Capítulo VII



Este cerdito se quedó en casa

Hércules Poirot no era hombre que descuidara detalles. Meditó cuidadosamente la forma en que debía abordar a Meredith Blake. Estaba seguro de que éste se diferenciaba bastante de su hermano. De nada le valdría intentar tomarle por asalto en su casa. El asedio había de ser lento.

Hércules Poirot sabía que sólo había una manera de penetrar en la plaza fuerte. Tendría que acercarse a Meredith Blake con las credenciales necesarias. Éstas habían de ser sociales, no profesionales. Afortunadamente, en el transcurso de su carrera, Poirot había hecho amistades en muchas partes. Devonshire no era una excepción. Como consecuencia, descubrió a dos personas que eran conocidas o amigas de Meredith Blake. Por consiguiente, cayó sobre él armado con dos cartas, una de lady María Lytton—Gore, una aristócrata viuda de medios limitados, la más tímida de las criaturas; y la otra de un almirante retirado, cuya familia llevaba asentada en el condado desde cuatro generaciones antes.

Meredith Blake recibió a Poirot algo perplejo.

Como habían pasado con frecuencia últimamente, las cosas no eran ya como fueran en otros tiempos. ¡Qué rayos! Los detectives particulares solían ser antaño detectives particulares, gente a la que uno acudía para que custodiaran los regalos de boda durante una recepción... gente a la que uno recurría, algo avergonzado, cuando sucedía algo anormal y deseaba uno descubrir de qué se trataba.

Pero he aquí que lady María Lytton—Gore le escribía: «Hércules Poirot es un viejo y apreciado amigo mío. Le suplico que haga todo lo que pueda por ayudarle, ¿querrá?» Y lady María Lytton— Gore no era, ¡ya lo creo que no!, la clase de mujer que uno asociaba con detectives particulares y todo lo que éstos representaban. Y el almirante Cronsham escribía: «Muy buena persona, completamente sana. Le agradeceré que haga lo que pueda por él. Es un hombre la mar de divertido; puede contarle a usted infinidad de cuentos y chistes magníficos.»

Y ahora, allí estaba el hombre en persona. ¡La persona más imposible del mundo, en verdad...! Ropa pasada de moda... ¡gorra con botones...!, ¡un bigote increíble! No era de su clase ni mucho menos. No parecía haber cazado nunca... ni haber practicado ningún deporte decente. Un extranjero.

Hércules Poirot, levemente regocijado, leyó con exactitud los pensamientos que cruzaban por la mente del otro.

Había sentido cómo se acrecentaba considerablemente su interés, al conducirle el tren hacia la comarca occidental. Veía ahora, por sus propios ojos, el lugar en que se habían desarrollado aquellos acontecimientos luengos años antes.

Era allí, en Handcross Manor, donde habían vivido dos hermanos jóvenes. Y desde donde habían ido a Alderbury y bromeado y jugado al tenis, y fraternizado con el joven Amyas Crale y una muchacha llamada Carolina. Era desde allí desde donde Meredith había emprendido el paseo a Alderbury la mañana de la tragedia. Dieciséis años antes. Hércules Poirot miró con interés al hombre que le contemplaba con cortesía y cierta inquietud.

Le encontraba tal como se lo había imaginado. Meredith Blake se parecía, superficialmente, a todos los demás caballeros rurales ingleses de poca fortuna y amantes del aire libre.

Una chaqueta raída, de mezclilla; un rostro agradable, de edad madura, curtido por el sol y el aire; ojos azules algo apagados; boca débil, medio oculta por un bigote bastante largo. Poirot encontró un contraste muy grande entre Meredith Blake y su hermano. Tenía cierto aire de vacilación. Era evidente que el cerebro le funcionaba pausadamente, como si el tiempo hubiese ido frenando su marcha, mientras aceleraba la del cerebro de su hermano.

Como ya había adivinado Poirot, era un hombre al que no podían dársele prisas. La vida pausada del campo inglés se le había metido en los huesos.

Parecía, pensó el detective, mucho más viejo que su hermano. Aunque, por lo que había dicho el señor Jonathan, sólo debía haber un par de años de diferencia.

Hércules Poirot se jactaba de saber cómo manejar a un hombre de aquel calibre. No era momento para intentar parecer inglés. No; uno había de ser extranjero, abiertamente extranjero, y conseguir que se le perdonara magnánimamente por serlo. «Claro está, los extranjeros no conocen bien las costumbres. Se empeñan en dar a uno la mano a la hora del desayuno. No obstante, es una persona decente en realidad... »

Poirot inició la tarea de crear tal impresión de sí mismo. Los dos hombres hablaron con cautela de lady María Lytton—Gore y del almirante Cronsham. Se mencionaron otros nombres. Afortunadamente, Poirot conocía la prima de alguien y le habían presentado a la cuñada de Fulano de Tal. Observó que empezaba a brillar algo de cordialidad en los ojos del mayorazgo. Aquel extranjero parecía conocer a gente importante.

Con gentileza, con insidia, el detective introdujo el objeto de su visita. Fue rápido en contrarrestar la inevitable sacudida. El libro, por desgracia, iba a ser escrito. La señorita Crale, o Lemarchant, como se llamaba ahora, tenía vivos deseos de que dirigiera él, juiciosamente, su publicación. Los hechos pertenecían ya al dominio público. Pero podía hacerse mucho, al presentarlos, para no herir susceptibilidades. Poirot murmuró que no sería la primera vez que se hallara en situación de ejercer cierta influencia discreta y evitar que apareciesen párrafos algo escandalosos en una obra de «Memorias».

Meredith se puso colorado de ira. Le tembló un poco la mano al cargar la pipa. Dijo, tartamudeando levemente:

—Es... es horrible que desentierren esas cosas. Hace dieciséis años ya. ¿Por qué no lo dejan en paz?

Poirot se encogió de hombros. Dijo:

—Estoy de acuerdo con usted. Pero, ¿qué quiere? El público pide esas cosas. Y cualquiera tiene derecho a reconstruir un crimen probado y a hacer comentarios sobre él.

—A mí me parece vergonzoso.

Murmuró Poirot:

—Por desgracia, no vivimos en una época de delicadezas... Le asombraría saber, señor Blake, la cantidad de publicaciones desagradables que he logrado... ah... suavizar. Tengo vivos deseos de hacer todo lo que pueda por proteger a la señorita Crale en este asunto.

Meredith Blake musitó:

—¡La pequeña Carla! ¡Esa criatura! Una mujer hecha y derecha. Cuesta trabajo creerlo.

—Lo sé. El tiempo vuela, ¿no es cierto?

Meredith suspiró. Dijo:

—Demasiado aprisa.

Poirot continuó:

—Como habrá visto por la carta de la señorita Crale que le entregué, tiene muchos deseos de saber todo lo posible acerca de los tristes acontecimientos del pasado.

—¿Por qué? ¿A qué resucitar todo eso? ¡Cuánto mejor sería que se olvidara por completa!

