Capítulo V
El superintendente de policía
El ex superintendente Hale tiró pensativamente de su pipa. Dijo: —Extraño capricho suyo es éste, Poirot.
—Sí que es, tal vez un poco fuera de lo usual —reconoció el detective con cautela.
—La verdad es —dijo Hale— que todo eso sucedió hace mucho tiempo.
Hércules Poirot previó que iba a hastiarse un poco de oír siempre la misma frase. Dijo apaciblemente:
—Eso aumenta las dificultades, claro está.
—Resucitar el pasado... —musitó el otro—. Si siquiera se persiguiese un fin determinado...
—Se persigue un fin determinado.
—¿Cuál?
—Uno debe disfrutar buscando la verdad, nada más que por amor a ello. Eso me ocurre a mí. Y no debe olvidar a la joven.
Hale asintió con un movimiento de cabeza.
—Sí; comprendo el punto de vista de ella. Pero... usted me perdonará, monsieur Poirot..., usted es un hombre ingenioso. Podría inventar un cuento...
Replicó Poirot:
—No conoce usted a la jovencita.
—Vamos, vamos... ¡Un hombre de su experiencia!
Poirot se irguió.
—Es posible que sea,mon cheri, un embustero artístico y competente..., usted parece creerlo. Pero no es ése el concepto que yo tengo de la ética profesional. Tengo mis principios.
—Perdone, monsieur Poirot. No era mi intención herir su susceptibilidad. Pero todo ello sería en aras de una buena causa, como quien dice.
—Eso —aseguró Hércules— tendría mucho que discutirse.
Hale dijo lentamente:
—Es algo duro para una muchacha feliz e inocente que está a punto de casarse descubrir que su madre fue una asesina. Yo, en lugar de usted, le diría que, después de todo, resultaba que se había tratado de un suicidio. Dígale que Depleach no supo llevar el asunto. Asegúrele que no le cabe a usted la menor duda de que Crale se envenenó por su propia mano.
—Pero... ¡es que a mí me caben muchas dudas! No creo, ni por un instante, que Crale se suicidara. ¿Lo considera usted mismo razonablemente posible siquiera?
Hale sacudió la cabeza lentamente.
—¿Lo ve? —dijo Poirot—. No. Lo que yo necesito es la verdad... no una mentira plausible... o no muy plausible.
Hale se volvió y miró a Poirot. Su rostro cuadrado y de subido color enrojeció aún más y pareció incluso hacerse más cuadrado. Dijo:
—Habla usted de la verdad. Me gustaría dejar bien sentado que creemos haber descubierto la verdad en el caso Crale.
Poirot se apresuró a decir:
—Esa afirmación por parte suya representa mucho. Me consta que es usted un hombre honrado y capaz. Ahora, contésteme a esto: ¿no abrigó usted duda alguna en ningún momento acerca de la culpabilidad de la señora Crale?
La respuesta del superintendente no se hizo esperar. —En ningún momento, monsieur Poirot. Las circunstancias la señalaron desde el primer instante, y cuantos detalles fuimos desenterrando confirmaron la primera impresión.
—¿Puede usted darme un resumen de las pruebas aportadas contra ella?
—Sí. En cuanto recibí su carta me refresqué la memoria consultando archivos. —Cogió un librito de notas—. He anotado todos los puntos destacados aquí.
—Gracias, amigo mío; ardo en deseos de escucharle.
Hale carraspeó. Se dejó oír una leve entonación oficial en su voz:
Dijo:
—A las dos cuarenta y cinco de la tarde del dieciocho de septiembre, el inspector Conway recibió una llamada telefónica del doctor Andrés Faussett. El doctor Faussett declaró que el señor Amyas Crale, de Alderbury, había muerto de repente y que, como consecuencia de las circunstancias de dicha muerte, así como por la declaración que le había hecho un tal señor Blake, invitado alojado en la casa, consideraba que era asunto policíaco.
»El inspector Conway, acompañado de un sargento y del médico forense, se dirigió inmediatamente a Alderbury. El doctor Faussett se hallaba allí y le condujo adonde se encontraba el cadáver del señor Crale, que no había sido tocado.
