Capítulo III



Reconstrucción

El sol de la tarde iluminaba el interior del laboratorio de Handcross Manor. Habían sido introducidos en el cuarto unas butacas y un diván; pero servían más bien para hacer resaltar su aspecto de abandono que para amueblarlo.

Levemente cohibido, tirando de su bigote, Meredith Blake hablaba con Carla en una forma inconexa. Se interrumpió una vez para decir:

—Querida, eres muy parecida a tu madre... y sin embargo muy distinta a ella también.

Carla preguntó:

—¿En qué me parezco y en qué soy distinta?

—Tienes su colorido y su forma de moverse; pero eres... ¿cómo te diré...?, más positiva de lo que fue ella nunca.

Felipe Blake, ceñudo, atisbó por la ventana al exterior y tabaleó con los dedos sobre el vidrio. Preguntó:

—¿De qué sirve todo esto? Una magnífica tarde de sábado...

Hércules Poirot se apresuró a calmar los ánimos.

—Ah, presento mis excusas... es, ya lo sé, imperdonable estropear un partido de golf.Mais voyons, monsieur Blake, ésta es la hija de su mejor amigo. Hará usted un sacrificio por ella, ¿no es cierto?

El mayordomo anunció:

—La señorita Warren.

Meredith fue a recibir a otra persona que llegaba.

—Te agradezco que hayas encontrado tiempo para venir. Estás muy ocupada, ya lo sé.

La condujo hasta la ventana.

Dijo Carla:

—Hola, tía Ángela. Leí su artículo en el Times esta mañana. Es agradable tener una persona distinguida en la familia. —Señaló al joven alto, de mandíbulas cuadradas y ojos grises de sostenida mirada—. Éste es Juan Rattery.

—¡Oh...! No sabía... Él y yo... esperamos... casarnos.

Meredith fue a recibir a otra persona que llegaba.

—Caramba, señorita Williams, hacía muchos años que no nos veíamos.

Delgada, frágil e indomable, la institutriz entró en el cuarto. Su mirada descansó, pensativa, en Poirot unos instantes, luego miraron al joven alto, de hombros cuadrados y traje de mezclilla de buen corte.

Ángela Warren acudió a ella y dijo, con una sonrisa:

—Me vuelvo a sentir colegiala.

—Estoy muy orgullosa de ti, querida —dijo la señorita Williams—. Me has hecho honor. Ésta es Carla, supongo. No me recordará. Era demasiado joven.

Felipe Blake dijo, nervioso:

—¿Qué es todo esto? Nadie me dijo...

Intervino Hércules Poirot:

—Yo lo llamo... yo... una excursión al pasado. ¿Nos sentamos todos? Así estaremos preparados cuando llegue la última invitada, y cuando esté ella aquí podemos dar principio a nuestro trabajo... de apaciguar fantasmas.

Felipe Blake exclamó:

—¿Qué estupidez es ésta? Supongo que no se les va a ocurrir celebrar una sesión de espiritismo.

—No, no. Sólo vamos a discutir ciertos acontecimientos que se desarrollaron hace tiempo... a discutirlos y a ver, tal vez, más claramente su curso. En cuanto a los fantasmas, no se materializarán; pero ¿quién se atrevería a decir que no se hallan en este cuarto aunque nosotros no los veamos? ¿Quién puede garantizar que Amyas y Carolina no están aquí, escuchando?

Dijo Felipe Blake:

— ¡Qué tonterías más absurdas!

Y calló al abrirse la puerta de nuevo y anunciar el mayordomo a lady Dittisham.

Elsa Dittisham entró con aquella leve insolencia y aquel aire de hastío que le eran peculiares. Dirigió a Meredith una ligera sonrisa, miró con frialdad a Ángela y a Felipe y se dirigió a un asiento junto a la ventana, un poco apartada de los demás. Se aflojó las ricas pieles que llevaba al cuello y las dejó caer hacia atrás. Miró un segundo o dos a su alrededor; luego a Carla. La muchacha la contempló a su vez, estudiando, pensativa, a la mujer que tantos destrozos había hecho en la vida de sus padres. No se notaba en su juvenil rostro animosidad alguna, sólo curiosidad.

