Para sorpresa de Laurie, Jack llegó poco después de que ella y Lou bajaran a enfrentarse con la prensa. Había supuesto que él cogería un taxi, pero la corrigió y le explicó que, a aquella hora de la mañana, su bicicleta era el único vehículo adecuado cuando se trataba de cruzar la ciudad y el tiempo apremiaba.
Para Laurie y Lou, tratar con los periodistas resultó agotador desde el principio. Incluso les fue difícil hacerlos callar de lo alterados que estaban. Las posibilidades que ofrecía la historia de un cuerpo anónimo, sin cabeza ni manos, hallado en el refrigerador de un importante hospital, eran aún mejores que la de dos adolescentes arrollados por un tren. Con su imaginación característica, ya habían trazado un escenario adecuado.
Laurie se dirigió a los periodistas en primer lugar. La idea de que los chicos se habían electrocutado al orinar sobre la vía provocó cierta incredulidad, pero no despertó un desmedido interés. El grupo se mostró mucho más atento y alborotado cuando Lou les habló -aunque sin revelarles nada importante- del cuerpo sin identificar.
Poco después, Jack realizó la autopsia de Rousseau con la ayuda de Marvin mientras Lou miraba. Laurie había insistido en no estar presente, de modo que hizo equipo con Sal y se ocupó del estudiante hallado en el parque. Ambos casos quedaron listos casi al mismo tiempo.
Mientras compartían unos emparedados y unos refrescos de las máquinas expendedores en el comedor, Jack hizo un resumen de lo hallado en la autopsia de Roger: la primera bala le había seccionado la médula espinal y lo habría dejado parapléjico de no haber sido por el golpe de gracia del segundo proyectil, que le atravesó el corazón y, tras rozar una costilla, acabó alojándose en la pared ventricular izquierda.
Durante su breve monólogo, Laurie se esforzó por mantener una apariencia de calma, sin dejar traslucir que los detalles que estaba escuchando afectaban a alguien a quien apreciaba especialmente; y, para mantener la ficción, incluso planteó algunas preguntas técnicas que Jack estuvo encantado de responder. Este explicó que la cabeza y las manos habían sido seccionadas mucho después de que el corazón hubiera dejado de latir, y que tenía la convicción de que el desdichado no había sufrido porque la muerte había sido casi instantánea. En cuanto a las balas, no cabía duda de que eran de nueve milímetros.
Después de llamar a su capitán para ponerlo al corriente de los detalles, Lou propuso a Laurie que lo acompañara al Manhattan General para ayudarlo a identificar cualquier tipo de lista que pudieran hallar en el despacho de Roger. Laurie dijo que sí sin dudarlo. Deseoso de no quedar al margen, Jack preguntó si podía acompañarlos. Según sus palabras, no quería perderse la oportunidad de participar en el castigo que AmeriCare merecía, ya que estaba convencido de que la prensa iba a tener un día especialmente atareado tan pronto intuyera lo que estaba sucediendo de puertas adentro. En especial después del caso de Patricia Pruit, se situaba claramente del lado de Laurie.
Antes de salir, Laurie pasó por la sala de comunicaciones para avisar a la operadora de que se marchaba y se aseguró de dejarle el número de su móvil. Como forense de guardia, debían poder ponerse en contacto con ella en caso de que fuera necesario.
Para dirigirse al Manhattan General, subieron todos en el Chevrolet Caprice de Lou; Laurie, delante; y Jack, detrás. La llovizna matinal se había convertido casi en bruma; aun así, Jack y Laurie prefirieron abrir sus respectivas ventanillas y aguantar la humedad antes que tener que respirar el aire del interior del vehículo. Durante el trayecto, Laurie puso a Jack al corriente del mensaje que Roger le había dejado en el contestador.
– El tal Najah parece buen candidato -comentó Jack-. Puede incluso que demasiado bueno. El hecho de que sea un anestesista quien esté tras el misterio puede explicar en buena parte por qué los de Toxicología no han encontrado nada. Podría haber utilizado algún tipo de gas sumamente volátil.
Lou le informó de lo que ya habían averiguado sobre Najah y su nueve milímetros y añadió que haría analizar la pistola por su gente de Balística, eso si tenían la suerte de encontrarla.