»El señor Crale había estado pintando en un jardín pequeño, cercado, al que llamaban el jardín de la Batería porque daba al mar y tema unos cañones diminutos colocados en almenas. Se hallaba a cuatro minutos de camino de la casa. El señor Crale no se había acercado a la casa a comer, porque quería pintar ciertos efectos de luz sobre la piedra, y el sol hubiese estado mal situado más tarde para que pudiese hacerlo. Por consiguiente, se había quedado solo en el jardín de la Batería pintando. Se declaró que esto no constituía un suceso anormal. El señor Crale hacía muy poco caso de las horas de las comidas. A veces se le enviaba algún bocadillo; pero con mayor frecuencia prefería que no le molestasen. Las últimas personas que le vieron vivo fueron la señorita Elsa Greer (alojada en la casa) y el señor Meredith Blake (vecino cercano). Estos dos se dirigieron juntos a la casa y entraron a comer con los demás.
»Después de la comida se sirvió café en la terraza. La señora Crale terminó el café y luego dijo que iría a ver cómo andaba Amyas. La señorita Cecilia Williams, institutriz, se levantó y la acompañó. Buscaba un jersey propiedad de su discípula, la señorita Ángela Warren, hermana de la señora Crale, que se le había extraviado a esta última y creía posible que se hubiese dejado olvidado en la playa.
»Las dos marcharon juntas. El camino descendía, cruzando unos bosquecillos, hasta la puerta del jardín de la Batería; se podía entrar en el jardín o continuar por el mismo camino hasta la playa.
»La señorita Williams siguió por el camino y la señora Crale entró en el jardín. Casi inmediatamente, sin embargo, la señora Crale soltó un grito y la señorita Williams volvió precipitadamente. El señor Crale estaba recostado en un asiento, sin vida.
»A petición de la señora Crale, la señorita Williams abandonó el jardín y regresó apresuradamente a la casa para telefonear al médico. Por el camino, no obstante, se encontró con el señor Meredith Blake y le transfirió el encargo, volviendo ella al lado de la señora Crale, quien, en su opinión, necesitaba a alguien. El doctor Faussett se presentó en escena cosa de un cuarto de hora más tarde. Vio inmediatamente que el señor Crale llevaba algún tiempo muerto..., calculó que habría fallecido entre una y dos. No había nada que indicara la causa de la muerte. No se veía herida alguna y la postura del difunto era natural. No obstante, el doctor Faussett, que conocía muy bien el estado de salud del señor Crale y que sabía positivamente que no padecía enfermedad ni debilidad de ninguna clase, se inclinó a considerar grave la situación. Fue entonces cuando el señor Felipe Blake le hizo cierta declaración.
El superintendente Hale hizo una pausa, respiró profundamente y pasó enseguida, como quien dice, al capítulo segundo.
—Más tarde, el señor Blake repitió su declaración en presencia del inspector Conway. La declaración fue la siguiente: Había recibido aquella mañana un mensaje telefónico de su hermano
Meredith Blake (que vivía en Handcross Manor, a milla y media de distancia). El señor Meredith Blake era un aficionado a la química... o quizá resultaría más exacto llamarle herbolario. Al entrar en su laboratorio aquella mañana, Meredith Blake se había sobresaltado al notar que una botella que contenía una composición de cicuta, y que había estado completamente llena el día anterior, se hallaba casi vacía. Preocupado y alarmado, telefoneó a su hermano para pedirle consejo. El señor Felipe Blake había instado a su hermano a que acudiera a Alderbury inmediatamente para hablar del asunto. Él le salió al encuentro y entraron en la casa juntos. No habían llegado a decidir qué determinación debían tomar, habiendo dejado el asunto para volverlo a discutir después de comer.
«Como resultado de nuevas investigaciones, el inspector Conway averiguó los siguientes datos: La tarde anterior, cinco personas habían dado un paseo a pie desde Alderbury para ir a tomar el té en Handcross Manor. Eran éstas el señor y la señora Crale, la señorita Angela Warren, la señorita Elsa Greer y Felipe Blake. Durante el tiempo que pasaron allí, Meredith Blake dio toda una conferencia sobre su diversión favorita, y condujo al grupo a su laboratorio para que lo vieran. Allí hizo mención de varias drogas, entre ellas la conicina, principio activo de la cicuta. Había explicado sus propiedades, lamentando el hecho de que hubiese desaparecido ahora de la Farmacopea, y se jactó de haber comprobado que, en pequeñas dosis, era muy eficaz en casos de tos ferina y de asma. Más tarde había hablado de sus mortíferas propiedades, llegando incluso a leer a sus invitados un extracto de un autor griego en el que se describían sus efectos.
