Capítulo IX
Este cerdito no comió nada
Me es lícito preguntar por qué, monsieur Poirot? Hércules Poirot pensó la contestación que debía dar a esta pregunta. Notaba que unos ojos grises muy perspicaces le observaban desde una carita marchita.
Había ascendido hasta el último piso de un edificio desnudo y llamado a la puerta número 584 de Gillespie Buildings, cuya existencia obedecía a un deseo de proporcionar lo que llamaban «pisitos» a mujeres trabajadoras.
Allí, en un espacio pequeño, cúbico, existía la señorita Cecilia Williams, en una habitación que era alcoba, gabinete, comedor y mediante el juicioso uso de un fogoncito de gas cocina. Una especie de cuchitril anexo contenía un baño la cuarta parte del tamaño corriente y los servicios de rigor.
A pesar de lo reducido del lugar, la señorita Williams había logrado imprimir en él el sello de su personalidad.
Las paredes estaban pintadas al temple, de un color gris pálido ascético, y de ellas colgaban varias reproducciones. Dante encontrándose con Beatriz sobre el puente, y ese cuadro que una vez describió una niña como «una ciega sentada encima de una naranja» a la que llaman, no sé por qué, «La Esperanza». Había también dos acuarelas de Venecia y una copia en sepia de la «Primavera» de Botticelli. Encima de la baja cómoda se veía una gran cantidad de fotografías descoloridas, datando la mayoría, a juzgar por los peinados, de veinte a treinta años antes.
El trozo cuadrado de alfombra estaba raído; los muebles maltratados y de mala calidad. Hércules Poirot comprendió que Cecilia Williams vivía con verdadera estrechez. Allí no había rosbif. Aquél era el cerdito que no comió nada.
Clara, incisiva e insistente, la voz de la señorita Williams repitió su pregunta:
—¿Desea conocer mis recuerdos del caso Crale? ¿Me es lícito preguntar por qué?
Habían dicho de Hércules Poirot algunos de sus amigos y asociados, en momentos en que les había exasperado más, que el detective prefería mentir a decir la verdad y que salía de su camino para lograr sus fines por medio de complicadísimas aseveraciones falsas en lugar de confiar en la simple verdad.
Pero en aquel caso tomó rápidamente una decisión. Hércules Poirot no procedía de la clase de niños franceses o belgas que han tenido institutriz inglesa; pero reaccionó tan sencilla e inevitablemente como muchos niños pequeños al ser preguntados: «¿Te limpiaste los dientes esta mañana, Harold (o Ricardo, o Antonio)?» Consideraron durante un segundo la posibilidad de mentir, rechazando la idea inmediatamente para replicar, lastimeramente: «No, señorita Williams».
Porque la señorita Williams poseía lo que todo buen educador de niños ha de tener: la misteriosa cualidad a la que se llama autoridad. Cuando la señorita Williams decía: «Sube y lávate las manos, Juan», o «Espero que leerás este capítulo sobre los poetas de la época isabelina y que podrás responder a cuantas preguntas te haga yo sobre él», se la obedecía invariablemente. Jamás se le había ocurrido pensar a la señorita Williams que pudieran desobedecerla.
Conque en este caso, Hércules Poirot no habló de un libro que había de publicarse sobre crímenes pasados. En lugar de eso, se limitó a narrar las circunstancias en que Carla Lemarchant había ido a verle.
La señorita, pequeña, entrada en años, con su vestido elegante y limpio aunque raído, le escuchó con atención.
Dijo:
—Me interesa mucho tener noticias de esa niña... saber cómo ha resultado.
—Es una jovencita muy encantadora y atractiva, con mucho valor y mucha voluntad.
—Magnífico —dijo la señorita Williams muy lacónicamente.
—Y es, por añadidura, una jovencita muy persistente. No es una persona a la que pueda fácilmente negársele una cosa ni a quien pueda dársele largas.
La ex institutriz movió afirmativa y pensativamente la cabeza. Preguntó:
—¿Tiene aficiones artísticas?
