Capítulo III



Relato de Lady Dittisham


Doy cuenta aquí de toda la historia de mi encuentro con Amyas Crale hasta el momento de su trágica muerte.

Le vi por primera vez en una fiesta dada en un estudio. Estaba de pie, lo recuerdo, junto a una ventana y le vi entrar en la habitación. Pregunté quién era. Alguien contestó: «Es Crale, el pintor.» Dije inmediatamente que me gustaría conocerle.

Hablamos en esa ocasión cosa de diez minutos. Cuando alguien crea en uno la impresión que Amyas Crale creó en mí, es inútil intentar descubrirle. Si digo que cuando vi a Amyas Crale todas las demás personas parecieron disminuir de tamaño hasta desaparecer por completo, creo que habré expresado la sensación que causó en mí, todo lo bien que puede expresarse.

Inmediatamente después de ese encuentro fui a ver todos los cuadros suyos que me fue posible. Había abierto una exposición por entonces en Bond Street. Y había uno de sus cuadros en Manchester; otro en Leeds y dos en galerías públicas de Londres. Fui a verlos todos. Luego volví a verle a él. Dije:

—He ido a admirar todos sus cuadros. Me parecen maravillosos.

Pareció hacerle gracia. Preguntó:

—¿Quién le ha dicho que es usted quién para juzgar si un cuadro es bueno o malo? No creo que sepa usted una palabra del asunto.

Contesté:

—Tal vez no. Pero son maravillosos de todas formas.

Él rió y dijo:

—No sea usted una extremosa estúpida.

—No lo soy —contesté yo—. Quiero que me pinte.

Dijo Crale:

—Si tiene usted un adarme de sentido común, se dará cuenta de que yo no pinto retratos de mujeres bonitas.

Contesté:

—No es preciso que sea un retrato, y yo no soy una mujer bonita.

Me miró entonces como si empezara a verme. Dijo:

—No; tal vez no lo sea.

Pregunté:

—Así, pues, ¿me pintará?

Me contempló un rato, con la cabeza ladeada. Luego dijo:

—Es usted una criatura extraña, ¿verdad?

Contesté:

—Soy rica, ¿sabe? Puedo permitirme el lujo de pagar bien.

Quiso él saber:

—¿Por qué tiene tantas ganas de que la pinte?

Respondí:

—Porque lo deseo así.

Dijo él:

—¿Es ésa una razón?

—Sí —dije yo—. Siempre obtengo lo que deseo.

Exclamó entonces:

—¡Pobre niña! ¡Cuan joven es usted!

—¿Me pintará?

Me asió de los hombres, me volvió hacia la luz y me examinó.

Luego se apartó unos pasos de mí. Yo me quedé inmóvil aguardando.

Dijo:

—He tenido a veces deseos de pintar una bandada de macacos australianos de imposible colorido, posándose sobre la catedral de San Pablo. Si la pintara a usted con un paisaje bonito tradicional como fondo, creo que obtendría el mismo resultado.

—Así, pues —inquirí yo—, ¿me pintará?

Contestó él:

—Es usted uno de los trozos de colorido exótico más hermosos, más crudos y más extravagantes que en mi vida he visto. ¡La pintaré!

Dije yo:

—Entonces, queda acordado.

Prosiguió él:

—Pero le voy a hacer una advertencia, Elsa Greer. Si yo la pinto, probablemente le haré el amor.

Yo contesté:

—Ojalá sea así...

Lo dije con voz serena, con firmeza. Le oí contener el aliento y vi la expresión que apareció en sus ojos.

Así de repente fue.

Un día o dos más tarde volvimos a vernos. Me dijo que quería que bajase a Devonshire. Allí tenía el paisaje que deseaba usar como fondo. Dijo:

—Soy casado, ¿sabe? Y quiero mucho a mi esposa.

Le contesté que si tanto la quería debía de ser una mujer muy agradable.

Él dijo que lo era... y mucho.

—Es más —agregó—, es una mujer adorable... y yo la adoro. Conque chúpate esa, jovencita Elsa.

Le dije que comprendía perfectamente.

Dio principio al cuadro una semana después. Carolina Crale me dio la bienvenida muy agradablemente. No le fui muy simpática... pero después de todo, ¿por qué se lo había de ser? Amyas fue circunspecto. Jamás me dijo una palabra que no hubiera podido escuchar su esposa y yo me mostré muy cortés y formal con él. Por dentro, sin embargo, ambos sabíamos...

Al cabo de diez días me dijo que debía regresar a Londres.

Le dije:

—El cuadro no está terminado.