—Usted dice eso, señor Blake, porque conoce todo el pasado demasiado bien. La señorita Crale, no lo olvide, no sabe una palabra. Es decir, sólo conoce la historia tal como ha podido leerla en las informaciones periodísticas.

Blake hizo un gesto. Dijo:

—Sí. Lo olvidaba. Pobre niña. ¡Qué situación más detestable para ella! La impresión de saber la verdad. Y, luego... esos informes duros, sin alma, de la vista de la causa.

—Nunca —aseguró el detective— puede hacérsele justicia a la verdad en un simple relato legal. Son las cosas que se omiten las que importan. Las emocionales, son sentimientos... el carácter de los personajes del drama. Las circunstancias atenuantes...

Hizo una pausa, y el otro habló con avidez, como actor que acaba de oír el final de una frase tras la cual le toca hablar.

—¡Circunstancias atenuantes! Ahí está precisamente. Si alguna vez hubo, en caso alguno, circunstancias atenuantes, fue en éste. Amyas Crale era un viejo amigo... su familia y la mía han sido amigas durante generaciones enteras; pero hay que reconocer que su conducta fue francamente vergonzosa. Era artista, claro está, y es de suponer que eso lo explica. Pero ahí está... permitió que surgiera una situación imposible. Era tal, que ningún hombre decente normal hubiera podido soportarla ni un instante.

Dijo Poirot:

—Me interesa que haya dicho eso. Me había interesado esa situación. No es así como obra un hombre bien criado, un hombre de mundo.

El rostro delgado y vacilante de Blake se había animado extraordinariamente. Dijo:

—Sí; pero... ¡la cosa es que Amyas Crale jamás fue un hombre normal, un hombre corriente! Era pintor, ¿comprende?, y para él la pintura estaba antes que todo... ¡de la forma más increíble a veces! Yo, personalmente, no comprendo a los llamados artistas... Nunca los he comprendido. Comprendía a Crale un poco porque, claro, le había conocido toda mi vida. Su familia era de la misma clase que la mía. Y, en muchas cosas, Crale salía a la familia. Sólo era en cuestiones de arte donde no concordaba con los de su clase. No era, en realidad, aficionado en forma alguna. Era un pintor de primera fila... verdaderamente de primera. Algunos dicen que fue un genio.

Tal vez tenga razón, Pero como consecuencia de ello, siempre se encontraba en un estado que yo llamaría de desequilibrio. Cuando estaba pintando un cuadro, ninguna otra cosa importaba, no podía permitir que nada se interpusiera. Parecía en estado de sonambulismo. Completamente obsesionado por lo que estaba haciendo. No salía de su ensimismamiento y no reanudaba su vida normal hasta haber terminado el cuadro.

Miró interrogador a Poirot y éste movió afirmativamente la cabeza.

—Veo que comprende usted. Bueno, pues creo que eso explica por qué surgió esa situación. Estaba enamorado de esa muchacha. Quería casarse con ella. Estaba dispuesto a abandonar a su mujer y a su hija por ella. Pero había empezado a pintarla aquí y quería acabar el cuadro. Nada más le importaba. No veía ninguna otra cosa. Y no parece habérsele ocurrido pensar siquiera que la situación podría ser completamente insoportable para las dos mujeres.

—¿Comprendía alguna de las dos su punto de vista?

—Sí... hasta cierto punto. Supongo que Elsa lo comprendía. Estaba entusiasmada por su arte. Pero era una situación difícil para ella... naturalmente. Y en cuanto a Carolina...

Hizo una pausa. Dijo Poirot:

—En cuanto a Carolina... sí, claro.

Meredith Blake continuó hablando con cierta dificultad:

—Carolina... Yo siempre... Bueno, yo siempre le había tenido mucho afecto a Carolina. Hubo un tiempo en que... en que tuve la esperanza de casarme con ella. Pero esa esperanza pronto se desvaneció. No obstante, permanecí adicto a... a su servicio.

Poirot movió afirmativa y pensativamente la cabeza. Aquella frase levemente anticuada expresaba, estaba seguro, la naturaleza del hombre. Meredith Blake era la clase de individuo capaz de consagrarse a un afecto romántico honorable. Serviría lealmente a su dama y sin esperanza de recompensa. Sí; encajaba divinamente dentro de su carácter.

Dijo, pensando cuidadosamente sus palabras: —¿Usted debió encontrar motivo de resentimiento en la situación... por Carolina?

—Sí... Ya lo creo que sí... Incluso... incluso llegué a reconvenir a Crale por ello. —¿Cuándo fue eso?

—El día antes... antes de que ocurriera. Vinieron a tomar el té aquí, ¿sabe? Llamé aparte a Crale y le... le hablé. Incluso dije, bien lo recuerdo, que no era justo ni para una ni para otra.

—¡Ah! ¿Le dijo usted eso?

—Sí, porque se me antojó que... que no se daba cuenta. —Es posible que no.

—Le dije que estaba colocando a Carolina en una situación completamente insoportable. Si era su intención casarse con aquella muchacha, no debía tenerla alojada en su casa... dándole en las narices a Carolina con ella, como quien dice. Eso resultaba, dije, un insulto inaguantable.

Poirot preguntó con curiosidad: —¿Qué contestó él? Meredith Blake replicó con repugnancia: — Dijo: «Carolina tendrá que aguantarlo.» Hércules enarcó las cejas.

—No fue —dijo— una contestación muy comprensiva.

—En mi opinión fue abominable. Perdí los estribos. Dije que, sin duda, puesto que no quería a su esposa, le importaba un comino lo que ella pudiese sufrir. Pero inquirí, ¿y la muchacha? ¿No se había dado cuenta de que la situación era bastante desagradable para ella? ¡A eso me respondió que Elsa tendría que aguantarse también!

«Luego prosiguió: "No pareces comprender, Meredith, que este cuadro que estoy pintando es el mejor que he hecho hasta ahora. Es bueno, te digo. Y no pienso consentir que un par de mujeres celosas me lo echen a perder... ¡qué rayos voy a consentir!"

»Era inútil hablarle. Le dije que parecía haber olvidado hasta la más elemental decencia. El pintar, le dije, no lo era todo. Él me interrumpió en este punto para decir: "Sí que lo es para mí."

»Yo aún estaba furioso. Le dije que era una vergüenza la manera como siempre había tratado a Carolina. Había llevado una existencia de perros con él. Me dijo que lo sabía y que lo lamentaba. ¡Lamentarlo! Dijo: "Ya sé, Merry, que eso no lo crees... pero es la verdad. Le he hecho la vida un infierno a Carolina, y ella se ha portado como una santa. Pero creo que ella no ignoraba a lo que se exponía casándose conmigo. Le dije francamente la clase de egoísta y libertino que era."

