10

– ¿Qué tal va? -preguntó Jack dando un paso atrás para observar su trabajo.

– Bien, supongo -contestó Lou.

Jack lo había ayudado a enfundarse un traje lunar y a conectar las baterías. En esos momentos podía escuchar el ruido del ventilador enviando aire a través del filtro HEPA.

– ¿Notas la brisa?

– ¡Menuda brisa! No entiendo cómo podéis trabajar todo el día metidos dentro de este invento. Para mí, una vez al mes sería más que suficiente.

– Desde luego, no es la idea que tengo de pasar un buen rato -reconoció Jack metiéndose en su traje-. Cuando estoy de guardia los fines de semana vuelvo subrepticiamente a la vieja bata con mascarilla, pero si Calvin se entera me echa la bronca.

Se pusieron los guantes en la antesala y acto seguido entraron en la zona de autopsias propiamente dicha. Cinco de las ocho mesas se hallaban ocupadas. En la quinta yacían los desnudos restos mortales de Susan Chapman. Vinnie estaba atareado preparando los recipientes de muestras.

– Te acuerdas del detective Soldano, ¿verdad, Vinnie?

– Sí, claro. Bienvenido, teniente.

– Gracias, Vinnie -contestó Lou deteniéndose a unos dos metros de la mesa.

– ¿Te encuentras bien? -le preguntó Jack.

Lou era un observador habitual de las autopsias, de modo que a Jack no le preocupaba que pudiera marearse y caerse de espaldas como sucedía con algunos visitantes. Este no tenía idea de por qué el detective se mantenía a distancia, pero vio que tenía la máscara de plástico empañada, lo cual indicaba que respiraba demasiado fuerte.

– Estoy bien -murmuró Lou-. Es que resulta un poco fuerte ver a alguien a quien conoces tendido ahí, esperando ser destripado igual que un pez.

– No me dijiste que la conocías -comentó Jack.

– Bueno, supongo que puedo estar exagerando. No la conocía íntimamente, pero la había visto un par de veces en casa del capitán O'Rourke.

– Bueno, pues acércate. De lo contrario no vas a ver nada desde ahí.

Lou dio unos vacilantes pasos al frente.

– Se diría que tenía debilidad por los dulces -observó Jack contemplando el cuerpo-. ¿Cuánto ha pesado en la báscula, Vinnie, muchacho?

– Noventa y uno.

Jack soltó un silbido que sonó apagado tras la máscara de plástico.

– Un poco demasiado para un cuerpo que no creo que pase de un metro sesenta.

– Metro sesenta y tres -precisó Vinnie antes de ir a buscar las jeringas al aparador.

– ¡Ya han tenido que corregirme! -bromeó Jack-. De acuerdo, Lou, ilústrame. Me has hecho venir con tantas prisas que no he tenido ni tiempo de leer los informes de los investigadores forenses. ¿Dónde la encontraron?

– Estaba sentada, erguida, en el asiento del conductor de su todoterreno, como si estuviera echando una cabezada. Tenía la cabeza apoyada contra el pecho. Esa fue la razón de que no la descubrieran antes. Hubo gente que la vio, pero pensaron que estaba durmiendo.

– ¿Qué más puedes decirme?

– No mucho. Según parece le dispararon en la parte derecha del pecho.

– ¿Y tu impresión es que se trató de un robo?

– Desde luego lo parecía. Su dinero en efectivo había desaparecido, su cartera y sus tarjetas de crédito estaban tiradas por el suelo, y su ropa, intacta.

– ¿Dónde tenía los brazos?

– Metidos entre los radios del volante.

– ¿De verdad? Qué extraño.

– ¿Por qué, extraño?

– Me suena a que la colocaron en esa posición.

Lou se encogió de hombros.

– Es posible. De ser así, ¿qué te dice?

– Que no es lo corriente en ese tipo de casos de robo. -Jack levantó la mano de la mujer. Una parte del montículo bajo el pulgar había desaparecido dejando una herida en forma de surco. El resto del dedo y de la palma aparecía punteado de múltiples y pequeñas incisiones. Parte del primer metacarpiano resultaba visible a través de ellas-. Mi opinión es que se trata de heridas defensivas.

Lou asintió. Seguía manteniéndose a un paso de la mesa.

Jack levantó el brazo derecho del cadáver. En la zona de la axila había dos pequeños círculos rojos con algunas fibras textiles adheridas. La superficie interior de los círculos tenía el aspecto de carne picada y de ellos surgía un poco de tejido adiposo amarillento.

Vinnie regresó con las jeringas y, tras dejarlas al lado del cadáver, señaló el panel para radiografías de la pared.