Dijo él:

—Apenas está empezado. La verdad es que no puedo pintar, Elsa.

—¿Por qué?

—De sobra sabes por qué, Elsa. Y por eso tienes que largarte de aquí. No puedo pensar en la pintura... no puedo pensar más que en ti.

Estábamos en el jardín de la Batería. Era un día caluroso, soleado. Había pájaros y se oía el zumbido de abejas. Debiera haber sido una escena feliz y apacible. Pero no era ésa la sensación que se tenía. Le parecía a una más bien... trágica. Como si... como si lo que hubiese de ocurrir se reflejara ya allí.

Yo sabía que de nada serviría que regresase a Londres; pero respondí:

—Bien. Me marcharé si tú me lo pides.

Amyas dijo:

—Buena chica.

Conque me fui. No le escribí.

Aguantó diez días y luego vino. Estaba tan delgado, tan demacrado, tan lleno de melancolía, que me impresionó.

Dijo:

—Te lo advertí. No digas que no te lo advertí.

Contesté mirándole con insistencia amorosa:

—Te he estado esperando. Sabía que vendrías.

Exhaló una especie de gemido y dijo:

—Hay cosas que son demasiado fuertes para cualquier hombre. No puedo comer, ni dormir, ni descansar, de tanto que te anhelo.

Le dije que lo sabía y que a mí me ocurría lo mismo y me había ocurrido siempre desde el primer momento que le conociera. Era el Destino y resultaría inútil luchar contra él.

Dijo él:

—Tú no has luchado mucho, ¿verdad, Elsa?

Yle contesté que no había luchado en absoluto.

Dijo que ojalá no hubiera sido yo tan joven, y yo le contesté que era igual. Supongo que podría decir que durante las siguientes semanas fuimos muy felices. Pero felicidad no es la palabra adecuada. Fue algo más profundo y que asustaba más que eso.

Habíamos sido creados el uno para el otro y nos habíamos encontrado y ambos sabíamos que teníamos que seguir juntos siempre.

Pero ocurrió algo más también. El cuadro sin terminar empezó a convertirse en obsesión de Amyas. Me dijo:

—Es raro que no pudiera pintarte antes... tú misma lo impedías. Pero quiero pintarte, Elsa. Quiero pintarte de forma que ese cuadro sea el mejor que haya hecho en mi vida. Me hormiguean los dedos ahora por coger los pinceles y verte sentada allí, sobre ese viejo paredón almenado, con el convencional mar azul y los decoradores árboles ingleses... y tú... tú... sentada allí como un discordante aullido de triunfo.

Agregó:

—¡Y tengo que pintarte así! Y no puedo consentir que se me moleste, ni se me distraiga mientras lo hago. Cuando esté terminado el cuadro, le diré a Carolina la verdad y arreglaremos todo este desagradable asunto.

Pregunté:

—¿Pondrá Carolina inconvenientes al divorcio?

Él contestó que no lo creía. Pero nunca sabía lo que haría una mujer.

Dije que lo sentiría si se llevaba ella un disgusto; pero que esas cosas ocurrían y que no podían remediarse nunca.

Dijo él:

—Eso es muy bonito y razonable, Elsa. Pero Carolina no es razonable, nunca ha sido razonable, y es seguro que no se sentirá razonable. Me quiere, ¿sabes?

Le dije que eso lo comprendía perfectamente; pero que si ella le quería de verdad, pondría la felicidad de él por encima de todo y, fuera como fuese, no se empeñaría en sujetarle si deseaba él ser libre.

Contestó él:

—La vida no puede resolverse con máximas admirables extraídas de la literatura moderna. La Naturaleza es roja en diente y garra, no lo olvides.

Dije:

—¿No somos gente civilizada hoy en día, acaso?

YAmyas se echó a reír, contestando:

—¡Qué gente civilizada ni qué niño muerto! Con toda seguridad Carolina la emprendería a hachazos contigo de muy buena gana. Y a lo mejor lo hace. ¿No te das cuenta, Elsa, que ella va a sufrir... a sufrir? ¿No sabes tú lo que significa el sufrir? Contesté yo:

—Pues entonces no se lo digas.

Replicó él:

—No. El rompimiento ha de llegar. Tienes que pertenecerme como es debido, Elsa. Ante el mundo entero. Ser abiertamente mía.

Pregunté:

—¿Y si ella no quiere aceptar el divorcio?

Dijo él:

—No temo eso.

—¿Qué es lo que temes, pues?

Él replicó lentamente:

—No lo sé...

Yes que él conocía a Carolina. Yo no.

Si hubiese tenido yo la menor idea...