»Le dije, con bastante dureza, que no debía deshacer su matrimonio. Había que pensar en la niña y todo eso. Le dije que comprendía que una muchacha como Elsa trastornara el juicio a un hombre; pero que, incluso por el bien de ella, debía poner fin al asunto. Elsa era muy joven. Se había metido en el asunto de cabeza; pero podría arrepentirse amargamente de ello más adelante. Le pregunté si no podía hacer un esfuerzo, dominarse, romper con ella definitivamente, y volver a su mujer.

—¿Y qué dijo él?

Le contestó Blake:

—Pareció experimentar cierto... cierto embarazo. Me dio unos golpecitos en el hombro y respondió: «Eres un buen chico, Merry. Pero eres demasiado sentimental. Aguarda a que haya terminado el cuadro y reconocerás que tenía razón yo.»

»Yo le dije: "¡Al diablo con el cuadro!" Y él sonrió y dijo que todas las mujeres neuróticas de Inglaterra juntas no bastarían para conseguir que se fuera al diablo su cuadro. Luego le dije que hubiera sido mucho más decente habérselo ocultado todo a Carolina hasta después de terminado el cuadro. Me contestó que eso no era culpa suya. Era Elsa quien se había empeñado en descubrir todo el pastel. Pregunté: "¿Por qué?" Y él me repuso que a ella le había parecido que no resultaba noble proceder de otra manera. Quería que todo estuviese bien claro y que no hubiera tapujos. Bueno, hasta cierto punto, uno podía comprender eso y admirar a la muchacha por ello. Por muy mal que se estuviera portando, quería, por lo menos, ser sincera.

—La sinceridad causa mucho dolor, mucha pena... adicionales —observó Poirot.

Meredith Blake le miró dubitativo. No le gustaba del todo aquel sentimiento. Suspiró:

—Fue... una temporada la mar de desagradable para todos nosotros.

—La única persona que pareció no haber sido afectada era Amyas Crale —dijo Poirot.

—¿Y por qué? Porque era un egoísta completo. Le recuerdo ahora. Reía cuando se fue diciendo: «No te preocupes, Merry. Todo va a salir bien.»

—El incurable optimista —murmuró Poirot.

Dijo Meredith Blake:

—Era uno de esos hombres que no toman en serio a las mujeres. Yo hubiera podido decirle que Carolina estaba desesperada.

—¿Se lo dijo ella a usted?

—No con palabras. Pero siempre veré su rostro como estaba aquella tarde. Pálido y en tensión, con una especie de alegría desesperada. Hablaba y reía mucho. Pero sus ojos... había en ellos una expresión de angustia que resultaba lo más conmovedor que en mi vida he conocido. ¡Era una criatura tan dulce, además!

Hércules Poirot le miró unos instantes sin hablar. Era evidente que aquel hombre no encontraba incongruente hablar así de la mujer que al día siguiente había matado deliberadamente a su esposo.

Meredith Blake siguió su relato. Había desaparecido ya por completo su primer acceso de desconfianza y hostilidad. Hércules Poirot tenía el don de saber escuchar. Para hombres como Blake, el revivir el pasado tiene cierto atractivo. Habló más para sí que para su compañero.

—Debía haber sospechado algo, supongo. Fue Carolina quien hizo versar la conversación sobre... sobre mi distracción favorita. Era, confieso, una cosa que me entusiasmaba. Los antiguos herbolarios ingleses resultan un estudio interesante. ¡Hay tantas plantas que se usaban antaño en la Medicina y que hoy han desaparecido de la Farmacopea oficial! Y es asombroso, en verdad, ver cómo una simple decocción de tal o cual planta hace maravillas. La mitad del tiempo no hacen falta los médicos para nada. Los franceses entienden de eso... algunas de sus tisanas son de primera.

Se había lanzado de lleno ya a hablar de su tema favorito.

—El té de amargón, por ejemplo. Es maravilloso. Y una decocción de frutos de escaramujo... Leí no sé dónde el otro día que empieza a ponerse eso de moda otra vez entre los médicos. Ah, sí, he de confesar que hallaba mucho placer en mis pócimas. Recogiendo las plantas en el momento más indicado, secándolas... macerándolas... todo eso. He caído en la superstición a veces, incluso, y recogido las raíces en luna llena o en el momento que aconsejaran los antiguos. Recuerdo que aquel día di a mis invitados una conferencia sobre la cicuta. Florece dos veces al año. Se recoge el fruto cuando está madurado, antes de que se vuelva amarillo. La conicina, ¿sabe?, es una droga que se ha abandonado por completo. No creo que figure ningún preparado a base de eso en la última Farmacopea oficial... pero yo he demostrado su utilidad en la tos ferina... y en el asma también, si a eso viene...

—¿Habló de todo eso en su laboratorio?

—Sí... les enseñé todo... les expliqué las propiedades de las distintas drogas... la valeriana, y cómo atrae a los gatos... con olería un instante se conformaron y no quisieron saber más de ella. Luego me preguntaron acerca de la dulcamara y yo les hablé de la belladona y de la atropina. Dieron muestras de gran interés.

—¿Dieron, dice? ¿A quiénes se refiere usted exactamente?

Meredith Blake pareció levemente sorprendido, como si hubiese olvidado que el que escuchaba no había presenciado la escena.

—Oh, a todo el grupo. Deje que piense... Estaba Felipe... y Amyas también... y Carolina, claro está... Angela... y Elsa Greer.

—¿Nadie más?

—No... creo que no. No; estoy seguro de que no —Blake le miró con curiosidad—. ¿Qué otra persona iba a haber? —Pensé que a lo mejor la institutriz...

—Ah, ya. No; no estaba allí aquella tarde. Me parece que he olvidado su nombre. Una mujer muy simpática. Tomaba su obligación muy en serio. Creo que Angela la tenía muy preocupada. — ¿Por qué?

—Verá... Ángela era una cría muy simpática... pero un poco alocada. Siempre andaba haciendo alguna travesura. Le metió una babosa por el cuello a Amyas un día cuando estaba pintando. Él se puso hecho un energúmeno. La colmó de improperios. Fue después de eso cuando se le ocurrió la idea del colegio.

—¿De mandarla al colegio quiere decir?

—Sí. No es que no le profesase cariño, sino que la encontraba un poco cargante a veces. Y creo... siempre he creído...

—¿Qué?

—Que estaba un poco celoso. Carolina, ¿sabe?, era esclava de Ángela. Hasta cierto punto, quizás. Angela era antes que nada ni que nadie para ella y a Amyas no le gustaba eso. Había sus razones para ello, claro está. No me meteré a hablar de eso pero...

Poirot le interrumpió:

—La razón era que Carolina Crale se reprochaba el haber desfigurado a la muchacha, ¿verdad? Blake exclamó:

—¡Ah! ¿Sabe usted eso? No pensaba mencionarlo. Pasó ya a la historia. Pero, sí, yo creo que ésa era la causa de su actitud. Siempre parecía creer que todo lo que ella pudiera hacer sería poco para reparar el mal que había hecho.