– Me olvidaba de deciros que la pasé por rayos X. Tiene dos cápsulas en el pecho que corresponden a las dos heridas de entrada.

– ¡Cuánta razón tienes! -exclamó Jack. Se apartó para ir a ver el panel y observó las radiografías. Lou fue tras él y miró por encima de su hombro. Las dos balas destacaban nítidamente como dos blancos defectos en un campo de moteados tonos grises-. Yo diría que una está alojada en el pulmón izquierdo; y la otra, en el corazón.

– Eso cuadra con los dos casquillos de nueve milímetros hallados en el vehículo -comentó Lou.

– Veamos qué más podemos encontrar -dijo Jack volviendo a la mesa y reanudando su examen externo. Fue meticuloso, yendo literalmente de la cabeza a los pies. Durante el proceso señaló las pequeñas incisiones alrededor de las heridas de entrada.

– ¿Qué significa eso? -preguntó Lou, que al fin se había acercado lo suficiente.

– Puesto que la zona estaba cubierta por la ropa, me dice que el cañón del arma estaba muy cerca, quizá a solo unos treinta centímetros, pero no tanto como de la mano.

– ¿Es importante?

– Dímelo tú. Plantea la cuestión de si el agresor estaba sentado dentro del coche en el momento de disparar o de si se asomó al interior.

– Vale. ¿Y?

Jack se encogió de hombros.

– Si el agresor estaba sentado dentro del coche, cabría preguntarse si la víctima lo conocía.

Lou asintió.

– Buena deducción.

Durante la autopsia interna de la víctima, Jack se mantuvo a su derecha, y Vinnie, a su izquierda. Lou permaneció en la cabecera y se inclinaba cada vez que Jack señalaba un nuevo hallazgo.

El proceso fue rutinario salvo cuando Jack determinó la trayectoria de los proyectiles. Ambos habían traspasado las costillas, lo cual explicaba para Jack el que no hubiera orificios de salida. Una de las balas había cruzado el arco aórtico y se había alojado en el pulmón izquierdo; la otra había pasado a través del lado derecho del corazón y se había incrustado en el ventrículo izquierdo. Jack extrajo las dos cápsulas con sumo cuidado para no alterar sus marcas externas y las depositó en las bolsitas selladas de los elementos de prueba que Vinnie tenía preparadas.

– Me temo que esto va a ser todo lo que voy a poder darte -dijo Jack entregándoselas a Lou-. Puede que tu gente de Balística pueda echarnos una mano.

– Eso espero -repuso Lou-. No tenemos huellas de la escena del crimen, ni siquiera de la puerta del pasajero, y tampoco en las tarjetas de crédito, salvo las de la víctima. Así pues, el escenario no nos dice nada. Por si fuera poco, el personal de noche no vio a nadie sospechoso rondando por los alrededores.

– Parece que va a ser un caso difícil.

– Tienes razón.

Jack y Lou dejaron a Vinnie limpiando y recogiendo y fueron a quitarse los trajes de protección. De allí pasaron a los vestuarios para cambiar su ropa de trabajo por la de calle.

– Médico una vez, médico para siempre -comentó Jack-; por lo tanto, teniente, espero que no te moleste que te diga que estás criando una buena tripa.

Lou observó su voluminosa cintura.

– Qué pena, ¿no?

– Una pena muy poco sana. No te estás haciendo ningún favor con ese sobrepeso, especialmente no habiendo dejado de fumar.

– ¿A qué te refieres? -replicó Lou en tono falsamente ofendido-. He dejado de fumar cientos de veces. La última fue hace dos días.

– ¿Y cuánto tiempo duró?

– Hasta que no pude evitar pisparle un cigarrillo a mi colega: más o menos una hora. -Se echó a reír-. Lo sé. Doy pena, pero la razón de que vaya arrastrando este peso de más es que, con todos los homicidios que se producen en esta estupenda ciudad, no tengo tiempo para ir al gimnasio. -Se puso la camisa y se la abrochó sobre la abultada barriga.

– Si no cambias de hábitos tendrás que hacer frente a cargos por tu propia muerte.

De pie al lado de Jack, frente al espejo, Lou se pasó por la cabeza el lazo de la corbata porque antes no había deshecho el nudo y se la ciñó al cuello mientras echaba el mentón hacia delante.

– Antes de bajar para reunirme contigo, he estado hablando con Laurie.

– Ah, ¿sí? -preguntó Jack ajustándose la corbata de punto y mirando a Lou en el espejo.

– La encontré muy alterada y compungida por lo vuestro.

