Capítulo X



Y este cerdito lloró «¡uy, uy, uy!»

El piso de Angela Warren daba a Regent's Park. Allí, en aquel día primaveral, una suave brisa penetraba por la abierta ventana y hubiera podido hacerse uno la ilusión de que se encontraba en el campo, de no haber sido por el rumor ininterrumpido del tránsito que pasaba por allá abajo.

Poirot se apartó de la ventana al abrirse la puerta y entrar Ángela Warren en el cuarto.

No era la primera vez que la veía. Había aprovechado una oportunidad para asistir a una conferencia que había dado ella en la Real Sociedad Geográfica. Había sido, en su opinión, una conferencia excelente. Seca quizá, desde el punto de vista popular. La señorita Warren era una oradora magnífica. Jamás hacía una pausa ni vacilaba en busca de una palabra. No se repetía. La voz era clara y bien modulada. No hacía concesiones al romanticismo ni al amor de aventuras. Había muy poco interés humano en la conferencia. Era un recital admirable de hechos concretos ilustrados con proyecciones, y adornado con deducciones inteligentes de los hechos expuestos. Seca, concisa, clara, lúcida, altamente técnica.

El alma de Hércules Poirot la aprobó. He ahí, se dijo, una mente ordenada.

Ahora que la veía de cerca, se dio cuenta de que Angela Warren hubiera podido ser una mujer muy hermosa.

Sus facciones eran regulares, aunque severas. Las cejas eran oscuras, finas; los ojos, pardos, límpidos, inteligentes; el cutis, pálido y fino. Tenía muy cuadrados los hombros y unos andares ligeramente masculinos.

Desde luego, nada había en ella que sugiriera al cerdito que lloraba, «¡uy, uy, uy!» Pero en la mejilla derecha, desfigurando y arrugando la piel se veía la cicatriz. El ojo derecho estaba un poco torcido (la cicatriz parecía tirar de él hacia abajo por un lado); pero nadie se hubiera dado cuenta de que el ojo aquel había perdido la facultad de ver. Le pareció a Poirot casi seguro de que la muchacha se había acostumbrado tanto a su defecto con el tiempo, que había llegado ya a no darse cuenta de él. Y se le ocurrió que, de las cinco personas que le interesaban como resultado de su investigación, las que podía decirse que habían empezado con las mayores ventajas no eran las que habían alcanzado más éxito ni obtenido mayor felicidad.

Elsa, de quien podía decirse que había empezado con todas las ventajas, juventud, belleza, dinero, era la que menos había logrado. Era como una flor a la que hubiera alcanzado una helada fuera de tiempo. Seguía en capullo, pero sin vida. Cecilia Williams, según todas las muestras exteriores, carecía de bienes de que vanagloriarse. No obstante, Poirot no había visto en ella desaliento ni sensación alguna de fracaso. Para la señorita Williams, la vida había sido interesante (aún sentía interés por la gente y por los acontecimientos). Tenía la enorme ventaja mental y moral de una rigurosa crianza ochocentista, ventaja que se nos niega a nosotros en estos tiempos. Había cumplido con su deber en el nivel social al que envolvía en su armadura inexpugnable para las piedras y los dardos de la envidia, el descontento y el sentimiento. Tenía sus recuerdos, sus pequeñas diversiones hechas posibles gracias a un ahorro riguroso y gozaba de salud y vigor suficiente para seguir interesada en la vida.

Ahora, es Ángela Warren, aquella joven con el impedimento que supone el estar desfigurada y las humillaciones consiguientes, en quien Poirot creyó ver un espíritu fortalecido por su necesaria lucha para adquirir confianza en sí y aplomo. La colegiala indisciplinada se había convertido en una mujer llena de vitalidad y decisión, una mujer de considerable poder mental, dotada de energía abundante para llevar a cabo planes ambiciosos. Era una mujer, Poirot tenía la seguridad de ello, feliz y próspera a la vez. Su vida era completa, vivida y agradable.

No era, incidentalmente, el tipo de mujer que agradaba a Poirot. Aunque admiraba lo despejado de su cerebro, su clara mentalidad, poseía suficientes características defemme formidable para alarmarle a él, como simple hombre. A él siempre le había gustado lo extravagante.

Con Ángela Warren era fácil llegar al objeto de su visita. No hubo subterfugios. Se limitó a relatar la entrevista que había tenido con Carla Lemarchant.