Poirot asintió con un movimiento de cabeza. Preguntó:

—¿Y Ángela? ¿Le guardaba rencor a su hermanastra?

—Oh, no... Que no se le meta esa idea en la cabeza. Ángela le tenía mucho afecto a Carolina. Jamás se le ocurrió pensar en el asunto ése, estoy seguro. Era Carolina la que no podía perdonarse.

—¿Acogió Ángela bien la idea de ir a un internado?

—No, señor. Se enfureció con Amyas. Carolina se puso de su parte. Pero Amyas había tomado ya la decisión con carácter irrevocable. A pesar de tener mal genio, Amyas era muy tolerante en la mayoría de las cosas; pero cuando se enfadaba de verdad, tenía que ceder todo el mundo. Tanto Carolina como Ángela cedieron.

—Había de ir al colegio..., ¿cuándo?

—Para el curso de otoño... Recuerdo que le estaban preparando el equipo. Supongo que de no haber sido por la tragedia, se hubiera marchado unos cuantos días más tarde. Se había hablado incluso de hacerle el equipaje la mañana de aquel día.

Dijo Poirot:

—¿Y la institutriz? .

—¿La institutriz?

—¿Qué tal; le gustó la idea? La dejaba sin trabajo, ¿verdad?

—Sí... es decir, supongo que sí, hasta cierto punto. La pequeña Carla tomaba algunas lecciones; pero claro, sólo contaba..., ¿cuántos años...? Seis o por ahí. Tenía aya. No hubiesen seguido pagando a la señorita Williams nada más que por ella. Sí, así se llamaba... Williams. Es raro cómo recuerda uno las cosas cuando empieza a hablar de ellas.

—En efecto. Se encuentra usted ahora de nuevo en el pasado, ¿verdad? Revive usted las escenas... vuelve a oír las palabras que se dijeron y a ver los gestos de la gente... y la expresión de los semblantes, ¿verdad?

Meredith respondió muy despacio:

—Hasta cierto punto... sí... Pero hay lagunas. Faltan trozos grandes... Recuerdo, por ejemplo, cuánto me impresioné al principio de enterarnos que Amyas iba a dejar a Carolina... pero no me acuerdo de si él fue quien me lo dijo o fue Elsa. Sí que recuerdo haber discutido con Elsa acerca de ello... intentando hacerle ver que era una canallada. Y ella se limitó a reír con aquella tranquilidad que le era peculiar y me llamó anticuado. Bueno, puede ser que yo sea anticuado; pero sigo creyendo que tuve razón. Amyas tenía mujer e hija... debiera haber seguido a su lado sin titubeos de ninguna clase. No así como así, se destruye una familia.

—Pero... ¿la señorita Greer opinaba que semejante punto de vista resultaba anticuado?

—Sí. No crea, hace dieciséis años no se consideraba el divorcio una cosa tan natural como en estos tiempos. Pero Elsa era una de esas muchachas que hacen profesión de ser modernas. Su punto de vista era que, cuando dos personas no son felices juntas, es preferible que se separen. Decía que Amyas y Carolina siempre estaban regañando y que resultaría mucho mejor para la niña no criarse en un ambiente falto de armonía.

—¿Y sus razonamientos no le causaron a usted la menor impresión?

Meredith dijo lentamente:

—Me hacía el efecto siempre de que, en realidad, Elsa no sabía lo que se decía. Soltaba las cosas a guisa de loro... cosas que había leído en libros o escuchado de labios de sus amistades. Resultaba... ¡qué cosa más rara de decir...!, resultaba algo patética. ¡Tan joven y tan segura de sí...! La juventud tiene algo, monsieur Poirot, que es... que puede ser... terriblemente conmovedor, desconcertante.

Hércules Poirot dijo, mirándole con cierto interés:

—Sé lo que quiere usted decir...

Blake continuó hablando en voz baja, más para sí que para Poirot:

—Yo creo que fue en parte por eso por lo que abordé a Crale. Él le llevaba a la muchacha cerca de veinte años. No parecía justo.

Poirot murmuró:

—¡Ah...! ¡Cuán pocas veces consigue uno hacer mella! Cuando una persona ha decidido seguir un camino determinado... sobre todo cuando median faldas... no es fácil conseguir que se desvíe.

Meredith respondió con amargura:

—Cierto. Nada adelanté, desde luego, con mi intervención. Pero después de todo, no soy persona que sepa convencer. Nunca lo he sido.

Poirot le dirigió una rápida mirada. Leyó en aquella amargura de la voz el descontento de un hombre susceptible por su falta de personalidad.

Y reconoció para sí la verdad de lo que Blake acababa de decir. Meredith Blake no era hombre para persuadir a nadie a que se apartara de un camino determinado, a conseguir que lo siguiera. Sus esfuerzos bien intencionados serían siempre echados a un lado... con indulgencia generalmente, sin ira; pero echados a un lado definitivamente. No tendrían peso. Era esencialmente un hombre ineficaz.

Poirot dijo como quien procura desterrar de la conversación un tema doloroso:

—¿Aún posee el laboratorio de medicina y cordiales?

—No.

La palabra fue pronunciada con viveza... casi con angustiosa rapidez. Meredith dijo rápidamente, poniéndose colorado:

—Lo abandoné todo... lo desmonté. No pude continuar con él... ¿Cómo iba a poder... , después de lo ocurrido? Todo el asunto, ¿comprende?, podía haberse dicho ser culpa mía, ¡era terrible!

—No, no, señor Blake. Es usted demasiado susceptible.

—Pero ¿no comprende? Si yo no hubiese coleccionado esas malditas drogas... si no hubiese hablado con tanta insistencia de ellas... si no me hubiera jactado de su elaboración ni les hubiese obligado a parar mientes en ellas aquella tarde a mis invitados... Pero nunca pensé... nunca soñé... cómo iba a poder...

—¿Cómo?

—Seguí hablando de las plantas. Orgulloso de mis escasos conocimientos de la materia. ¡Qué ciego! ¡Qué imbécil! ¡Qué presumido! Señalé aquella maldita conicina. Llegué incluso... ¡si sería imbécil...!, a conducirlos a la biblioteca y leerles esos párrafos de Fedón en que describe la muerte de Sócrates. ¡Maravillosa descripción! Siempre la he admirado. Pero su recuerdo me persigue desde entonces.

—¿Encontraron huellas dactilares en su botella de conicina?

—Las de ella.

—¿Las de Carolina Crale?

—Sí.

—¿No las de usted?

—No. Yo no toqué la botella. Sólo la señalé.

—Pero alguna vez la habría usted tocado.

—Oh, naturalmente; pero solía quitarles el polvo a los frascos de vez en cuando... Nunca dejaba entrar allí a la servidumbre, claro está... Y había hecho limpieza cuatro o cinco días antes.

—¿Conservaba usted la habitación cerrada con llave?

—Invariablemente.

—¿Cuándo tomó Carolina Crale la conicina de la botella?