– Eso es curioso teniendo en cuenta que está en pleno y apasionado romance con no sé qué tipejo del Manhattan General.

– Se llama Roger.

– Me da igual. La verdad es que no se trata de ningún tipejo, y eso es parte del problema. En realidad parece una especie de Don Perfecto.

– Bueno, puedes estar tranquilo con eso. No me dio en absoluto la impresión de que estuviera loca por ese tipo. Incluso mencionó algo de hablar contigo para arreglar las cosas.

– ¡Ja! -gruñó Jack, incrédulo, y siguió anudándose la corbata.

Sabedor de que estaba poniendo palabras en boca de Laurie, y sintiéndose ligeramente culpable por ello, Lou evitó la mirada de Jack mientras sacaba su americana de la taquilla y se la ponía. Quería pensar que sus maquinaciones eran solo las de un amigo que intentaba ayudar a sus amigos. Acabó de peinarse el corto cabello con los dedos.

La mirada de Jack lo siguió hasta que por fin el detective se la devolvió.

– Me parece difícil creer que quiera hablar para intentar arreglar las cosas conmigo cuando hace un par de semanas, aparte de hablar de los casos en el depósito, no quería darme ni los buenos días. Intenté quedar con ella varias noches seguidas, pero me despachó cada vez diciendo que estaba ocupada porque tenía que ir a un concierto, a un museo, al ballet o a cualquier chorrada de acontecimiento cultural. Quiero decir que tenía la agenda copada y nunca se le ocurrió proponerme una fecha alternativa. -Al igual que Lou, Jack utilizó los dedos para peinar con irritados movimientos el cabello que llevaba cortado al estilo de los césares.

– Quizá deberías intentarlo de nuevo -propuso Lou dándose cuenta de que debía pisar con tacto-. Como le dije a Laurie, estáis hechos el uno para el otro.

– Lo pensaré -contestó Jack-. Últimamente no me siento propenso a hincar la rodilla.

– También mencionó lo intrigada que está por una serie de sospechosas defunciones ocurridas en el Manhattan General. Casi parecía estar convenciéndose a sí misma de que eran casos de homicidio. Me dijo que había hablado contigo del asunto. ¿Tú qué dices? Según sus palabras, opinabas que le estaba echando demasiada imaginación.

– Eso es un poco exagerado. Solo me da la impresión de que se está precipitando con esos cuatro casos.

– Cuatro, no: seis. Esta mañana ha habido dos más.

– ¿Bromeas?

– Eso fue lo que Laurie me dijo, aunque también reconoció que podía estar utilizando su teoría del asesino en serie como una forma de evadirse de los problemas.

– ¿Dijo eso? ¿Empleó concretamente la palabra «evadirse»?

– Palabra de honor.

Jack meneó la cabeza en un gesto de sorpresa.

– Yo diría que es una afirmación razonable teniendo en cuenta que Toxicología ha presentado un informe negativo. También debo añadir que denota gran introspección.


Mientras el sol de marzo hacía su bajo recorrido diurno por el cielo, uno de sus rayos, que se había abierto paso repentinamente entre la veloz capa de nubes, penetró a través de los ventanales de la cafetería del Manhattan General. Fue como un rayo láser, y Laurie tuvo que protegerse de la súbita claridad con la mano. Sue Passero, que estaba sentada delante de ella de espaldas a la ventana, se convirtió en una simple silueta por el resplandor.

Haciendo pantalla con la mano, Laurie miró la bandeja de comida que tenía delante. Aunque la selección que había hecho le había parecido apetitosa, una vez en la mesa se daba cuenta de que no tenía hambre, y eso no era normal en ella. Lo atribuyó a la tensión de la inminente entrevista con la asistente social y a las noticias que inevitablemente iba a recibir. En cierto sentido, se sentía humillada por verse obligada a entrevistarse con una especialista en trastornos emocionales.

Cuando había llegado al hospital, cuarenta minutos antes, había ido primero a la oficina de Roger, pero no lo encontró. Una de las secretarias le dijo que estaba encerrado en una reunión con el presidente. A continuación, Laurie fue a buscar a Sue, que se mostró encantada de unirse a ella para almorzar.

– Recibir la llamada de una de las asistentes sociales del laboratorio de Genética no significa que tus pruebas hayan dado positivo -le dijo su amiga.

– ¡Y qué más! -protestó Laurie-. La verdad es que habría preferido que me lo dijera abiertamente.