El rostro severo de Ángela se iluminó.

—¿La pequeña Carla? ¿Está aquí? Me gustaría mucho verla.

—¿No se ha mantenido usted en contacto con ella?

—No tanto como debía de haberlo hecho. Yo era una colegiala cuando ella se marchó al Canadá y comprendí, claro está, que dentro de un año o dos nos olvidaría. Los últimos años, alguno que otro regalo por Navidad ha sido el único eslabón que nos ha unido. Imaginé que a estas alturas estaría completamente sumida en el ambiente canadiense y que su porvenir yacería allí. Hubiera sido mejor en esas circunstancias.

Dijo Poirot:

—Uno podría creerlo así, en efecto. Cambio de nombre, cambio de escena. Una vida nueva. Pero no estaba destinada a ser tan feliz como todo eso.

Y entonces le habló del noviazgo de Carla, del descubrimiento que había hecho al llegar a la mayoría de edad, y de sus razones para presentarse en Inglaterra.

Ángela Warren escuchó en silencio, apoyada la mejilla desfigurada en una mano. No dio muestras de emoción alguna durante el relato. Pero, al terminar Poirot, dijo:

—¡Bien por Carla!

Poirot se sobresaltó. Era la primera vez que se encontraba con reacción semejante. Dijo:

—¿Colaboraría usted conmigo?

—Ya lo creo. Y le deseo éxito. Todo lo que yo pueda hacer por ayudar, lo haré. Me siento culpable, ¿sabe?, por no haber intentado nada yo.

—Así, pues, ¿usted cree que existe la posibilidad de que tenga razón en opinar como opina?

—Claro que tiene razón. Carolina no lo hizo. Eso siempre lo he sabido.

Hercules Poirot murmuró:

—Me sorprende usted muchísimo, mademoiselle. Todas las demás personas con quienes he hablado...

Le interrumpió con brusquedad:

—No debe usted dejarse guiar por eso. No me cabe la menor duda de que las pruebas circunstanciales son abrumadoras. Mi propio convencimiento se basa en el conocimiento... conocimiento de mi hermana. Sólo sé, simple y decididamente, que Carolina no hubiera podido matar a nadie.

—¿Se puede decir eso con seguridad de ser humano alguno?

—Probablemente no, en la mayoría de los casos. Estoy de acuerdo en que el animal humano está lleno de curiosas sorpresas. Pero en el caso de Carolina había razones especiales... razones que yo tuve mejor ocasión de apreciar que ninguna otra persona.

Se tocó la desfigurada mejilla.

—¿Ve usted esto? ¿Probablemente habrá oído hablar de ello? (Poirot asintió con la cabeza.) Carolina lo hizo. Por eso estoy segura... sé... que ella no cometió el asesinato.

—No resultaría un argumento muy convincente para la mayoría de las personas.

—No; resultaría todo lo contrario. Creo que llegó a usarse en ese sentido, incluso. ¡Como prueba de que Carolina tenía un genio violento e indomable! Porque me había hecho a mí daño de pequeña, hombres que se las daban de sabios arguyeron que sería igualmente capaz de envenenar a un marido infiel.

Dijo Poirot:

—Yo, por lo menos, me di cuenta de la diferencia. Un repentino acceso de rabia incontenible no le conduce a una a robar un veneno primero y luego usarlo, deliberadamente, al día siguiente.

Ángela Warren agitó una mano con impaciencia.

—No es eso lo que quiero decir ni mucho menos. He de procurar hacérselo ver claro a usted. Supóngase que es usted una persona afectuosa y de natural bondadoso normalmente... pero que también es propenso a unos celos intensos. Y supóngase que durante los años de su vida en que es más difícil ejercer dominio sobre sí llega usted, en un acceso de rabia, a aproximarse mucho a cometer lo que constituye, en efecto, un asesinato. Imagínese la terrible impresión, el horror, el remordimiento que se apodera de usted. A una persona de la sensibilidad de Carolina, ese horror y ese remordimiento nunca la abandonaron del todo. Ella jamás logró desvanecer estos sentimientos por completo. No creo que me diera yo cuenta, conscientemente, de ello por entonces; pero, mirándolo retrospectivamente, me doy perfecta cuenta de ello. A Carolina la atormentaba continuamente el hecho de que me había desfigurado. La conciencia del hecho nunca la dejaba en paz. Coloreaba todos sus actos. Explicaba su actitud para conmigo. Nada era demasiado para mí. Para ella, yo siempre debía ser la primera. La mitad de las riñas que tuvo con Amyas fue por culpa mía. Yo tenía la tendencia a sentir celos de él y le hacía toda clase de jugarretas. Le metía cosas en las bebidas y una vez le metí un puerco espín en la cama. Pero Carolina siempre se ponía de mi parte.