Dijo Elsa:

—Si he llegado tarde, lo siento, monsieur Poirot.

—Ha sido muy amable en venir, madame.

Cecilia Williams soltó un leve resoplido de desdén. Elsa correspondió a la animosidad de su mirada con una falta total de interés. Dijo:

—No te hubiera conocido a ti, Ángela. ¿Cuánto tiempo hace? ¿Dieciséis años?

Hércules Poirot aprovechó la oportunidad.

—Sí; han transcurrido dieciséis años desde que ocurrieron las cosas de las que hemos de hablar; pero permítame que les diga primero por qué estamos aquí.

Y, en breves palabras, dio a conocer la súplica que Carla le había dirigido y cómo había aceptado hacerse cargo de la investigación.

Siguió hablando rápidamente, haciendo caso omiso del tormentoso gesto que empezó a aparecer en el rostro de Felipe Blake y el escandalizado disgusto que reflejaba el de Meredith.

—Acepté el encargo... Me puse a trabajar para descubrir... la verdad.

Carla Lemarchant, en el gran sillón del abuelo, oyó las palabras de Poirot amortiguadas, como lejanas.

Escudándose los ojos con la mano, estudió subrepticiamente los cinco rostros. ¿Podía imaginarse a una de aquellas personas cometiendo un asesinato? La exótica Elsa; el colorado Felipe; el querido, agradable y bondadoso señor Meredith; la autoritaria institutriz; la competente Angela Warren...

¿Podría, haciendo un esfuerzo, imaginarse a uno de ellos asesinando a alguien? Sí; quizá... pero no sería la clase de asesinato que encajara. Felipe Blake en un acceso de furia, estrangulando a una mujer... sí; podía imaginarse eso... y podía imaginarse a Meredith amenazando a un ladrón con un revólver... y disparándolo por equivocación. Y podía imaginarse a Ángela Warren disparando un revólver también... pero no por equivocación. Sin que entrara en ello sentimiento personal alguno para nada... ¡la seguridad de la expedición dependía de ello! Y a Elsa, en un castillo fantástico, diciendo desde su lecho de sedas orientales: «¡Tirad a ese miserable por las almenas!» Todo locas fantasías... y ni en la más loca de todas conseguía imaginarse a la pequeña señorita Williams matando a nadie. Otro cuadro fantástico... «¿Ha matado usted a alguien alguna vez, señorita Williams?» «Sigue con tu lección de aritmética, Carla y no hagas preguntas estúpidas. El matar a una persona es una cosa muy malvada.»

Carla pensó: «Debo estar enferma... he de contenerme. Escucha, loca; escucha a ese hombrecillo que dice saberlo».

Hércules Poirot estaba hablando,

—Ésa era mi labor... dar marcha atrás, como quien dice, y viajar retrospectivamente a través de los años para averiguar la verdad de lo sucedido.

Dijo Felipe Blake:

—Todos sabemos lo que ocurrió. El pretender otra cosa es un fraude... eso es lo que es: ¡un fraude descarado! Está usted sacándole el dinero a esta muchacha con engaños y artimañas.

Poirot no se inmutó. Dijo:

—Usted dice: todos sabemos lo que ocurrió. Habla usted sin reflexionar. La versión aceptada de ciertos hechos no es necesariamente la verdadera. Usted, señor Blake, por ejemplo, experimentaba antipatía por Carolina Crale al parecer. Tal es la versión que se acepta de su actitud, por lo menos. Pero cualquier persona que fuera levemente psicóloga siquiera se daría cuenta inmediatamente de que la verdad era todo lo contrario. Siempre se sintió violentamente atraído hacía Carolina Crale. A usted le molestaba eso e intentó dominar sus sentimientos pensando solamente en sus defectos y repitiéndose a sí mismo que le era antipática. De igual manera, el señor Meredith Blake, era según tradición de muchos años, adicto incondicional de Carolina Crale. En su relato de la tragedia asegura que estaba resentido con Amyas Crale por su conducta con Carolina. Pero no hay más que leer cuidadosamente entre líneas para darse cuenta de que tan prolongada fidelidad había ido desvaneciéndose y que era la joven y hermosa Elsa Greer la que ocupaba su mente y sus pensamiento.

