Capítulo IV



Relato de Cecilia Williams


Querido monsieur Poirot:

Le envío un relato de aquellos acontecimientos de septiembre de 19..., de los que yo personalmente fui testigo.

He sido completamente sincera y no he ocultado nada. Puede enseñárselo a Carla Crale. Podrá ser doloroso para ella; pero yo siempre he sido partidaria de la verdad. Los paliativos son dañinos. Una ha de tener el valor necesario para enfrentarse con la realidad. Sin ese valor, la vida carece de significado. La gente que más daño nos hace es la que nos escuda contra la realidad.

Sinceramente suya,

Cecilia Williams.





Me llamo Cecilia Williams. La señora Crale contrató mis servicios como institutriz para su hermanastra Ángela Warren en 19... Tenía yo entonces cuarenta y ocho años de edad.

Empecé a cumplir mi cometido en Alderbury, una finca muy hermosa de Devoven del Sur, que pertenecía a la familia Crale desde hacía muchas generaciones. Sabía que el señor Crale era un pintor muy conocido; pero nunca le había visto hasta que tomé residencia en Alderbury.

La casa estaba ocupada por el señor y la señora Crale, Ángela Warren (que tenía entonces trece años), y tres sirvientes que llevaban muchos años en la familia.

Encontré a mi discípula interesante y de carácter que prometía. Tenía notable habilidad y resultaba un verdadero placer enseñarla. Era algo alocada e indisciplinada; pero estos defectos nacían principalmente de su exuberancia de espíritu y confieso que siempre he preferido que mis discípulas fueran vivaces. Un exceso de vitalidad puede ser adiestrado y encauzado por vías de verdadera utilidad que pueden proporcionar grandes triunfos a quien lo posee.

En general, encontré a Ángela disciplinable. Había sido mimada en exceso, principalmente por la señora Crale, que se mostraba exageradamente indulgente en cuanto con ella estaba relacionado. La influencia del señor Crale era, en mi opinión, mala. La mimaba absurdamente un día y se mostraba innecesariamente perentorio en otras ocasiones. Era hombre de cambiante humor, posiblemente debido a lo que llamaban temperamento artístico.

Yo, personalmente, nunca he comprendido por qué ha de considerarse el poseer habilidad artística una excusa para que una persona deje de ejercer un dominio decente sobre sí. Yo no admiraba las pinturas del señor Crale.

El dibujo se me antojaba defectuoso y el colorido exagerado; pero, naturalmente, a mí no se me pedía que expresara mi opinión sobre estos asuntos.

No tardé en cobrarle un profundo afecto a la señora Crale. Admiraba su carácter y su fortaleza en las dificultades de su vida. El señor Crale no era un marido fiel, y creo que ello era manantial de mucho dolor para ella.

Una mujer de mayor determinación le hubiese dejado; pero la señora Crale nunca pareció pensar hacer cosa semejante. Soportaba sus infidelidades y se las perdonaba; pero he de decir que nos las aceptaba con humildad. Protestaba... ¡y con energía! Se dijo durante la vista de la causa que llevaban una vida de perro y gato. Yo no diría tanto. La señora Crale tenía demasiada dignidad para que pudiera cuadrar semejante descripción, pero sí que regañaban. Y yo considero eso muy natural en tales circunstancias.

Llevaba yo poco más de dos años con la señora Crale cuando la señorita Elsa Greer apareció en escena. Llegó a Alderbury en el verano de 19... La señora Crale no la había visto hasta entonces. Era amiga del señor Crale y se dijo que estaba allí para que pintara su retrato.

Se vio en seguida que el señor Crale estaba enamorado de la muchacha y que ella nada hacía por desanimarlo. Se portó Elsa, en mi opinión, de una manera vergonzosa, mostrándose abominablemente grosera con la señora Crale y coqueteando abiertamente con su esposo.

Como es natural, la señora Crale no me dijo nada a mí; pero me di cuenta de que estaba turbada y no era feliz. Yo hice todo lo posible por distraerla y hacer más ligera su carga. La señorita Greer tenía sesión con el señor Crale todos los días; pero observé que el cuadro no hacía grandes progresos. ¡Tendrían, sin duda, otras cosas de qué hablar!

Mi discípula, lo digo con satisfacción, se daba cuenta de muy poco de lo que estaba pasando. Ángela era, en ciertos aspectos, muy ingenua para la edad que tenía. Aun cuando su entendimiento estaba bien desarrollado. No era ni mucho menos, lo que yo llamaría precoz. No parecía tener el menor deseo de leer libros indeseables, ni daba muestras de curiosidad morbosa, como hacen otras niñas a su edad.