La señorita Warren hizo una pausa. Luego continuó:

—Fue muy malo para mí eso, claro está. Salí horriblemente mimada. Pero eso no hace al caso. Estamos discutiendo el efecto surtido en Carolina. El resultado de aquel impulso de violencia fue un odio eterno a todo acto de ese género. Carolina andaba siempre vigilándole, temiendo siempre que pudiera ocurrir algo así otra vez. Y recurrió a sistemas propios para prevenirse contra ello. Uno era el ser muy extravagante hablando. Tenía la sensación (y yo creo que psicológicamente era cierto) de que si era lo bastante violenta de palabra, no se vería empujada a ser violenta de obra. Descubrí, por experiencia, que el sistema funcionaba bien. Por eso la he oído yo decir a Caro cosas como: «Me gustaría hacer pedacitos a tal o cual persona y hervirla lentamente en aceite». Por la misma razón regañaba con facilidad y violencia. Yo creo que reconocía el impulso a ser violenta que existía en su temperamento, y se desahogaba, deliberadamente de esa manera. Amyas y ella solían tener las riñas más fantásticas y espeluznantes que puede uno imaginarse.

Hércules Poirot movió afirmativamente la cabeza.

—Sí; hubo declaraciones a ese efecto. Se dijo que se peleaban como el gato y el perro.

—En efecto —asintió Ángela Warren—. Ahí tiene usted una prueba de lo estúpidas y engañosas que resultan a veces las declaraciones. ¡Claro que reñían Amyas y Carolina! ¡Claro que se decían cosas acerbas, ultrajantes y crueles! De lo que nadie parece darse cuenta es de que gozaban regañando. ¡Pero es así! Amyas gozaba también. Eran así los dos. A los dos les gustaba el drama y las escenas emocionantes. A la mayoría de los hombres les ocurre lo contrario. Les gusta la tranquilidad. Pero Amyas era un artista. Le gustaba gritar, amenazar y ser bruto en general. Era un desahogo para él. Era de esos hombres que, cuando se desabrochan el cuello, escandalizan a toda la casa. Suena muy raro, ya lo sé; pero el vivir así, en continuo pelear y hacer las paces era lo que Amyas y Carolina consideraban diversión.

Hizo un gesto de impaciencia.

—Si no se hubieran empeñado en quitarme del paso a toda prisa y me hubieran permitido declarar, yo les hubiese dicho eso. —Se encogió de hombros—. Pero supongo que no me hubieran creído. Y, de todos modos, no hubiera visto yo las cosas tan claras entonces como ahora. Era la clase de cosa que yo sabía, pero en la que no había pensado y la que, desde luego, nunca se me habría ocurrido expresar con palabras.

Miró a Poirot.

—¿Comprende usted lo que quiero decir?

Él movió vigorosa y afirmativamente la cabeza.

—Comprendo perfectamente... y me doy cuenta de cuánta razón tiene usted en lo que ha dicho. Hay gente para la que el estar de acuerdo resulta monótono. Requieren el estimulante de las disensiones para hacer dramática su vida.

—Justo.

—¿Me es lícito preguntarle, señorita Warren, cuáles eran sus propios sentimientos por entonces?

Ángela Warren exhaló un suspiro.

—Más que nada, aturdimiento e impotencia, creo. Parecía una pesadilla fantástica. A Carolina la detuvieron muy pronto... cosa de tres días después, si mal no recuerdo, aún me acuerdo de mi indignación, de mi rabia muda... y, claro está, de mi fe infantil de que todo ello era una estúpida equivocación y que se arreglaría. Caro estaba preocupada principalmente por mí... quería que me mantuviera apartada del asunto todo lo que me fuera posible. Consiguió de la señorita Williams que me llevara a casa de unos parientes casi inmediatamente. La policía no puso inconveniente alguno. Y luego, cuando se decidió que no era necesario que yo compareciera a declarar, se dieron los pasos para mandarme a un colegio al extranjero.