Salvo por la mayor presencia de policías uniformados, el hospital parecía normal, con el ajetreo habitual de gente entrando y saliendo y de pacientes trasladados en sillas de ruedas. Una larga cola de visitantes salía del mostrador de información, y un flujo constante de médicos y enfermeras con sus batas blancas cruzaba el vestíbulo.
Lou se excusó y fue a hablar un momento con uno de los policías. Jack y Laurie se mantuvieron aparte.
– ¿Cómo lo llevas? -le preguntó Jack.
– Mejor de lo que pensaba -contestó Laurie.
– Me tienes impresionado -reconoció Jack-. No entiendo cómo eres capaz de concentrarte con todos los asuntos que tienes en la cabeza.
– La verdad es que intentar averiguar qué ha ocurrido aquí, me ayuda porque consigue que me olvide de mis problemas -comentó Laurie, que en esos momentos estaba pensando en el dolor abdominal que había estado padeciendo, ya que tenía la impresión de que el traqueteo del coche de Lou se lo había empeorado. No era tan intenso como el que sufrió en el taxi la noche anterior, pero se podía calificar de dolor, y Laurie pensó si no se trataría de una apendicitis. La localización correspondía, a pesar de que sus manifestaciones fueran irregulares. Justo cuando pensaba comentárselo a Jack, Lou regresó.
– Vayamos a la escena del crimen antes de pasar por el despacho de Rousseau. Según parece, los chicos del CSI han adelantado trabajo.
Cogieron el ascensor para bajar al sótano y siguieron las flechas para llegar al anfiteatro. Las viejas puertas tapizadas de cuero estaban abiertas de par en par, y una tira de cinta amarilla tendida de un lado a otro impedía la entrada. Un agente de uniforme guardaba el lugar. Lou se coló por debajo de la cinta, pero cuando Laurie quiso hacer lo mismo, el agente se lo impidió.
– Está bien -dijo Lou acudiendo en su ayuda-. Vienen conmigo. Déjelos pasar.
Unos potentes reflectores iluminaban el interior del anfiteatro semicircular, y su claridad alcanzaba incluso las filas superiores de asientos. Había varios investigadores que seguían trabajando.
– Me han dicho que habéis encontrado algo -dijo Lou al jefe de los investigadores.
– Eso creo -repuso este modestamente haciéndoles un gesto para que lo siguieran hacia la pared más alejada del escenario, donde señaló unas marcas de tiza en el suelo.
– Hemos establecido que el cuerpo acabó aquí, con la cabeza tocando el rodapié. A pesar de que la zona ha sido limpiada superficialmente, pudimos ver claramente las salpicaduras de sangre, lo cual nos dio una idea bastante clara de dónde se hallaba la víctima cuando le dispararon.
Phil guió entonces al grupo hasta la entrada del anfiteatro y señaló otros dos círculos de tiza cercanos.
– Aquí es donde encontramos los dos casquillos de nueve milímetros, lo cual nos hace pensar que el asesino se hallaba a unos cuatro metros de la víctima cuando le disparó.
Lou asintió mientras pasaba los ojos de un sitio a otro entre el lugar del cuerpo y el de los casquillos.
– Y por último -añadió Phil, guiándolos de nuevo hasta poner la mano en una mesa de autopsias-, aquí es donde fue mutilado.
– Un anfiteatro de autopsias -comentó Lou-. De lo más adecuado para el asesino.
– Desde luego -repuso Phil señalando el aparador lleno de instrumental-. Incluso tuvo a su disposición las herramientas adecuadas. Sabemos qué cuchillos y sierras empleó.
– Buen trabajo -dijo Lou, y miró a Jack y Laurie-. ¿Se os ocurre alguna pregunta que hacer como forenses que sois?
– ¿Cómo averiguasteis que la mesa de autopsias fue utilizada para seccionar las manos y la cabeza? -preguntó Jack.
– Desmontamos el drenaje -contestó Phil-. Había rastros en el codo.
– Veamos el lugar donde se halló el cuerpo -pidió el detective.
– No hay problema -respondió Phil.
Los condujo al otro lado del anfiteatro, más allá de donde habían dibujado en el suelo la silueta del cuerpo, y salieron por una puerta hasta un corto pasillo. Pasaron ante una pequeña oficina llena de trastos que, según Phil, eran del responsable del depósito. Al final del pasillo, llegaron a una recia puerta de madera que parecía salida de una carnicería. La abrieron con un chasquido, y una helada niebla que apestaba a formaldehído se esparció por el suelo.