Meredith farfulló algo, lady Dittisham sonrió.

Prosiguió Poirot:

—Menciono estos detalles para ilustrar mi tesis tan sólo, aunque también tiene su relación con lo ocurrido. Está bien, pues; doy principio a mi viaje hacia atrás... para averiguar todo lo que pueda acerca de la tragedia. Les explicaré cómo lo hice. Hablé con el abogado que defendió a Carolina Crale; con el que fue segundo fiscal; con el anciano procurador que había conocido íntimamente a la familia Crale; con el pasante del abogado, que había estado en la sala durante el juicio; con el policía encargado del caso... y llegué, por último, a los cinco testigos oculares. Y con lo que por cada uno de ellos supe, formé una imagen... una imagen compuesta, de una mujer. Y descubrí los siguientes hechos:

»Que en ningún momento Carolina Crale alegó ser inocente (salvo en la carta que le escribió a su hija).

»Que Carolina Crale no dio muestra de temor alguno en el banquillo. Que demostró, incluso, muy poco o ningún interés. Que adoptó desde el primer momento hasta el último, una actitud completamente derrotista. Que en la cárcel estuvo tranquila y serena. Que en una carta que escribió a su hermana inmediatamente después del fallo, expresó su aquiescencia con la suerte que le había alcanzado. Y, en la opinión de todas las personas con quienes hablé, con una notable excepción, Carolina Crale era culpable.

Felipe Blake movió afirmativamente la cabeza.

—¡Claro que lo era!

Dijo Poirot:

—Pero no era deber mío aceptar el fallo de los demás. Tenía que experimentar las pruebas por mi cuenta. Examinar los hechos y quedar convencido de que la psicología del caso concordaba con ellos. Para hacer esto, repasé cuidadosamente los archivos de la policía y también conseguí que las cinco personas que se habían hallado presentes me dieran por escrito su versión de la tragedia. Estos relatos eran de gran valor, porque contenían ciertas cosas que los archivos policíacos no podían proporcionarme, es decir: A, ciertas conversaciones y ciertos incidentes que, desde el punto de vista de la policía, no hacían al caso; B, la opinión de la propia gente acerca de lo que Carolina Crale pensaba y sentía, cosas no admisibles como prueba general; C, ciertos hechos que habían sido ocultados con toda intención a la policía.

»Ahora me hallaba en situación de juzgar el caso por mi cuenta. No parece existir la menor duda de que Carolina Crale tenía motivos más que suficientes para cometer el crimen. Amaba a su esposo, él había reconocido públicamente que estaba a punto de abandonarla por otra mujer y, según propia confesión, era una mujer celosa.

«Pasemos a los móviles, a los medios. En el cajón de su escritorio fue hallado un frasco de perfume vacío, que había contenido conicina. No había en él más huellas dactilares que las de ella. Cuando la interrogó la policía sobre el particular, confesó haber tomado el veneno de este cuarto en que nos encontramos. La botella de conicina aquí también llevaba las huellas dactilares suyas. Interrogué al señor Meredith Blake acerca del orden en que las cinco personas salieron de esta habitación aquel día... porque apenas parecía concebible que pudiera apoderarse nadie del veneno mientras hubiera cinco personas en el cuarto. Salieron del cuarto todos en el orden siguiente: Elsa Greer, Meredith Blake, Ángela Warren y Felipe Blake, Amyas Crale y, por último, Carolina Crale.

«Por añadidura, el señor Meredith Blake estaba de espaldas a la puerta mientras esperaba a que saliera la señora Crale, de suerte que le era imposible ver lo que ella estaba haciendo. Es decir, que ella tuvo la ocasión. Estoy, por consiguiente, dispuesto a creer que ella tomó la conicina. Existen pruebas indirectas que lo confirman. El señor Meredith Blake me dijo el otro día: "Recuerdo haber estado de pie aquí y haber olido el jardín por la ventana abierta".