»No me gustaba marchar, naturalmente; pero me explicaron que Caro estaba la mar de preocupada por mí y que la única forma de ayudarle era obedecer y marchar.

Hizo una pausa. Luego agregó:

—Conque marché a Munich. Allí estaba cuando... cuando se dio a conocer el fallo. No me permitieron jamás ir a ver a Caro. Caro no quería consentirlo. Creo yo que ésa fue la única vez que no supo ser comprensiva. No entiendo el porqué de esa prohibición.

—No puede usted estar segura de eso, señorita Warren. El visitar a una persona a la que se ama en la cárcel puede producir una impresión terrible a una muchacha joven que tenga sensibilidad.

—Es posible.

Angela Warren se puso en pie. Dijo:

—Después del fallo, cuando la hubieron condenado, mi hermana me escribió una carta. Jamás se la he enseñado a nadie. Creo que debo enseñársela a usted ahora. Quizá le ayude a comprender la clase de persona que era Carolina. Si quiere, puede llevársela para enseñársela a Carla también.

Se dirigió a la puerta. Luego, volviéndose, dijo:

—Venga conmigo. Hay un retrato de Carolina en mi cuarto.

Por segunda vez, Poirot contempló un retrato.

Como pintura, el retrato de Carolina era mediocre. Pero Poirot lo miró con admiración. No era su valor artístico lo que le interesaba.

Vio un rostro largo, ovalado, una barbilla de agradable contorno y una expresión dulce, levemente tímida. Era un rostro inseguro de sí, emotivo, con una belleza retraída, oculta. Carecía de la fuerza y vitalidad del semblante de su hija. La energía aquella y el gozo de vivir los habría heredado Carla Lemarchand de su padre con toda seguridad. No obstante, contemplando el rostro pintado, Hércules Poirot comprendió por qué un hombre de imaginación como el fiscal Quintín Fogg no había podido olvidarla.

Ángela Warren se hallaba a su lado de nuevo, con una carta en la mano.

Dijo:

—Ahora que ha visto usted cómo era... lea su carta.

La desdobló cuidadosamente y leyó lo que Carolina Crale había escrito dieciséis años antes.

«Mi queridísima Angelita:

»Recibirás malas noticias y te apenarás; pero lo que quiero que comprendas es que todo, todo, está bien. Jamás te he dicho una mentira y no miento ahora al decirte que soy feliz de verdad... que experimento una sensación de rectitud y confianza hasta este momento. No te preocupes, queridísima, todo está bien. No vuelvas el pensamiento y penes y sufras por mí... Sigue adelante con tu vida y triunfa. Puedes hacerlo: lo sé. Todo, todo está bien, querida, y marcho a reunirme con Amyas. No tengo la menor duda de que estaremos juntos. No hubiera podido vivir sin él... Haz esta cosa por mí... Sé feliz te digo... yo soy feliz. Una tiene que pagar sus deudas. Es muy hermoso sentirse en paz.

»Tu querida hermana, Caro.»

Hércules Poirot la leyó dos veces. Luego la devolvió. Dijo:

—Es una carta muy hermosa, mademoiselle, y una carta extraordinaria. Muy extraordinaria.

—Carolina —dijo Angela Warren— era una mujer extraordinaria.

—Sí; de una mentalidad poco usual... ¿Usted considera que esta carta indica inculpabilidad?

—¡Claro que sí!

—No lo dice explícitamente.

—¡Porque Caro sabía que jamás soñaría yo con creerla culpable!

—Quizá... Quizá... Pero podría tomarse de otra manera. En el sentido de que era culpable y que en la expiación de su culpa hallaría la paz.

Encajaba, se dijo, con la descripción que de ella habían hecho cuando se hallaba ante el tribunal. Y experimentó en aquel momento las dudas más fuertes que había sentido hasta entonces acerca del curso de la acción a que se había comprometido. Todo, hasta aquel momento, había señalado, indiscutiblemente la culpabilidad de Carolina Crale. Ahora, hasta sus propias palabras declaraban contra ella.

En contra, sólo había el firme convencimiento de Angela Warren. Ángela la había conocido bien, indudablemente, pero ¿no podría su certidumbre ser la fanática lealtad de una adolescente alzada en armas a favor de una hermana muy querida?

