22

– ¡Doctor Stapleton! ¡Eh, doctor Stapleton!

Al oír que lo llamaban por encima del llanto de los niños y del rumor de las conversaciones, Jack miró hacia el mostrador. Con toda la cafeína que llevaba encima, había estado paseando de un lado a otro, desde el mostrador a la puerta de entrada, contemplando de vez en cuando la lluvia que seguía cayendo en el exterior, sobre la rampa de cemento para sillas de ruedas. A medida que el tiempo pasaba, había empezado a pensar en cambiar al Plan B, lo cual significaba dejar a un lado las preguntas de los post-it, volver corriendo a la OJMF, recoger los materiales del despacho de Laurie y regresar sin pérdida de tiempo al Manhattan General. Eran las dos y media de la madrugada, y ya llevaba fuera hora y media.

Vio que Salvador le hacía gestos para que se acercara. A su lado estaba una joven que no aparentaba más de quince años. Tenía el cabello de color castaño, liso y hasta los hombros, y lo llevaba peinado con raya en medio y recogido tras unas orejas de buen tamaño. Sus ojos eran grandes y estaban separados por una respingona nariz.

– Es la doctora Shirley Mayrand -dijo Salvador señalando a la residente de Cardiología mientras Jack se acercaba.

Jack se quedó momentáneamente hipnotizado por la juventud de la mujer. Por primera vez en su vida se sentía viejo. A pesar de que se acercaba a la cincuentena, el hecho de jugar al baloncesto con gente mucho más joven que él hacía que se olvidara de su verdadera edad. Como cardióloga residente, aquella joven que tenía delante debía haber pasado por la universidad y completado varios años de prácticas.

– ¿En qué puedo ayudarlo? -preguntó Shirley con una voz que Jack se le antojó más propia de una adolescente.

Después de presentarse, Jack sacó del bolsillo la hoja de Sobczyk con el ECG y la puso sobre el mostrador.

– Los dejaré solos -dijo Salvador, alejándose.

– Sé que esto no es mucho -comentó Jack señalando la gráfica-, pero me preguntaba si podría usted hacer algún comentario.

– No es mucho -se quejó Shirley inclinándose para examinarla.

– Sí. Bueno, es todo lo que tenemos -dijo Jack fijándose en que la raya que separaba los cabellos de la chica serpenteaba entre la frente y la coronilla.

– ¿Qué cable era?

– Buena pregunta. Ni idea. Es la gráfica que se obtuvo al final de un fracasado intento de reanimación cardíaca.

– Entonces, probablemente era un cable normal -observó Shirley.

– Seguramente.

La residente alzó la mirada, y Jack comprendió que una de las razones por la que sus ojos parecían tan grandes se debía a que podía verle el blanco del ojo alrededor de las córneas. Eso le daba un aire de constante e inocente sorpresa.

– No sé qué decir. Debería usted mostrarme algo más para que pudiera hacer algún comentario mínimamente fiable.

– Lo suponía -repuso Jack-, pero esta gráfica corresponde a un paciente que por desgracia ya ha muerto, cosa que usted ya sabe porque acabo de decirle que se obtuvo al final de un fallido intento de reanimación. Lo que quiero decir es que al paciente no le perjudicará lo más mínimo el que usted dé una opinión a la ligera. Si le obligaran a darla, ¿qué diría?

Shirley volvió a estudiar el trazo.

– Bueno, como ya habrá notado, sugiere un ensanchamiento del intervalo PR y de la onda QRS, mientras que la QTRS parece haberse fundido con la onda T.

Jack rechinó los dientes. En cierto sentido le parecía injusto que aquella menuda y joven mujer lo hiciera sentir viejo y estúpido a la vez.

– Disculpe, pero quizá sería mejor si usted limitara sus comentarios a algo que yo pudiera entender. Por ejemplo, podría decirme qué le sugiere lo que ve sin entrar necesariamente en los detalles de cómo ha llegado a esa conclusión.