El superintendente volvió a hacer una pausa, cargó de nuevo la pipa y pasó al capítulo tercero.
—El coronel Frere, jefe de policía, puso el asunto en mis manos. El resultado de la autopsia dejó la cosa fuera de toda duda. La conicina, según tengo entendido, no deja señales determinadas en el cadáver; pero los médicos sabían lo que tenían que buscar y fue encontrada una cantidad abundante de la droga. El médico opinaba que había sido administrada dos o tres horas antes de la muerte. Delante del señor Crale, sobre la mesa, había un vaso vacío y una botella de cerveza vacía igualmente. Fueron analizados los restos de ambos. No había conicina en la botella, pero sí en el vaso. Hice indagaciones y supe que, aunque había una caja de botellas de cerveza y vasos en un pequeño invernadero del jardín de la Batería para el uso del señor Crale, le habían llevado de la casa una botella recién sacada de la nevera. El señor Crale estaba muy ocupado pintando: la señorita Greer hacía de modelo sentada en una de las almenas.
»La señora Crale abrió la botella, la vació y le dio un vaso a su esposo, que estaba de pie delante del caballete. Lo vació de un trago, como era su costumbre, según pude averiguar. Luego hizo una mueca, colocó el vaso encima de la mesa y dijo: «¡Todo me sabe horrible hoy!» Al oír eso, la señorita Greer se echó a reír y dijo: «¡Eso es el hígado!» El señor Crale aseguró: «Bueno, por lo menos estaba fría.»
Calló Hale. Preguntó Poirot:
—¿A qué hora sucedió eso?
—A las once y cuarto aproximadamente. El señor Crale siguió pintando. Según la señorita Greer, se quejó más tarde de entumecimiento y gruñó que debía tener algo de reuma. Pero era uno de esos hombres a quienes les disgusta confesar que se encuentran mal y es indudable que hizo lo posible por ocultar que no se encontraba bien. Su exigencia, expresada con irritada voz, de que le dejaran solo y se fuesen todos a comer era, en mi opinión, característica del hombre.
Poirot asintió con un movimiento de cabeza.
Hale continuó:
—Conque le dejaron a Crale solo en el jardín de la Batería. Sin duda se dejó caer en el asiento en cuanto se encontró sin compañía. Entonces sobrevendría la parálisis muscular y, no habiendo quien pudiera auxiliarle, se produjo la muerte.
Volvió a asentir Poirot con la cabeza.
Dijo Hale:
—Bueno, pues me puse a trabajar siguiendo el ritual de costumbre. No hubo dificultad en descubrir los hechos. El día anterior había habido una riña entre la señora Crale y la señorita Greer. Esta última, con bastante insolencia, había hablado del cambio que se iba a hacer en la disposición de los muebles «cuando esté yo viviendo aquí». La señora Crale le cogió la palabra y preguntó: «¿Qué quiere decir? ¿Cuando esté usted viviendo aquí?» La señorita Greer replicó: «No finja no entenderme, Carolina. Es usted como un avestruz que entierra la cabeza en la arena. De sobra sabe usted que Amyas y yo nos queremos y que vamos a casarnos.» La señora Crale dijo: «No sé tal cosa.» Entonces dijo la señorita Greer: «Pues ahora ya lo sabrá.» Al oír lo cual, al parecer, la señora Crale se volvió hacia su esposo, que acababa de entrar en el cuarto y preguntó: «¿Es cierto, Amyas, que vas a casarte con Elsa?»
Poirot inquirió, con interés:
—¿Y qué contestó el señor Crale a eso?
—Parece ser que se volvió hacia la señorita Greer y le gritó: «¿Qué demonios pretendes con soltar eso? ¿No tienes sentido común suficiente para sujetar la lengua?»
»Dijo la señorita Greer:
»—Yo creo que Carolina debiera darse cuenta de la verdad.
»La señora Crale le preguntó a su marido:
»—¿Es cierto, Amyas?
«Dicen que no la quiso mirar, que apartó la cara y masculló algo entre dientes.
»EIla dijo:
»—Habla claro. Necesito saberlo.