Meredith repuso a regañadientes:

—Fue la última en salir del cuarto. La llamé, recuerdo, y ella salió apresuradamente. Tenía las mejillas algo encendidas... y los ojos muy abiertos y excitados. ¡Dios mío! ¡Me parece estar viéndola ahora!

Preguntó Poirot:

—¿Tuvo usted con ella alguna conversación aquella tarde? Quiero decir con esto que si discutió con ella la situación existente entre ella y su marido.

Repuso Blake despacio:

—No inmediatamente. Parecía, como le he dicho... muy trastornada. Le pregunté en un momento en que estábamos más o menos lejos: «¿Te sucede algo, querida?» Ella contestó: «No me puede suceder más ni peor...» Me hubiera gustado que hubiese podido oír usted la desesperación que delataba su voz. Aquellas palabras expresaban literalmente la verdad. No podía negarse. Amyas Crale lo era todo para Carolina. Dijo: «Todo desapareció... acabó. Y yo acabé también, Meredith.» Y rompió a reír... y se volvió a los demás... y... y se tornó de pronto alegre... con una alegría forzada... anormal...

Hércules Poirot movió la cabeza lentamente en señal afirmativa. Parecía un mandarín de porcelana. Dijo:

—Sí... comprendo... fue así...

Meredith Blake descargó de pronto un puñetazo sobre la mesa. Alzó la voz. Casi gritó:

—Y una cosa le diré, monsieur Poirot...; cuando Carolina Crale declaró ante el Tribunal que había robado el veneno para tomárselo ella, [juro que estaba diciendo la verdad! No había entrado en su cabeza idea alguna de cometer ese asesinato por entonces. Lo juraría yo. El pensamiento ése se presentó después.

Hércules Poirot inquirió:

—¿Está usted seguro de que se presentó, en efecto, después?

Blake le miró boquiabierto. Dijo:

—Usted perdone. No acabo de comprender... ¿Qué quiere decir?

Dijo Poirot:

—Le pregunto si está seguro de que llegó a tener alguna vez pensamiento de asesinar. ¿Está usted convencido, completamente convencido, de que Carolina Crale cometió deliberadamente el asesinato?

La respiración de Meredith se tornó irregular. Preguntó:

—Pero si no... si no... ¿es que insinúa usted un... bueno... un accidente quizá?

—No necesariamente.

—Es extraordinario lo que usted dice.

—¿Usted cree? Ha dicho usted mismo que Carolina era una mujer muy dulce. ¿Cometen asesinatos las personas dulces?

—Era una mujer muy dulce... No obstante... bueno, hubo riñas muy violentas.

—No era una mujer tan dulce entonces, dejándose llevar de la violencia.

—Sí que lo era... ¡Oh! ¡Cuán difíciles de explicar son estas cosas!

—Estoy intentando comprender.

—Carolina tenía una lengua mordaz... una forma muy vehemente de hablar. Podría decir: «Te odio. Ojalá estuvieses muerto.» Pero no significaría... no implicaría acción.

—Conque, en opinión suya, el cometer un asesinato resultaba una cosa muy poco característica de la señora Crale.

—Tiene usted una forma extraordinaria de decir las cosas, monsieur Poirot. Sólo puedo decir que... sí... sí que me parece poco característico de ella. Sólo consigo explicármelo diciéndome que la provocación fue extrema. Adoraba a su marido. En tales circunstancias, una mujer pudiera... ah... matar.

Poirot asintió con la cabeza.

—Sí; estoy de acuerdo.

—Quedé estupefacto al principio. No me parecía que pudiera ser verdad. Y no era verdad... no sé si me comprende... No fue la verdadera Carolina la que hizo eso.

—Pero ¿está usted completamente seguro que... hablando en el sentido legal... Carolina Crale cometió el crimen?

Meredith Blake volvió a mirarle boquiabierto.

—Mi querido amigo... si no lo hizo...

—Bien. Si no lo hizo... ¿qué?

—No se me ocurre ninguna otra solución. ¿Accidente? Imposible a todas luces.

—Completamente imposible creo yo, en efecto. —Y no puedo creer en la teoría de un suicidio. Hubo que proponerla, pero no podía convencer a nadie que conociese a Crale.

—Es natural.

—Conque... , ¿qué queda?

Poirot contestó fríamente:

—Queda la posibilidad de que Amyas Crale fuera asesinado por otra persona.

—¡Eso es absurdo!

—¿Cree usted?

—Estoy seguro de ello. ¿Quién hubiera deseado matarle? ¿Quién hubiera podido matarle?

—Es más probable que lo sepa usted que yo.

—Pero no creerá usted en serio...

—Tal vez no. Me interesa examinar la posibilidad. Considérela en serio. Dígame lo que piensa usted.

Meredith le contempló unos instantes. Luego bajó la mirada. Al cabo de un par de minutos sacudió la cabeza. Dijo:

—No se me ocurre ninguna otra solución posible. Me gustaría que se me ocurriese. Si hubiera razón alguna para sospechar de otra persona, creería a Carolina inocente sin vacilar. No quiero creer que lo hiciese ella. No podía creerlo al principio. Pero ¿qué otra persona queda? ¿Qué otra persona había? ¿Felipe? El mejor amigo de Crale. ¿Elsa? ¡Absurdo! ¿Yo? ¿Tengo cara de asesino? ¿Una institutriz muy respetable? ¿Un par de criados adictos? ¿Quizás insinuará que lo hizo la pequeña Ángela? No, monsieur Poirot, no hay otra persona. Nadie puede haber matado a Amyas Crale más que su esposa. Pero él la llevó a esto. Conque, bien mirado, supongo que fue un suicidio después de todo.

—¿Con lo cual quiere usted decir que murió como consecuencia de sus propios actos, ya que no por su propia mano?

—Sí. Es un punto de vista un poco caprichoso quizá. Pero... bueno... causa y efecto, ¿sabe?

Dijo Poirot:

—¿Se ha parado usted a pensar alguna vez, señor Blake, que el móvil de un asesinato suele descubrirse casi siempre haciendo un estudio de la persona asesinada?

—No había llegado a... sí; creo que comprendo lo que usted quiere decir.

—Hasta saber uno exactamente qué clase de persona era la víctima, no puede empezar a ver claramente las circunstancias del crimen. Y agregó:

—Eso es lo que ando buscando... y lo que usted y su hermano han ayudado a proporcionarme... una reconstrucción del hombre Amyas Órale.

Meredith Blake pasó por alto el punto principal del comentario. Había atraído su atención una sola palabra. Dijo vivamente:

—¿Felipe?

—Sí.

—¿Ha hablado usted con él también?

—Claro que sí.

Meredith dijo con brusquedad:

—Debió usted venir a verme a mí primero.

Sonriendo un poco, Poirot hizo un gesto cortés.