– Bueno, pues sí me sugiere algo -repuso Shirley mirándolo a los ojos-, pero se me ocurre otra cosa.

– De acuerdo. ¿Qué?

– Ocurre que el doctor Henry Wo, uno de los mejores cardiólogos, está aquí en estos momentos porque tiene que hacer un angiograma en un caso de posible infarto de miocardio. ¿Por qué no se lo enseñamos a él?

A Jack le pareció bien. No había pensado en la posibilidad de contar con una segunda opinión a aquellas horas de la madrugada.

– Pase a la sala de urgencias -dijo Shirley asomándose por encima del mostrador para indicarle el camino-. Le esperaré dentro y lo acompañaré a la sala de cateterismo, donde él está trabajando.


Las puertas del ascensor se abrieron, y el celador sacó la cama de Laurie al vestíbulo de la quinta planta con un gruñido. Dado que había un ligero desnivel entre el suelo y el del ascensor, se produjo una leve sacudida, y Laurie hizo una mueca por el dolor que le causó. Estaba claro que fuera lo que fuese lo que le habían administrado, sus efectos se habían desvanecido.

A pesar de que se sentía tan temerosa como cuando se la habían llevado de la UCPA, al menos se había reconciliado con el hecho de que poco podía hacer hasta que consiguiera un teléfono. Con la idea de poder recuperar su móvil, le había preguntado al celador dónde habían dejado sus cosas; pero él le contestó que no lo sabía.

El hombre la condujo por el corto pasillo que iba desde los ascensores hasta la zona de enfermeras, que destacaba igual que un faro en la penumbra del dormido hospital. Las luces de noche, con sus cristales esmerilados, se hallaban espaciadas a lo largo de las paredes, por encima del rodapié.

Tras haber empujado la cama hasta ponerla a la velocidad del paso, el celador tuvo que esforzarse para detenerse ante la sala de las enfermeras. Acto seguido, bloqueó las ruedas con el freno antes de dejar a Laurie y acercarse al mostrador. Desde su posición, Laurie pudo distinguir dos cabezas femeninas, una con el cabello corto y la otra con una cola de caballo. Ambas levantaron la mirada cuando el celador dejó la tablilla metálica con el historial clínico de Laurie.

– Tengo una paciente para vosotras -anunció el hombre.

Laurie vio que la mujer de pelo corto cogía la tablilla, leía el nombre inscrito en ella e inmediatamente se ponía en pie.

– ¡Vaya, vaya, pero si es la señorita Montgomery! Debo decirle que hace rato que nos preguntamos dónde se había metido usted.

Las dos enfermeras salieron mientras el celador regresaba a los ascensores.

Laurie las observó acercarse, cada una por un lado distinto. Ambas iban vestidas con la ropa de trabajo del hospital. La del cabello corto era de tez morena, tenía los ojos almendrados y una nariz estrecha y aguileña. La otra era más pálida y de facciones más anchas que denotaban ciertos orígenes orientales. Dado que estaban iluminados desde abajo por las luces de noche, de ambos rostros solo resultaban visibles las prominencias óseas, mientras que el resto de sus caras se perdían en una relativa penumbra. A Laurie, que ya estaba bastante asustada, se le antojaron claramente terroríficos.

– Escuchen, tengo que llamar por teléfono -dijo mirando a una y a otra, dudando de cuál de ellas sería la jefa.

– Yo la llevaré a su habitación y la dejaré instalada -dijo la de aspecto asiático haciendo caso omiso de la petición de Laurie.

– Te lo agradezco, Elizabeth -repuso Jazz-, pero creo que me ocuparé personalmente de la señorita Montgomery.

– ¿En serio? -preguntó Elizabeth que parecía realmente sorprendida.

– ¿Alguien me escucha? -dijo Laurie, irritada-. Necesito un teléfono.

– Lo que tú digas -contestó Elizabeth a su compañera y volvió tras el mostrador.

Jazz dejó la tablilla a los pies de la cama y fue hasta la cabecera para empujar.