Tanto Laurie como Jack estaban familiarizados con el tipo de cuarto que había al otro lado. Era exactamente igual que el refrigerador de Anatomía de la universidad, donde se almacenaban los cadáveres antes de ser llevados a diseccionar. A ambos lados había hileras de cuerpos colgando de tenazas insertadas en los oídos y sujetas al techo.
– El cuerpo de la víctima se encontraba en una camilla situada al fondo, cubierto por una sábana -dijo Phil señalando el final del cuarto-. Desde aquí no se ve bien. ¿Quieren que se lo enseñe?
– Yo paso -dijo Lou-. Los refrigeradores de cadáveres me ponen los pelos de punta.
– Es increíble que encontraran el cuerpo tan pronto -dijo Jack-. Me da la impresión que estos de aquí llevan años colgando.
Laurie alzó los ojos al cielo. Siempre le parecía sorprendente que Jack viera con humor cualquier situación.
– Desde luego, el asesino no quería que descubrieran el cuerpo ni que lo identificaran -comentó.
– Subamos al despacho de Rousseau -propuso Lou.
Dado que era sábado, la zona de Administración estaba casi desierta. Un agente de uniforme que estaba leyendo un ejemplar del Daily News se puso en pie de un salto cuando vio acercarse al grupo y en especial al detective Soldano. Tras él se hallaba la puerta del despacho de Roger, sellada con una tira de cinta amarilla de la policía.
– Confío en que nadie haya entrado ahí -dijo Lou al agente.
– No desde que usted llamó esta mañana, teniente.
Lou asintió y apartó la cinta, pero antes de que pudiera abrir la puerta, una voz lo llamó. Se dio la vuelta y vio a un hombre con aspecto de estrella cinematográfica caminando hacia él con la mano tendida. Tenía los grises cabellos veteados de rubio; y el rostro, bronceado, lo cual hacía que sus ojos azules aún lo parecieran más. Ofrecía todo el aspecto de estar recién llegado del Caribe. Lou se puso en guardia.
– Soy Charles Kelly, presidente del Manhattan General -dijo el hombre sacudiendo la mano del detective con innecesario vigor.
Lou había intentado concertar una cita con él el día antes, pero no le había sido concedida, como si semejante contacto estuviera por debajo de la categoría del presidente. Lou habría insistido si lo hubiera considerado importante; pero, tal como estaban las cosas, tenía asuntos más urgentes.
– Lo siento -añadió Charles-. Ayer no pudimos establecer contacto. Fue uno de esos días con la agenda a rebosar.
Lou asintió y vio que Kelly miraba a Jack y a Laurie, de modo que se los presentó.
– Me temo que ya conozco al doctor Stapleton -dijo Kelly, envarándose.
– ¡Buena memoria! -exclamó Jack-. Debe de hacer ya más de ocho años desde que os eché una mano cuando tuvisteis aquel lío con aquellos malditos gérmenes.
Charles se volvió hacia Lou.
– ¿Qué hacen ellos aquí? -Su tono era cualquier cosa menos amistoso.
– Me están ayudando en mi investigación.
Charles asintió, como si estuviera sopesando las palabras del detective.
– El lunes comunicaré al doctor Bingham que han estado ustedes aquí. Entretanto, quería presentarme ante usted, teniente, y decirle que estoy aquí para proporcionarle toda la ayuda que necesite.
– Gracias. Creo que por el momento tenemos todo lo que necesitamos.
– Hay algo más que me gustaría pedirle.
– Adelante, dispare.
– Con dos desgraciados asesinatos en prácticamente dos días, me gustaría que fuera todo lo discreto que pueda, en especial en lo tocante a los detalles morbosos del que han descubierto hoy. Es más, me gustaría pedirle con todos los respetos que cualquier información que vaya a difundirse pase primero por nuestro Departamento de Relaciones Públicas. Debemos pensar en la institución y evitar cualquier daño colateral.
– Me temo que algunos de los detalles más delicados de este caso ya están en manos de los medios -admitió Lou-. No tengo ni idea de qué más puede haberse filtrado, pero yo me vi obligado a celebrar una miniconferencia de prensa. Le aseguro que no facilité detalles. En una investigación como esta, es mejor no hacerlo.