—Creo que no.
Dijo la dama con sequedad:
—¡Ya es algo que agradecerle a Dios!
El tono del comentario no dejó lugar a dudas acerca del concepto que a la señorita Williams le merecían los artistas.
Agregó:
—Por lo que dice usted de ella, me imagino que se parece a su madre más bien que a su padre.
—Es muy posible. Eso me lo podrá usted decir cuando la haya visto. Porque le gustaría verla, ¿verdad?
—Me gustaría mucho verla, en efecto. Siempre resulta interesante ver cómo se ha desarrollado una niña a quien se ha conocido.
—¿Sería muy joven, supongo, cuando la vio usted por última vez?
—Tenía cinco años y medio. Una criatura encantadora... un poco demasiado callada quizá. Pensativa. Dada a jugar sola y a no solicitar la cooperación de nadie. Natural y sin estropear.
Dijo Poirot:
—Fue una suerte que fuera tan joven.
—Ya lo creo. De haber sido mayor, la impresión de la tragedia hubiera podido tener muy malas consecuencias.
—No obstante —dijo Poirot—, a uno se le antoja que hubo trabas, obstáculos... Por muy poco que comprendiera la niña o por poco que se le dejara saber, siempre habría cierta atmósfera de misterio, de evasión, de brusco arrancamiento. Esas cosas no son buenas para una criatura.
La señorita Williams replicó pensativa:
—Pueden haber sido menos dañinas de lo que usted cree.
Dijo Poirot::
—Antes de que abandonemos el tema de Carla Lemarchant... de la pequeña Carla Crale de antaño... hay algo que quisiera preguntarle. Si hay alguien que sea capaz de explicarlo, ese alguien es usted.
—¿Bien?
La voz era interrogadora, pero no se comprometía a nada.
Poirot agitó las manos, haciendo un esfuerzo por expresar lo que quería decir.
—Hay algo... unanuance que no puedo definir... pero se me antoja a mí que la niña, cuando la menciono, nunca recibe todo su valor representativo. Cuando hablo de ella, la respuesta viene siempre con cierta vaga sorpresa, como si la persona con quien hablo hubiese olvidado por completo que había una niña. Con franqueza, mademoiselle, ¿verdad que eso no es natural? Una criatura, en tales circunstancias, es una persona importante, no en sí, sino como eje. Amyas Crale puede haber tenido motivos para abandonar a su esposa... o para no abandonarla. Pero en un matrimonio que se deshace, la criatura constituye un punto importante. En este caso, la niña parece haber representado muy poco. Eso me parece a mí... raro.
La señorita Williams se apresuró a contestar:
—Ha puesto usted el dedo en un punto vital, monsieur Poirot. Tiene usted muchísima razón. Y eso explica en parte lo que he dicho hace un instante... que el trasladar a Carla a un ambiente distinto puede haber sido, en algunas cosas, bueno para ella. Cuando fuera mayor, ¿comprende?, hubiese podido padecer de cierta carencia en su vida doméstica.
Se inclinó hacia delante y la señorita Williams siguió hablando lenta y cuidadosamente.
—Como es natural, en mis años de trabajo he visto muchos aspectos del problema de padres e hijos. Muchos niños... la mayoría debiera decir... reciben exceso de atención por parte de los padres. Hay demasiado amor, demasiada custodia. El niño se da cuenta, se inquieta y busca librarse de ello, apartarse y no ser observado. Este caso se da especialmente cuando se trata de un hijo único y, claro está, las madres son las que pecan de este sentido. Las consecuencias son a veces desgraciadas para el matrimonio. El marido se resiente de que le hagan ocupar el segundo lugar y busca consuelo... o más bien, adulación y atenciones... por otro lado y tarde o temprano se llega al divorcio. Lo mejor para una criatura, estoy convencido de ello, es que experimente lo que yo llamaría un sano abandono por parte del padre y de la madre. Esto ocurre normalmente en el caso de una familia numerosa con poco dinero. Se abandona a los niños porque la madre no tiene tiempo para ocuparse de ellos. Ellas se dan perfecta cuenta de que la madre les quiere; pero no se ven molestados por demasiadas demostraciones de semejante hecho.