»Pero era en el mes de septiembre y la enredadera de jazmín que trepa por fuera de la ventana habría terminado ya de florecer. Es el jazmín corriente que florece en junio y julio. Sin embargo, el frasco de esencia hallado en el cuarto de Carolina y que contenía residuos de conicina había contenido esencia de jazmín. Doy por seguro, pues, que la señora Crale decidió robar la conicina y que vació a escondidas el perfume del frasco que llevaba en el bolso.

»Puse a prueba eso por segunda vez el otro día cuando le pedí al señor Blake que cerrara los ojos e intentara recordar el orden en que habían salido todos del cuarto. Una ráfaga de olor a jazmín sirvió para estimular inmediatamente su memoria. A todos nos sugestiona el olfato mucho más de lo que nos suponemos.

«Conque llegamos a la mañana del día de la tragedia. Hasta aquí los hechos no se discuten. La revelación hecha repentinamente por la señorita Greer de que ella y el señor Crale piensan casarse. La confirmación por parte de Amyas Crale, de lo dicho por la señorita Greer y la profunda angustia de Carolina Crale. Ninguna de estas cosas depende de la declaración de una persona nada más.

»A la mañana siguiente hay un escándalo entre marido y mujer en la biblioteca. Lo primero que se oye es que Carolina dice: "¡Tú y tus mujeres!" con amargura y que a continuación asegura: "Un día te mataré." Felipe Blake oyó esto desde el vestíbulo. Y la señorita Greer desde la terraza.

»Esta última oyó entonces que el señor Crale le pedía a su mujer que fuera razonable. Y oyó decir a la señora Crale: "Antes de permitir que te vayas con esa muchacha, te mataré." Poco después de esto, Amyas Crale sale y le dice con brusquedad a Elsa Greer que baje a darle una sesión. Ella va en busca de un jersey y le acompaña.

»No hay nada hasta aquí que resulte psicológicamente inexacto. Todos se han portado como podía esperarse que se portaran. Pero ahora llegamos a algo incongruente.

»Meredith Blake descubre su pérdida, telefonea a su hermano, se encuentran junto al desembarcadero, y suben por el camino pasando junto al jardín de la Batería, donde Carolina Crale está discutiendo con su marido el asunto de la marcha de Ángela al colegio. Eso me parece muy extraño. Marido y mujer tienen una riña terrible que acaba en una amenaza por parte de Carolina. Sin embargo, veinte minutos o así más tarde, baja y da principio a una discusión doméstica trivial.

Poirot se volvió a Meredith Blake.

—Habla usted en su narración de ciertas palabras que oyó usted decir a Crale. Éstas fueron: «Está decidido... Me encargaré de hacerle el equipaje.» ¿No es eso?

Meredith Blake contestó:

—Fue algo así... sí.

Poirot se volvió hacia Felipe Blake.

—¿Es su recuerdo el mismo?

Éste frunció el entrecejo.

—No lo recordaba antes... pero sí que lo recuerdo ahora. Sí que se dijo algo de hacer el equipaje.

—¿Quién fue de los dos el que lo dijo? ¿El señor Crale o la señora Crale?

—Lo dijo Amyas. Lo único que le oí decir a Carolina fue que era un poco duro para la muchacha. De todas formas, ¿qué importa eso? Todos sabíamos que Angela había de marchar al colegio al cabo de un día o dos. Dijo Poirot:

—No ve usted la fuerza de mi objeción. ¿Por qué había de hacerle el equipaje a la muchacha Amyas Crale? ¡Es absurdo eso! Estaba la señora Crale, tenían a la señorita Williams, había una doncella... El hacer el equipaje es trabajo de mujer... no de un hombre. Felipe Blake dijo, con impaciencia: —¿Qué importa eso? No tiene nada que ver con el crimen.

