograma.
– Pero ¿qué lo hace tan triste a sus ojos? ¿La edad del sujeto?
– La edad es un factor, pero no es todo. La verdad es que no sé por qué me afectó tanto. Quizá tuviera algo que ver el que las enfermeras no respondieran con bastante rapidez y que yo me imaginara al pobre hombre en apuros y sin nadie para ayudarlo. Todos conocemos esa clase de pesadilla de hospital. También puede que tenga algo que ver con los padres del paciente, que son gente estupenda. Vinieron al hospital desde Westchester y después hasta aquí para estar cerca del cuerpo. Están hechos polvo. Su hijo era toda su vida. Creo que todavía andan por aquí.
– ¿Dónde? Espero que no se hayan visto atrapados entre ese enjambre de reporteros.
– Lo último que supe fue que estaban en la sala de identificación, insistiendo en que se hiciera una nueva identificación a pesar de que ya había quedado establecida. Para mostrarse considerado, el médico de turno le dijo a Mike que tomara otra serie de fotos, pero entonces fue cuando me llamaron otra vez al General para otro caso. Cuando volví, Mike me dijo que seguían en la sala de identificación, como perdidos, con las fotos en la mano; y que entonces, como si todo no fuera más que un error, pidieron ver el cuerpo.
Jack notó que se le aceleraba el pulso. Conocía demasiado bien lo que suponía la pérdida de un hijo.
– Un caso así no puede ser el que tiene tan agitado a todos esos periodistas.
– ¡Claro que no! Un caso como este nunca llega al público. En parte por eso es tan triste. Una vida perdida.
– ¿Y el asunto que ha traído a los periodistas es el de la policía?
– En principio así fue. Bingham anunció que haría una declaración tras la autopsia. El médico de turno me contó que el barrio de Spanish Harlem está en plena revuelta por el suceso. Según parece, la policía hizo más de cincuenta disparos. Se parece al caso Diallo de la zona sur del Bronx de hace unos años. No obstante, a decir verdad, creo que los de la prensa están interesados principalmente en el caso de Sara Cromwell, que se presentó cuando ellos ya estaban aquí.
– ¿Sara Cromwell, la psicóloga de la cadena de diarios del Daily News?
– Esa misma. La diva de los consejos. La que era capaz de decir a quien sea lo que tenía que hacer con su vida. También era una figura de la televisión, no sé si lo sabe. Aparecía en casi todos los programas de entrevistas, incluyendo el de Oprah. Era realmente una celebridad.
– ¿Fue un accidente? ¿A qué viene tanto revuelo?
– No fue ningún accidente. Según parece, fue asesinada en su piso de Park Avenue. No estoy al corriente de los detalles, pero según Fontworth parece que son tirando a macabros. Ya se lo he dicho: él y el médico de guardia estuvieron fuera toda la noche. Después de lo de Cromwell hubo un doble suicidio en una mansión de la calle Ochenta y cuatro, y más tarde un homicidio en una discoteca. Luego, el médico de guardia tuvo que salir para atender un atropello con fuga en Park Avenue y dos casos de sobredosis.
– ¿Qué hay del doble suicidio? ¿Se trata de jóvenes o de ancianos?
– De mediana edad. Fue monóxido de carbono. Tenían su coche en marcha con la puerta del garaje cerrada y unos tubos de aspirador metidos en el habitáculo.
– Mmm -murmuró Jack-. ¿Alguna nota de suicidio?
– ¡Oiga, esto no es justo! -protestó Janice-. Me está acribillando a preguntas sobre casos que no han pasado por mis manos. Bueno, creo que había una sola nota, de la mujer.
– Interesante -comentó Jack-. Está bien, será mejor que vaya a la sala de identificación. Va a ser un día movido. Y usted, será mejor que se marche a casa a dormir un poco.
Jack estaba complacido. La expectación ante una jornada interesante despejó parte del malhumor de la mañana, que le había reaparecido. Si Laurie quería volver a su piso durante unos días, por él perfecto. Se limitaría a esperar el momento propicio, porque no estaba dispuesto a dejarse chantajear.
Pasó velozmente ante el despacho de los investigadores forenses, tomó un atajo por la sala de las secretarias con sus hileras de archivadores y entró en la de comunicaciones, que estaba justo al lado. Sonrió a las telefonistas del turno de día, pero no obtuvo respuesta porque estaban demasiado ocupadas preparándose. Saludó con la mano al sargento Murphy al pasar ante el despacho del Departamento de Policía de Nueva York, pero Murphy hablaba por teléfono y tampoco respondió.