»Hay otro aspecto, no obstante. Una se tropieza de vez en cuando con un marido y una mujer que se son tan suficientes el uno al otro, que están tan enfrascados el uno en el otro, que la criatura fruto de su matrimonio apenas le parece real a ninguno de los dos. Y en tales circunstancias, yo creo que la criatura llega a sentir resentimiento, a considerarse defraudada y excluida. Comprenderá usted que no hablo de descuido en forma alguna. La señora Crale, por ejemplo, era lo que se llama una excelente madre, siempre con ella en los momentos propicios y mostrándose siempre bondadosa y alegre. Pero a pesar de todo eso, la señora Crale estaba absorta por completo en su marido. Existía, podría decirse, sólo en él y para él.
La ex institutriz hizo una pausa y luego dijo:
—Eso, creo yo, es la justificación de lo que hizo más adelante.
Inquirió Poirot:
—¿Quiere usted decir con eso que más parecían novios que marido y mujer?
—Sí que podría decirlo así.
—¿Él le era tan adicto como ella a él?
—Se quería mucho la pareja. Pero él, claro está, era un hombre.
La señorita Williams consiguió dar a dicha palabra un significado completamente ochocentista.
—Los hombres... —dijo la señorita.
Y se interrumpió.
Como un acaudalado propietario dice «¡Bolchevique!», como un comunista dice: «¡Capitalista!», como una buena ama de casa dice: «¡Cucarachas!», así dijo la señorita Williams «¡Hombres!».
De su vida de institutriz, de solterona, surgió una explosión de feroz feminismo. ¡Nadie que le oyera hablar podía dudar que para la señorita Williams los hombres eran el enemigo!
Poirot dijo:
—No es usted gran admiradora de los hombres.
Ella repuso con sequedad:
—Los hombres son los que sacan el mayor provecho del mundo. Espero que no siempre será así.
Hércules Poirot la miró, calculador. No le costaba trabajo imaginarse a la señorita Williams en plena huelga de hambre pidiendo el voto para la mujer como las antiguas sufragistas. Dejando las generalidades para individualizar, preguntó:
—¿No le era muy simpático Amyas Crale?
—No me era ni pizca de simpático el señor Crale. Sólo merecía mi desaprobación. De haber sido yo su esposa, le hubiese abandonado. Hay cosas que ninguna mujer debiera soportar.
—Pero... ¿la señora Crale las soportó?
—Sí.
—¿Usted opinaba que hacía mal?
—Sí. Una mujer debe tenerse cierto respeto a sí misma y no someterse a una humillación.
—¿Le dijo usted algo de eso alguna vez a la señora Crale?
—Claro que no. No era cosa mía el decirlo. Se me había contratado para educar a Ángela, no para ofrecerle a la señora Crale consejos que ella no me había pedido. El haberlo hecho hubiese sido una impertinencia.
—¿Quería usted a la señora Crale?
—Le tenía mucho afecto a la señora Crale. —La voz eficiente se dulcificó, adquirió un dejo de emoción, de sentimiento—. La quería mucho y la compadecía mucho también.
—¿Y su discípula... Ángela Warren?
—Era una muchacha muy interesante... una de las discípulas más interesantes que he tenido en mi vida. Un buen cerebro en verdad. Indisciplinada, de genio vivo, dificilísima de manejar en muchos aspectos; pero un carácter muy hermoso en realidad.
Hizo una pausa y luego continuó:
—Siempre tuve la esperanza de que lograría hacer algo que valiese la pena. ¡Y lo ha conseguido! ¿Ha leído usted su libro... sobre el Sahara? ¡Y excavó esas interesantes tumbas en el Fayum! Sí; estoy orgullosa de Ángela. No estuve en Alderbury mucho tiempo... dos años y medio..., pero siempre aliento la creencia de que ayudé a estimular su mente juvenil y fomentar su gusto por la arqueología.