– En realidad y según la ley, no te lo pueden decir por teléfono. El nuevo decreto sobre privacidad en la información sanitaria mira con malos ojos al teléfono. El personal de los laboratorios no tiene forma de saber exactamente con quién está hablando y podría dar accidentalmente una información a la persona equivocada, que es precisamente lo que el decreto pretende evitar.

– ¿Y por qué no te han enviado a ti mis resultados? -preguntó Laurie-. Ahora tú eres oficialmente mi médico de cabecera.

– Porque no lo era cuando te hiciste los análisis. De todas maneras tienes razón: tendrían que haberme avisado, pero no me sorprende; el laboratorio de Genética está empezando a trabajar de forma coordinada. Para serte franca, me extraña que antes de sacarte sangre no te obligaran a entrevistarte con una de sus asistentas sociales. A mi juicio, esa es su forma directa de manejar los asuntos. No hace falta ser un genio para saber que cualquier análisis genético va a ser perturbador para el paciente, al margen del resultado.

Dímelo a mí, pensó Laurie.

– ¿Qué pasa con tu comida? -preguntó Sue mirando la bandeja-. No has probado bocado. ¿Debo tomármelo como algo personal?

Laurie rió, hizo un gesto displicente con la mano y después confesó que no tenía hambre.

– Escucha -dijo Sue adoptando un tono más serio-, si la prueba del gen da positivo, que es lo que tú esperas, quiero que te pases enseguida por mi consulta para concertar una visita con el mejor oncólogo. ¿Me lo prometes?

– Te lo prometo.

– Bien. Entretanto, ¿qué me dices de Laura Riley? ¿Tienes cita con la ginecóloga para las revisiones de rutina?

– Sí, ya tengo hora. -Laurie miró el reloj-. Debo marcharme. No quiero llegar tarde; de lo contrario, la asistenta social va a llegar a la conclusión de que soy inestable emocionalmente.

Las dos amigas se despidieron en el vestíbulo. Mientras Laurie subía por la escalera hasta el primer piso, las molestias de la zona baja del abdomen volvieron a presentarse y la hicieron vacilar. Se preguntó qué tenían los escalones que le avivaban el síntoma. Era como cuando, de pequeña, corría demasiado, y pasados unos minutos la punzada se desvanecía. Apretando el puño se dio unos golpecitos en la espalda. Había pensado que podía deberse a dolores renales o de uretra, pero los golpes no aumentaron la molestia. Se palpó el abdomen, y tampoco notó nada raro. Se encogió de hombros y siguió subiendo.

La recepción del laboratorio de diagnósticos genéticos estaba tan tranquila como en su visita anterior. De los altavoces surgía la misma música clásica, y de las paredes colgaban los mismos cuadros impresionistas. Lo que sí resultaba distinto era el estado de ánimo de Laurie. En su primera visita había sentido más curiosidad que ansiedad. En ese momento era al revés.

– ¿En qué puedo ayudarla? -le preguntó una recepcionista vestida con uniforme rosa.

– Me llamo Laurie Montgomery. Tengo hora con Anne Dixon a la una.

– Le avisaré de que está usted aquí.

Laurie tomó asiento, cogió una revista y hojeó sus páginas rápidamente. Miró el reloj. Era exactamente la una, y se preguntó si la señorita Dixon la iba a humillar aún más haciéndola esperar.

El tiempo pasó lentamente, y Laurie siguió mirando su revista sin verla. Se estaba poniendo cada vez más irritable y ansiosa. Cerró la publicación y la dejó en la mesa, junto a las demás. En lugar de intentar seguir leyendo, se recostó, cerró los ojos y se fue tranquilizando a fuerza de voluntad. Pensaba en hallarse tendida al sol en la playa, y si hacía el esfuerzo casi podía oír el sonido de las olas rompiendo en la orilla.

– ¿Señorita Montgomery? -preguntó una voz.

Laurie abrió los ojos y se encontró con el sonriente rostro de una mujer mucho más joven que ella. Llevaba un sencillo suéter blanco y una sarta de perlas alrededor del cuello. Encima del suéter se había puesto una bata blanca. Le tendía la mano derecha mientras sostenía un sujetapapeles en la izquierda.

– Soy Anne Dixon -añadió.

Laurie se puso en pie y se la estrechó. Luego, la siguió a través de una puerta lateral y un corto pasillo hasta que entraron en un pequeño cuarto desprovisto de ventanas, con un diván, dos butacas, una mesa de centro y un archivador. En medio de la mesa había una caja de pañuelos.