– Bonita bienvenida -masculló Jack para sus adentros.
Al entrar en la sala de identificación, recibió el mismo trato. Había tres personas, y ninguna le prestó atención. Dos se hallaban escondidas tras sus diarios, mientras que la doctora Riva Mehta, la compañera de despacho de Laurie, parecía muy atareada con una voluminosa pila de dosieres con potenciales objetos de autopsia. Jack se sirvió un café de la cafetera y acto seguido dobló hacia abajo el borde del diario de Vinnie Arriendola. Vinnie era uno de los técnicos del depósito y solía ayudarlo con frecuencia en la sala de autopsias. La presencia temprana y regular de Vinnie significaba que Jack podía empezar en la sala de autopsias bastante antes que los demás.
– ¿Cómo es que no estás en el foso con Bingham y Washington? -le preguntó Jack.
– Ni idea -contestó Vinnie, haciendo que Jack soltara la hoja-. Según parece llamaron a Sal. Ya estaban trabajando cuando yo llegué.
– ¡Jack! ¿Cómo estás?
Un tercer individuo salió de detrás de su periódico, pero el acento ya lo había delatado. Se trataba del teniente detective Lou Soldano, de Homicidios. Jack lo había conocido años atrás, al incorporarse al Departamento de Medicina Legal. Convencido de las enormes contribuciones que la patología forense aportaba a su línea de trabajo, Lou era un asiduo visitante.
No sin cierto esfuerzo, el corpulento detective se levantó de la silla de vinilo sin soltar el diario de su fuerte manaza. Con su vieja gabardina, la corbata aflojada y el cuello de la camisa desabrochado, parecía un ajado personaje salido de una vieja película de serie negra. Su ancho rostro mostraba lo que parecía una barba de dos días, aunque Jack sabía por experiencia que era solo de uno.
Se saludaron con el entrechocar de palmas que Jack había aprendido en las canchas de baloncesto y que le había enseñado medio en broma a Lou. El gesto hacía que ambos se sintieran identificados.
– ¿Qué te tiene levantado tan temprano? -le preguntó Jack.
– ¿Levantado? Todavía no me he acostado -gruñó Lou-. Ha sido una de esas noches de pesadilla. Mi superior está muerto de preocupación por ese supuesto caso de brutalidad policial, porque el departamento se va a ver en un apuro si las historias de los agentes implicados no cuadran. Tenía la esperanza de conseguir un informe preliminar antes que nadie, pero no pinta bien con Bingham ocupándose del caso. Seguramente se pasará todo el día ahí metido fastidiando.
– ¿Y qué hay del caso de Sara Cromwell? ¿También te interesas por él?
– ¡Pues claro! ¡Como si tuviera oportunidad de elegir!
– ¿Has visto a todos los periodistas que hay en recepción?
– Por desgracia ya estaban aquí por lo del tiroteo de la policía. Está claro que va a haber cantidad de exageraciones en los periódicos y la tele por el caso de esa flacucha psicóloga; probablemente, más de las que habría conseguido de no estar ellos merodeando por aquí. Y, como siempre que un asesinato sale a toda plana en los medios, sé que desde arriba me van a presionar para que encuentre un sospechoso. Así que, dicho esto, hazme un favor y ocúpate del asunto.
– ¿Lo dices en serio?
– Claro que lo digo en serio. Eres rápido y concienzudo, y ambas cosas se ajustan a mis necesidades. Además, no te importa que ande observando, cosa que no puedo decir de todos los que están aquí. De todas maneras, si no estás interesado, quizá pueda conseguir que Laurie se encargue; aunque sabiendo su interés por los casos de heridas de bala, lo más probable es que quiera echarle mano al caso de la policía.
– También le interesa uno de los casos del Manhattan General -terció Riva-. Ya ha cogido la carpeta diciendo que quiere ocuparse de ese en primer lugar.
– ¿Has visto a Laurie esta mañana? -preguntó Jack a Lou. Él y el detective compartían un aprecio especial por Laurie Montgomery. Jack sabía que Lou había salido brevemente con ella, pero que no había funcionado. Según había reconocido el propio Lou, el problema había sido su falta de confianza en sí mismo. En una demostración de elegancia, se había convertido en un decidido partidario de la relación entre Jack y Laurie.
– Sí, hará un cuarto de hora más o menos.
– ¿Hablaste con ella?
– Pues claro. ¿Qué clase de pregunta es esa?
– ¿Te pareció normal? ¿Qué te dijo?