»A lo cual respondió él:
»—Es cierto, desde luego..., pero no quiero discutirlo ahora.
»Luego salió del cuarto de nuevo y la señorita Greer dijo:
»—¿Lo ve usted?
»Y continuó diciendo que sería una estupidez que la señora Crale se portara como el perro del hortelano. Debían portarse todos como seres racionales. Ella, personalmente, esperaba que Carolina y Amyas continuaran siendo siempre buenos amigos.
—¿Y qué dijo a eso la señora Crale? —preguntó Poirot con curiosidad.
—Según los testigos, se echó a reír. Dijo: «Por encima de mi cadáver, Elsa.» Se dirigió a la puerta y la señorita Greer le gritó: «¿Qué quiere usted decir?» La señora Crale volvió la cabeza y repuso: «Antes mataré a Amyas que entregárselo a usted.»
Hale hizo una pausa.
—Como para condenar a cualquiera, ¿verdad?
—Sí —Poirot parecía pensativo—. ¿Quién oyó esas palabras?
—La señorita Williams se hallaba en el cuarto. Y Felipe Blake también. Un poco violento para ellos.
—¿Estaban de acuerdo las versiones que ambos dieron del suceso?
—Se aproximaban bastante..., nunca se consigue que dos testigos recuerden una cosa de la misma manera. Usted lo sabe tan bien como yo, monsieur Poirot.
Poirot asintió con la cabeza. Dijo, pensativo:
—Sí, resultará interesante ver...
Se interrumpió sin terminar la frase.
Hale prosiguió:
—Hice un registro de la casa. En la alcoba de la señora Crale encontré, en un cajón, metido debajo de unas medias de invierno un frasco que había contenido, según la etiqueta, esencia de jazmín. Estaba vacío. Lo traté para sacar las huellas latentes. Sólo encontré las de la señora Crale. Al ser analizadas las gotas que quedaban en el frasco, se encontraron leves indicios de aceite de jazmín y una fuerte solución de hidrobromuro de conicina.
»Le hice a la señora Crale las advertencias de rigor y le enseñé el frasco. Contestó sin vacilar. Dijo que se había encontrado en un estado de ánimo deplorable. Después de escuchar la descripción que Meredith Blake hizo de la droga, volvió al laboratorio, vació un frasco de perfume de jazmín que llevaba en el monedero y lo llenó luego de conicina. Le pregunté por qué había hecho eso y me respondió: «No quiero hablar de ciertas cosas más de lo que pueda evitar; pero había recibido una impresión muy fuerte. Mi esposo se proponía dejarme por otra mujer. Si lo hacía, yo no quería seguir viviendo. Por eso me llevé el veneno.»
Dijo Poirot:
—Después de todo, esto parece plausible...
—Es posible, monsieur Poirot. Pero no concuerda con lo que se le oyó decir. Y, además, hubo otra escena en la mañana siguiente. El señor Felipe Blake oyó parte de ella. La señorita Greer oyó otra parte distinta. Tuvo lugar en la biblioteca, entre la señora y el señor Crale. El señor Blake se hallaba en el pasillo y oyó un fragmento o dos. La señorita Greer estaba sentada fuera, cerca de la ventana de la biblioteca, que estaba abierta, y oyó muchísimo más...
—Y... ¿qué fue lo que oyeron?
—El señor Blake le oyó decir a la señora Crale: «Tú y tus mujeres. De buena gana te mataría. Y algún día sí que te mataré.»
—¿No hizo mención al suicidio?
—No. Ninguna. Nada de: «Si haces eso, me mataré yo.» La declaración de la señorita Greer fue poco más o menos igual. Según ella, el señor Crale dijo: «Hazme el favor de procurar ser razonable en este asunto, Carolina. Te tengo mucho afecto y siempre te desearé bien... a ti y a la niña.
Pero voy a casarme con Elsa. Siempre hemos acordado dejarnos mutuamente en completa libertad.» La señora Crale respondió a eso: «Como quieras; pero no digas luego que no te he avisado.» Dijo él: «¿Qué quieres decir?» Y ella respondió: «Quiero decir que te quiero y que no pienso perderte. Prefiero matarte a consentir que te vayas con esa muchacha.»
Poirot hizo un gesto.