Murmuró Poirot:
—Tengo entendido que se decidió continuar su educación mandándola al colegio. Usted debió enterarse de tal decisión con resentimiento.
—Todo lo contrario, monsieur Poirot. Estaba completamente de acuerdo con esa decisión.
Hizo una pausa y continuó:
—Permítame que le explique claramente el asunto. Ángela era una muchacha buena... una muchacha muy buena en verdad... de buen corazón e impulsiva... pero era también lo que yo llamo una muchacha difícil. Es decir, se encontraba en una edad difícil. Siempre existe un momento en que una muchacha no se siente segura de sí... no es ni niña ni mujer. Tan pronto se mostraba Ángela sensata y juiciosa... una mujer en verdad... como recaía y se convertía en niña atrevida, haciendo travesuras, siendo grosera, perdiendo los estribos y enfureciéndose. Las muchachas, ¿sabe?, se sienten difíciles a esa edad... Son enormemente susceptibles. Todo lo que se les dice despierta su resentimiento. Les molesta que se las trate como personas mayores. Ángela se encontraba en ese estado. Tenía accesos de ira. Se molestaba, de pronto, si la hacían rabiar y daba un estallido. Luego se pasaba días enteros con morros, sentada siempre, frunciendo el entrecejo... Y a continuación, con la misma brusquedad, volvía a animarse, a gatear por los árboles, a correr de un lado para otro con los chicos del jardinero, negándose a someterse a autoridad alguna.
La señorita Williams hizo otra pausa y prosiguió:
—Cuando una muchacha llega a esta etapa de su vida, el colegio ayuda mucho. Necesita el estímulo de otras mentes... Eso, y la sana disciplina de una comunidad, la ayudan a convertirse en un miembro razonable de la sociedad. Las condiciones domésticas en que vivía Ángela no eran lo que yo hubiese llamado ideales. En primer lugar, la señora Crale la mimaba demasiado. Ángela sólo tenía que dirigirle una súplica y podía contar con su apoyo. El resultado de ello era que Ángela consideraba que tenía más derecho que nadie a ocupar el tiempo y la atención de su hermana, y cuando se hallaba de ese humor siempre chocaba con el señor Crale. Como es natural, el señor Crale consideraba que había de ser el primero él... y tenía la intención de serlo. En realidad, quería mucho a la muchacha. Eran buenos compañeros y discutían amigablemente; pero había veces en que el señor Crale se preocupaba de Ángela. Como todos los hombres, era un niño mimado. Esperaba que todo el mundo le mirase a él. En tales ocasiones Ángela y él regañaban en serio... y con mucha frecuencia la señora Crale se ponía de parte de Ángela. Entonces él se ponía furioso. Era en casos así cuando Ángela volvía a sentirse chiquilla y le hacía alguna treta para desahogar su rencor. Él tenía la costumbre de beberse los vasos de un trago y una vez llenó ella el líquido de sal. Como es natural, la bebida hizo de emético y el señor Crale quedó mudo de rabia. Pero lo que en realidad provocó el desenlace fue el que ella le metiera unas babosas en la cama.
El señor Crale les tenía una extraña aversión a las babosas. Perdió los estribos por completo y dijo que había que mandar a la muchacha al colegio. No estaba dispuesto a aguantar cosas así por más tiempo. Ángela se llevó un disgusto terrible... Aunque en realidad, ella misma había expresado más de una vez el deseo de ir a un internado... cuando el señor Crale lo propuso, lo tomó ella como un agravio terrible. La señora Crale no quería que fuese pero se dejó convencer... en gran parte, creo yo, por lo que yo le dije sobre el asunto. Le hice ver que sería una gran ventaja para Ángela y que estaba segura de que ello le haría mucho bien a la muchacha. Con que se acordó que iría a Helston... un colegio muy bueno de la costa del Sur... para el curso de otoño. La señora Crale sin embargo, siguió muy disgustada por ello durante todas las vacaciones. Y Ángela siguió dando muestras de rencor contra el señor Crale siempre que se acordaba. No era cosa seria en realidad, ¿comprende, monsieur Poirot?, pero fue como una especie de corriente subterránea durante el verano de... bueno... de todo lo demás que estaba ocurriendo.