Como si hubiera leído sus pensamientos, Ángela Warren exclamó:

—No, monsieur Poirot...; no; yo sé que Carolina no era culpable.

Dijo Poirot, con animación:

—Le Bon Dieu sabe que no quiero hacerla dudar de eso. Pero seamos prácticos. Dice usted que su hermana no era culpable. Está bien, pues. Entonces, ¿qué es lo que ocurrió en realidad?

Ángela movió la cabeza en gesto afirmativo. Dijo:

—Eso es difícil, lo reconozco. Supongo que, como dijo Carolina, Amyas se suicidó.

—¿Es eso probable por lo que usted conoce de su carácter?

—Muy probable.

—¿Pero no dice usted, como hizo en el primer caso, que sabe que es imposible?

—No; porque, como dije hace unos momentos, la mayoría de la gente sí que hace cosas imposibles; es decir, cosas que no parecen en consonancia con su carácter. Pero supongo que, si uno la conociera íntimamente, resultaría que sí que estaba de acuerdo con su carácter.

—¿Conocía usted bien a su cuñado?

—Sí; pero no tan bien como a Caro. A mí me parece completamente fantástico que Amyas se suicidara... pero supongo que podía haberlo hecho. Es más, tiene que haberlo hecho.

—¿No encuentra usted ninguna otra explicación?

Ángela aceptó la insinuación con tranquilidad, pero no sin ciertos indicios de interés.

—¡Ah! ¡Comprendo lo que quiere usted decir...! En realidad, nunca he llegado a pensar en semejante posibilidad. ¿Quiere decir con eso que puede haberle matado alguna de las otras personas? ¿Que fue asesinato premeditado?

Podía haberlo sido, ¿verdad?

—Sí; podía haberlo sido... Pero me parece muy poco probable, desde luego.

—Más improbable que el suicidio.

—Eso es difícil de decir... Así, a simple vista, no había motivos para sospechar de ninguna otra persona. Tampoco los hay ahora... No los veo, por lo menos al examinar el asunto retrospectivamente.

—No obstante, admitamos la posibilidad. ¿Quién de todos los íntimamente relacionados con el asunto creería usted... pongámoslo así... la persona más probable.

—Déjeme que lo piense... Bueno, yo no le maté. Y esa Elsa tampoco lo hizo, eso es seguro. Se volvió loca de rabia cuando murió. ¿Quién más había? ¿Meredith Blake? Siempre le fue muy adicto a Carolina; rondaba como un gato por la casa. Supongo que eso podría construir el móvil hasta cierto punto. En las novelas, hubiera podido querer quitar a Amyas del paso para casarse él con Carolina. Pero hubiese logrado eso de igual manera dejando que Amyas se marchara con Elsa y, a su debido tiempo, presentándose a consolar a Carolina. Además, no puedo imaginarme a Meredith como asesino. Demasiado pacífico y demasiado cauteloso. ¿Quién más había?

Sugirió Poirot:

—¿La señorita Williams? ¿Felipe Blake?

Una sonrisa iluminó el rostro de Ángela durante un instante.

—¿La señorita Williams? ¡Una no puede llegar nunca a creer que su propia institutriz haya cometido un asesinato! ¡La señorita Williams era siempre tan inflexible, tan llena de rectitud!

Hizo una pausa y luego continuó:

—Quería mucho a Carolina, claro está. Hubiese hecho cualquier cosa por ella. Y odiaba a Amyas. Era una gran feminista y detestaba a los hombres, ¿Es eso lo suficiente para asesinar? Creo yo que no.

—No lo parecía, por lo menos —asintió Poirot.

Prosiguió Ángela:

—¿Felipe Blake?

Guardó silencio unos instantes. Luego dijo, serenamente:

—Yo creo, ¿sabe?, que si sólo estuviésemos hablando de posibilidades, él sería la persona más probable.

Dijo Poirot:

—Despierta usted mi interés, señorita Warren. ¿Me es lícito preguntarle por qué dice usted eso?

—No puedo darle ninguna razón concreta. Pero por lo que de él recuerdo, yo diría que era una persona de imaginación muy limitada.

—Y... ¿una imaginación limitada le predispone a uno al asesinato?

—Pudiera conducirle a uno a recurrir a un procedimiento de cierta crudeza para resolver sus dificultades. Los hombres de esa clase derivan cierta satisfacción de la acción de una clase o de otra. El asesinato es algo un poco crudo, ¿no le parece?