Anne le hizo un gesto para que se instalara en el sofá, cerró la puerta y se sentó en una de las butacas, con la caja de pañuelos entre las dos. Consultó sus papeles un momento y después alzó la mirada. En opinión de Laurie se trataba de una joven de aspecto agradable que más podría haber sido una estudiante universitaria en prácticas que alguien con un título superior y especialización en genética. Llevaba sus lisos cabellos castaños cortados a la altura del hombro y peinados con raya en medio, cosa que la obligaba a apartárselos de la cara con frecuencia y a recogérselos tras las orejas. Su lápiz de labios y su color de uñas eran de un rojo pardusco.

– Le agradezco que haya venido tan pronto -dijo Anne. Su voz era suave y con ligero tono nasal-, y vuelvo a pedirle disculpas por haber traspapelado su expediente.

Laurie sonrió, pero no pudo evitar impacientarse.

– Quería brindarle cierta información sobre lo que hacemos en el laboratorio -prosiguió Anne, cruzando las piernas y apoyando en ellas el sujetapapeles. Laurie se fijó en que tenía un pequeño tatuaje en forma de serpiente justo por encima del tobillo-. También deseaba explicarle por qué está usted hablando conmigo en lugar de con uno de nuestros médicos. Es simplemente una cuestión de tiempo: yo lo tengo, y ellos no; lo cual significa que puedo estar con usted tanto como desee para poder responder a todas sus preguntas; y si no tengo alguna respuesta, sí tengo acceso a las personas que la tienen.

Laurie no cambió de expresión mientras para sus adentros ordenaba a Anne Dixon que cortara el rollo, se callara y le diera el maldito resultado. Se recostó bruscamente, cruzó los brazos e intentó recordarse que no debía culpar al mensajero. Por desgracia, aquella mujer y la situación la fastidiaban hasta no poder más. En especial le molestaba la presencia de la caja de pañuelos, como si Anne esperara de ella que fuera a derrumbarse. A pesar de todo, y conociéndose, Laurie sabía que tal posibilidad existía.

– Veamos -dijo Anne tras consultar nuevamente sus papeles y hacer que Laurie tuviera la impresión de que estaba ante algo preparado de antemano-, es importante que usted conozca un poco la ciencia de la genética y lo mucho que ha progresado desde que se logró descomponer el genoma humano, es decir, secuenciar los tres coma dos billones de nucleótidos de base par. De todas maneras, deje que le diga que si hay algo que no entiende del todo puede interrumpirme cuando quiera.

Laurie asintió con impaciencia. A pesar de la ligereza con que Anne Dixon los había mencionado, no pudo evitar preguntarse qué sabría esa mujer de los nucleótidos de base par, que eran las porciones de la molécula de ADN que formaban sus escalones y cuyo orden era el responsable de transmitir la información genética.

Anne prosiguió hablando de las leyes de Gregor Mendel que se referían a los rasgos dominantes y recesivos que aquel monje del siglo xix había descubierto trabajando con simples guisantes. Laurie apenas podía dar crédito a que la estuvieran sometiendo a todo aquello; aun así, no interrumpió a Anne Dixon ni le recordó que estaba hablando con una médico titulada que obviamente había estudiado a Mendel en la universidad, sino que la dejó parlotear sobre genes y sobre el modo en que ciertos rasgos podían unirse a otros para formar tipos específicos que eran transmitidos de generación en generación.

Llegado cierto momento, Laurie se olvidó del sermón y se concentró en los tics de la mujer que, además del constante apartarse el cabello de la cara, incluían un marcado blefaroespasmo * cada vez que afirmaba algo. Sin embargo, Laurie volvió a prestar atención cuando la mujer empezó a hablar de polimorfismos nucleótidos individuales, los PNI, que era el campo de la genética del que sabía menos y sobre el que más se había documentado recientemente.

– Los PNI han cobrado gran importancia -dijo Anne-. Son lugares específicos del genoma humano donde un nucleótido base ha cambiado debido a una mutación, una supresión o, lo que es aún más raro, una inserción. En todas las personas existe un promedio de un PNI por cada millar de nucleótidos base.

– ¿Y por qué son tan importantes? -se vio preguntando Laurie.

– Porque en este momento hay millones de ellos localizados en el mapa del genoma humano. Ahora aparecen como oportunos marcadores que están unidos hereditariamente a genes específicos anormales. Resulta mucho más fácil hacer la prueba de un marcador que aislar y secuenciar el gen afectado, aunque normalmente hacemos ambas cosas para estar seguros al cien por cien. Queremos tener la certeza de que a nuestros pacientes les damos la información correcta.

– Bien -dijo Laurie, irritada. El comentario de la mujer acerca de los genes anormales la había devuelto bruscamente a la realidad de por qué estaba manteniendo aquella conversación. No se trataba de ningún ejercicio intelectual.