—Según las leyes de primogenitura, es cierto —contestó—. Sé que es usted el más viejo de los dos. Pero comprenderá que, viviendo su hermano cerca de Londres, era más fácil visitarle a él primero.

Meredith aún fruncía el entrecejo. Tiró con inquietud de su labio. Repitió:

—Debió usted venir a verme a mí primero.

Esta vez Poirot no respondió. Aguardó. Y a los pocos instantes Meredith prosiguió:

—Felipe —dijo— tiene prejuicios.

—Sí.

—Si quiere que le diga la verdad, es un manojo de prejuicios... siempre lo ha sido —le dirigió una rápida e inquieta mirada al detective—. Habrá intentado volverle contra Carolina.

—¿Importa eso... tanto tiempo después?

Blake exhaló un agudo suspiro.

—Sí. Me olvidé de que ha transcurrido tanto tiempo... que todo ha pasado. No se le puede hacer daño a Carolina ya. No obstante, no me gustaría que se llevase usted una impresión falsa.

—¿Y cree usted que su hermano pudiera darme una falsa impresión?

—Con franqueza, sí. Es que siempre hubo cierto..., ¿cómo diré...?, antagonismo entre él y Carolina.

—¿Por qué?

La pregunta pareció irritar a Blake. Dijo:

—¿Por qué? ¿Cómo quiere que sepa yo por qué...? Esas cosas pasan. Felipe la molestaba siempre que podía. Se disgustó, creo yo, cuando Amyas se casó con ella. No se acercó a ellos en más de un año. Y sin embargo, Amyas era casi su mejor amigo. Supongo que ése era el verdadero motivo. No le parecía ninguna mujer lo bastante buena para él. Y probablemente pensó que la influencia de Carolina echaría a perder su amistad.

—¿Y tuvo razón?

—No; claro que no. Amyas siguió profesándole el mismo cariño a Felipe... hasta el último momento. Acostumbraba acusarle de ser un buscadineros y cosas por el estilo para hacerle rabiar. Felipe no se molestaba por eso. Se limitaba a sonreír y decía que era una buena cosa que Amyas tuviese un amigo respetable por lo menos.

—¿Cómo reaccionó su hermano ante el asunto de Elsa Greer?

—¿Sabe que lo encuentro algo difícil de decir? La verdad es que su actitud no era fácil de definir. Yo creo que se molestó con Amyas al verle hacer el tonto por una muchacha. Dijo más de una vez que no saldría bien y que día llegaría en que Amyas se arrepintiese. Al propio tiempo me da en los huesos... sí, casi tengo la seguridad de ello... que experimentaba una leve satisfacción al ver abandonada a Carolina.

Poirot enarcó las cejas. Preguntó:

—¿De veras experimentaba esa satisfacción?

—Oh, no interprete mal mis palabras. No iría yo más allá de decir que el sentimiento ése existía en la subconciencia. No creo que se diera él cuenta de que era eso lo que experimentaba, Felipe y yo tenemos muy poco en común; pero ya sabe que existe cierto lazo entre personas de la misma sangre. Un hombre sabe, con frecuencia, lo que está pensando su hermano.

—¿Y después de la tragedia?

Meredith sacudió la cabeza. Un espasmo de dolor cruzó su semblante. Dijo:

—Pobre Felipe. Quedó deshecho. Completamente deshecho. Siempre había querido mucho a Amyas. Yo creo que había en ello algún elemento de idolatría. Amyas Crale y yo teníamos la misma edad. Felipe tenía dos años menos. Y él consideraba a Amyas como una especie de ser superior. Sí... fue un golpe terrible para él. Se sintió... se Sintió terriblemente amargado contra Carolina.

—Así, él, por lo menos, no tenía la menor duda acerca de su culpabilidad, ¿no es así?

Respondió Meredith Blake:

—Ninguno de nosotros tenía la menor duda...

Hubo un silencio. Luego dijo Blake, con la quejumbro irritabilidad de un hombre débil:

—Todo ha terminado... se había olvidado... y ahora usted... y lo resucita...

—Yo no: Carolina Crale.

Meredith le miró con sorpresa.

—¿Carolina? —exclamó—. ¿Qué quiere usted decir?

Contestó Poirot, mirándole fijamente:

—Carolina Crale segunda.

El rostro del otro perdió su tensión.

—¡Ah, sí! La niña. La pequeña Crale. In... interpreté momentáneamente.

—¿Creía que hacía referencia a la primera Carolina Crale? ¿Creía usted que era ella la que no...?, ¿cómo diré?, que no podía descansar tranquila en la tumba? Meredith se estremeció.

—¡Por favor!

—¿Usted sabe lo que escribió a su hija... las últimas palabras que escribió en su vida... diciéndole que era inocente?

Meredith se le quedó mirando. Dijo, y su voz estaba trémula de incredulidad:

—¿Carolina escribió eso?

—Sí.

Poirot hizo una pausa y agregó:

—¿Le sorprende?

—Le sorprendería a usted si la hubiese visto ante el tribunal. ¡Pobre criatura perseguida y sin defensa! Ni siquiera luchó.

—¿Una pesimista?

—No, no. No era eso. Fue, creo, la plena conciencia de que había matado al hombre a quien amaba... o yo creí que era eso, por lo menos.

—¿No está usted tan seguro ahora?

—¡Escribir una cosa así... solemnemente... en el momento de la muerte...!

Poirot sugirió:

—Una mentira piadosa quizá.

—Quizá —pero Meredith dudaba—. No es... no resulta característico de Carolina. No era de esperar una cosa así de ella.

Hércules Poirot asintió con la cabeza. Carla Lemarchant había dicho eso también. Carla sólo contaba con un recuerdo de la infancia. Pero Meredith Blake había conocido a Carolina muy bien. Era la primera confirmación que obtenía Poirot de que podía depositar cierta confianza en la creencia de Carla.

Meredith la miró. Dijo lentamente:

—Sí... si Carolina era inocente... ¡es una locura todo! Yo no veo... no veo ninguna otra solución posible.

Se volvió bruscamente hacia Poirot.

—¿Y usted? ¿Qué cree usted?

Hubo un momento de silencio.

—Hasta ahora —contestó el detective por fin— no creo nada. Me limito a recoger impresiones. Cómo era Carolina Crale. Cómo era Amyas Crale. Cómo eran las demás personas que figuraron más o menos en el asunto. Qué ocurrió exactamente durante aquellos días. Eso es lo que necesito. Repasar los hechos laboriosamente uno tras otro. Su hermano va a ayudarme en eso. Va a enviarme un informe detallado de los acontecimientos tal como él lo recuerda.

Meredith dijo vivamente:

—No sacará usted mucho de eso. Felipe es un hombre muy ocupado. Olvida las cosas una vez han pasado. Probablemente lo recordará todo al revés.

—Habrá lagunas, naturalmente. Comprendo eso.

—Una cosa... —Meredith se interrumpió bruscamente. Luego prosiguió, poniéndose levemente colorado al hablar—. Si usted quiere, yo... yo podría hacer lo mismo. Quiero decir que eso le serviría para hacer una especie de comprobación, ¿no le parece?

