Capítulo IV



El procurador viejo

El señor Caleb Jonathan vivía en Essex. Después de un cortés intercambio de cartas, Poirot recibió una invitación, casi una orden real, para cenar y dormir. El anciano era un verdadero tipo. Tras la insipidez de Jorge Mayhew, el señor Jonathan hacía el efecto de una copa de su propio vino añejo.

Tenía métodos propios para abordar un asunto y sólo fue allá hacia la medianoche cuando, paladeando una copa de viejísimo y fragante coñac, el señor Jonathan se tornó afable de verdad. Al estilo de un oriental, había agradecido que Hércules Poirot evitara, cortésmente, discutir el tema de la familia Crale.

—Nuestra casa, claro está, ha conocido a muchas generaciones de los Crale. Conocía a Amyas Crale y a su padre, Ricardo Crale... y recuerdo a Enoch Crale, el abuelo. Hacendados rurales todos ellos, que daban más importancia a los caballos que a los seres humanos. Cabalgaban fuerte, gustaban de, las mujeres y no querían saber nada de ideas. Desconfiaban de las ideas. Pero la mujer de Ricardo Crale tenía la cabeza llena de ideas hasta los topes... más bien de ideas que de sentido común. Era poética y musical... tocaba el arpa, ¿sabe? Gozaba de una salud delicada y tenía un aspecto muy pintoresco en su sofá. Era admiradora de Kingsley. Por eso llamó a su hijo Amyas. El padre se burló del nombre; pero cedió.

«Amyas Crale sacó provecho de su mezclada herencia. Heredó la inclinación artística de la madre y la energía y el despiadado egoísmo de su padre. Todos los Crale eran egoístas. Jamás, ni por equivocación, eran capaces de comprender otro punto de vista que el suyo.

Tabaleando en el brazo del sillón con delicado dedo el anciano dirigió una penetrante mirada a Poirot.

—Corríjame si me equivoco, monsieur Poirot; pero creo que lo que a usted le interesa es... lo que pudiéramos llamar carácter, ¿verdad?

Replicó Poirot:

—Eso para mí constituye el principal interés en todos los casos.

—Lo concibo. Meterse como quien dice por debajo de la piel del criminal. ¡Interesantísimo! ¡Absorbente! Nuestra casa, claro está, nunca se ha ocupado de lo criminal. No hubiéramos sido competentes para obrar por cuenta de la señora Crale aun en el supuesto que nos hubiese gustado hacerlo. Mayhew, sin embargo, era una compañía muy adecuada. Contrataron los servicios de Depleach... Quizá no dieran pruebas de obtener mucha imaginación al hacerlo... No obstante, era un abogado muy caro y extremadamente teatral, claro está. Lo que no tuvieron fue inteligencia para ver que Carolina jamás cooperaría en la forma que él quería que cooperase. Ella no era mujer teatral.

—¿Qué era? —inquirió Poirot—. Es eso lo que principalmente me interesa saber.

—Sí, sí... claro. ¿Cómo llegó a hacer lo que hizo? Ésa es la verdadera cuestión vital. Yo la conocía, ¿sabe?, antes de que se casara. Carolina Spalding se llamaba entonces. Una criatura turbulenta y desgraciada. Llena de vida. La madre quedó viuda muy joven y Carolina le profesaba muchísimo cariño. Luego la madre se volvió a casar... hubo otra criatura. Sí... sí; muy triste, muy doloroso... Esos celos ardientes de la adolescencia.

—¿Era celosa?

—En grado sumo. Hubo un deplorable incidente. Pobre criatura, jamás se lo podía perdonar después. Pero ya sabe usted, monsieur Poirot, que esas cosas ocurren. Existe cierta incapacidad de aplicar los frenos. Eso se logra más tarde... con la madurez.

Preguntó Poirot:

—¿Qué sucedió?

—Maltrató a la criatura... al bebé... le tiró un pisapapeles. La niña perdió un ojo y quedó desfigurada por toda la vida.

El señor Jonathan exhaló un suspiro. Dijo:

—Ya puede usted imaginarse el efecto que una simple pregunta sobre ese particular causó durante el juicio.

Sacudió la cabeza:

—Creó la impresión de que Carolina Crale era mujer de genio indomable. Eso no era cierto. No; eso no era cierto.

Hizo una pausa. Luego prosiguió:

—Carolina Spalding iba con frecuencia a pasar unos día a Alderbury. Montaba bien y era muy aficionada a la equitación. Ricardo Crale le tenía afecto. Servía a la señora Crale y se mostraba hábil y dulce; la señora Crale también la quería. La muchacha no era feliz en su casa. Se sentía feliz en Alderbury. Diana Crale, hermana de Amyas, y ella eran amigas. Felipe y Meredith Blake, niños de la finca vecina, acudían con frecuencia a Alderbury. Felipe siempre mostraba ser un animalillo desagradable, sin más amor que el dinero. He de confesar que siempre me ha sido antipático. Pero me dicen que es un buenreconteur y un amigo leal. Meredith era lo que mis contemporáneos llamaban afeminado. Le gustaba la botánica y las mariposas y observar la vida de pájaros y otros animales. Hoy en día llaman a eso el estudio de la Naturaleza. ¡Ay de mí! Todos los jóvenes resultaron una desilusión para sus padres. Ninguno de ellos salía a la raza: caza, tiro y pesca. Meredith prefería observar a los animales en lugar de darles caza; Felipe prefería la ciudad al campo, y se dedicó al negocio de ganar dinero. Diana se casó con un hombre que no era un caballero... un oficial provisional durante la guerra. Y Amyas, el hermoso, fuerte y viril Amyas, se convirtió, ¡qué ocurrencia!, en pintor. Yo opino que Ricardo Crale murió del disgusto.