– ¡Disculpe! -exclamó Laurie volviendo la cabeza para no perder de vista a la enfermera-. ¡Es muy importante que pueda llamar por teléfono! -Hizo una mueca de dolor cuando Jazz desbloqueó las ruedas de la cama y otra más cuando la empujó por el largo y oscuro pasillo.

– Ya la he oído cuando lo ha dicho la primera vez -contestó Jazz, cuya voz reflejaba el esfuerzo de empujar-. Creo que debo recordarle que son las dos y media de la madrugada.

– Mire, ya sé qué hora es -replicó Laurie-, pero debo llamar a mi médico. Se supone que no debo estar aquí. Se supone que me he de quedar en la UCPA hasta que ella venga a hacer su ronda por la mañana.

– Lamento darle la noticia, pero su médico, al igual que todos los médicos, duerme profundamente y no quiere que se la moleste por algún problema logístico.

– ¡Detenga esta cama ahora mismo! -ordenó Laurie-. ¡No pienso entrar en esa habitación!

– Ah, ¿no? -preguntó Jazz, que sin vacilar lo más mínimo siguió adelante, a mayor velocidad incluso que el celador.

Jazz estaba impaciente por llevar a Laurie a su habitación. Cuando había llegado aquella noche al hospital le había costado localizarla. Al principio llegó a creer que el señor Bob se había equivocado con el nombre, pero al final resultó que todo se había debido al retraso con el que habían introducido el nombre de Laurie en el ordenador. Jazz lo averiguó cuando miró el listado de Urgencias al ir a buscar la ampolla de potasio.

– ¡Le exijo que se detenga! -chilló Laurie al ver que Jazz no le hacía caso, pero tuvo que sujetarse el vientre para controlar el dolor. Gritar le resultaba un tormento.

– Ya veo que va a ser una de esas pacientes conflictivas -contestó Jazz con una breve risa.

En realidad pensaba lo contrario: gracias a que la planta de Ginecología y Obstetricia estaba a rebosar, Laurie iba a ser una de sus «sanciones» más fáciles: el hecho de tenerla en su misma planta estando ella de enfermera jefe se lo iba a poner en bandeja.

Una vez ante la habitación 509, Jazz hizo girar rápidamente la cama ciento ochenta grados para meterla de cabeza. Nada más cruzar el umbral, encendió la luz del techo y ambas mujeres parpadearon; a continuación, acercó a Laurie a la cama de hospital, que era más amplia que la semicamilla que ocupaba.

Laurie miró fijamente a la enfermera sin poder adivinar sus intenciones y palideció al leer su nombre en la placa de identificación: «Jasmine Rakoczi». A pesar de los efectos de la anestesia y los calmantes, recordó al instante haberlo visto en las listas de Roger del personal que había pasado del turno de noche del St. Francis al turno de noche del Manhattan General.

– ¿Qué pasa? -preguntó Jazz que había reparado en la asustada expresión de Laurie mientras bajaba la barandilla del lado correspondiente de la cama-. ¿Ocurre algo?

Sin esperar respuesta, Jazz situó a Laurie junto a la cama de hospital. Acto seguido, agarró una esquina de la sábana y la apartó con un brusco quiebro de muñeca, cogiendo a Laurie por sorpresa y dejándola expuesta a los ojos del mundo. Laurie iba vestida únicamente con un camisón de la clínica que dejaba al descubierto sus desnudas rodillas, pantorrillas y pies. El bulto en su bajo vientre señalaba el apósito de la incisión, de donde surgía un drenaje quirúrgico que le salía por debajo del camisón hasta llegar a un artefacto de plástico que mantenía una presión negativa. El interior del tubo se veía manchado de sangre.

– De acuerdo -dijo Jazz en tono impersonal-, arrástrese hasta aquí y yo la pondré cómoda. -Fue a la cabecera de la cama y pasó la botella del gota a gota al soporte de la cama.