Hércules Poirot contestó con calor:

—Resultaría de muchísimo valor. ¡Es una idea excelente!

—Bien. Lo haré. Tengo unos libritos antiguos en los que solía apuntar mis impresiones... Pero escuche —rió con embarazo—, no tengo un estilo muy literario. Hasta mi ortografía deja mucho que desear. No... ¿no esperará demasiado de mí?

—¡Ah! ¡No es estilo literario lo que yo quiero! Sólo deseo un relato sencillo de todo lo que pueda usted recordar. Lo que dijeron todos, su aspecto, sus expresiones... lo que ocurrió exactamente. No se preocupe de que parezca no tener nada que ver con el asunto. Todo contribuye a dar una idea del ambiente.

—Sí; eso lo comprendo. Debe resultar difícil ver mentalmente a personas y lugares que nunca se han visto en realidad.

Poirot asintió con un movimiento de cabeza.

—Hay otra cosa que quería preguntarle. Alderbury es la finca contigua a ésta, ¿verdad? ¿Me sería posible ir allá... ver con mis propios ojos el lugar en que ocurrió la tragedia?

Meredith respondió lentamente:

—Puedo llevarle a usted allí, sin inconveniente. Pero claro, el lugar ha cambiado mucho de aspecto.

—¿No habrán edificado más allí?

—No, afortunadamente... no ha llegado la cosa a ese extremo. Pero es una especie de hostelería ahora... Lo compró una sociedad. Acuden a ella bandadas de jóvenes en verano, y claro, todas las habitaciones han sido subdivididas y convertidas en cubículos. El terreno ha sufrido modificaciones también.

—Tendrá que reconstruírmelo usted mediante explicaciones.

—Haré lo posible. Me hubiera gustado que lo hubiese visto antaño. Era una de las fincas más hermosas que he conocido.

Salieron por la puerta ventana y empezaron a cruzar un cuadro de césped en pendiente.

—¿Quién vendió la propiedad? —inquirió Hércules Poirot.

—Los albaceas, en nombre de la niña. Todos los bienes de Crale fueron a parar a ella. No había testado. Conque supongo que se repartiría todo entre su esposa y su hija. Carolina legó todo lo que tenía a la niña también.

—¿No le dejó nada a su hermanastra?

—Angela tenía algo de dinero suyo, que había heredado de su padre.

Poirot movió afirmativamente la cabeza.

—Comprendo —dijo.

Luego soltó una exclamación:

—Pero, ¿adonde me lleva usted? ¡Vamos derechos a la playa!

—¡Ah! He de explicarle a usted nuestra geografía. La verá por sus propios ojos dentro de un momento. Hay una ensenada, como ve... Caleta del Camello la llaman... que se interna en tierra. Casi parece la boca de un río; pero no lo es... sólo es un brazo de mar. Para ir a Alderbury por tierra hay que internarse y dar la vuelta a la ensenada; pero el camino más corto de una casa a otra es cruzar esta parte estrecha de la caleta. Alderbury está enfrente... Mire... se ve la casa por entre los árboles.

Habían salido a una playa pequeña. Frente a ellos había una punta de tierra cubierta de bosques y se distinguía una casa blanca por entre los árboles.

Había dos embarcaciones en la playa. Meredith Blake, con la ayuda algo torpe de Poirot, arrastró una de ellas hasta el agua, y a los pocos momentos remaban hacia la otra orilla.

—Siempre usábamos este camino antiguamente —explicó Meredith—. A menos, claro está, que hubiese tormenta o estuviera lloviendo, en cuyo caso íbamos en automóvil. Pero hay cerca de tres millas de camino por ese lado.

Acercó el bote al muellecito de piedra del otro lado y echó una mirada a la colección de casetas de madera y a unas terrazas de hormigón.

—Todo esto es nuevo. Antes había un cobertizo para los botes... medio derrumbado... y nada más. Y uno bajaba por la playa y se bañaba desde esas rocas de allá.

Ayudó a su invitado a saltar a tierra, amarró el bote y empezó a subir por un empinado sendero.

—No creo que nos encontremos con nadie —dijo por encima del hombro—. No hay nadie aquí en abril... salvo por Pascua. Aunque no importa si encontramos a alguno. Estoy en buenas relaciones de vecindad. El sol es magnífico hoy. Como si fuera en verano. Fue un día hermoso el de la tragedia. Más parecía julio que septiembre. Sol brillante... pero un vientecillo frío.

El sendero surgió de entre los árboles y bordeó un saliente de roca. Meredith señaló hacia arriba con la mano.

—Eso es lo que llaman la Batería. Estamos poco más o menos debajo de ella ahora, bordeándola.

Volvieron a meterse por entre los árboles y luego el sendero torció bruscamente y salieron ante una puerta practicada en un alto muro. El sendero seguía zigzagueando hacia arriba; pero Meredith abrió la puerta v los dos hombres entraron por ella.

Durante unos instantes Poirot quedó deslumbrado, al surgir de la sombra de fuera. La Batería era una meseta despejada artificialmente, con almenas adornadas de cañones. Daba la impresión de hallarse suspendida sobre el mar. Había árboles por encima de ella y por detrás; por el lado del mar no se veía más que las deslumbrantes y azuladas aguas al pie.

—¡Atractivo lugar! —murmuró Meredith. Señaló con desdeñoso movimiento de cabeza una especie de pabellón pegado a la pared de roca del fondo—. Eso no estaba allí, claro... sólo un cobertizo desvencijado donde Amyas guardaba sus bártulos de pintar, unas cuantas botellas de cerveza y unos cuantos sillones. Había un banco y una mesa... de hierro pintada. Nada más. No obstante... no ha cambiado mucho.

Hablaba con voz trémula.

—Y ¿fue aquí dónde sucedió?

Meredith asintió con la cabeza.

—El banco estaba allí... contra el cobertizo. Estaba echado en él. Solía tirarse en él a veces cuando pintaba... quedándose mirando... mirando... Luego, de pronto, se ponía en pie de un brinco y empezaba a aplicar pintura al lienzo precipitadamente, como un loco.

Hizo una pausa.

—Por eso parecía... casi natural. Como si estuviera dormido... como si acabara de dejarse vencer por el sueño. Pero tenía los ojos abiertos... y... se había quedado rígido... Una especie de parálisis, ¿sabe? No se experimenta el menor dolor... Siempre me he alegrado de eso...

Poirot preguntó una cosa que ya sabía:

—¿Quién le encontró aquí?

—Ella, Carolina. Después de comer. Elsa y yo, supongo, fuimos los últimos en verle vivo. Debía haber empezado a obrar ya el veneno entonces... Tenía... un aspecto raro. Prefiero no hablar de eso. Se lo diré por escrito. Resulta más difícil así.

