Capítulo VI



Este cerdito fue al mercado...

Felipe Blake concordaba lo suficiente con la descripción hecha de él por Montague Depleach para que pudiera reconocérsele. Un hombre perspicaz, astuto, de aspecto jovial, con cierta tendencia a la obesidad cual un multimillonario.

Hércules Poirot había combinado la cita para las seis y inedia de un sábado por la tarde. Felipe Blake acababa de terminar el partido de golf y había estado de buenas, ganándole a su contrincante cinco libras esterlinas. Se hallaba de humor para mostrarse amistoso y expansivo.

El detective dio a conocer su misión. Esta vez, por lo menos, no dio muestras de un cariño excesivo a la verdad. Se trataba, según entendió Blake, de escribir una serie de libros que trataran de crímenes famosos.

Felipe frunció el entrecejo. Preguntó:

—¡Cielos! ¿Y por qué escribir obras semejantes?

Hércules Poirot se encogió de hombros. Jamás había parecido más extranjero que aquel día. Era su intención conseguir que le despreciaran; pero que lo tratasen con aire protector. , Murmuró:

—Es el público. Esa clase de literatura la devora; sí, la devora.

—¡Qué gente! ¡Se alimenta de la carroña! —exclamó Felipe.

Pero lo dijo de buen humor, no con la delicadeza y el asco que un hombre más susceptible hubiera podido exteriorizar.

Poirot respondió, encogiéndose nuevamente de hombros:

—La naturaleza humana es así. Usted y yo, señor Blake, que conocemos el mundo, no nos hacemos ilusiones en cuanto se refiere a nuestros semejantes. No es mala gente la mayoría; pero no como para idealizarla, desde luego.

Blake dijo, de todo corazón:

—Me despedí de mis ilusiones hace mucho tiempo ya.

—Y ahora es usted un excelentereconteur, según me dicen.

—¡Ah! —Titilaron los ojos de Blake—. ¿Conoce usted este chiste?

Poirot se rió en el momento oportuno. No era un chiste muy edificante, pero era gracioso.

Felipe Blake se retrepó en su asiento, exudando jovialidad.

Al detective se le ocurrió de pronto que aquel hombre tenía el aspecto de un cerdo satisfecho.

Un cerdo. Este cerdito fue al mercado.

¿Cómo era aquel hombre, aquel Felipe Blake? Un hombre, se diría sin la menor preocupación. Próspero, satisfecho. Sin remordimientos, sin punzadas de conciencia por cosas hechas en el pasado, sin recuerdos que le turbaran. No; un cerdo bien alimentado que había ido al mercado... y obtenido de él todo su valor.

Pero en otros tiempos, quizá Felipe Blake había sido algo más que eso. Debió ser, de joven, un hombre muy bien parecido. Los ojos siempre demasiado pequeños, un poquitín demasiado juntos quizá..., pero, aparte de eso, un joven bien formado y bien plantado. ¿Qué edad tenía ahora? De cincuenta a sesenta años seguramente. Cerca de los cuarenta por consiguiente, en la fecha de la muerte de Crale. Menos embrutecido entonces; menos entregado a los placeres del momento. Pediría más a la vida por entonces quizá... Y obtendría menos...

Poirot murmuró, por decir algo:

—Comprenderá usted mi posición.

—No, la verdad, maldito sea si la comprendo —el corredor de Bolsa se irguió de nuevo; su mirada volvió a tornarse perspicaz—. ¿Por qué usted? Usted no es escritor.

—No; no soy escritor precisamente. Soy detective en realidad.

La modestia de esta aseveración probablemente no había tenido igual antes de eso en la conversación de Poirot.

—¡Claro que lo es! Eso ya lo sabemos todos! ¡El famoso Hércules Poirot!

Pero su tono tenía un dejo sutilmente burlón. Intrínsecamente, Felipe Blake era demasiado inglés para tomar en serio las pretensiones de un extranjero.

A sus íntimos les hubiese dicho:

«Un charlatán la mar de original. Bueno; supongo que las mujeres se tragarán todo lo que le dé la gana de decir.»

Y, aunque era precisamente esa actitud protectora y despectiva la que Poirot habría querido conseguir, se sintió herido por ella.