Aparentemente ajena al estado de ánimo de Laurie y tras consultar nuevamente sus papeles, Anne prosiguió con su nasal parloteo. De repente, Laurie ya tuvo bastante. Se le había agotado la paciencia. Descruzó los brazos y alzó una mano para que Anne se interrumpiera. Esta, pillada a mitad de frase, calló y la miró interrogativamente.

– Con el debido respeto -dijo Laurie intentando que su tono sonara tranquilo-, hay cierta información importante que no sé si usted ha olvidado o no tiene, pero ocurre que soy médico. Le agradezco sus explicaciones, pero asumo que la razón de mi presencia aquí es porque usted tiene los resultados de mis análisis. Quiero saberlos y le pido amablemente que me los diga.

Sumamente contrariada, Anne consultó sus notas. Cuando alzó la vista, su blefaroespasmo era apreciablemente más pronunciado.

– No sabía que fuera usted médico. Vi el título de doctor pero supuse que era de otro tipo. No ponía que fuera doctora en medicina.

– No pasa nada. ¿He dado positivo en el marcador del gen BRCA-1?

– Pero si todavía no hemos hablado de las implicaciones…

– Soy consciente de las implicaciones, y las otras cuestiones que pueden plantearse las trataré directamente con mi oncólogo.

– Entiendo -dijo Anne, que miró sus papeles como si en ellos fuera a encontrar apoyo para lo que era una situación manifiestamente incómoda.

– No quiero que parezca que no aprecio sus esfuerzos -añadió Laurie-, pero quiero saber el resultado.

– Desde luego -contestó Anne irguiéndose en su asiento y mirando a Laurie a los ojos. El blefaroespasmo había desaparecido-. Las pruebas del marcador del gen BRCA-1 han dado positivo, lo cual ha sido confirmado por la secuenciación del gen. Lo siento.

Laurie apartó la mirada sin saber qué veía y se mordió el labio inferior. A pesar de que había esperado esa noticia, notó que las lágrimas se le acumulaban y luchó contra ellas por principio. Estaba decidida a no recurrir a los pañuelos que tenía delante.

– De acuerdo -se oyó decir. También oyó que Anne hablaba, pero no la escuchó. Aunque normalmente estaba muy pendiente de los sentimientos de los demás, en aquellas circunstancias no le importó. Sabía que hasta cierto punto estaba echando la culpa al mensajero.

Se levantó, obsequió a Anne con lo que era una torcida sonrisa y se encaminó hacia la puerta. No tenía la menor intención de estrechar la mano de la mujer teniendo las suyas tan sudorosas. Oyó que la seguía y la llamaba por su nombre, pero ni siquiera volvió la vista atrás. Cruzó la recepción del laboratorio con paso decidido y salió al pasillo del hospital.

Laurie agradeció verse rodeada por el gentío de la planta baja que iba de un lado a otro en el atareado hospital. El hecho de ser anónima proporcionó un inesperado alivio al torbellino de sus emociones. Frente al mostrador de información había un banco, y Laurie se tomó un momento para sentarse. Respiró profundamente para tranquilizarse. Lo que necesitaba era decidir qué hacer a continuación. Había prometido a Sue que pasaría a verla sin pérdida de tiempo para que le pidiera hora con el oncólogo; pero sentada allí, comprendió que necesitaba un contacto más personal. Pensó en Roger y se preguntó si estaría disponible.

La zona administrativa se hallaba cerca, y, cuando la puerta divisoria se cerró tras ella, Laurie comprendió que prefería esa tranquilidad al caos del vestíbulo. Sus zapatos no hacían el menor ruido sobre la moqueta. Intentando no pensar en la bomba de relojería genética que llevaba en cada una de sus células, caminó hacia el despacho de Roger. Una de las secretarias la reconoció.

– El doctor Rousseau está dentro -le dijo mirando a Laurie desde la pantalla del ordenador.

Laurie asintió y se acercó al umbral. La puerta estaba entreabierta; y Roger, sentado a su escritorio, despachando papeleo. Laurie llamó, y él levantó la mirada. Iba vestido como era su costumbre en el hospital: con una camisa blanca e impecablemente planchada. También se había puesto una corbata de tonos dorados que contrastaba agradablemente con su bronceado rostro de marcadas facciones.