Dio media vuelta bruscamente y salió de la Batería. Poirot le siguió sin despegar los labios.

Los dos hombres siguieron ascendiendo por el sendero en zigzag. A un nivel más alto que la Batería había otra meseta pequeña. Los árboles la cobijaban con su sombra y había allí un banco y una mesa. Dijo Meredith.

—No ha cambiado esto mucho. Aunque el banco no era rústico como éste, sino de hierro pintado. Un poco duro para sentarse en él; pero la vista era sumamente hermosa.

Poirot asintió. Por entre los árboles podía mirarse por encima de la Batería hasta la boca de la caleta.

—Estuve sentado aquí parte de la mañana —explicó Meredith—. Los árboles no habían crecido tanto entonces. Se veían las almenas de la Batería claramente. Allí era donde estaba Elsa haciendo de modelo, ¿sabe? Sentada en una almena con la cabeza vuelta.

Hizo un leve movimiento nervioso con los hombros.

—Los árboles crecen más aprisa de lo que uno cree —murmuró—. Bueno, supongo que me estoy haciendo viejo. Venga a la casa.

Continuaron siguiendo el sendero hasta salir éste cerca de la casa. Había sido un edificio hermoso, de estilo georgiano. Le habían sido agregados otros pisos posteriormente y, sobre el verde césped cerca de él, había unas cincuenta casetas de baño, de madera.

—Los muchachos duermen allí. Las muchachas en la casa —explicó Meredith—. No creo que haya aquí nada que quiera usted ver. Todas las habitaciones han sido subdivididas. Antiguamente había un invernadero pegado aquí. Esta gente ha construido una arcada. Bueno... Supongo que disfrutan de sus vacaciones. No se puede conservar todo como estaba... por desgracia.

Dio media vuelta.

—Bajaremos por otro camino. Lo... lo vuelvo a recordar todo, ¿sabe? Fantasmas por todas partes.

Volvieron al desembarcadero por un camino más largo, dando un rodeo. Ninguno de los dos habló. Poirot respetó el humor de su compañero.

Cuando llegaron a Handcross Manor de nuevo, Meredith Blake dijo bruscamente:

—Compré ese cuadro, ¿sabe? El que estaba pintando Amyas. No podía soportar la idea de que se vendiera por... bueno... por su valor publicitario... para que una serie de bestias con mente de pocilga lo miraran boquiabiertos. Era una obra magnífica. Amyas decía que era lo mejor que había hecho en su vida. No me extrañaría que tuviese razón. Casi estaba terminado. Sólo quería trabajar en él un día o dos más. ¿Le... le gustaría verlo?

Hércules Poirot contestó rápidamente:

—Ya lo creo que sí.

Blake cruzó el vestíbulo y sacó una llave del bolsillo. Abrió una puerta y entraron en una habitación bastante grande que olía a polvo. Las ventanas tenían echadas las maderas. Blake cruzó el cuarto y abrió las maderas. Luego, con cierta dificultad, hizo lo propio de una de las ventanas y entró en el cuarto una ráfaga de aire fragante, primaveral.

Dijo Meredith:

—Ahora se respira...

Se quedó junto a la ventana aspirando el aire y Poirot se reunió con él. No había necesidad de preguntar qué había sido aquella habitación. Los estantes estaban vacíos pero quedaban en ellos las señales donde en otros tiempos había habido frascos. Contra la pared había un aparato de química y un sumidero. El cuarto estaba lleno de polvo.

Meredith estaba mirando por la ventana. Dijo:

—¡Cuán fácilmente me vuelve todo a la memoria! De pie aquí, oliendo los jazmines... y hablando... hablando... idiota que fui... de mis pociones y destilaciones...

Distraído, Poirot alargó la mano por la ventana. Arrancó una rama de hojas de jazmín que justamente empezaba a brotar.

Meredith Blake cruzó el cuarto, resuelto. De la pared colgaba un cuadro cubierto con una tela para protegerlo contra el polvo. Quitó la cubierta de un tirón.

Poirot contuvo el aliento. Había visto hasta entonces cuatro cuadros de Amyas Crale: dos en la Galería Tate; otro en la tienda de un comercio londinense; el cuarto era el jarrón de rosas que ya se mencionó. Pero ahora estaba contemplando lo que el propio artista había considerado su mejor cuadro y el detective se dio cuenta enseguida de cuan soberbio había sido aquel hombre como artista.

El cuadro era muy liso en la superficie. A primera vista, hubiera podido pasar por un cartel de propaganda, tan crudos eran sus contrastes. Una muchacha, una muchacha con camisa amarillo canario y pantaloncitos azul oscuro sentada sobre una pared gris, con pleno sol, con su fondo de mar violentamente azul. La clase de asunto apropiado para un cartelón.

Pero la primera vista engañaba. Había una desproporción muy sutil, un brillo y una claridad sorprendentes en la luz. Y la muchacha...

Sí, aquello era vida. Todo lo que había, todo lo que podía haber de vida, de juventud, de radiante vitalidad. El rostro estaba vivo, y los ojos...

¡Tanta vida! ¡Tanta juventud y tan apasionada! Aquello, pues, era lo que Amyas Crale había visto en Elsa Greer, lo que le había hecho ciego y sordo para con su dulce esposa. Elsa era la vida. Elsa era la juventud.

Una criatura soberbia, esbelta, erguida, arrogante, vuelta la cara insolente de triunfo su mirada. Mirándole a uno, observándole... aguardando...

Hércules Poirot extendió las manos. Dijo:

—Eres muy grande... sí; muy grande.

Meredith dijo con voz entrecortada:

—¡Era tan joven...!

Poirot movió afirmativamente la cabeza. Pensó para sus adentros:

«¿Qué quiere decir la mayoría de la gente cuando dice eso? ¡Tan joven! Algo inocente, algo suplicante, algo indefenso. Pero la juventud no es eso. La juventud es cruda: la juventud es fuerte; la juventud es poderosa... sí, ¡y cruel! Y alguna cosa más: la juventud es vulnerable.»

Siguió a su anfitrión hacia la puerta. Había aumentado su interés por Elsa Greer, a quien pensaba visitar a continuación. ¿Qué le habrían hecho los años a aquella criatura apasionada, triunfante, cruda?

Miró atrás en dirección al cuadro.

Aquellos ojos. Observándole... observándole... diciéndole algo... ¿Y si no lograra él comprender lo que decían? ¿Podría decírselo la mujer de carne y hueso? O ¿estarían diciendo algo aquellos ojos que la verdadera mujer no sabía? Tal arrogancia, tal anticipación triunfante... Y entonces la muerte había intervenido, arrebatando su presa a aquellas manos ávidas tendidas hacia ella... Y la luz había desaparecido de los apasionados ojos. ¿Qué aspecto tendrían los ojos de Elsa ahora?

Salió del cuarto tras echar una última mirada.

Pensó:

«Estaba excesivamente viva.»

Se sentía... un poco asustado...

Загрузка...