Por consiguiente, no vio nada indeseable en la amistad existente entre el señor Crale y la señorita Greer. No obstante encontraba antipática a la señorita Greer y la consideraba estúpida. En esto tenía razón. La señorita Greer había sido educada, supongo, convenientemente; pero jamás abría un libro y desconocía por completo las alusiones literarias del día. Por añadidura, era incapaz de sostener una discusión sobre tema literario alguno.

Estaba completamente absorta en su aspecto personal, en los vestidos y en los hombres.

Ángela, creo yo, ni siquiera se daba cuenta de que su hermana no era feliz. No era, por entonces, persona de mucha percepción. Se pasaba mucho rato en distracciones traviesas, tales como encaramarse a los árboles y hacer locuras en bicicleta. Era también una gran lectora y daba muestras de excelente gusto en lo que le agradaba y desagradaba.

La señora Crale tenía un buen cuidado de ocultarle a Angela toda muestra de infelicidad y se esforzaba en parecer animada y alegre cuando la niña andaba por las cercanías.

La señorita Greer regresó a Londres, y puedo asegurar le que todos quedamos encantados. La servidumbre le tenía tanta antipatía como pudiera tenerle yo. Era una de esas personas que da mucho más trabajo del necesario y que se olvida hasta de dar las gracias.

El señor Crale se marchó poco después y, claro está, comprendí que había salido tras la muchacha. Compadecí mucho a la señora Crale. Ella sentía hondamente estas cosas. El señor Crale me inspiraba bastante aversión. Cuando un hombre tiene una mujer encantadora, gentil e inteligente, no hay derecho a que la trate mal.

Sin embargo, tanto ella como yo confiamos que la cosa pasaría pronto. Y no era que mencionásemos el asunto entre nosotras (no lo hacíamos, desde luego), pero ella sabía muy bien cuáles eran mis sentimientos.

Por desgracia, la pareja volvió a presentarse al cabo de unas semanas. Parecía que iban a reanudar las sesiones de pintura.

El señor Crale estaba pintando ahora con verdadero frenesí. Parecía preocuparle mucho menos la muchacha que el retrato que de ella estaba haciendo. No obstante, me di cuenta que aquello no era una repetición de lo que habíamos visto en otras ocasiones. Aquella muchacha le había echado la garra y no pensaba soltarle. Él era como de cera en sus manos.

La cosa cambió algo el día anterior al de su defunción, es decir, el diecisiete de septiembre. Los modales de la señorita Greer habían sido insoportablemente insolentes durante los últimos días. Se sentía segura de sí misma y quería hacer alarde de su importancia. La señora Crale se portó como una verdadera señora. Se mostró fríamente cortés, pero no le dejó a la otra lugar a dudas acerca de lo que opinaba de ella.

Dicho día diecisiete de septiembre, estando sentados en la sala después de comer, la señorita Greer hizo un comentario sorprendente acerca de cómo pensaba reformar la habitación cuando estuviese viviendo ella en Alderbury.

Como es natural, la señora Crale no pudo dejar pasar eso. Le paró los pies. Y la señorita Greer tuvo la impertinencia de decir ante todos nosotros que iba a casarse con el señor Crale. ¡Se atrevió a hablar de casarse con un hombre casado... y decírselo a su mujer!

Yo me enfadé mucho con el señor Crale. ¿Cómo se atrevió a consentir que aquella muchacha insultase a su mujer en su propia casa? Si quería fugarse con la muchacha, podía haberlo hecho en lugar de meterla en casa de su esposa y secundarla en sus insolencias.

A pesar de lo que debió sentir la señora Crale no perdió su dignidad. El marido entró en aquel instante y le exigió inmediatamente que confirmara lo que la otra había dicho.

Él se molestó, y se comprende, con la señorita Greer por haber forzado la cosa sin la menor consideración. Aparte de todo lo demás, le dejaba a él en muy mal lugar y a los hombres no les gusta eso. Les hiere en su vanidad.

Se quedó parado allí, enorme como era, tan corrido y sintiéndose tan ridículo como un colegial travieso. Fue su mujer quien dominó la situación. Él tuvo que murmurar, aturdido, que era cierto, pero que no había sido su intención que se enterara ella de aquella manera.

Jamás he visto cosa alguna como la mirada de desprecio que ella le dirigió. Salió de la habitación con la cabeza muy alta. Era una mujer muy hermosa, mucho más hermosa que aquella muchacha tan llamativa, y andaba como una emperatriz.