– ¡Caramba! -exclamó levantándose al ver a Laurie-. Hace dos segundos que te he dejado un mensaje en el contestador. Menuda coincidencia. -Salió de detrás de la mesa y cerró la puerta. Dándose la vuelta, la dio un rápido abrazo y un beso en la frente, pero no se dio cuenta de que Laurie tenía los brazos inertes a los lados-. ¡Cuánto me alegro de que hayas venido! Tengo mucho que contarte. -Colocó las dos sillas de recto respaldo una frente a otra y le indicó que se sentara.

»No te creerías la mañana que he tenido -explicó-. Anoche hubo otros dos fallecimientos de postoperatorio, justamente iguales que los cuatro anteriores: los dos de gente joven y sana.

– Lo sé -contestó Laurie con voz apagada-. Ya les he hecho la autopsia. Ese era el motivo de mi llamada de antes.

– ¿Y qué averiguaste?

– No encontré nada, ninguna patología -dijo en el mismo tono-. Eran iguales que los otros cuatro.

– ¡Lo sabía! ¡Lo sabía! -exclamó Roger alzando el puño. Se puso en pie y empezó a caminar de un lado a otro de su despacho-. A pesar de que nos reunimos hace menos de dos días, convoqué una reunión del Comité de Mortalidad para esta misma mañana y les presenté los dos nuevos casos como prueba de que las últimas semanas no habían sido más que una pausa. Les argumenté que teníamos que hacer algo, pero fue en vano. ¡Claro! ¡No sea que vayamos a organizar un escándalo y se entere la prensa! Se me ha ocurrido incluso llamar confidencialmente a los periódicos para que el tema de los medios deje de ser una excusa, pero está claro que no lo haré. Tras la reunión incluso fui a ver al presidente para convencerlo de que cambiara de opinión, pero fue como hablar con una pared. Al final lo único que conseguí fue que se enfadara conmigo por lo que definió como mi «maldita testarudez».

Laurie observó caminar a Roger, pero evitó mirarlo a los ojos. En esos momentos, lo que tenía en la cabeza no era la serie de sospechosas muertes ocurridas en el Manhattan General; pero carecía del empuje para enfrentarse a la vehemencia de Roger.

– Y para empeorar las cosas -añadió este-, esta mañana hemos tenido un asesino merodeando por el aparcamiento. Al final voy a acabar paranoico. Estas cosas no ocurrían antes de que yo llegara.

Al final, Roger se detuvo y miró a Laurie a los ojos. Su expresión denotaba que buscaba comprensión, pero cambió al ver la de ella.

– ¿A qué viene esta cara tan larga? -preguntó. Se inclinó para verla mejor y enseguida se sentó-. Lo siento, no he hecho más que quejarme y despotricar y me he olvidado de ti. Está claro, no estás bien. ¿Qué ocurre?

Laurie cerró los ojos con fuerza y volvió la cabeza. La repentina atención de Roger había reavivado los sentimientos que había experimentado cuando Anne Dixon le había comunicado el resultado definitivo. Notó que él le ponía la mano en el hombro.

– ¿Qué ocurre, Laurie? ¿Qué es lo que anda mal?

Al principio, ella no pudo más que negar con la cabeza por temor a que el hablar desatase un torrente de lágrimas. No le gustaba ser tan emotiva. ¡Suponía una limitación tan grande! Se irguió y respiró profundamente dejando escapar un resoplido.

– Lo siento -consiguió articular.

– No tienes que disculparte por nada. El que se ha comportado como un bruto insensible he sido yo. ¿Qué ha ocurrido?

Laurie carraspeó y empezó a contarle toda la historia del BRCA-1. Paradójicamente, a medida que se explicaba, se iba serenando, como si su faceta profesional fuera tomando el control. Le habló de su madre, de su reciente operación y del hecho de que ella también fuera portadora del gen mutado. Le mencionó asimismo la recomendación de su padre de que se hiciera las pruebas. Dejando de lado la intervención de Jack, le explicó que había acabado yendo al Manhattan General y le habían sacado sangre el mismo día en que se habían conocido. Luego, le contó que se había olvidado de todo hasta el momento de recibir la llamada de la asistente social. Concluyó diciéndole que acababa de llegar de una entrevista en la que le habían dicho que había dado positivo en el marcador del BRCA-1 y el gen mutado, de modo que no cabía error por parte del laboratorio. Reconoció que a pesar de haber intentado evitarlo, había acabado culpando al mensajero y bromeó diciendo que a la infeliz asistente le había negado incluso la oportunidad de que formulara la pregunta esencial de todo terapeuta: «¿Cómo se siente al saber la noticia?». Al final, Laurie acabó medio riendo.

– Me deja estupefacto que seas capaz de tomártelo con humor -dijo Roger.

– Me siento mejor después de haber hablado contigo.