—Se me ocurre —murmuró— que la señorita Greer fue muy poco prudente al suscitar la cuestión. La señora Crale hubiera podido negarle el divorcio a su esposo.
—Teníamos pruebas relacionadas con ese punto —anunció Hale—. La señora Crale, al parecer, hizo algunas confidencias a Meredith Blake. Era un amigo antiguo y de confianza. Le produjo un gran disgusto lo que la señora le dijo y consiguió hablar con el señor Crale del asunto. Esto, séase dicho de paso, ocurrió la tarde anterior. El señor Blake reconvino, con delicadeza, a su amigo. Le dijo cuan grande sería su disgusto si el matrimonio se deshacía de una forma tan desastrosa. También insistió sobre el hecho de que la señorita Greer era muy joven y que era una cosa muy seria arrastrar a una muchacha por un tribunal de divorcios. A esto replicó Crale riendo (¡qué bestia más insensible debió ser!): «No es ésa la idea que tiene Elsa. Ella no va a comparecer. Lo combinaremos de la forma usual.»
Dijo Poirot:
—Por consiguiente, todavía resulta más imprudente por parte de la señorita Greer el haber dicho lo que dijo.
Respondió Hale:
—Oh, ya sabe usted lo que son las mujeres. No saben contenerse. Han de agarrarse del moño para quedar satisfechas. Tiene que haber sido una situación difícil de todas formas. No comprendo cómo consintió el señor Crale que subsistiera. Según Meredith Blake, él quería terminar su cuadro. ¿Le parece a usted eso de sentido común?
—Sí, amigo mío, creo que sí.
—Pues yo no. ¡Ese hombre estaba pidiendo jaleo!
—Estaría, probablemente, muy enfadado con la muchacha por haberse ido ésta de la lengua.
—Sí que lo estaba; lo dijo Meredith. Si tenía que terminar su cuadro, no veo por qué no había de poder sacar unas fotografías y usarlas en lugar de la modelo. Conozco a un hombre... pinta acuarelas de paisajes... él hace eso.
Poirot sacudió negativamente la cabeza.
—No... Yo comprendo perfectamente a Crale el artista. Ha de darse usted cuenta, amigo mío, que probablemente en aquel momento el cuadro era lo único que le importaba a Crale. Por muchas ganas que tuviese de casarse con la muchacha, el cuadro era primero. Por eso esperaba él que transcurriera su estancia allí, sin que se suscitara la cuestión. La muchacha, claro está, no era de su parecer. Con las mujeres, el amor ocupa el primer lugar.
—¡Si lo sabré yo! —exclamó el superintendente de todo corazón.
—Los hombres —continuó Poirot—, y los artistas especialmente, son de otro mundo distinto.
—¡El arte! —dijo el superintendente con desdén—; ¡tanto hablar del arte! ¡Yo nunca lo he comprendido ni lo comprenderé jamás! ¡Habría de haber visto usted el cuadro que estaba pintando Crale! ¡Todo desproporcionado! Había pintado a la muchacha como si tuviera dolor de muelas y las almenas parecían torcidas. El conjunto tenía un aspecto desagradable. Me fue imposible olvidarlo durante mucho tiempo después. Hasta lo veía en sueños. Y, aún más, llegó incluso a afectarme la vista... Empecé a ver almenas, y paredes, y cosas todas desdibujadas. Sí, ¡y mujeres también!
Poirot sonrió. Dijo:
—Aunque usted no se da cuenta de ello, está tributando honores a la grandeza de Amyas Crale.
—No diga tonterías. ¿Por qué no puede pintar un pintor algo alegre a la vista? ¿Por qué salirse de su camino en busca de la fealdad?
—Algunos de nosotros,mon cheri, vemos belleza en lugares raros.
—La muchacha era guapa de verdad —dijo Hale—. Muy compuesta y casi sin ropa. No es decente la forma en que esas muchachas andan por ahí. Y esto fue hace dieciséis años, fíjese usted bien. Hoy en día uno no le daría importancia. Pero entonces... La verdad, me escandalicé. Un pantalón y una de esas camisas de lana, de cuello abierto... ¡y ni un trapo más, creo yo!
—Parece recordar usted esos detalles muy bien —murmuró Poirot con malicia.
El superintendente se puso colorado.
—No hago más que darle a conocer la impresión que causó en mí —dijo con austeridad.
