Capítulo I



Relato de Felipe Blake

(Carta recibida con el manuscrito)


«Querido monsieur Poirot:

«Cumplo mi promesa. Adjunto hallará un relato de los acontecimientos relacionados con la muerte de Amyas Crale. Habiendo transcurrido tanto tiempo, es mi deber hacer constar que mis recuerdos pueden no ser rigurosamente exactos; pero he escrito lo que ocurrió tan exactamente como lo recuerdo.

»Suyo afectísimo,

Felipe Blake.»


NOTAS SOBRE EL DESARROLLO DE LOS ACONTECIMIENTOS QUE CULMINARON EN EL ASESINATO DE AMYAS CRALE, EN SEPTIEMBRE DE 19...




Mi amistad con el difunto data de una época muy temprana. Su hogar y el mío estaban contiguos en el campo y nuestras familias eran amigas. Amyas tenía algo más de dos años que yo. Jugamos juntos de niños durante las vacaciones, aunque no fuimos al mismo colegio.

Desde el punto de vista de mi larga amistad con el hombre, me considero especialmente autorizado para dar fe de su carácter y de su forma de ver la vida. Y diré esto desde el primer momento: para cualquiera que conociera bien a Amyas Crale, la idea de que pudiera suicidarse resulta absurda. Crale jamás se hubiera suicidado. ¡Amaba demasiado la vida! La teoría de la defensa durante la vista de la causa de que Crale estaba obsesionado por su conciencia y que tomó veneno en un acceso de remordimiento, resulta completamente absurda para cualquiera que conociese al hombre.

Crale, justo es decirlo, tenía muy poca conciencia y esa poca no era morbosa. Por añadidura, su esposa y él se hallaban en malas relaciones y no creo que hubiese tenido escrúpulos de ningún género en poner fin a lo que, para él, era una vida matrimonial muy poco satisfactoria. Estaba dispuesto a cuidarse de su bienestar económico y del de la hija del matrimonio y estoy seguro de que lo hubiera hecho con generosidad. Era un hombre muy generoso, y una persona de muy buen corazón que se hacía querer de todos. No sólo era un gran pintor, sino un hombre a quien le eran adictos todos sus amigos. Que yo sepa, no tenía ningún enemigo.

También había conocido yo a Carolina Crale muchos años. La conocía antes de su matrimonio, cuando solía ir a pasar a Alderbury algunas temporadas. Era entonces una muchacha algo neurótica; pero, indudablemente, persona con la que resultaba difícil convivir.

Dio muestras de tenerle cariño a Amyas casi inmediatamente. Yo no creo que él estuviera muy enamorado de ella en realidad. Pero se encontraban juntos con frecuencia; ella era, como he dicho, atractiva, y acabaron prometiéndose. Los mejores amigos de Amyas Crale miraron con cierta aprensión el matrimonio porque les pareció que Carolina no era la mujer que él necesitaba.

Esto fue causa de que, durante los primeros años, hubiera cierta tensión entre la esposa y los amigos de Crale; pero Amyas era un amigo leal y no estaba dispuesto a renunciar a sus amistades porque se lo ordenara su mujer. Después de unos cuantos años, él y yo seguimos en las mismas relaciones y estuve con frecuencia en Alderbury. Agregaré que fui padrino de la pequeña Carla. Esto demuestra, creo yo, que Amyas me consideraba su mejor amigo y que da autorización para hablar en nombre de un hombre que ya no puede hablar por su cuenta.

Y ahora me ocuparé de los acontecimientos acerca de lo que se me ha pedido que escriba. Llegué a Alderbury (según veo en un antiguo diario) cinco días antes del crimen. Es decir, el trece de septiembre. Me di cuenta enseguida de cierta tensión. También se hallaba en la casa la señorita Greer, a quien Amyas estaba pintando por entonces.

Era la primera vez que veía a la señorita Greer en persona; pero hacía algún tiempo que conocía su existencia. Amyas me había hablado encomiásticamente de ella un mes antes. Había conocido, me dijo, a una muchacha maravillosa. Habló de ella con tanto entusiasmo, que yo le dije, bromeando: «Cuidado, chico, o volverás a perder la cabeza.» Me dijo que no fuera imbécil. Estaba pintando a la muchacha; no tenía el menor interés personal por ella. Le contesté: «¡Cuéntale eso a tu abuela!» Replicó él: «Esta vez es distinto.» A lo que yo respondí con cierto cinismo: «¡Siempre lo es!» Amyas pareció entonces preocupado y lleno de ansiedad. Dijo: «No comprendes. Es una niña... casi una criatura.» Agregó que tenía puntos de vista muy modernos y estaba completamente libre de prejuicios anticuados. Agregó: «¡Es honrada, y natural, y no le teme a nada en absoluto!»

Pensé para mis adentros, aunque no lo dije, que a Amyas le había dado muy fuerte aquella vez. Unas semanas más tarde oí comentarios de otras personas. Se decía que «la Greer estaba completamente chiflada por él». No sé que otra persona dijo que no había derecho por parte de Amyas, teniendo en cuenta lo joven que era la muchacha, al oír lo cual alguien se echó a reír y dijo que Elsa Greer sabía andar por el mundo sola divinamente. Otros comentarios fueron que la muchacha nadaba en dinero y que había logrado lo que se proponía, y también que «ella era la que estaba haciendo la mayor parte del gasto». Hubo quien preguntó qué pensaría la mujer de Crale del asunto... y la expresiva contestación fue que ya debía estar acostumbrada a eso. Alguien aseguró que se decía que era muy celosa y que le hacía tan imposible la vida a Crale, que cualquiera en su lugar hubiera estado justificado por echar de vez en cuando una cana al aire.