– No sabes cuánto lamento todo esto -aseguró Roger en un tono que denotaba completa sinceridad-. ¿Qué piensas hacer? ¿Cuál es el siguiente paso?

– Se supone que tan pronto como salga de aquí tengo que ir a ver a Sue Passero. Se ha ofrecido a buscarme hora un día de estos con un oncólogo. -Le dio a Roger una palmada en la pierna e hizo ademán de levantarse.

– Espera un momento -dijo este obligándola a sentarse-, no vayas tan deprisa. Ya que esa pobre asistente no ha tenido la oportunidad, deja al menos que sea yo quien te pregunte cómo te encuentras. Imagino que debe de ser igual que descubrir que tu mejor amigo es tu mortal enemigo.

Laurie miró en las profundidades de los castaños ojos de Roger y se preguntó si le estaba haciendo aquella pregunta como amigo o como médico. Y si era como lo primero, ¿era realmente sincero su interés? Roger parecía tener un don para decir las palabras apropiadas, pero ¿cuáles eran sus motivaciones? Se maldijo por pensar así, pero tras lo de su matrimonio y sus hijos, ya no estaba segura de nada.

– Me parece que no he tenido tiempo para sentir nada -contestó Laurie tras una pausa. Estuvo tentada de comentar algo acerca de su nueva habilidad para meter sus pensamientos en compartimientos estancos hasta el punto de poder olvidarse de aquello que no le apetecía, pero era una historia demasiado larga ya que deseaba ir a ver a Sue al edificio de la clínica Kaufman. Al final iba a ser el oncólogo quien tendría la llave del problema. Cuanto antes tuviera hora con él, mejor se sentiría.

– Debe haber algo que puedas compartir conmigo -insistió Roger, que todavía le apoyaba la mano en el hombro-. No puedes enterarte de algo tan preocupante sin que te asalten ciertos miedos.

– Supongo que tienes razón -admitió Laurie a regañadientes-. Para mí, lo peor son algunas de las medidas profilácticas que se aconsejan en estos casos; por ejemplo, la idea de perder mi fertilidad porque me extirpen los ovarios…

Se detuvo a media frase. El pensamiento que le había cruzado por la mente igual que un tornado era el equivalente de ser abofeteada. Le produjo una instantánea descarga de adrenalina que le aceleró el pulso y le produjo cosquilleos en la punta de los dedos. Por unos instantes incluso se sintió mareada y tuvo que sujetarse a la silla para no caer. Por suerte, el vahído pasó tan rápidamente como había llegado. Se dio cuenta de que Roger le hablaba, pero no podía oírlo; la idea que se le había ocurrido resonaba en su cabeza con un efecto parecido al estallido de un trueno. El viejo dicho «ten cuidado con lo que deseas porque puede hacerse realidad», refulgió en sus pensamientos.

Laurie se puso en pie obligando a Roger a hacer lo mismo puesto que seguía apoyándole la mano en el hombro. De repente le apeteció estar sola.

– Laurie, ¿qué te pasa? -preguntó Roger, que la sacudió por los hombros con ambas manos.

– Lo siento -contestó Laurie con un tono que denotaba más calma de la que en realidad sentía. Se quitó de encima las manos de Roger-. Tengo que marcharme.

– No puedo dejar que te vayas así. ¿Qué estabas pensando? ¿Estás deprimida?

– No. No estoy deprimida. Aún no. Debo marcharme, Roger. Te llamaré más tarde.

Laurie se dio la vuelta para salir, pero él la sujetó por el brazo.

– Tengo que asegurarme de que no te pasará nada por el camino.

Comprendiendo el significado de aquellas palabras, Laurie meneó la cabeza.

– Quédate tranquilo, no voy a hacerme nada. Únicamente necesito estar sola un rato -contestó soltándose de la presa de Roger.

– ¿Me llamarás?

– Sí, te llamaré -dijo abriendo la puerta.

– ¿Te veré esta noche?

Laurie vaciló en el umbral y se dio la vuelta.

– Esta noche no estaría a gusto, pero estaremos en contacto.

Salió del despacho de Roger, rodeó la mesa de la secretaria más cercana y caminó con paso firme por el pasillo, resistiendo la tentación de correr. Notaba los ojos de Roger en la espalda, pero no se volvió. Cruzó la puerta que separaba la zona administrativa del resto del hospital y se internó en la multitud. Nuevamente su anonimato la reconfortó. En lugar de salir corriendo del edificio, volvió a su asiento en el banco que había frente al mostrador de información y pasó los siguientes quince minutos pensando en las consecuencias de su preocupante ocurrencia.

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