Volvimos a bajar a Alderbury. La situación fue difícil esta vez. Carolina había concebido sospechas. A mí no me gustó... no me gustó... no me gustó ni pizca. Siempre he odiado el engaño, el obrar a escondidas. Opiné que debíamos decírselo. Amyas se negó rotundamente a consentirlo.

Lo más gracioso del caso es que le tenía sin cuidado en realidad. A pesar de querer a Carolina y de no desear hacerle daño, le tenía completamente sin cuidado la honradez o falta de honradez del asunto. Estaba pintando con una especie de frenesí, y ninguna otra cosa le importaba. Yo no le había visto en uno de sus accesos de trabajo intenso antes. Me di cuenta ahora de que era un gran genio en realidad. Era natural en él dejarse arrastrar de tal manera por su trabajo, que nada importaba la decencia de ninguna otra cosa ya. Pero era distinto para mí. Me encontraba en una situación horrible. Carolina estaba resentida conmigo... y con razón. La única manera de arreglar la situación era ser completamente sinceros con ella y decirle la verdad.

Pero lo único que quiso decir Amyas fue que no iba a consentir que le molestaran, ni le armaran escándalo hasta que hubiese terminado el cuadro. Le dije que probablemente no habría escándalo. Carolina tendría demasiada dignidad y orgullo para eso.

Yo dije:

—Quiero obrar con sinceridad. Tenemos que ser sinceros; muy sinceros.

Dijo Amyas:

—¡Al diablo con la sinceridad! Estoy pintando un cuadro, maldita sea.

Yo comprendía su punto de vista; pero él no quería comprender el mío.

Y a última hora, lo eché todo a rodar. Carolina había estado hablando de no sé qué plan que iban a poner en ejecución Amyas y ella el otoño siguiente. Habló de él con toda confianza. Y de pronto sentí que era abominable lo que estábamos haciendo... dejarla continuar así. Tal vez estuviera yo furiosa también porque Carolina estaba siendo, en realidad muy desagradable conmigo de una manera tan hábil que no había por dónde cogerlo. Conque salté yo y le dije la verdad. Hasta cierto punto, sigo creyendo que hice bien. Aunque, claro está, no lo hubiese hecho de haber sabido las consecuencias que iba a tener.

El choque vino inmediatamente. Amyas se puso furioso conmigo; pero tuvo que reconocer que lo que yo había dicho era cierto.

Yo no comprendí ni pizca a Carolina. Fuimos a casa de Meredith Blake a tomar el té y Carolina desempeñó maravillosamente su papel... riendo y hablando. Yo, idiota de mí, creí que estaba tomando la cosa bien. Era un poco embarazoso que no pudiera yo abandonar la casa; pero Amyas se hubiera vuelto loco de rabia si lo hubiese hecho.

No la vi quitar la conicina. Quiero ser honrada. Conque diré que creo que existe la posibilidad de que la hubiese cogido con la intención que ella mismo dijo: la de suicidarse.

Pero no lo creo en serio. Yo creo que era una de esas mujeres intensamente celosas que no quieren soltar nada que ellas creen les pertenece. Amyas era propiedad suya. Creo que estaba dispuesta a matarle antes de soltarle, antes de renunciar a él definitivamente para que se lo llevara otra mujer. Creo que decidió inmediatamente matarle. Era una mujer muy vengativa. Amyas sabía desde el primer momento que era peligrosa. Yo no lo sabía.

A la mañana siguiente tuvo una discusión final con Amyas. Oí la mayor parte de ella desde fuera, desde la terraza. Él se portó espléndidamente... tuvo mucha paciencia y conservó la serenidad. Le imploró que fuera razonable. Él dijo que les tenía mucho afecto a ella y a la niña y que siempre se lo seguiría teniendo. Haría todo lo que pudiera para asegurar su porvenir. Luego se endureció y dijo:

—Pero ten bien entendido esto: voy a casarme con Elsa y nada me lo impedirá. Tú y yo siempre estuvimos de acuerdo en dejarnos mutuamente en libertad. Estas cosas suceden.

Carolina le contestó:

—Haz lo que te dé la gana. Yo ya te he avisado.

Su voz era tranquila, pero tenía un dejo extraño.

—¿Qué quieres decir, Carolina?

Contestó ella:

—Eres mío y no pienso dejarte marchar. Antes de permitir que te vayas con esa muchacha, te mataré.

En aquel preciso instante Felipe Blake bajó por la terraza. Me puse en pie y le salí al encuentro. No quería que oyese él la discusión.