Laurie no se movió. El pánico que se había apoderado de ella al ser trasladada de la UCPA había aumentado varios enteros al ver el nombre de Jazz en la placa. Estaba paralizada de miedo. Por lo que sabía, Jazz bien podía ser la asesina múltiple.

– Vamos, encanto -dijo Jazz volviendo al lado de Laurie y mirándola desde lo alto-. Mueva esa trasero suyo hasta la cama.

Laurie la contempló con la mayor expresión de desafío de la que fue capaz. Era lo único que se le ocurrió.

– Si no quiere cooperar tendré que llamar a Elizabeth y la cambiaremos de sitio quiera o no quiera -amenazó Jazz-. Esto no es ninguna negociación.

– Quiero hablar con la enfermera jefe -espetó Laurie.

– Pues mire qué bien -rió Jazz-, porque ya está hablando con ella. La enfermera jefe soy yo. Al menos temporalmente, lo cual viene a ser lo mismo.

El desespero de Laurie subió un punto más. Se sentía cada vez más atrapada en una traicionera red de terroríficas circunstancias.

– A ver, ¿por qué no se quiere mover? -preguntó Jazz con evidente irritación mientras hacía un gesto con la mano mostrándole todas las comodidades de la habitación-. Mire esta estupenda cama con todos sus mandos. Puede ponerla en la posición que más cómoda le parezca. Tiene usted televisión, una jarra de agua, aunque sin agua porque todavía no le permiten tomar nada, y un botón para llamarnos a nosotras, sus esclavas. ¿Qué más puede pedir?

Los ojos de Laurie recorrieron involuntariamente lo que Jazz le indicaba. ¡En la mesita de noche había un teléfono! Se preguntó cómo era posible que no hubiera caído en la cuenta antes. El celador incluso se lo había mencionado. Era su salvación. Apretando los dientes, se incorporó sobre los codos y empezó a moverse hacia la cama. A continuación hizo lo mismo hasta pasar las piernas.

– Muy bien -comentó Jazz-. Veo que ha decidido cooperar. Me alegro por las dos.

Tan pronto como Laurie estuvo en la cama, Jazz pasó al otro lado el aparato succionador del drenaje, subió los cobertores que estaban a los pies del colchón y arropó a Laurie hasta el pecho. Luego, le tomó la presión y el pulso. Mientras lo hacía, Laurie no dejó de mirarla fijamente, pero Jazz evitó cualquier contacto visual.

– De acuerdo -dijo finalmente, mirándola y subiendo la barandilla con una sacudida-. Todo parece en orden, aunque su pulso está ligeramente alto. Ahora volveré al mostrador de enfermeras y revisaré lo que le han prescrito. Estoy segura de que le habrán recetado para el dolor algo que pueda tomar según lo requiera. ¿Se encuentra bien ahora o cree que lo necesita?

Laurie se espantó ante la falta de calor humano en la actitud y las palabras de Jazz. Estaba claro que, objetivamente, no tenía nada de qué quejarse, aparte del hecho de que no atendieran sus peticiones; sin embargo, notaba un preocupante desinterés que le parecía del todo impropio de una enfermera y que se sumaba a su ya considerable angustia. Había algo decididamente extraño en Jasmine Rakoczi.

– ¿Se le ha comido la lengua el gato? -preguntó Jazz con una aviesa sonrisa y las manos en jarras-. Por mí está bien. No tiene por qué hablar si no quiere. La verdad es que si está callada me facilita el trabajo. De todas maneras, si cambia de opinión, apriete el botón; aunque claro, cuando lo haga es posible que yo ya esté ocupada con alguien un poco más comunicativo.

Con una sonrisa final que a Laurie se le antojó descaradamente indiferente, Jazz salió de la habitación.