—¿Cree usted que no? Por mi parte, ése fue el primer detalle que se me antojó sugestivo. Y le sigue otro muy de cerca. La señora Crale, una mujer que tiene el corazón transido de dolor, que ha amenazado a su marido poco rato antes y que parece estar pensando suicidarse o asesinar a alguien, ahora ofrece de la forma más amistosa del mundo bajarle a su marido una cerveza helada. Meredith Blake dijo lentamente:

—Eso no es raro si tenía la intención de asesinarle. Eso sería, creo yo, lo que haría precisamente: ¡disimular!

—¿Lo cree usted así? Ha decidido envenenar a su esposo. Tiene ya el veneno. Su marido guarda cierta cantidad de cerveza en el jardín de la Batería. Se me antoja que, teniendo dos dedos de frente, se le ocurriría meter el veneno en una de esas botellas cuando no hubiera nadie por los alrededores. Meredith Blake objetó:

—No podía haber hecho eso. Podía habérsela bebido alguna otra persona.

—Sí, Elsa Greer. ¿Quiere usted decirme que, habiendo decidido asesinar a su esposo, tendría Carolina escrúpulo alguno en matar a la muchacha también? »Pero no discutamos ese punto. Atengámonos a los hechos. Carolina Crale dice que enviará a su esposo una botella de cerveza helada. Sube a la casa, saca una botella del invernadero en que se guardaba, y se la baja. Amyas Crale se la bebe y dice: "Todo tiene un gusto horrible hoy."

»La señora Crale vuelve a la casa. Come y parece poco más o menos igual que de costumbre. Se ha dicho de ella que parece un poco preocupada. Eso no nos ayuda... porque no existe modelo de comportamiento para un asesino. Hay asesinos serenos y asesinos excitados.

«Después de comer vuelve a bajar a la Batería. Encuentra a su marido muerto y hace, digámoslo así, las cosas que han de esperarse. Da muestras de emoción y manda a la institutriz a telefonear al médico. Ahora llegamos a un hecho que no se ha dado a conocer con anterioridad (miró a la señorita Williams). ¿No tendrá usted inconveniente?

La señorita Williams estaba bastante pálida. Dijo:

—No le exigí que guardara el secreto.

Serenamente, pero con impresionante efecto, Poirot contó lo que había visto la institutriz.

Elsa Dittisham cambió de posición. Miró con fijeza a la mujercita. Preguntó con incredulidad:

—¿La vio usted hacer eso?

Felipe Blake se puso en pie de un brinco.

—¡Con eso ya no hay discusión posible! ¡Eso lo deja demostrado de una vez para siempre!

Hércules Poirot le miró con apacible semblante.

—No necesariamente —dijo.

Ángela Warren dijo con viveza:

—No lo creo.

Hubo un rápido destello de hostilidad en la mirada que dirigió a la institutriz.

Meredith Blake se estaba tirando del bigote, consternado. Sólo la señorita Williams permanecía serena. Estaba sentada muy erguida y con una mancha de color en cada mejilla.

Dijo:

—Eso es lo que vi.

Poirot dijo lentamente:

—No hay, claro está, más pruebas de ello que su palabra.

—Nada más que mi palabra. —Los indomables ojos grises se encontraron con los del detective—. No estoy acostumbrada, monsieur Poirot, a que se dude de mi palabra.

Hércules Poirot inclinó la cabeza. Dijo:

—No dudo de su palabra, señorita Williams. Lo que usted vio ocurrió exactamente como usted lo describe... y por lo que usted vio comprendí que Carolina Crale no era culpable... no podía ser culpable.

Por primera vez, el joven alto, de expresión de ansiedad, el joven Juan Rattery, habló. Dijo:

—Me gustaría saber por qué dice usted eso, monsieur Poirot.

—Se lo diré. No faltaría más. ¿Qué vio la señorita Williams...? Vio a Carolina Crale limpiar con mucho cuidado las huellas dactilares y aplicar luego las yemas de los dedos de su esposo a la botella. A la botella, fíjese bien. Pero la conicina estaba en el vaso... no en la botella. La policía no encontró rastro alguno de conicina en la botella. Jamás había habido conicina en la botella. Y Carolina Crale no sabía eso.