¡A aquel hombre, a aquel próspero hombre de negocios no le causaba la menor impresión Hércules Poirot! Era un escándalo.

—Me halaga —dijo Poirot sin la menor sinceridad— ser tan conocido de usted. Mis éxitos, permítame que le diga, han tenido por base la psicología... el eterno ¿por qué? del comportamiento humano. Eso, monsieur Blake, es lo que interesa al mundo hoy en cuestiones criminales. En otros tiempos era la parte romántica. Los crímenes famosos se relataban desde un punto de vista tan solo: el idilio amoroso relacionado con ellos. Hoy en día es muy distinto, la gente lee con interés que el doctor Crippen[2] asesinó a su esposa porque era una mujer alta y corpulenta y él, pequeño e insignificante, por lo que ella le hacía sentirse inferior. Leen de alguna criminal famosa que asesinó a su padre porque le había hecho un desprecio cuando tenía tres años. Como digo, es el porqué del crimen lo que interesa hoy en día.

Felipe Blake dijo, con un leve bostezo:

—El porqué de la mayoría de los crímenes salta a la vista, se me antoja a mí. Por regla general el móvil es el dinero.

Poirot exclamó:

— ¡Ah, señor mío! ¡Es que el porqué no debe saltar nunca a la vista! ¡Ahí está la cosa precisamente! —Y ¿ahí es donde usted entra?

—Y ahí, como usted dice, es donde entro yo. Existe el propósito de volver a escribir el relato de ciertos crímenes pasados... desde el punto de vista psicológico. La psicología en asuntos criminales es mi especialidad. He aceptado el encargo.

Felipe Blake rió.

—Es bastante lucrativo eso, supongo.

—Espero que sí... desde luego espero que sí.

—Le felicito. Ahora quizá tendrá usted la amabilidad de decirme qué pinto yo en el asunto.

—Claro que sí. El caso Crale, monsieur.

Felipe Blake no pareció sobresaltarse. Pero apareció en su semblante una expresión pensativa.

Dijo:

—Sí, claro, el caso Crale...

—¿Espero que no le resulte desagradable, señor Blake? —¡Oh, en cuanto a eso...! —Blake se encogió de hombros—. Es inútil mostrarse resentido por una cosa que uno no tiene el poder de evitar. El juicio de Carolina Crale es del dominio público. Cualquiera puede escribir acerca de él si quiere. De nada sirve que yo proteste. Hasta cierto punto... no tengo inconveniente en decírselo... sí que me desagrada, y mucho. Amyas Crale era uno de mis mejores amigos. Siento que haya necesidad de resucitar todo el asunto. Pero esas cosas pasan.

—Es usted un filósofo, señor Blake.

—No, no, lo que pasa es que tengo suficiente sentido común para no dar coces contra el aguijón. Seguramente será usted menos ofensivo haciéndolo que muchas otras personas.

—Espero, por lo menos, escribir con delicadeza y buen gusto —dijo Poirot.

Felipe Blake soltó una ruidosa carcajada, aunque un poco insincera.

—Me hace reír el oírle decir a usted eso.

—Le aseguro a usted, señor Blake, que me interesa el asunto de verdad. No se trata simplemente de ganar dinero en mi caso. Deseo verdaderamente volver a crear el pasado, sentir y ver los sucesos que ocurrieron... percibir lo que se oculta tras lo evidente... escudriñar los pensamientos y sentimientos de los actores del drama.

Dijo Felipe Blake:

—No creo que hubiera mucha sutileza en el asunto. Fue una cosa bastante clara. Celos femeninos: he ahí todo.

—Me interesaría enormemente, señor Blake, conocer las reacciones de usted en el asunto.

Felipe Blake exclamó, con repentino acaloramiento, encendiéndosele el rostro aún más.

—¡Reacciones! ¡Reacciones! ¡No hable de una forma tan pedante! Yo me limité a estar ahí parado sin reaccionar. No parece usted comprender que mi amigo... mi amigo, ¿lo oye...?, había muerto... envenenado. Y que si yo hubiera obrado con más rapidez hubiese podido salvarle.

—¿Cómo saca usted esa consecuencia, señor Blake?