Con cuidado de no moverse demasiado deprisa, Laurie se acercó a la barandilla de la cama y levantó el auricular. El esfuerzo que le supuso tensar los músculos abdominales le causó agudas molestias. Apretando los dientes ante el dolor, consiguió trasladar el aparato desde la mesilla a la cama y dejarlo cerca de ella. Entonces, a causa de la angustia y los calmantes, tuvo que concentrarse para recordar el número del móvil de Jack. Tardó un momento, pero al final acudió a su memoria. Contempló el auricular y por fin se lo llevó al oído.

El corazón le dio un brinco.

¡No había línea!

Presionó frenéticamente la palanca de conexión confiando en escuchar el familiar pitido. Nada. La línea estaba cortada. Entonces, con igual frenesí, apretó el timbre de las enfermeras; no una, sino varias veces seguidas.


A pesar de que a Jack le había parecido buena idea contar con una segunda opinión sobre el ECG, no había tenido en cuenta la disponibilidad del especialista. Cuando entró con Shirley en la sala de cateterismo encontró al doctor en pleno trabajo y tuvo que resignarse a salir y a caminar nerviosamente por el pasillo sin dejar de mirar el reloj. Shirley aguantó estoicamente; si reparó en la inquieta agitación de Jack, no hizo comentario alguno.

Hasta las tres de la madrugada Henry Wo no salió y se quitó los guantes de látex y la mascarilla. Era un fornido asiático de tersa piel y negros cabellos cortados muy cortos. Cuando Shirley se lo presentó, estrechó la mano de Jack con fuerza y entusiasmo. La joven le mencionó el problema del ECG y Jack le entregó la página del expediente de Sobczyk con la gráfica.

– Ya veo, ya veo -dijo Henry asintiendo y sonriendo mientras la estudiaba-. Muy interesante. ¿No tenemos más?

– Me temo que no -repuso Jack, que a continuación explicó resumidamente la historia del intento de reanimación tal como la conocía añadiendo la razón que le llevaba a creer que una segunda opinión podía serle útil.

– Es comprometido dar una opinión con tan poca base -contestó el doctor Wo contemplando el papel. Luego, miró a Shirley-. Doctora Mayrand, quizá le gustaría decirnos qué piensa.

Shirley repitió lo que ya había dicho a Jack acerca de ondas en intervalos mientras Wo seguía asintiendo. Cuando hubo acabado, este le preguntó si tenía alguna idea de lo que podía haber causado aquellas alteraciones.

– El sistema de conducción cardíaco parece estar desmoronándose -dijo Shirley-. Quizá signifique que el bombeo de sodio dentro de las células del racimo de His no se está produciendo o quizá está saturado, con lo cual acarrea una alteración perjudicial del potencial de la membrana.

Jack apretó los dientes de nuevo con ganas de protestar. La breve parrafada de Shirley le recordaba las que había tenido que soportar en la universidad. Con la cafeína corriéndole por las venas, se sentía poco predispuesto a tolerar tanta palabrería y estaba a punto de expresar su impaciencia cuando el doctor Wo le quitó las palabras de la boca.

– Creo que lo que le interesa al doctor Stapleton es saber qué agente pudo haber sido el responsable de lo que estamos viendo en este pequeño fragmento de ECG. ¿Estoy en lo cierto, doctor?

Jack asintió enérgicamente.

– Bien -dijo Shirley, visiblemente incómoda por haber sido puesta en evidencia-, estoy segura de que hay toda una serie de sustancias capaces de provocar semejante situación, incluyendo los niveles tóxicos de cualquier sustancia capaz de producir arritmia; sin embargo, creo que pudo ser causada por un repentino desequilibrio electrolítico, especialmente de potasio o calcio. Eso es todo lo que puedo decir.

– Bien dicho -la felicitó el doctor Wo devolviendo a Jack la hoja de Sobczyk con el ECG.