—Comprendo... comprendo —respondió Poirot, apaciguador.
Prosiguió:
—Aunque parece ser que los principales testigos de cargo fueron Felipe Blake y Elsa Greer, ¿no es eso?
—Sí. Y muy vehementes que se mostraron los dos. Pero la institutriz fue citada por la fiscalía también y su declaración tenía más peso que la de los otros dos. Estaba por completo de parte de la señora Crale, ¿comprende? Pero era una mujer honrada y declaró la verdad, sin intentar quitarle importancia en forma alguna.
—¿Y Meredith Blake?
—Estaba angustiado, pobre anciano. Y razón tenía para estarlo. Se culpaba a sí mismo por haber destilado la droga... y el juez le culpó también. La conicina va comprendida en la Lista Primera del Decreto sobre Venenos. Fue objeto de una censura bastante acerba. Era amigo de ambas partes, y la cosa le impresionó mucho... aparte de que era uno de esos señores rurales que huyen de la notoriedad y de la publicidad.
—¿No prestó declaración la hermana de la señora Crale?
—No; no era necesario. No se hallaba presente cuando la señora Crale amenazó a su marido, y nada podía decirnos que no pudiésemos averiguar con igual facilidad de otras personas. Vio a la señora Crale dirigirse a la nevera y sacar la botella de cerveza y, claro está, la defensa hubiera podido citarla como testigo de descargo para que declarase que la señora Crale se llevó la cerveza de la nevera y marchó inmediatamente con ella al jardín sin destaparla ni hacer nada con ella. Pero eso no hacía al caso, porque nosotros nunca dijimos que la conicina estuviese en la botella.
—¿Cómo se las arregló para introducirla en el vaso con dos testigos de vista?
—En primer lugar, ninguno de los dos estaba mirando. Es decir, el señor Crale estaba pintando... mirando al lienzo y a su modelo. Y la señorita Greer estaba colocada casi de espaldas a la señora Crale, mirando por encima del hombro del señor Crale.
Poirot asintió con un movimiento de cabeza.
—Como digo, ninguno de los dos estaba mirando a la señora Crale. Llevaba el veneno en uno de esos cuentagotas o jeringas. Lo encontramos aplastado y roto en el camino que conducía a la casa.
Murmuró Poirot:
—Tiene usted contestación para todo.
—¡Vamos, monsieur Poirot! Sin prejuicios. Ella le amenaza de muerte. Ella se lleva el veneno del laboratorio. El frasco vacío se encuentra en la alcoba de ella y nadie lo ha tocado más que ella. Le baja de casa una botella de cerveza helada... cosa rara en cualquier caso, si tiene uno en cuenta que no se hablaban...
—Una cosa muy curiosa en efecto. Ya había reparado en ello.
—Sí, un poco delatora... ¿Por qué se tornó tan amable de pronto? Él se queja del sabor de la cerveza... y la conicina tiene un sabor muy desagradable. Se las arregla para descubrir ella el cadáver y manda a la otra mujer a telefonear. ¿Por qué? Para tener ocasión de limpiar la botella y vaso y apretar los dedos del cadáver con el cristal para que queden sus huellas. Después de eso puede decir que se trata de un caso de remordimiento y suicidio. ¡Plausible historia!
—No es una historia muy bien urdida, en efecto.
—No. Y, si quiere que le dé mi opinión, ella no se tomó la molestia de pensar. Le consumían tanto el odio y los celos que no pensaba más que en acabar con él. Y cuando todo ha terminado, cuando le ve allí muerto... Bueno, pues fue entonces, en mi opinión, cuando volvió en sí de pronto y se dio cuenta de que lo que acababa de cometer era un asesinato... y que a los asesinos se les ahorca. Y desesperada, se agarra a ciegas a la única cosa que se le ocurre: la idea del suicidio.
—Es sólida esa forma de razonar —dijo Poirot—. Sí. Pudo haber funcionado así su cerebro.
—Hasta cierto punto, se trata de un crimen premeditado; pero, hasta cierto punto también, no había premeditación —dijo Hale—. No creo que llegara a pensarlo y planearlo. Se limitó a seguir adelante a ciegas.
Murmuró Poirot:
—¡Sí, será verdad...!
Hale le miró con curiosidad. Inquirió:
—¿Le he convencido, monsieur Poirot, de que el caso era bien claro?