«Ella, que se creía que había envenenado a su marido, no sabía cómo le habían envenenado. Creía que el veneno estaba en la botella.

Meredith objetó:

—Pero, ¿por qué?

Poirot le interrumpió inmediatamente.

—Sí... ¿por qué? ¿Por qué intentó Carolina Crale tan desesperadamente dejar sentada la teoría de un suicidio? La respuesta es... tiene que ser... muy sencilla. Porque sabía quién le había envenenado y estaba dispuesta a hacer cualquier cosa... a soportar lo que fuese... antes de consentir que se sospechara en manera alguna de dicha persona.

»No hay que ir muy lejos ya. ¿Quién podía ser esa persona? ¿Hubiera escudado ella a Felipe Blake? ¿O a Meredith? ¿O a Elsa Greer? ¿O a Cecilia Williams? No. Sólo hay una persona a la que ella hubiera estado dispuesta a proteger a toda costa.

Hizo una pausa. Durante ella contempló a su auditorio.

—Señorita Warren, si ha traído consigo la carta de su hermana, me gustaría leerla en alta voz.

Ángela Warren dijo:

—No.

—Pero, señorita Warren...

Ángela se puso en pie. Sonó su voz, fría como el acero.

—Comprendo perfectamente lo que usted está insinuando. Dice usted, ¿no es cierto?, que yo maté a Amyas Crale y que mi hermana lo sabía. Niego por completo semejante alegación.

Dijo Poirot:

—La carta...

—La carta se escribió solamente para mí.

Poirot miró hacia el punto en que las dos personas más jóvenes de la habitación se hallaban juntas.

Carla Lemarchant dijo:

—Por favor, tía Ángela, ¿por qué no haces lo que te pide monsieur Poirot?

Ángela Warren dijo con amargura:

—¡Vamos, Carla! ¿No tienes sentimiento alguno de decencia? Era tu madre... Tú...

La voz de Carla sonó clara y feroz:

—Sí, era mi madre. Por eso tengo derecho a pedírtela. Hablo en nombre de ella. Quiero que se lea esa carta, y sea conocida por todos.

Muy despacio, Ángela Warren sacó la carta del bolso y se la entregó a Poirot. Dijo con amargura:

—¡Ojalá no se la hubiese enseñado a usted nunca!

Les dio la espalda y se puso a mirar por la ventana.

Mientras Hércules Poirot leía en alta voz la carta de Carolina Crale, las sombras se iban acentuando en los rincones del cuarto. Carla experimentó de pronto la sensación de que alguien incorpóreo cobraba forma en la habitación y escuchaba... aguardaba... Pensó:

«Ella está aquí... Mi madre está aquí. ¡Carolina Crale está aquí, en este cuarto!»

La voz de Hércules Poirot cesó. Dijo:

—Estarán ustedes de acuerdo, creo yo, en que ésta es una carta extraordinaria. Una carta muy hermosa también; pero extraordinaria sin duda alguna. Porque hay una sorprendente omisión en ella. No contiene ninguna protesta de inocencia.

Dijo Ángela Warren, sin volver la cabeza:

—Era innecesaria.

—Sí, señorita Warren: era innecesaria. Carolina Crale no tenía necesidad de decirle a su hermana que era inocente... porque creía que su hermana sabía eso ya... y que lo sabía por la mejor razón del mundo. Lo único que le preocupaba a Carolina Crale era consolar y tranquilizar a Ángela y evitar la posibilidad de que ella confesara. Repite vez tras vez: Está bien, queridísima, todo, todo está bien.

Ángela Warren dijo:

—¿No lo comprende? Ella quería que yo fuese feliz, he ahí todo.

—Sí; quería que fuese usted feliz: eso está bien claro. Es su única preocupación. Tiene una hija; pero no es en la hija en quien piensa... eso ha de venir después. No; es su hermana quien ocupa sus pensamientos con exclusión de toda otra persona. Hay que tranquilizar a la hermana, animarla a que viva su vida, que sea feliz y triunfe. Y, para que el peso de su aceptación no sea demasiado grande, Carolina incluye esa frase tan expresiva: Una ha de pagar sus deudas.