—Sí... creo que tiene usted razón... Es un punto de vista concreto por lo menos. No obstante, señorita Warren, debe haber algo más que eso en el asunto. ¿Qué posible motivo pudo haber tenido Felipe Blake?

Ángela Warren no contestó inmediatamente. Se quedó mirando al suelo, frunciendo el entrecejo.

Hércules Poirot dijo:

—Era el mejor amigo de Amyas Crale, ¿verdad?

Ella movió afirmativamente la cabeza.

—La tiene a usted preocupada otra cosa, señorita Warren. Algo que aún no me ha dicho usted a mí. ¿Eran acaso rivales los dos hombres en la cuestión de la muchacha... de Elsa?

Ángela Warren sacudió negativamente la cabeza.

—¡Oh, no! Felipe, no.

—¿De qué se trata entonces?

Angela dijo muy despacio:

—¿Se ha dado usted cuenta de cómo recuerda uno las cosas... años después? Le explicaré lo que quiero decir. Alguien me contó un chiste una vez, cuando tenía doce años de edad. No le vi la punta al chiste en absoluto. No me preocupó sin embargo. No creo que volviese ya a acordarme de él. Pero, hace cosa de uno o dos años, cuando estaba viendo una revista sentada en una butaca del teatro, el chiste me acudió a la memoria de nuevo, y me sorprendió tanto, que incluso dije, en alta voz: «¡Oh! ¡Ahora le veo la punta a ese chiste tan estúpido del arroz con leche!» Y, sin embargo, nada se había dicho en escena que recordara ni remotamente el chiste en cuestión. Sólo que habían pronunciado unas palabras un poco atrevidas.

Poirot dijo:

—Comprendo lo que quiere decir, mademoiselle.

—Entonces comprenderá lo que voy a decirle. Paré una vez en un hotel. Al andar por un pasillo, se abrió una puerta de una de las habitaciones y salió por ella una mujer a la que yo conocía. La habitación no era la suya... cosa que su propio semblante delató claramente al verme.

»y comprendí entonces el significado de la expresión que había visto en el rostro de Carolina cuando la vi salir cierta noche del cuarto de Felipe Blake, en Alderbury.

Se inclinó hacia delante, impidiendo que Poirot hablara.

—No se me ocurrió pensar nada por entonces, ¿comprende? Yo sabía cosas... Las muchachas de la edad que yo tenía entonces suelen saberlas... pero no las relacionaba con la realidad. Para mí, el hecho de que Carolina saliera de la alcoba de Felipe Blake no era más que eso: que Carolina había salido de la alcoba de Felipe Blake. Hubiera podido ser la alcoba de la señorita Williams o de la mía. Pero lo que sí noté fue la expresión de su rostro... una expresión extraña que yo no conocía y que no pude comprender. No la comprendí, como le he dicho, hasta aquella noche que, en París, vi la misma expresión en el rostro de otra mujer.

Poirot dijo lentamente:

—Lo que usted me dice, señorita Warren, es bastante asombroso. Del propio Felipe Blake saqué la impresión de que le era antipática su hermana y que siempre se lo había sido.

Contestó Ángela:

—Ya lo sé. No puedo explicar la cosa; pero ahí está.

Poirot asintió con un movimiento de cabeza. Ya, durante su entrevista con Felipe Blake, había experimentado vagamente la sensación de que había algo en sus declaraciones que no sonaba bien. Aquella exagerada animosidad contra Carolina... no había resultado muy natural.

Y las palabras y frases de su conversación con Meredith acudieron a la memoria. «Muy disgustado cuando se casó Amyas... no se acercó a ellos en más de un año...»

Así, pues, ¿habría estado Felipe enamorado de Carolina siempre? Y, al escoger ella a Amyas, ¿se habría convertido en odio el amor de Felipe?

Sí; Felipe se había mostrado demasiado vehemente... demasiado lleno de prejuicios. Poirot evocó su imagen, pensativo; el hombre alegre y próspero, con sus partidos de golf y su cómoda casa. ¿Qué habría sentido Felipe Blake de verdad dieciséis años antes?

Ángela Warren estaba hablando.

—No lo comprendo. Y es que no tengo experiencia en asuntos amorosos... no he tenido yo ninguno. Le he contado esto por lo que pudiera valer... por si... por si pudiera tener alguna relación con lo que después sucedió.

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