—Casi. No del todo. Hay dos o tres detalles singulares...
—¿Puede usted ofrecer otra solución... que sea sostenible?
Dijo Poirot:
—¿Qué pasos dieron todos los demás aquella mañana? —Los investigamos también, de eso puede tener la seguridad. Comprobamos las declaraciones de todos. Ninguno podía probar la coartada... no se puede probar en casos de envenenamiento. Por ejemplo, nada que le impida a una persona entregar a su víctima veneno en una cápsula el día anterior diciéndole que se trata de una cura infalible para la indigestión y que debe tomarla antes de comer y, después de decirle eso, largarse al otro extremo de Inglaterra.
—Pero, ¿usted no cree que ocurriera eso en este caso?
—El señor Crale no padecía nunca de indigestión. Y, sea como fuera, no puedo imaginarme que ocurriera una cosa así. Es cierto que el señor Meredith Blake era muy dado a recomendar específicos de su propia elaboración; pero no concibo al señor Crale probándolos. Y, de haberlo hecho, seguramente lo comentaría jocosamente. Además, ¿por qué había de querer Meredith matar a Crale? Todo tiende a demostrar que se hallaba en muy buenas relaciones con él. Todos lo estaban. Felipe Blake era su mejor amigo. La señorita Williams le miraba con gran desaprobación, o así me lo imagino; pero la desaprobación moral no conduce al envenenamiento. La pequeña señorita Warren se peleaba mucho con él... estaba en una edad cargante... pero él le tenía mucho afecto, y ella a él. Se la trataba con especial ternura y consideración en aquella casa. Tal vez haya usted oído decir por qué. Sufrió una lesión seria de pequeña... se la produjo la señora Crale en un acceso de maniática rabia. Eso parece demostrar, ¿no?, que era una persona que no ejercía el menor dominio sobre sí. ¡Atacar a una criatura... y desfigurarla para toda la vida!
—Pudiera demostrar —murmuró Poirot, pensativo— que Angela Warren tenía muy buenos motivos para guardar rencor a Carolina Crale.
—Posiblemente... pero no a Amyas Crale... Y, sea como fuere, la señora Crale quería mucho a su hermanita... le dio un hogar cuando murieron sus padres y, como digo, la trató con especial afecto... la echó a perder con sus mimos incluso, según dicen. Era evidente que la muchacha quería mucho a la señora Crale. Se la mantuvo alejada del Tribunal y se la protegió contra todo hasta donde fue posible... La señora Crale insistió mucho sobre eso según creo. Pero la muchacha se llevó un disgusto de muerte y ansiaba que la llevaran a ver a su hermana a la cárcel. Carolina Crale no quiso consentirlo. Dijo que una cosa así pudiera dañar para siempre la mentalidad de una muchacha. Lo dispuso todo para que fuera a un colegio al extranjero.
Agregó:
—La señoría Warren se convirtió más adelante en una mujer distinguida. Exploradora. Viajes a sitios raros. Conferencias en la Real Sociedad Geográfica, artículos en la Prensa... y todo eso.
—Y ¿nadie se acuerda del juicio?
—Verá... Llevaba un apellido distinto en primer lugar. Ni siquiera tenían las dos el mismo nombre antes de casarse Carolina. Tuvieron la misma madre, pero distintos padres. El nombre de soltera de la señora Crale era Spalding.
—¿Era la señorita Williams institutriz de la niña o de Ángela Warren?
—De Ángela. Tenían aya para la niña..., pero daba algunas lecciones con la señorita Williams todos los días, según entiendo.
—¿Dónde estaba la niña por entonces?
—Había marchado con su aya a hacerle una visita a su abuela. Una tal lady Tressilian. Una viuda que había perdido sus dos hijitos y que quería mucho a la hija de Carolina.
Poirot movió afirmativamente la cabeza.
—Comprendo —dijo,
Hale continuó:
—En cuanto a los pasos de las demás personas el día del asesinato, puedo explicárselos todos.
»La señorita Greer estuvo sentada en la terraza cerca de la ventana de la biblioteca después del desayuno. Allí, como he dicho, sorprendió algunas palabras de la riña entre Crale y su esposa. Después de eso acompañó a Crale al jardín de la Batería e hizo de modelo suyo hasta la hora de comer, con dos interrupciones para descansar los músculos.