Dijo Poirot:
—¿Se refiere usted... a Elsa Greer?
La señorita Williams contestó con viveza:
—Precisamente.
Y comprimió fuertemente los labios después de haber dicho esta palabra.
—¿Qué opinión tenía usted de Elsa Creer?
—No tenía opinión alguna de ella. Era una joven completamente sin principios. Se hace difícil diseñar su carácter.
—Era muy joven.
—Tenía edad suficiente para poseer más sentido común. Yo no le encuentro excusa... ninguna excusa en absoluto.
—Supongo que se enamoraría de él...
La señorita Williams le interrumpió con un resoplido.
—¡Enamorarse de él! Me parece a mí, monsieur Poirot, que, sean cuales fueren nuestros sentimientos, podemos dominarlos decentemente. Y desde luego, podemos dominar nuestros actos. Esa muchacha no tenía moralidad de ninguna clase. Para ella nada significaba que el señor Crale fuera un hombre casado. Se mostró desvergonzada en todo el asunto... serena y decidida. Es posible que la hubieran criado mal... pero ésta es la única excusa que yo puedo encontrarle.
—La muerte del señor Crale debió de ser un golpe terrible para ella.
—Sí que lo fue. Pero toda la culpa la tuvo ella. Yo no llego al extremo de aprobar el asesinato. No obstante, monsieur Poirot, si alguna vez hubo mujer alguna empujada a cometerlo, esa mujer fue Carolina Crale. Le digo con franqueza que hubo momentos en que me hubiese gustado asesinarlos a los dos. Dándole en la cara a su mujer con esa muchacha, viendo cómo tenía que aguantar ésta la insolencia de la joven... porque sí que era insolente, monsieur Poirot. Oh, no. Amyas Crale se merecía lo que ocurrió. Ningún hombre debe tratar a su mujer como trató él a la suya y no ser castigado por ella. Su muerte fue un castigo justo.
Dijo Hércules Poirot:
—Tiene usted convicciones muy fuertes...
La mujercita le miró con aquellos indomables ojos grises. Contestó:
—Tengo convicciones muy fuertes en cuanto se refiere a lazos matrimoniales. A menos que éstos sean respetados y sostenidos, un país degenera. La señora Crale era una esposa devota y fiel. El marido la insultó abiertamente, introduciendo a su amante en la casa. Como digo, mereció lo que ocurrió. La aguijoneó mucho más de lo que fuerza humana alguna es capaz de soportar y yo, por mi parte, no la culpo por lo que hizo.
Poirot dijo lentamente:
—Obró muy mal... eso lo reconozco..., pero era un gran artista, no lo olvide.
La señorita Williams soltó un ruidoso resoplido:
—Sí, sí, ya lo sé. Ésa es la excusa siempre hoy en día. ¡Un artista! Una excusa para toda clase de vida licenciosa, borracheras, peleas, infidelidad. ¿Y qué clase de artista era el señor Crale, después de todo? Podrá estar de moda admirar sus cuadros unos años. Pero no durará. Pero, ¡si ni siquiera sabía dibujar! ¡Su perspectiva es terrible! Hasta su anatomía era completamente inexacta. Sé algo de lo que me hablo, monsieur Poirot. Estudié pintura una temporada, de niña, en Florencia y, para todo el que conoce y aprecia a los grandes maestros, esos manchones del señor Crale son verdaderamente risibles. Unos cuantos colores salpicados sobre el lienzo... nada de construcción... nada de dibujar cuidadosamente... no —sacudió la cabeza—, no me pida que admire los cuadros del señor Crale.
—Dos de ellos se encuentran expuestos en la Galería Tate[3] —recordó Poirot.
La señorita Williams soltó un respingo.