Jack la cogió mientras meditaba lo que Shirley acababa de decir. No había añadido nada nuevo, pero las palabras «repentino desequilibrio electrolítico» le dieron una idea. La razón de que él y los demás hubieran descartado el posible papel desempeñado por el potasio se debía a que el laboratorio había asegurado que los niveles de potasio post mórtem eran normales. Como todo el mundo sabía, los niveles de potasio ascendían tras la muerte porque las vastas reservas de potasio del cuerpo eran intracelulares y se mantenían por un sistema de transporte activo. Tras el fallecimiento, el sistema de transporte se detenía y el potasio era inmediatamente liberado. Cualquier aumento repentino de potasio en un individuo debido a la inyección de una dosis antes de la muerte quedaría disimulado. Jack debía admitir que si alguien deseaba matar a un paciente, esa era una forma especialmente astuta e insidiosa de lograrlo.

– Si encuentra más registros de ECG, háganoslo saber -le estaba diciendo el doctor Wo-, quizá podríamos ser más exhaustivos a la hora de proponer pistas. No tiene más que traerlos.

– Gracias. Otra cosa -añadió Jack viendo los dos post-it de Laurie pegados en la hoja-. ¿Alguno de ustedes sabe qué tipo de análisis es esto? -preguntó arrancando el post-it con las letras «MFUPN» escritas en él y entregándoselo.

El doctor Wo lo miró y negó con la cabeza lo mismo que Shirley.

– Ni idea -contestó devolviendo el papelito a Jack-, pero sé de alguien que quizá sí lo sepa: David Hancock, el supervisor de noche del laboratorio. Por suerte, el laboratorio se encuentra al final del pasillo -agregó señalando una puerta a menos de cuatro metros de distancia-. Sé que está por aquí porque me ha ayudado hace un rato.

Jack cogió el post-it y volvió a pegarlo en la hoja junto al otro. Teniendo el laboratorio tan a mano, creyó que valía la pena asomarse y ver si Hancock estaba disponible.

– Ignoro qué es un MFUPN, pero sí sé lo que es un MEF2A -comentó Wo fijándose en el otro post-it.

– Ah, ¿sí? -preguntó Jack, que ni siquiera estaba seguro de dónde había sacado Laurie el acrónimo.

– Es un gen -dijo Wo-. Produce una proteína que controla la sucesión de acontecimientos que aseguran la salud del recubrimiento interno de las arterias coronarias.

– Interesante -repuso Jack mientras se preguntaba de qué modo podía asociarse aquello con las muertes de la serie de Laurie-. ¿Qué quiere decir que dé positivo?

– Bueno, eso es un tanto engañoso -admitió Wo-. Cuando alguien escribe «MEF2A positivo», lo que realmente está diciendo es que ha dado positivo para el marcador de la variante mutada del gen MEF2A. En ese caso se trata de alguien que produce una proteína defectuosa y como consecuencia tendrá bastantes probabilidades de desarrollar una enfermedad coronaria, como ha sido el caso de mi paciente de esta noche: ha dado positivo en el marcador del gen MEF2A, y aquí está, con un infarto agudo de miocardio, y eso que hemos intentado evitarlo manteniendo los niveles de colesterol lo más bajos posibles.

– Bien, estoy seguro de que todo esto me será de ayuda -dijo Jack, que en realidad no estaba del todo convencido de que así fuera.

Cuando volviera al Manhattan General y fuera a ver a Laurie tendría que preguntarle de dónde lo había sacado y, si correspondía, explicarle lo que acababan de decirle.

Dio las gracias a Shirley y a Wo y se encaminó rápidamente hacia el laboratorio rogando que Hancock estuviera disponible. Cuando entró, miró el reloj y su nivel de ansiedad subió un tanto: eran las tres y veintidós.


Laurie apretó repetidamente el botón de llamada. Había perdido la cuenta de las veces que lo había hecho desde que Jazz se había marchado, y el hecho de que nadie respondiera hacía que se sintiera aún más vulnerable. Pensó que Rakoczi se estaba mostrando deliberadamente hostil, tal como había dado a entender que haría antes de salir. Laurie se miró la mano con la que sostenía el timbre: estaba temblando.