– ¡Eh! ¿Qué clase de interrogatorio es este? No recuerdo lo que dijo. Fue algo del tipo «hola Lou, ¿qué hay?». En cuanto a su estado mental se refiere, me pareció que estaba normal, incluso alegre. -Lou miró a Riva-. ¿Fue también esa su impresión, doctora Mehta?
Riva asintió.
– Yo diría que se encontraba bien, quizá algo nerviosa por todo el barullo. Según parece, había hablado con Janice sobre el caso del Manhattan General. Por eso lo quería.
– ¿Dijo algo de mí? -preguntó Jack al detective acercándose y bajando la voz.
– ¿Qué pasa hoy con vosotros? -preguntó Lou-. ¿Va todo bien?
– Bueno, siempre hay altibajos por el camino -repuso Jack con cierta vaguedad. Que Laurie estuviera «alegre» añadía el insulto a la bofetada. Lo mínimo que podía hacer era mostrarse un poco disgustada-. ¿Qué tal si me pasas el caso Cromwell? -le pidió a Riva.
– Como gustes -contestó ella con su sedosa voz de acento británico-. Calvin dejó una nota diciendo que lo quería terminado lo antes posible.
Cogió la carpeta de la pila «Pendientes de autopsia» y la depositó en una esquina del escritorio. Jack la cogió y la abrió sacando un impreso de trabajo, un certificado de defunción parcialmente rellenado, un inventario de archivos médico-legales, dos hojas con notas para la autopsia, un aviso telefónico de cómo fue comunicada la muerte, una hoja completa de identificación, un informe del investigador dictado por Fontworth, una hoja para el informe de la autopsia, un resguardo del laboratorio para un análisis de HIV y un aviso de que el cuerpo había sido sometido a rayos X y fotografiado al llegar al Departamento de Medicina Legal. Jack sacó el informe de Fontworth y lo leyó. Lou hizo lo mismo mirando por encima del hombro.
– ¿Estuviste en la escena del crimen? -le preguntó Jack.
– No. Me encontraba todavía en Harlem cuando se recibió el aviso. Los chicos del distrito se ocuparon del asunto al principio, pero cuando reconocieron a la víctima llamaron a mi colega, el teniente Harvey Lawson. He hablado con todos ellos. Todos coinciden en lo feo de la situación. Había sangre por toda la cocina.
– ¿Cuál fue su hipótesis?
– Considerando que estaba semidesnuda, con la supuesta arma del crimen sobresaliéndole del muslo, justo debajo de sus partes íntimas, pensaron que se trataba de un caso de homicidio con agresión sexual.
– «Partes íntimas», cuánta corrección.
– No es exactamente así como me lo describieron. Simplemente estoy traduciendo.
– Gracias por ser tan considerado. ¿Mencionaron la sangre en la puerta de la nevera?
– Dijeron que había sangre por todas partes.
– ¿Mencionaron también que había sangre dentro de la nevera, en especial en el trozo de queso, tal como lo describe el informe de Fontworth? -Jack golpeó la hoja con el índice. Estaba impresionado. A pesar de sus experiencias previas con el trabajo chapucero de Fontworth, el informe era exhaustivo.
– Como te he dicho, me informaron de que había sangre por todas partes.
– Pero ¿dentro del frigorífico y con la puerta cerrada? Resulta un poco raro.
– Puede que la puerta estuviera abierta cuando la agredieron.
– ¿Y entonces guardó el queso con cuidado? Eso es más que raro en un homicidio. Dime una cosa: ¿mencionaron huellas en la sangre aparte de las de la víctima?
– No.
– En el informe de Fontworth se dice específicamente que no había ninguna, pero que sí había unas cuantas huellas de la víctima. Eso es todavía más raro.
Lou se encogió de hombros en un gesto de impotencia.
– ¿Y cuál es tu hipótesis?
– Mi opinión es que, en este caso, la autopsia va a resultar decisiva, así que será mejor que nos pongamos a trabajar.
Jack se acercó a Vinnie y le dio un manotazo en el diario. El técnico se sobresaltó.
– Vamos, Vinnie, viejo amigo -dijo Jack alegremente-. Tenemos trabajo que hacer.
Vinnie gruñó por lo bajo, pero se levantó y se estiró. Jack vaciló al llegar a la puerta que daba a la sala de comunicaciones, miró a Riva y le comentó:
– Si no te importa, me gustaría encargarme también de ese doble suicidio.
– Le pondré tu nombre -prometió Riva.