Deseé de todo corazón que Amyas Crale fuera castigado por la crueldad de que había dado muestras y por la indignidad a que había sometido a una mujer paciente y noble.

Por primera vez intenté decirle a la señora Crale algo de lo que sentía; pero ella, interponiéndose, me contuvo. Dijo:

—Hemos de procurar seguir como de costumbre. Es lo mejor. Vamos a ir todos a tomar el té a casa de Meredith Blake.

Le dije yo entonces:

—Es usted maravillosa, señora Crale.

Contestó ella:

—Usted no lo sabe...

Luego, cuando iba a salir del cuarto, volvió atrás y me besó. Dijo:

—Es usted, en estos tristes momentos, un gran consuelo para mí.

Se retiró a su cuarto y creo que lloró. La vi cuando marcharon todos. Llevaba un sombrero de alas muy anchas que sombreaban su rostro, un sombrero que se ponía en raras ocasiones.

El señor Crale estaba inquieto; pero intentaba hacer frente a la situación con desfachatez. El señor Felipe Blake hacía lo posible por portarse como de costumbre. La señorita Greer tenía la misma cara que el gato que ha conseguido beberse el jarro de leche. ¡Todo satisfacción y ronroneo!

Se pusieron en marcha. Regresaron a eso de las seis. No volví a ver a la señora Crale sola aquella tarde. Estuvo muy callada durante la cena y se acostó temprano. No creo que se diera cuenta nadie más que yo de lo mucho que estaba sufriendo.

La velada transcurrió en una especie de pelea continua entre Ángela y el señor Crale. Volvieron a poner sobre el tapete la cuestión del colegio. Él estaba irritado y tenía todos los nervios de punta y la niña estaba más insoportable que de costumbre. El asunto estaba resuelto y se le había comprado el equipo y nada se adelantaba volviendo a discutir el tema. Pero a ella se le había ocurrido de pronto sentirse una mártir. No me cabe la menor duda que se daba cuenta instintivamente da la tensión del ambiente, y que ésta producía en ella relación como en todos los demás. Me temo que estaba yo demasiado absorta en mis pensamientos para intentar frenarla como debía de haber hecho. Acabó el asunto tirándole Ángela un pisapapeles al señor Crale y saliendo a todo correr de la habitación.

Yo salí tras ella y le dije vivamente que me avergonzaba de que se hubiese portado como una criatura, pero seguía bastante alborotada y creí preferible dejarla en paz.

Estuve indecisa unos momentos, estudiando la conveniencia de dirigirme al cuarto de la señora Crale; pero decidí, a última hora, que tal vez se molestase. Me ha pesado más de una vez, desde entonces, no haber dominado mi respeto y haber insistido en que hablara conmigo. De haberlo hecho, tal vez hubiesen cambiado las cosas. Porque, claro, ella no tenía persona alguna a quien confiar sus penas. Aunque admiro a las personas que tienen imperio sobre sí mismas, he de reconocer, mal que me pese, que el imperio puede llevarse a extremos poco gratos. Es preferible buscar un escape para los sentimientos.

Me encontré con el señor Crale cuando me dirigía a mi cuarto. Me dio las buenas noches, pero yo no le contesté.

La mañana siguiente fue, según recuerdo, muy hermosa. Una tenía la sensación, al despertarse, de que reinando tanta paz a su alrededor hasta los hombres debían recobrar el sentido.

Entré en el cuarto de Ángela antes de bajar a desayunarme; pero ella ya se había levantado y salido. Recogí una falda rota que había dejado tirada en el suelo y me la llevé para hacerle que se la cosiera después del desayuno.

Ella, sin embargo, había conseguido pan y mermelada en la cocina y se había marchado. Después de desayunarme, salí en su busca. Menciono estos detalles para explicar por qué no estuve más con la señora Crale aquella mañana. Quizá parezca ésta una desatención por mi parte; no obstante, me pareció deber mío buscar a Ángela. Era muy traviesa y muy testaruda cuando se trataba de arreglarse la ropa y yo no tenía la menor intención de permitirle que me desafiara de semejante manera.

Faltaba su traje de baño; conque bajé a la playa. No vi ni rastro de ella en el agua ni en las rocas; conque creí posible que hubiese cruzado a casa del señor Blake. Ella y él eran buenos amigos. No la encontré y acabé regresando. La señora Crale, el señor Blake y el señor Felipe Blake estaban en la terraza.