Por si su ansiedad fuera poco, el dolor de la operación había empeorado, especialmente tras haber pasado de la camilla a la cama y después de haber cogido el teléfono. Antes solo lo había notado al moverse, pero en esos momentos era constante. No cabía duda de que necesitaba un calmante, pero se mostraba reacia a pedirlo por los inevitables efectos hipnóticos que tendría. En aquellas circunstancias, Laurie no quería sentirse más aturdida de lo que ya estaba. Si pretendía tener la oportunidad de protegerse antes de que Jack llegara, debía conservar el dominio de sus sentidos.

Justo cuando había decidido ver qué pasaría si salía de la cama y se ponía en pie, alguien entró rápidamente en la habitación. No se trataba ni de Elizabeth ni de Jazz, sino de una mujer aún más morena que esta y de negros cabellos sujetos en una cola de caballo. Llevaba una gran bandeja dividida en compartimientos llenos de tubos de ensayo, jeringas y demás.

– ¿Laurie Montgomery? -preguntó mirando un formulario.

– Sí -contestó la interpelada.

– Necesito sacarle un poco de sangre para unos análisis de coagulación.

La mujer dejó la bandeja a los pies de la cama de Laurie, cogió el tubo del color correspondiente y se acercó con un torniquete en la mano.

– Oiga, necesito un teléfono -dijo Laurie mientras la mujer le cogía el brazo en busca de una vena y le daba golpecitos en la que le pareció más adecuada-. Este que hay aquí no tiene línea.

– No puedo ayudarla con lo del teléfono -dijo la mujer con voz cantarina-. Yo solo soy una de las asistentes del laboratorio. -Encontró la vena y aplicó el torniquete.

Laurie se disponía a contarle la situación en que se hallaba cuando vio el nombre de la mujer en la tarjeta de identificación: «Kathleen Chaudhry». Al igual que «Rakoczi», se trataba de un apellido poco corriente; y también, al igual que Rakoczi, figuraba en la lista de la gente que había sido transferida del St. Francis y que Roger había conseguido. Laurie pensó que, lo mismo que la enfermera, aquella desconocida también podía ser su asesina múltiple.

Apartó el brazo con brusquedad, y la asistente trastabilló, sobresaltada, aunque no tardó en recobrar el equilibrio.

– Tranquilícese -dijo-. Solo voy a sacarle un poco de sangre.

– No quiero que me saquen sangre -declaró Laurie, cuya voz reflejaba su determinación. Se sentía paranoica, pero con motivo. Era como si la estuvieran torturando, rodeándola de asesinos en potencia.

– Su médico ha pedido estos análisis -dijo Kathleen-. Es por su bien. Solo tardaré un segundo y apenas lo notará. Se lo prometo.

– No voy a dejar que me saquen sangre -dijo Laurie con firmeza-. Lo siento, así que no intente convencerme.

– Como usted quiera -replicó la asistente alzando las manos-. A mí me da igual, pero voy a tener que avisar a las enfermeras.

– Haga lo que quiera, y ya que está en ello, diga a la que encuentre que venga de inmediato.

Tras dejar clara su irritación tirando los tubos de ensayo en la bandeja de cualquier manera, Kathleen salió.

De nuevo, el pesado silencio del durmiente hospital se abatió sobre Laurie, que en esos momentos empezaba a poner en duda su cordura. ¿De verdad esos nombres habían figurado en las listas de Roger o era cosa de su imaginación? No estaba segura, pero sí sabía algo sin asomo de duda: quería que Jack llegara y se la llevara de allí sin tardanza.

Haciendo frente al dolor, que empeoraba con el más mínimo movimiento de sus músculos abdominales, Laurie empezó a arrastrarse centímetro a centímetro hacia los pies de la cama con la intención de pasar más allá de la barandilla e intentar ponerse en pie. Estaba a medio camino cuando Jazz irrumpió en la habitación.

– ¡Quieta ahí, señorita! ¿Adónde cree que va?

Laurie la miró con clara ironía.

– Necesito encontrar una enfermera que responda a mis llamadas.