—De la siguiente manera. ¿Deduzco que habrá leído usted ya lo publicado referente al asunto?

Poirot movió afirmativamente la cabeza.

—Bien. Pues aquella mañana, mi hermano Meredith me telefoneó. Estaba bastante trastornado... Una de esas pócimas infernales había desaparecido... y era una pócima bastante peligrosa. ¿Qué hice yo? Le dije que viniera a verme y que discutiríamos el asunto. Decidiríamos qué era lo que convenía hacer. ¡Decidir lo que era mejor! No concibo ahora cómo pude ser tan imbécil. Debía haber comprendido que no había tiempo que perder. Debí haber ido a ver a Amyas inmediatamente para ponerle en guardia. Debí haberle dicho: «Carolina le ha robado a Meredith uno de sus venenos; con que más vale que tú y Elsa andéis con cuidado».

Blake se puso en pie. Paseó de un lado para otro en su excitación.

—¡Dios mío! ¿Cree usted que no he repasado vez tras vez el asunto mentalmente? Yo lo sabía. Tuve ocasión de salvarle y anduve tocándome las narices... aguardando a Meredith. ¿Por qué no tuve sentido común para comprender que Carolina no iba a tener escrúpulos ni vacilar un instante? Se había llevado el veneno para usarlo... y lo usaría en la primera oportunidad que se le presentase. No aguardaría a que Meredith echara de menos la pócima. Yo sabía... ¡claro que lo sabía...!, que Amyas corría un peligro mortal... ¡y no hice nada!

—Creo que se culpa usted más de lo debido, monsieur. No tuvo mucho tiempo...

El otro le interrumpió:

—¿Tiempo? Tuve tiempo de sobra. Disponía de una serie de recursos. Podía haber ido a ver a Amyas, como he dicho..., pero existía la probabilidad, claro está, de que no quisiera creerme. Amyas no era uno de esos hombres que creen con facilidad en su propio peligro. Se hubiera reído de semejante idea. Y jamás comprendió por completo la clase de demonio que era Carolina. Pero hubiera podido ir a verla a ella, hubiese podido decirle: «Sé lo que pretendes. Sé lo que proyectas hacer. Pero si Amyas o Elsa mueren envenenados con conicina... ¡morirás en la horca!» Eso le hubiera parado los pies. O hubiese podido telefonear a la policía. ¡Oh! ¡Podían haberse hecho muchas cosas! Y en lugar de hacerlas, me dejé sugestionar por los métodos lentos y cautelosos de Meredith. Hemos de estar seguros..., discutirlo..., asegurarnos de quién puede habérselo llevado... ¡El muy idiota! ¡En su vida ha tomado una decisión con rapidez! Suerte ha tenido de ser el hijo mayor y poseer bienes inmuebles, de cuyas rentas vive. Si hubiese probado alguna vez el ganar dinero, hubiese perdido hasta la camisa.

Poirot preguntó:

—¿A usted no le cupo duda de quién se había llevado el veneno?

—¡Claro que no! Comprendí inmediatamente que tenía que haber sido Carolina. Y es que conocía a Carolina.

—Eso es muy interesante. Quisiera saber, señor Blake, qué clase de mujer era Carolina Crale.

Blake contestó vivamente:

—No era una inocente ultrajada como la creyó la gente en la época en que se vio la causa.

—¿Qué era, entonces? • Blake volvió a sentarse. Dijo, muy serio:

—¿Querría usted saberlo de verdad?

—Realmente, sí.

—Carolina era una sinvergüenza. Una sinvergüenza de tomo y lomo. No crea, tenía su encanto a pesar de todo. Poseía unos modales tan dulces que engañaban por completo a todos. Su aspecto frágil, indefenso, despertaba a la gente un sentido de caballerosidad. A veces, cuando leo algo de historia, creo que María Estuardo debía de haber sido algo parecido a ella. Siempre dulce, desgraciada y magnética... y, en realidad, una mujer fría, calculadora... una intrigante que preparó el asesinato de Darnley y salió airosa del trance. Carolina era así..., una intrigante fría y calculadora. Y tenía un genio vil.