– Esa es mi opinión precisamente, aunque supongo que por motivos diferentes -dijo Charles-. De todas maneras, estaremos agradecidos de cualquier ayuda que pueda usted brindarnos en esta desgraciada circunstancia. Buena suerte con sus investigaciones.
– Gracias -contestó Lou.
Charles Kelly dio media vuelta y se alejó.
– ¡Menudo capullo! -comentó Jack.
– Apuesto a que estuvo en Harvard -dijo Lou no sin envidia.
– Vamos, acabemos con esto -apremió Laurie-, que yo tengo que volver al trabajo.
El detective abrió la puerta, y los tres entraron en el despacho.
Mientras Laurie dudaba de si cruzar el umbral, Lou y Jack fueron directamente al escritorio de Roger. Los ojos de Laurie recorrieron la estancia lentamente. Hallarse en el espacio de su amigo le hizo comprender la enormidad de la pérdida. Hacía cinco semanas que lo había conocido, y en lo más profundo de su interior sabía que no había llegado a conocerlo de verdad; aun así, le había gustado y hasta era posible que lo hubiera amado. Intuitivamente estaba convencida de que era una buena persona y era consciente de que se había mostrado generoso cuando ella lo necesitaba. Es más, creía que en ciertos aspectos, se había aprovechado de él, lo cual le provocó una punzada de culpa.
– Laurie, ven -llamó Lou.
Se disponía a acudir, pero se detuvo cuando el móvil sonó en su bolsillo. Era una de las telefonistas del departamento con un mensaje de que había llegado un caso de un sujeto detenido por la policía. Ella le aseguró que estaría de vuelta en una hora y le pidió que avisara a Marvin para que fuera haciendo los preparativos. La muerte de cualquier individuo custodiado por la policía tenía siempre repercusiones políticas. Sin duda iba a tener que hacerle la autopsia ese mismo día sin poder aplazarla al lunes.
– Parece que aquí hay mucho material -dijo Lou cuando Laurie se les unió-. Puede que estas hojas sean las más importantes porque incluso tienen asteriscos al lado de los nombres. -Entregó las hojas a Jack, que les echó un vistazo antes de pasárselas a Laurie. Se trataba de los credenciales de los doctores José Cabero y Motilal Najah.
Laurie los leyó atentamente.
– La época del traslado de Najah y el hecho de que pidiera expresamente el turno de noche lo convierten como mínimo en sospechoso.
– Me pregunto por qué el documento de su arresto no figura aquí -se preguntó Lou-. Se trata de algo importante para alguien que maneja sustancias controladas. Me refiero a que debería figurar en su solicitud al Departamento de Lucha Contra la Droga.
Laurie se encogió de hombros.
– Aquí hay otra lista en la que Rousseau puso asteriscos -dijo Lou-. Es de gente que pasó del St. Francis al Manhattan General entre mediados del mes de noviembre y mediados de enero.
Jack la examinó y se la entregó a Laurie. Ella leyó los siete nombres y tomó nota de los departamentos en los que trabajaban.
– Todos esos individuos pueden tener acceso a los pacientes, especialmente durante el turno de noche.
El detective asintió.
– Nos han hecho todo el trabajo. Es casi demasiado. Aquí hay una lista de ocho médicos que han sido despedidos de este hospital durante los últimos seis meses. Supongo que cualquiera de ellos podría ser un chiflado con ansias de vengarse de AmeriCare.
– Eso me resulta familiar -comentó Jack-. Quizá te gustaría añadir mi nombre a esa lista.
– Voy a tener que organizar todo un equipo para que empiece a trabajar en esto -dijo Lou-. Si Najah no es nuestro hombre, tendremos que interrogarlos a todos. A ver… Me pregunto qué será esto. -El detective señalaba un CD que estaba encima de las listas.
– Comprobémoslo -propuso Laurie, que cogió el disco, lo cargó en el ordenador de Roger y después tecleó rápidamente la contraseña. Jack hizo un gesto y Laurie se fijó en su reacción, pero prefirió pasarla por alto.