—Es posible. También hay allí una de las estatuas del señor Epstein, según tengo entendido.
Poirot se dio cuenta que, desde el punto de vista de la señorita Williams se había dicho la última palabra. Abandonó el tema del arte.
—Preguntó:
—¿Estaba usted con la señora Crale cuando halló el cadáver?
—Sí; ella y yo bajamos de la casa después de comer. Angela se había dejado el jersey en la playa mientras se bañaba o en el bote. Siempre era muy descuidada con sus cosas. Me separé de la señora Crale a la puerta del jardín de la Batería. Pero me llamó casi inmediatamente. Creo que el señor Crale llevaba muerto más de una hora. Estaba echado en el banco cerca de su caballete.
—¿Quedó terriblemente impresionada al hacer el descubrimiento?
—¿Qué quiere usted decir, exactamente, con eso, monsieur Poirot?
—Le preguntó cuáles fueron sus impresiones por entonces.
—Ah, ya... Sí; me pareció completamente aturdida. Me mandó telefonear al médico. Después de todo, no podíamos tener la seguridad absoluta de que se hallara muerto... podía haber sido un ataque de catalepsia.
—¿Sugirió ella semejante posibilidad?
—No lo recuerdo.
—¿Y fue usted y telefoneó?
El tono de la señorita Williams se tornó seco y brusco.
—Había recorrido la mitad del camino cuando me encontré con el señor Meredith Blake. Le encargué el recado y volví al lado de la señora Crale. Pensé, ¿comprende?, que pudiera haber sufrido un colapso... y los hombres no sirven para nada en un caso así.
—Y... ¿lo había sufrido?
Dijo la señorita Williams con sequedad:
—La señora Crale era completamente dueña de sí misma. Se mostró completamente distinta de la señorita Elsa Greer, que tuvo un ataque de histeria y nos ofreció una escena desagradable.
—¿Qué clase de escena?
—Intentó atacar a la señora Crale.
—¿Quiere usted decir con eso que se dio cuenta de que la señora Crale era responsable de la muerte de su esposo?
La señorita Williams reflexionó unos instantes.
—No; mal podía estar segura de eso. Esa... ah... terrible sospecha no había surgido aún. La señorita Greer gritó: «Todo esto es obra tuya, Carolina. Tú le mataste. Tú tienes la culpa.» No llegó a decir: «Tú le envenenaste», pero creo que no hay duda de que lo pensó.
—¿Y la señora Crale?
—¿Hemos de ser hipócritas, monsieur Poirot? No puedo decirle lo que la señora Crale sintió en realidad, ni lo que pensó en aquel momento. Si era horror por lo que había hecho.
—¿Parecía eso?
—No, no... no puedo decir que lo pareciera. Aturdida, sí... y, creo, asustada Sí; estoy segura que asustada. Pero eso es muy natural.
Hércules Poirot dijo en tono descontento:
—Sí, tal vez sea eso muy natural... ¿Qué punto de vista se adoptó oficialmente en la cuestión de la muerte de su esposo?
—El suicidio. Dijo, decididamente desde un principio, que tenía que tratarse de un suicidio.
—¿Dijo lo mismo cuando habló con usted particularmente, u ofreció alguna otra teoría?
—No. Se... se... esforzó en convencerme de que tenía que ser suicidio.
La señorita Williams parecía experimentar cierto embarazo.
—¿Y qué dijo usted a eso?
—Vamos, monsieur Poirot, ¿importa mucho lo que yo dijera?
—Sí; creo que sí.
—No veo por qué...
Pero, como si su silencio la hipnotizara, dijo a regañadientes:
—Creo que dije: «Claro que sí, señora Crale. Tiene que haber sido suicidio».
—¿Creía usted sus propias palabras?
La mujercita alzó significativamente la cabeza. Dijo con firmeza:
—No, señor. Pero tenga usted entendido, monsieur Poirot, que yo estaba por completo de parte de la señora Crale, si le gusta expresarlo de esa manera. Simpatizaba con ella y no con la policía.