»Esa frase lo explica todo. Se refiere explícitamente a la carga que Carolina ha soportado durante tantos años desde que en un acceso de ira de adolescente, tiró un pisapapeles a su hermana pequeña y la dejó señalada de por vida. Ahora, por fin, se le presenta una ocasión para pagar la deuda contraída. Y si ello ha de servir de consuelo, le diré que creo firmemente que en el pago de esta deuda, Carolina Crale alcanzó una paz y una serenidad mayores que las que había conocido jamás. Por su creencia de que estaba saldando una deuda, el juicio y la condena no podían afectarla. Es una cosa rara que decir de una asesina sentenciada... pero lo tenía todo para ser feliz. Si, más de lo que ustedes se imaginan, como les demostraré dentro de unos momentos.

»Vean cómo, mediante esta explicación, cada pieza del rompecabezas cae en su lugar en cuanto se refiere a las reacciones de Carolina. Contemplen la serie de acontecimientos desde su punto de vista. En primer lugar, la noche anterior ocurre algo que le recuerda, vividamente, su propia e indisciplinada infancia. Angela le tira un pisapapeles a Amyas Crale. Eso, no lo olviden, fue lo que ella hizo muchos años antes. Angela le grita que ojalá estuviera muerto Amyas. Luego, a la mañana siguiente, Carolina entra en el pequeño invernadero y encuentra a Ángela andando con la cerveza. Recuerden las palabras de la señorita Williams: «Ángela estaba allí. Parecía sentirse culpable...» Culpable de haberse escapado, quería decir la señorita Williams; pero para Carolina el rostro culpable de Ángela al ser pillada por sorpresa adquiría un significado distinto. No olviden que, por lo menos en una ocasión antes de eso, Ángela había metido cosas en las bebidas de Amyas. Era una idea que podía ocurrírsele fácilmente.

«Carolina toma la botella que le da Ángela y baja con ella a la Batería. Y allí la abre y le da su contenido a Amyas. Él hace una mueca al bebérsela y pronuncia las expresivas palabras: "Todo tiene un gusto horrible hoy."

«Carolina no tenía sospecha alguna entonces... pero después de comer baja a la Batería y encuentra a su marido muerto, y no le cabe la menor duda de que ha sido envenenado. Ella no lo había hecho. ¿Quién, pues? Y lo recuerda todo de pronto. Las amenazas de Angela... el rostro de Angela al ser sorprendida con la cerveza... culpable... culpable... culpable. ¿Por qué lo ha hecho la criatura? ¿Como venganza, sin intención de matar quizá, con el solo propósito de hacer vomitar a Amyas o de ponerle enfermo? O ¿lo ha hecho por ella, por Carolina? ¿Se ha dado cuenta de que Amyas ha abandonado a su hermana y le guarda rencor? Carolina recuerda... ¡oh!, ¡cuán claramente...!, sus propias emociones indisciplinadas a la edad de Ángela. Y sólo un pensamiento acude a su. cabeza. ¿Cómo proteger a Ángela? Ángela ha tocado aquella botella... las huellas dactilares de Ángela estarán en ella. La limpia rápidamente. ¡Si consigue que todo el mundo crea en un suicidio! ¡Si sólo se encuentran las huellas dactilares de Amyas! Intenta colocar los dedos del muerto en torno a la botella... trabaja apresuradamente... atento el oído para oír si llega alguien...

»Una vez admitida como cierta esta teoría, todo lo demás encaja. La ansiedad de que da muestras por Ángela del principio al fin. Su insistencia en que se la lleven fuera, en que la parten de lo que está sucediendo. Su temor de que la policía interrogue a Ángela más de la cuenta. Y, por último, su abrumadora ansiedad por conseguir que saquen a Ángela de Inglaterra antes de que se vea la causa. Porque siempre teme que Angela se quebrante y confiese.

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