»Y andando el tiempo, Amyas se casó con Carolina Spalding. Siempre habían andado a la greña; pero no cabía la menor duda de que se trataba de un matrimonio de amor. Cada uno de ellos bebía los vientos por el otro. Y continuaron queriéndose. Pero Amyas era como todos los Crale: un egoísta despiadado. Amaba a Carolina, pero jamás se le ocurrió tenerle la menor consideración. Hacía lo que se le antojaba. Yo opino que la quería tanto como era capaz de querer a una persona..., pero la postergaba mucho a su arte... Éste ocupaba el primer lugar. Y debo decir que en ningún momento cedió el arte su lugar a una mujer. Tenía devaneos con las mujeres... le estimulaban..., pero las dejaba plantadas cuando acababa con ellas. No era sentimental ni romántico. Ni era tampoco totalmente sensual. La única mujer que le importaba un poco era su esposa. Y porque ella lo sabía, le aguantaba muchas cosas. Era un pintor magnífico, ¿sabe? Ella se daba cuenta de eso y lo respetaba. Salía en pos de sus amoríos y regresaba de nuevo... generalmente con un cuadro como recuerdo del suceso.

«Hubiera podido continuar así si no hubiese topado con Elsa Greer. Elsa Greer...

El señor Jonathan sacudió la cabeza.

Poirot preguntó:

—¿Y por qué Elsa Greer? Dijo el otro inesperadamente:

—Pobre criatura... pobre criatura...

—Conque... ¿esos sentimientos le inspira?

Respondió Jonathan:

—Tal vez sea porque soy un viejo; pero encuentro, monsieur Poirot, que hay algo en el desvalimiento de la juventud que me conmueve. ¡Es tan vulnerable la juventud! ¡Es tan despiadada... tan segura de sí misma! ¡Tan generosa y exigente!

Se puso en pie y se acercó a la biblioteca. Sacó un volumen, lo abrió, pasó las páginas. Luego leyó en voz alta:


Si la tendencia de vuestro amor es honorable,

y vuestra intención matrimonio, mandadme aviso mañana

por uno que yo procuraré para que a vos llegue,

de cuándo y en qué hora ejecutaréis el rito,

y mi destino a vuestros pies pondré

y os seguiré a través del mundo, dueño mío.


—He ahí cómo el amor aliado a la juventud, en las palabras de Julieta. Sin reticencias, sin retenciones, sin lo que llaman modestias de doncella. Es el valor, la insistencia, la fuerza despiadada de la juventud. Shakespeare conocía a la juventud. Julieta escoge a Romeo. Desdémona reclama a Otelo. No tienen dudas los jóvenes, ni temores, ni orgullo. Poirot dijo, pensativo:

—Así, pues, para usted, ¿Elsa Greer habló con las palabras de Julieta? —Sí. Era una niña mimada de la Fortuna... joven, hermosa, rica... Halló su pareja y la reclamó... No un Romeo joven, sino un pintor de edad madura, casado. Elsa Greer no tenía principios que la cohibieran. Se guiaba por el código moderno: Toma lo que quieras... ¡sólo se vive una vez!

Exhaló un suspiro, se recostó contra el respaldo de su asiento y volvió a tabalear dulcemente con los dedos sobre el brazo del sillón.

—¡Una Julieta de presa! Joven, despiadada, pero horriblemente vulnerable. Jugándoselo todo a una carta. Y al parecer, ganó. Y luego... en el último instante... la muerte interviene... y la Elsa viva, ardiente, gozosa, murió también. Quedó sólo una mujer dura, vengativa, fría, que odiaba con toda su alma a la mujer cuya mano había consumado el hecho. Cambió su voz:

—Vaya, vaya... perdóneme que haya caído en lo melodramático. Una joven cruda... con crudas perspectivas de la vida. Un tipo nada interesante en mi opinión. Juventud blanca, rosa, apasionada, pálida, etc. Quitemos eso y ¿qué queda? Sólo una mujer joven, algo mediocre, que busca otro héroe de tamaño natural a quien entronizar sobre un pedestal vacío. —Si Amyas Crale no hubiera sido un pintor famoso...

—Justo... justo. Ha comprendido usted admirablemente. Las Elsas de este mundo son adoradoras de héroes. Un hombre ha de haber hecho algo, ha de ser alguien... Carolina Crale, con todo, hubiera podido ver calidad en un dependiente de Banco o un agente de Seguros. Carolina amaba a Crale el hombre, no a Crale el pintor. Carolina Crale no era cruda... Elsa Greer sí lo era. Agregó:

—Pero era joven y bella, y a mi modo de ver, infinitamente digna de compasión. Hércules Poirot se acostó aquella noche muy pensativo. Le fascinaba el problema de la personalidad.

Para Edmunds, Elsa Greer era una cualquiera, ni más ni menos. Para el viejo Jonathan era la eterna Julieta. ¿Y Carolina Crale?

Todos la habían visto de distinta manera. Montague Depleach la había despreciado por derrotista... por la encarnación del romanticismo. Edmunds sólo había visto en ella «señorío». El señor Jonathan la había llamado una criatura tempestuosa, turbulenta. ¿Cómo la hubiera visto él, Hércules Poirot?

Tenía el presentimiento de que de la respuesta a esa pregunta dependía el éxito de la investigación.

Hasta entonces, ninguna de las personas con quienes se entrevistara habría abrigado la menor duda acerca de la culpabilidad de Carolina Crale. Podría ser lo que fuese; pero era una asesina, además.

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