«Felipe Blake estaba en la casa después del desayuno y oyó parte de la riña. Luego de haberse marchado Crale con la señorita Greer, leyó el periódico hasta que le telefoneó su hermano. Entonces bajó a la playa para salirle al encuentro. Subieron por el camino otra vez, juntos, pasando por delante del jardín de la Batería. La señorita Greer acababa de marchar a la casa en busca de un jersey porque tenía algo de fresco y la señora Crale estaba con su marido discutiendo los pormenores para la marcha de Angela al colegio.
—Ah, una entrevista amistosa...
—No, amistosa, no. Creo que Crale le estaba gritando. Furioso de que le molestasen con detalles domésticos. Supongo que ella quería dejar aclaradas las cosas por si en efecto iba a haber una ruptura.
Poirot asintió con la cabeza.
Hale prosiguió:
—Los dos hermanos cambiaron unas palabras con Amyas Crale. Luego volvió a aparecer la señorita Greer y ocupó su puesto. Crale volvió a tomar el pincel, y era evidente que quería deshacerse de ellos. Los hermanos hicieron caso de la indirecta y continuaron su camino. Y, a propósito, fue cuando se hallaban ellos en el jardín cuando Amyas Crale se quejó de que toda la cerveza de allí estaba caliente y que su esposa prometió mandarle cerveza fresca.
—¡Aja!
—Justo. ¡Aja! Le hizo el ofrecimiento con una dulzura exquisita. Los hermanos siguieron hasta la casa y se sentaron en la terraza. La señora Crale y Angela les sirvieron cerveza allí.
»Más tarde, Angela Warren se fue a nadar y Felipe Blake la acompañó.
»Meredith Blake marchó a un claro del bosque donde Hay un asiento exactamente por encima del jardín de la Batería. Veía desde allí a la señorita Greer sobre las almenas y le era posible oír la voz de ella y la de Crale cuando hablaban. Se sentó allí y reflexionó acerca del asunto de la conicina. Aún estaba preocupado y no sabía qué hacer. Elsa Greer le vio y agitó el brazo en saludo. Cuando sonó el batintín llamándoles a comer, bajó y regresó a la casa en compañía de Elsa. Notó entonces que Crale tenía, según expresión suya, un aspecto muy raro, pero no le dio importancia a la cosa de momento. Crale era uno de esos hombres que nunca están enfermos... conque uno no se imaginaba que pudiera estarlo. Lo que sí tenía era ratos de furia y de desaliento cuando un cuadro no le iba saliendo a su gusto. En tales ocasiones era mejor dejarlo en paz y hablarle lo menos posible. Eso fue lo que hicieron los dos en aquella ocasión.
»En cuanto a los demás, la servidumbre estaba ocupada en los quehaceres de la casa y preparando la comida. La señorita Williams estuvo en el cuarto destinado a clase, parte de la mañana, corrigiendo unos ejercicios. Después se llevó labor a la terraza. Angela Warren se pasó la mayor parte de la mañana vagando por el jardín, gateando árboles y comiendo cosas... ¡ya sabe usted lo que son las niñas de quince años! Ciruelas, manzanas agrias, peras verdes y todo eso. Después volvió a la casa y, como dije, bajó a la playa con Felipe Blake para darse un baño antes de comer.
El superintendente hizo una pausa.
—Bueno —dijo, con tono belicoso—, ¿encuentra usted algo raro en todo eso?
Dijo Poirot:
—Nada en absoluto.
—¡Pues entonces!
Estas dos palabras fueron pronunciadas de una forma expresiva a más no poder.
—No obstante —agregó Poirot—, voy a convencerme por mí mismo. Yo...
—¿Qué va usted a hacer?
—Voy a visitar a esas cinco personas... y a cada una de ellas le voy a hacer que cuente su historia.
El superintendente Hale suspiró con profunda melancolía.
Dijo:
—¡Está usted loco, hombre de Dios! ¡No habrá dos relatos que estén de acuerdo! ¿No se da usted cuenta de ese hecho elemental? No hay dos personas que recuerden una cosa en el mismo orden. ¡Y después de todo este tiempo! ¡Si lo que usted oirá será cinco relatos de cinco asesinatos distintos!
—Con eso cuento —aseguró Poirot—. Resulta muy instructivo.