– Deje que le diga algo, cariño -contestó Jazz-, no es usted la única paciente de esta planta ni tampoco la que está peor. Aquí tenemos nuestras prioridades, y usted lo entendería si se tomara el tiempo necesario para pensar, aunque solo fuera un minuto. ¿Qué quiere? ¿Calmantes?

– Quiero un teléfono -replicó Laurie-. El de la mesilla de noche no tiene línea.

– Mire, ocuparse de que los teléfonos funcionen es cosa del personal diurno del Departamento de Comunicaciones. Este es el turno de las enfermeras de noche. Aquí no tenemos tiempo para ese tipo de historias.

– ¿Dónde están mis cosas? -preguntó Laurie consciente de que todo quedaría arreglado con tal de que pudiera recuperar su móvil.

– Deben de tenerlas en Cirugía.

– Las quiero aquí ahora mismo.

– Tiene usted un montón de exigencias -se burló Jazz-. Debo reconocerlo. Pero escuche, cariñito: esta noche en Cirugía están hasta los topes, lo cual significa que aquí también lo vamos a estar. Se ocuparán de sus cosas cuando tengan tiempo. Y ahora, si me disculpa, tengo pacientes de los que ocuparme.

– ¡Espere! -llamó Laurie antes de que Jazz desapareciera por la puerta, y añadió cuando la enfermera dio media vuelta-: quiero que me quiten esta vía intravenosa.

– Lo siento -dijo Jazz meneando la cabeza. Volvió al lado de Laurie y metiéndole una mano bajo la axila la empujó sin avisar hasta devolverla a su anterior posición en la cama. Laurie hizo una mueca de dolor, sorprendida por la fuerza de la enfermera-. Estaba usted en estado de shock cuando llegó a Urgencias -prosiguió Jazz-. Necesita esa vía en el caso de que recaiga. Necesita líquido y puede que también más sangre.

– Pueden ponerme otra vía -propuso Laurie-, pero quiero que me quiten esta. Si no me la saca, me la arrancaré yo misma.

Jazz contempló a Laurie durante un instante.

– La verdad, es usted un verdadero engorro. Se lo aviso: tendrá usted un problema si se arranca esa vía. Es una línea periférico-central, lo cual significa que hay un largo catéter sujeto bajo ese pequeño vendaje. Si se le ocurre tirar de él, se va a llevar de paso una buena cantidad de tejido.

– Quiero que avisen a mi médico. De lo contrario me quitaré esta vía pase lo que pase, bajaré de la cama y saldré caminando de aquí.

En el rostro de Jazz reapareció la misma sonrisa desafiante de antes.

– ¡Es usted demasiado! ¡En serio! He leído que esta noche ha estado a punto de morir desangrada; y ahora, solo unas horas más tarde, ya está dando órdenes. Le diré lo que voy a hacer: llamaré al médico y le contaré exactamente lo que acaba usted de decirme. ¿Qué le parece eso?

– Sería mejor si yo se lo explicase.

– Puede, pero hay un problema porque el teléfono de su mesilla no funciona. De todas maneras yo lo llamaré y le explicaré la situación exactamente, incluyendo su negativa a permitir que le saquen sangre para un análisis de coagulación; luego, volveré. ¿Qué le parece eso?

– Es un comienzo -admitió Laurie.

Cuando Jazz salió del cuarto, Laurie dejó caer la cabeza en la almohada. El respaldo de la cama estaba inclinado unos treinta grados. La sangre le latía en las sienes, el dolor de la incisión había empeorado, y temía que se le hubieran desgarrado algunos puntos. Tenía la impresión de que su pánico había llegado a lo máximo. Respiró hondo y dejó escapar el aire lentamente en un intento de relajarse mínimamente. Incluso se permitió cerrar los ojos. Que Jazz se pusiera en contacto con Laura Riley no era lo mismo que tener a Jack al teléfono; pero, tal como había dicho, constituía un buen comienzo.

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