—¿Le hubiese gustado verla absuelta?
Respondió la mujer, en tono de desafío:
—Sí, señor.
Dijo Poirot:
—Así pues, ¿simpatiza con los sentimientos de su hija?
—Carla cuenta con todas mis simpatías.
—¿Tendría usted inconveniente en darme por escrito un relato detallado de la tragedia?
—¿Para que ella lo lea quiere decir?
—Sí.
La señorita Williams dijo lentamente:
—No, no tengo inconveniente. Está completamente decidido a investigar el asunto, ¿verdad?
—Sí. Seguramente hubiera sido preferible que se le hubiese ocultado la verdad...
—No; siempre es preferible hacer frente a la verdad. Es inútil esquivar la infelicidad falseando los hechos. Carla ha recibido una fuerte impresión al saber la verdad... Ahora desea saber exactamente cómo tuvo lugar la tragedia. Ésa me parece a mí la actitud que debe adoptar una joven valerosa. Una vez conozca todo lo ocurrido detalladamente, podrá olvidarlo de nuevo y preocuparse de vivir su propia vida.
—Tal vez tenga usted razón —dijo Poirot.
—Estoy completamente segura de que la tengo.
—Pero es que hay algo más que eso en el asunto. No sólo quiere saber... quiere demostrar la inocencia de su madre.
Dijo la señorita Williams:
—¡Pobre niña!
—¿Eso es lo que usted dice?
—Ahora comprendo por qué dijo usted que tal vez hubiera sido mejor que no hubiese conocido la verdad nunca. No obstante, creo que es mejor así. El desear hallar inocente a su madre es una esperanza muy natural. Y, a pesar de lo dura que puede ser la revelación de los hechos, creo, por lo que usted dice de ella, que Carla es lo bastante valerosa para descubrir la verdad y no retroceder ante ella.
—¿Está usted completamente segura de que es la verdad?
—No lo comprendo.
—¿No ve usted posibilidad alguna de creer inocente a la señora Crale?
—No creo que haya pensado nunca en serio en semejante posibilidad.
—Y, sin embargo, ¿ella siguió aferrada a la teoría del suicidio?
Dijo la señorita Williams, con sequedad:
—La pobre mujer tenía que decir algo.
—¿Sabe usted que, cuando estaba muñéndose, la señora Crale escribió una carta para su hija en la que jura solemnemente que es inocente?
La señorita Williams le miró boquiabierta.
—Eso estuvo muy mal hecho por su parte —dijo con viveza.
—¿Lo cree usted así?
—Sí que lo creo. Oh, seguramente será usted un sentimental como la mayoría de hombres...
Poirot la interrumpió, indignado::
—Yo no soy un sentimental.
—Pero existe también el sentimentalismo falso. ¿Por qué escribir eso, una mentira, en tan solemne momento? ¿Para ahorrarle dolor a su hija? Sí; muchas mujeres harían eso. Pero no lo hubiera creído en la señora Crale. Era una mujer valerosa, incapaz de mentir. Me hubiera parecido mucho más característico de ella que le hubiese dicho a su hija que no se erigiera en juez.
Poirot dijo, levemente exasperado:
—¿No está usted dispuesta, entonces, ni a admitir siquiera la posibilidad de que lo que escribió Carolina sea verdad?
—¡Claro que no!
—Y, sin embargo, ¿asegura usted haberla querido?
—Sí que la quise. Le tenía gran afecto.
—Pues entonces...
La señorita Williams le miró de una forma muy rara.
—Usted no comprende, monsieur Poirot. No importa que diga esto ahora... habiendo transcurrido tanto tiempo. La verdad es que... ¡da la casualidad que sé que Carolina Crale era culpable!
—¿Cómo?
—Es cierto. Si hice bien o no al callar lo que sabía por entonces, es cosa de la que no estoy segura..., pero sí que lo callé. No obstante pueden tener la completa seguridad de que Carolina Crale era culpable. Lo sé yo.