»No sé si se lo habrán dicho... , no constituye punto vital del juicio, pero que descubre como era... ¿sabe lo que le hizo a su hermanita? Estaba celosa, ¿sabe? Su madre había vuelto a casarse, y todo su afecto y todas sus consideraciones fueron para la pequeña Ángela. Carolina no pudo soportarlo. Intentó matar a la criatura con un pisapapeles... aplastarle el cráneo. Afortunadamente el golpe no fue mortal. Pero fue una acción terrible.

—En efecto, en efecto...

—En efecto, pues ésa era la verdadera Carolina. Tenía que ser ella la primera. Era eso precisamente lo que no podía soportar: el ser postergada. Y llevaba dentro un demonio frío, egoísta, capaz de llegar a extremos criminales.

«Parecía impulsiva, ¿sabe?, pero, en realidad, era calculadora. Cuando pasó unos días en Alderbury, de niña, nos echó a todos una mirada e hizo sus planes. No tenía dinero propio. A mí no me miró dos veces. Era el hijo menor, sin un penique, y tendría que ganarme la vida. (Tiene gracia eso. Hoy, probablemente, tengo más dinero que Meredith y Amyas juntos.) Pensó en Meredith primero; pero acabó decidiéndose por Amyas. Amyas tendría Alderbury y, aunque no heredaría mucho dinero con la finca, se daba cuenta de que su talento como pintor se salía de lo corriente. Cabía la posibilidad de que no sólo fuera un genio, sino que también resultara un éxito desde el punto de vista económico. Concienzudamente se lo jugó todo a esa carta.

»Y ganó. Amyas triunfó enseguida. No era un pintor de moda precisamente, pero se reconocía su genio y se vendían sus cuadros. ¿Ha visto usted algunos de ellos? Hay uno aquí. Venga a verlo.

Le condujo al comedor y señaló hacia la pared de la izquierda.

—Ahí lo tiene. Ése es Amyas.

Poirot miró en silencio. Volvió a experimentar asombro al pensar que un hombre pudiera imbuir a un asunto convencional su propia magia. Un jarrón de rosas sobre una mesa de caoba pulimentada. El socorrido asunto de los que pintan naturaleza muerta. ¿Cómo, pues, se las había arreglado Crale para hacer que sus rosas llamearan y ardieran con desenfrenada, casi obscena vida? Porque el cuadro excitaba. Las proporciones de la mesa hubieran angustiado al superintendente Hale; se hubiese quejado que ninguna rosa conocida tenía exactamente esa forma ni ese colorido. Y, luego hubiera ido por ahí preguntándose vagamente por qué las rosas que fuera viendo le resultaban tan poco satisfactorias. Y las mesas redondas de caoba le hubiesen molestado sin que supiera explicarse la causa.

Poirot exhaló un suspiro.

Murmuró : —Sí... todo está ahí.

Blake volvió al lugar en que había estado antes. Masculló tranquilamente:

—Nunca he entendido una palabra de arte, ésa es la verdad. No sé por qué me gusta mirar ese cuadro tanto... pero me gusta. Es... ¡qué rayos!, ¡es bueno!

Poirot asintió moviendo enfáticamente la cabeza.

Blake le ofreció un cigarrillo y al mismo tiempo encendió otro él. Dijo:

—Y ése es el hombre... el hombre que pintó esas rosas... el hombre que pintó «La mujer con el mezclador de combinados...», el hombre que pintó esa sorprendentemente dolorosa «Natividad...», ése es el hombre a quien pararon en seco en toda su plenitud, a quien privaron de su vívida y dinámica vida... ¡todo ello por culpa de una mujer vengativa y miserable! Hizo una pausa.

—Dirá usted que estoy amargado... que tengo prejuicios injustificados contra Carolina. Ella tenía encanto, fascinación... Yo lo he sentido. Pero conocía... siempre conocí la verdadera personalidad que se ocultaba tras ese aspecto. Y esa mujer, monsieur Poirot, era malvada. ¡Era cruel, y maligna, y acaparadora!