A los pocos momentos salió Amyas y dijo que era hora de continuar con el cuadro. Bajamos a la Batería. Él no dijo gran cosa. Se limitó a murmurar que Carolina estaba siendo difícil; pero que por el amor de Dios, no habláramos del asunto. Quería concentrarse en lo que estaba haciendo. Con un día más, dijo, seguramente quedaría terminado el cuadro. Agregó:

—Y será lo mejor que haya hecho, Elsa, aun cuando haya habido que pagarlo con sangre y lágrimas.

Un poco más tarde subí a la casa a buscar un jersey. Soplaba un viento fresco. Cuando volví de nuevo, Carolina estaba allí. Supongo que había bajado a dirigirle su última súplica. Felipe y Meredith Blake estaban allí también.

Fue entonces cuando dijo Amyas que tenía sed y que quería beber. Dijo que había cerveza allí, pero que no era fresca.

Carolina dijo que le mandaría cerveza helada. Lo dijo con toda naturalidad, en tono amistoso. Era actriz aquella mujer. Seguramente sabría ya entonces lo que iba a hacer.

Bajó la cerveza diez minutos más tarde. Amyas estaba pintando. Llenó el vaso y lo colocó junto a él. Ninguno de los dos la mirábamos. Amyas estaba absorto en lo que hacía y yo no podía moverme por conservar la postura. Amyas se la bebió de la misma manera que bebía siempre la cerveza, de un solo trago. Luego hizo una mueca y dijo que sabía a rayos..., pero que estaba fresca por lo menos.

Y aun entonces, cuando dijo él eso, no entró en mi cabeza la menor sospecha. Me eché a reír y dije: «¡Eso es del hígado!»

Después de haberle visto bebérsela, Carolina se marchó. Debió ser cosa de cuarenta minutos más tarde cuando Amyas se quejó de entumecimiento y dolores. Dijo creer que tenía algo de reuma muscular. Amyas siempre se había mostrado intolerante con las enfermedades y no le gustaba que le mimasen. Después de hablar quitó importancia a la cosa agregando:

—Achaques de la vejez, supongo. Vas a cargar con un viejo que rechinará a cada movimiento que haga, Elsa.

Le seguí la corriente. Pero observé que movía las piernas con dificultad y de una manera rara; que hizo una mueca más de una vez. Jamás soñé que pudiera no ser reuma. Al poco rato acercó el banco y se dejó caer en él, alargando el brazo de vez en cuando para dar un pincelazo aquí o allá. Hacía eso a veces cuando pintaba. Quedárseme mirando fijamente, y luego hacer lo propio con el lienzo. En ocasiones lo hacía media hora seguida. Conque no me pareció especialmente extraño.

Oímos tocar la campana llamando a comer y él dijo que no pensaba subir. Se quedaría donde estaba y no quería nada. Tampoco eso resultaba anormal. Y desde luego, resultaría mucho más fácil para él que tener que estar sentado frente a Carolina en la mesa

Hablaba de una manera extraña... gruñendo las palabras. Pero a veces hacía eso cuando no estaba satisfecho de la marcha que llevaba el cuadro.

Meredith Blake entró a buscarme. Le dirigió la palabra a Amyas, pero éste se limitó a gruñirle.

Subimos a la casa juntos y le dejamos allí. Le dejamos allí... para que muriera solo. En mi vida había visto yo mucha enfermedad... no sabía nada de eso... creí que Amyas se encontraba en uno de sus humores de pintor. Si yo hubiese sabido... si me hubiera dado cuenta... quizás hubiese podido salvarle un médico... ¡Dios mío! ¿Por qué no haría yo...? Pero nada se adelanta pensando en eso ahora. Fui una ciega y una imbécil. Una loca estúpida y ciega.

No queda mucho más que contar.

Carolina y la institutriz bajaron allí después de comer. Meredith las siguió. Al poco rato volvió corriendo. Nos dijo que Amyas había muerto.

¡Entonces comprendí! Comprendí que había sido Carolina, quiero decir. Aún no pensé en el veneno, sin embargo, creí que habría bajado y le habría pegado un tiro o dado una puñalada.

Yo quería llegar donde ella estuviese... matarla...

¿Cómo pudo hacerlo? ¿Cómo pudo? Amyas estaba tan vivo, tan lleno de vida y de vigor. Quitarle todo eso... convertirle en una masa inerte y fría... Nada más para que no pudiera ser mío.

Horrible mujer...

Mujer horrible, desdeñosa, cruel y vengativa...

La odio. Aún la odio.

Ni siquiera la ahorcaron.

Debieron haberla ahorcado...

Hasta la horca era demasiado poco para ella...

La odio... la odio... la odio...


Fin del relato de lady Dittisham

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