Hacía mucho calor aquella mañana si no estaba uno donde le diera el viento, y la casa y la terraza estaban al abrigo del mismo. La señora Crale sugirió que tal vez les gustase tomar un poco de cerveza helada.

Había un invernadero pequeño que había sido edificado contra la casa en tiempos de la reina Victoria. A la señora Crale no le gustaba y no se usaba para plantas; pero lo había convertido en una especie de bar, colocando varias botellas de ginebra, vermouth, limonada, gaseosa, etcétera, en los estantes e instalando una nevera pequeña que se llenaba con hielo todas las mañanas y en la que siempre había cervezas y gaseosas. Recuerdo muy bien estos detalles.

La señora Crale fue allí en busca de cerveza y yo la acompañé. Ángela estaba junto a la nevera y sacaba en aquel instante una botella de cerveza.

La señora entró delante de mí. Dijo:

—Quiero una botella de cerveza para llevársela a Amyas.

¡Es tan difícil ahora saber si debía yo haber sospechado algo! Su voz, casi tengo el convencimiento de ello, era completamente normal. Pero he de reconocer que, en aquel instante, estaba absorta, no en ella sino en Ángela. Ángela junto a la nevera se había puesto muy colorada y daba sensación de culpabilidad.

La reñí con cierta brusquedad y, con gran sorpresa mía, ella se mostró muy sumisa. Le pregunté que dónde había estado y me contestó que bañándose. Dije:

—No te vi en la playa.

Y ella se echó a reír. Luego le pregunté dónde tenía el jersey y me contestó que seguramente se lo habría dejado en la playa.

Menciono estos detalles para explicar por qué le dejé a la señora Crale llevar la cerveza al jardín de la Batería.

Del resto de la mañana no guardo el menor recuerdo.

Ángela fue en busca de aguja e hilo y se cosió la falda sin dar más quehacer. Yo creo que me puse a coser algo de ropa blanca de la casa. El señor Crale no subió a comer. Me alegré de que tuviera por lo menos esa decencia.

Después de comer, la señora Crale dijo que iba a la Batería. Yo quería ir a buscar el jersey de Ángela a la playa. Echamos a andar juntas por el camino. Ella entró en la Batería. Yo iba a seguir adelante cuando me hizo retroceder un grito suyo. Como le dije cuando vino usted a verme, ella me pidió que volviera a la casa y telefonease. Camino de la casa me encontré con el señor Meredith Blake y regresé al lado de la señora Crale.

Tal fue la historia que conté cuando se hizo la investigación judicial y que repetí más tarde ante el tribunal.

Lo que estoy a punto de decir ahora, no se lo he dicho nunca a un alma. No se me hizo pregunta alguna a la que diera contestación falsa. No obstante, sí que oculté ciertos hechos, y no me arrepiento de haberlo hecho. Volvería a hacer lo mismo. Me doy perfecta cuenta que, al revelar eso, me expongo a ser censurada; pero no creo que después de haber transcurrido tanto tiempo tomara nadie las cosas demasiado en serio, sobre todo habida cuenta que Carolina Crale fue condenada sin necesidad de mi declaración.

Esto, pues, fue lo que ocurrió:

Me encontré con el señor Meredith, como ya he dicho, y bajé corriendo de nuevo el camino tan aprisa como me fue posible. Llevaba zapatillas y siempre he tenido una pisada ligera. Llegué a la puerta de la Batería y he aquí lo que vi:

La señora Crale estaba muy ocupada limpiando con su pañuelo la botella de cerveza que había sobre la mesa. Habiendo hecho eso, tomó la mano de su esposo y apretó los dedos muertos contra el vidrio de la botella. Mientras tanto, escuchaba alerta. Fue el temor que vi retratado en su semblante lo que me dijo la verdad.

Comprendí entonces, sin el menor género de duda, que Carolina Crale había envenenado a su esposo. Y yo por mi parte, no la culpo a ella. Su marido la había hecho sufrir mucho más de lo que es capaz de soportar ser humano alguno. Él mismo fue culpable de su suerte.

Jamás mencioné el incidente a la señora Crale y nunca supo ella que yo la había visto.

Jamás se lo hubiese dicho a nadie; pero hay una persona que yo creo tiene derecho a saberlo.

La hija de Carolina Crale no debe apuntalar su vida con una mentira. Por mucho que le duela saber la verdad, la verdad es la única cosa que importa.

Dígale de mi parte que su madre no debe ser juzgada. Fue empujada más allá de los límites que una mujer amante puede soportar. A su hija le corresponde comprender y perdonar.


Fin del relato de Cecilia Williams

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