—Y, sin embargo, se me ha dicho que la señora Crale aguantó cosas muy duras durante su vida de casada. —Sí; ¡y ya se encargaba ella de que se enterara todo el mundo! ¡Siempre la mártir! Pobre Amyas. Su vida matrimonial fue un infierno largo y perpetuo... o mejor dicho, lo hubiera sido a no ser por su excepcional cualidad. Su arte, ¿comprende? Siempre le quedaba eso. Era un refugio. Estando entregado a su arte, nada le importaba. Desterraba de su recuerdo a Carolina, a sus encocoradoras palabras, a las riñas y peleas incesantes. Éstas nunca tenían fin. No transcurría una semana sin que tuvieran una riña gorda por una razón o por otra. Ella gozaba así. Las riñas la estimulaban en mi opinión. Eran un desahogo. Podía decir todas las cosas duras, acerbas e hirientes que tuviese ganas de soltar. Después de cada una de estas peleas ronroneaba como un gato... se largaba con todas las apariencias de un gato bien alimentado y satisfecho. Pero a él le consumía. Él quería paz... descanso... una vida apacible. Claro está que un hombre así no debiera haberse casado... Un hombre como Crale debe tener devaneos, pero ningún lazo que le sujete... los lazos han de irritarle forzosamente.

—¿Le hizo alguna confidencia?

—Verá... sabía que yo era un amigo muy leal. Me dejaba entrever cosas. No se quejaba. No era de los que se quejan. A veces decía: «¡Al diablo con todas las mujeres!» O bien: «No te cases nunca, chico. Aguarda a morir para conocer el infierno».

—¿Estaba usted enterado de sus relaciones con la señorita Greer?

—Sí..., por lo menos lo vi venir todo. Me dijo que había conocido a una muchacha maravillosa. Era distinta, me dijo, a toda persona que hubiera conocido antes. Y no es que hiciera yo gran caso a eso. Amyas siempre se estaba encontrando con alguna mujer que según él era distinta a las demás. Por regla general, si uno las mencionaba un mes más tarde, él se quedaba mirando boquiabierto, sin saber de qué le hablaban. Pero Elsa Greer era distinta a las demás, en efecto. Me di cuenta de ello cuando fui a Alderbury a pasar unos días. Le tenía bien cogido. Amyas se había tragado el anzuelo. El pobre infeliz hubiese andado de cabeza si ella se lo hubiera pedido.

—¿Tampoco encontraba agradable usted a Elsa Greer?

—Tampoco. Era, sin duda, un ave de rapiña. Ella también quería adueñarse de Crale, en cuerpo y alma. Pero creo, no obstante, que le hubiera convenido a él más que Carolina. Quizá le hubiese dejado en paz una vez hubiera estado segura de él. O tal vez se hubiese cansado de él y buscado a otro. Lo mejor para Amyas hubiera sido poderse ver libre por completo de todo lazo femenino.

—Pero eso, al parecer, estaba en pugna con sus gustos.

Felipe contestó, con un suspiro:

—El muy loco andaba enredándose siempre con una mujer o con otra. Y, sin embargo, en cierto modo, las mujeres significaban muy poco para él en realidad. Las únicas dos mujeres que hicieron alguna impresión en él durante su vida fueron Carolina y Elsa.

Preguntó Poirot:

—¿Quería a la niña?

—¿A Ángela? Oh, todos queríamos a Ángela. ¡Era tan atrevida! ¡Siempre estaba dispuesta a todo! La vida que le daba a esa institutriz suya! Sí; Amyas quería a Ángela... pero a veces se extralimitaba demasiado la muchacha y entonces se enfurecía con ella. Carolina solía intervenir. Siempre se ponía de parte de Ángela, cosa que acababa de exasperar a Amyas. Detestaba que Carolina se uniera a Ángela contra él. Todos eran un poco celosos, ¿sabe? Amyas tenía celos porque Carolina anteponía siempre a Ángela y estaba dispuesta en toda ocasión a hacer cualquier cosa por ella. Y Ángela estaba celosa de Amyas y se rebelaba contra sus aires autoritarios. Era él quien había decidido que fuese al colegio en otoño, y la muchacha estaba furiosa. No era que no le gustase ir al colegio, yo creo que tenía muchas ganas de ir... lo que la enfurecía era que Amyas lo hubiese decidido todo así, sin más ni más, y sin consultar a nadie. Le hizo toda clase de jugarretas en venganza. Una vez le metió diez babosas en la cama. En conjunto, yo creo que Amyas tenía razón. Ya iba siendo hora de que aprendiese lo que era la disciplina. La señorita Williams era muy eficiente, pero hasta ella hubo de confesar que empezaba a no poder ya con Ángela.