El contenido del disco resultó ser un archivo digital de los historiales clínicos de la serie de casos de Laurie, incluyendo los del St. Francis. Supuso que Roger había conseguido los datos de ese hospital cuando había ido a buscar los expedientes de los empleados. Explicó a Lou de qué se trataba y le preguntó si podía llevarse el disco porque podía serle de ayuda cuando revisara los que ya tenía.
El detective lo meditó un segundo.
– ¿Puedes hacer una copia?
Laurie localizó el grabador del ordenador e hizo una para ella.
– La verdad es que no me importaría tampoco tener copias del material impreso -dijo después de pensarlo-. Más tarde tendré tiempo de repasarlo y quizá se me ocurra alguna idea útil. Estoy segura de que debe de haber una fotocopiadora en alguna parte.
– Me parece bien -repuso Lou-. Con tanto material, necesitaremos toda la ayuda posible.
La fotocopiadora estaba fuera del despacho, y Laurie hizo copias de todas las listas de Roger. Cuando hubo acabado, dijo a Jack y a Lou que tenía que volver al trabajo.
– ¿Quieres que vuelva contigo? -preguntó Jack-. Si te apetece marcharte a casa, yo puedo quedarme de guardia en tu lugar.
– Estoy bien -le aseguró ella-. Prefiero mantenerme ocupada que quedarme en casa de brazos cruzados. Me parece bien si quieres venir, pero es cosa tuya.
Jack miró al detective.
– ¿Qué plan tienes?
– Tengo que interrogar al tipo que encontró el cuerpo. Luego quiero ver al tal Najah y comprobar si hemos tenido suerte con la localización de su arma. Puede que, con recordarle que existe la ciencia de la balística, sea suficiente para que cante de plano. Eso no estaría mal.
– ¿Te importa si me quedo contigo un rato? Me gustaría conocer al tal Najah.
– Como gustes.
Jack se volvió hacia Laurie.
– Iré dentro de un rato. Si quieres, te ayudaré con la autopsia del tipo ese custodiado por la policía.
– Eso no será problema -contestó Laurie-. Te veré cuando vuelvas, pero gracias por haberte encargado del caso que ya sabes. Lo digo en serio.
Laurie dio un abrazo a los dos, pero prolongó un poco más el de Jack, e incluso le dio un apretón en el brazo antes de marcharse.
Antes de abandonar la zona administrativa del hospital, Laurie pasó por los aseos de señoras. Dejó el CD y las fotocopias encima del lavabo y entró en un excusado. Mientras se aliviaba, meditó sobre la inoportuna desaparición de Roger y el trágico destino que habían sufrido los dos adolescentes, cuya travesura les había costado la vida. Ambos sucesos le recordaron que los seres humanos, como el resto de las criaturas de este mundo, grandes o pequeñas, se sostenían precariamente al borde del abismo.
Ocupada en aquellos pensamientos, dobló un trozo de papel higiénico para limpiarse, pero cuando se disponía a tirarlo al retrete notó algo extraño: tenía una pequeña mancha de sangre. ¡Estaba perdiendo!
Instintivamente, Laurie se encogió ante lo que aquello significaba. No se trataba más que una diminuta cantidad de sangre; pero, por lo que alcanzaba a recordar, no era buena señal estando embarazada, especialmente de tan pocas semanas. Sin embargo, dado que hacía tiempo que había olvidado lo que había aprendido de obstetricia durante la carrera, no quería precipitarse en sus conclusiones.
¿Por qué estas cosas siempre tienen que ocurrir los fines de semana?, se lamentó para sus adentros. Le habría gustado preguntar a Laura Riley qué significaba, pero era reacia a molestarla un sábado. Cogió otro trozo de papel higiénico y volvió a limpiarse. La sangre no reapareció, lo cual fue un alivio; no obstante, si sumaba a la sangre las molestias abdominales, el panorama resultaba como mínimo poco alentador.
Mientras se lavaba las manos, Laurie se contempló en el espejo. Las últimas noches sin apenas dormir le estaban pasando factura: aunque no estaban a la altura de las de Janice, bajo los cansados ojos tenía unas profundas ojeras, y su rostro aparecía demudado. Además, la invadía el presentimiento de que aún le quedaban más pruebas a las que enfrentarse, de modo que rogó para que, si eso sucedía, tuviera las suficientes reservas emocionales para hacerles frente.