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De nuevo volvió a encontrarse Hércules Poirot con la mirada penetrante y perspicaz de la señorita Williams. Y de nuevo experimentó la sensación de que el tiempo daba marcha atrás y de que él se convertía en un niño sumiso y aprensivo.

—Había —explicó— una pregunta que quería hacer.

La señorita Williams anunció estar dispuesta a escuchar qué pregunta era aquélla.

Poirot dijo lentamente, escogiendo sus palabras con cuidado:

—Ángela Warren sufrió una lesión siendo muy pequeña. En mis notas hallé referencias a ello dos veces. Una de ellas dice que la señora Crale le tiró un pisapapeles; la otra, que atacó a la niña con una palanqueta. ¿Cuál de las dos versiones es la verdadera?

La señorita Williams replicó vivamente:

—Jamás oí hablar de una palanqueta. La versión buena es la que menciona el pisapapeles.

—¿Quién le contó a usted la historia?

—La propia Ángela. Me la contó a principio de llegar yo a la casa y sin que yo le preguntase nada.

—¿Qué fue lo que dijo exactamente?

—Se tocó la mejilla y aclaró: Carolina me hizo esto cuando yo era una cría. Me tiró un pisapapeles. Nunca haga referencia a esto, ¿quiere?, porque le dará un disgusto.

—¿Mencionó alguna vez el asunto la propia señora Crale?

—Sólo indirectamente. Dio por sentado que conocía yo la historia. Recuerdo que una vez dijo: «Ya sé que usted opina que estoy echando a perder a Ángela con mis mimos; pero es que siempre me parece que nunca podré hacer bastante para reparar lo que hice.» En otra ocasión dijo: «El saber que uno ha hecho un mal permanente a otro ser humano es la carga más pesada que puede tener nadie que soportar.»

—Gracias, señorita Williams, eso era lo único que deseaba saber.

Cecilia Williams, dijo con brusquedad:

—No le comprendo, monsieur Poirot. ¿Le enseñó usted a Carla mi versión de la tragedia?

Poirot movió afirmativamente la cabeza.

—¿Y sigue usted...? —empezó la institutriz.

Y se interrumpió.

Dijo Poirot:

—Reflexione un instante. Si pasara usted junto a una pescadería y viera doce peces alineados sobre la losa de mármol, creería que todos eran peces de verdad, ¿no es cierto? Pero uno de ellos podría ser un pez disecado. ¿No?

La señorita Williams replicó con animación:

—Es muy poco probable eso y, sea como fuere...

—Ah, poco probable, sí; pero no imposible. Porque una vez un amigo mío se llevó un pez disecado. Era su profesión, ¿comprende?, y lo comparó con uno de verdad. Y si viera usted un jarrón de zinnias en una sala en diciembre, diría usted que eran artificiales... pero podrían muy bien ser flores de verdad traídas en avión de Bagdad.

—¿Qué significan todas esas tonterías? —exigió la señorita Williams.

—He querido demostrarle a usted nada más que es con los ojos de la inteligencia con los que uno ve en realidad...

Poirot aflojó un poco el paso al acercarse al gran edificio de pisos que daba a Regent's Park.

En realidad, pensándolo bien, no deseaba hacerle a Ángela Warren ninguna pregunta. La única que quería dirigirle podía esperar.

No; en realidad era su insaciable pasión por la simetría lo que le llevaba allí. Cinco personas... ¡tenía que haber cinco personas! Quedaba mejor así. Redondeaba las cosas.

Ah, bueno... ya pensaría en algo.

Ángela Warren le recibió con algo muy parecido a la avidez. Preguntó:

—¿Ha descubierto usted algo? ¿Ha hecho algún progreso?

Poirot movió afirmativa y lentamente la cabeza como un mandarín. Dijo:

—Por fin hago progresos.

—¿Felipe Blake?

Era medio pregunta, medio información.

—Mademoiselle, no deseo decir nada en este instante.

Aún no ha llegado el momento. Lo que le pediré a usted es que tenga la bondad de bajar a Handcross Manor. Los demás han expresado su conformidad en hacerlo.

Dijo ella, frunciendo levemente el entrecejo:

—¿Qué tiene usted la intención de hacer? ¿Reconstruir algo que sucedió hace dieciséis años?

—Verlo, tal vez, desde un punto más claro. ¿Irá?

Ángela Warren respondió lentamente:

—Oh, sí, iré. Resultará emocionante ver a toda esa gente otra vez. Les veré a ellos ahora tal vez desde un punto más claro, como lo espera usted, que entonces.

—¿Y llevará consigo la carta que me enseñó?

Ángela frunció el entrecejo.

—La carta es mía. Se la enseñé a usted con su cuenta y razón; pero no tengo la menor intención de permitir que la lean personas extrañas y poco comprensivas.

—Pero... ¿se dejaría guiar por mí en este asunto?

—No haré tal cosa. Llevaré la carta; pero usaré mi propio criterio, que me atrevo a creer vale tanto como el suyo por lo menos.

Poirot extendió las manos en gesto de resignación. Se puso en pie para marcharse. Dijo:

—¿Me permite que le haga una pequeña pregunta?

—¿Cuál es?

—Por la época de la tragedia acababa usted de leer, ¿no es cierto?, La luna y seis peniques, de Somerset Maugham.

Ángela se le quedó mirando. Luego contestó:

—Creo... pues sí, es completamente cierto. —Le miró con franca curiosidad—. ¿Cómo lo sabía usted?

—Quiero demostrarle, mademoiselle, que hasta en una cosa pequeña, sin importancia, tengo algo de brujo. Hay cosas que yo sé sin necesidad de que me las digan.

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