Hizo una pausa. Poirot dijo:

—Cuando pregunté si Amyas quería a la niña, me refería a su propia hija.

—¡Ah! ¿Se refiere usted a Carla? Sí; era gran favorita suya. Gozaba jugando con ella cuando se hallaba de humor. Pero el cariño que le tuviese no le hubiera impedido casarse con Elsa, si es eso lo que quiere usted decir. No le profesaba esa clase de cariño.

—¿Quería Carolina Crale mucho a la niña?

Una especie de espasmo contrajo el rostro de Felipe.

—No puedo decir que no fuera una buena madre. No; no puedo decir eso. Es la cosa que más...

—Diga, señor Blake.

Felipe Blake dijo lentamente y con cierta dificultad:

—En realidad es la cosa que más... siento... en este asunto: la muchacha. ¡Un fondo tan trágico a su vida...! La mandaron al extranjero, a casa de una prima de Amyas, casada. Espero... espero de todo corazón... que habrán logrado mantenerla en ignorancia de lo sucedido.

Poirot sacudió la cabeza. Dijo:

—La verdad, señor Blake, tiene la costumbre de darse a conocer siempre. Aun al cabo de muchos años.

Murmuró el corredor de Bolsa:

—Quizá tenga usted razón.

Poirot prosiguió:

—Para que la verdad se imponga, señor Blake, voy a pedirle que haga una cosa.

—¿De qué se trata?

—Voy a suplicarle que dé usted por escrito un relato exacto de lo que ocurrió en aquellos días en Alderbury. Es decir: voy a pedirle que escriba la historia completa del asesinato y de las circunstancias que concurrieron.

—Pero, amigo mío, ¿después de tantos años? Mi relato estaría lleno de inexactitudes, sin duda.

—No necesariamente.

—Con toda seguridad que sí.

—No; en primer lugar, con el transcurso del tiempo, la mente se aferra a los puntos esenciales y rechaza los superficiales.

—¡Ah! ¿Quiere usted decir que le haga una reseña a grandes rasgos?

—De ninguna manera. Quiero que me dé usted una relación detallada y concienzuda de cada suceso a medida que ocurrió y de todas las conversaciones que pueda recordar.

—¿Y si las recordara mal?

—Puede usted mencionar las palabras que recuerde, por lo menos. Podrá haber lagunas; pero eso no puede evitarse.

Blake le miró con curiosidad.

—No comprendo su idea —dijo—. En el archivo de la policía podría usted encontrar todo el asunto relatado con mucha mayor exactitud.

—No, señor Blake. Hablamos ahora desde el punto de vista psicológico. Yo no deseo hechos a secas. Quiero la selección de hechos que usted haga. El tiempo y la memoria serán responsables de esa selección. Pueden haberse hecho cosas, pueden haberse dicho palabras que no hallaría en los archivos de la policía. Cosas y palabras que usted no mencionó nunca porque quizá pensó que nada tenían que ver con el asunto o porque prefirió no repetirlas.

Blake preguntó vivamente: —¿Va a ser publicado mi relato?

—Claro que no. El único que lo leerá seré yo. Él me ayudará, en forma eficaz, a hacer deducciones por mi cuenta.

—¿Y no citará parte alguna de él sin mi consentimiento?

—Naturalmente que no.

—¡Hum! —murmuró Blake—. Soy hombre de muchas ocupaciones, monsieur Poirot. —Comprendo que eso le ocupará tiempo y le dará trabajo. Con mucho gusto estaría dispuesto a... abonar unos honorarios razonables.

Hubo un momento de pausa. Luego Felipe Blake dijo:

—No. Si se lo hago... lo haré gratuitamente.

—¿Y lo hará usted?

Blake advirtió:

—No olvide que no puedo garantizarle que mi memoria me sea fiel.

—Eso queda bien entendido.

—Entonces creo que me gustaría hacerlo. Creo que le debo eso... en cierto modo... a Amyas Crale.

Загрузка...