Menciono todo esto, porque creo que es importante que se comprenda la situación de mi llegada.

Vi a la muchacha con interés. Era sorprendentemente hermosa y muy atractiva y he de confesar que vi con malicioso regocijo que Carolina se hallaba de pésimo humor en verdad.

El propio Amyas Crale parecía menos animado que de costumbre. Aunque para cualquiera que no le conociese bien hubiera parecido poco más o menos igual que siempre, y yo, que tan íntimamente le conocía, noté enseguida varias señales de tensión, de humor incierto, accesos de abstracción y melancolía, irritabilidad general.

Aun cuando siempre mostraba cierta tendencia a la abstracción cuando pintaba, el cuadro que estaba haciendo no era la causa de toda la tensión que en él se observaba. Se alegró de verme y dijo, en cuanto estuvimos solos: «¡Gracias a Dios que has vuelto, Fil! El vivir en una casa con cuatro mujeres es lo bastante para volver loco a cualquiera. Entre todas ellas me mandarían al manicomio.»

La atmósfera estaba sumamente cargada, en efecto. Carolina estaba tomando las cosas bastante mal. De una manera cortés estaba siendo más grosera con Elsa de lo que uno hubiera creído posible, sin llegar a usar una sola palabra ofensiva. Por su parte, Elsa se mostraba abiertamente grosera con Carolina. Tenía la sartén por el mango y lo sabía... y, careciendo de buena crianza, ningún escrúpulo le impedía ser abiertamente mal educada. La consecuencia era que Crale se pasaba la mayor parte del tiempo peleándose con la señorita Ángela cuando no estaba pintando. Las relaciones entre ellos solían ser afectuosas, aunque se hacían rabiar mutuamente y se peleaban una barbaridad. Pero en esta ocasión todo lo que decía o hacía Amyas parecía tener filo y herir y ambos se enfadaron el uno con el otro. La cuarta persona del grupo era la institutriz. «Una bruja de cara agria», la llamaba Amyas. «Me odia como al mismísimo veneno Se está sentada, con los labios comprimidos, expresando sin cesar con sus ademanes lo mucho que desaprueba de mí.»

Fue entonces cuando dijo:

—¡Al diablo con todas las mujeres! Si uno quiere vivir en paz, es preciso que se mantenga alejado de todas ellas.

—No debieras haberte casado —dije yo—. Eres la clase de hombre que debiera haber rehuido a toda costa los lazos domésticos.

Replicó que era demasiado tarde para hablar de eso ahora. Agregó que, sin duda, Carolina quedaría encantada de deshacerse de él. Ésa fue la primera indicación que tuve de que estaba ocurriendo algo fuera de lo normal.

Dije:

—¿Qué ocurre? ¿Es que va en serio eso de la bella Elsa?

Él respondió con una especie de gemido:

—Sí que es hermosa, ¿verdad? A veces siento haberla conocido.

Dije:

—Mira, chico, vas a tener que dominarte un poco. No te interesa enredarte con más mujeres.

Me miró y se echó a reír. Dijo:

—Es muy fácil decir todo eso. No puedo dejar en paz a las mujeres... me es completamente imposible... Y, si pudiera, ellas no me dejarían en paz a mí.

Luego se encogió de hombros, me sonrió y dijo:

—Bueno, supongo que a fin de cuentas todo saldrá bien. Y tendrás que reconocer que el cuadro es bueno.

Se refería al retrato de Elsa que estaba pintando y, aunque yo entendía muy poco de la técnica de la pintura, me di cuenta de que el cuadro iba a ser algo de fuerza excepcional.

Mientras pintaba, Amyas era un hombre distinto. Aunque gruñía, gemía, fruncía el entrecejo, mascullaba maldiciones extravagantes y tiraba a veces los pinceles con rabia, en realidad, era intensamente feliz.

Sólo al volver a casa a comer era cuando el ambiente hostil entre las mujeres le abrumaba. La hostilidad llegó a su punto culminante el diecisiete de septiembre. La comida había transcurrido en una atmósfera violenta. Elsa se había mostrado especialmente... creo que insolente es la única palabra que puede expresar su proceder. Había hecho caso omiso de la presencia de Carolina deliberadamente, insistiendo en dirigir sus palabras a Amyas, como si ella y él estuviesen solos en la habitación. Carolina había hablado animada y alegremente con los demás, arreglándoselas hábilmente de forma que varios comentarios al parecer inocentes tuvieran un aguijón. No poseía ella la desdeñosa franqueza de Elsa Greer; en el caso de Carolina todo era oblicuo... insinuado más bien que dicho.

La crisis llegó después de comer, en la sala, cuando terminábamos de tomar el café. Yo había hecho un comentario sobre una cabeza esculpida en madera de haya (una obra muy curiosa) y Carolina dijo:

—Es obra de un escultor noruego muy joven. Amyas y yo admiramos mucho su trabajo. Esperamos poder ir a verle el verano que viene.

El aire sereno de posesión con que fueron pronunciadas estas palabras fue demasiado para Elsa. No era mujer que dejara pasar un desafío. Aguardó unos instantes y luego habló con voz clara y exageradamente enfática. Dijo:

—Esta habitación sería muy linda si estuviese bien arreglada. Actualmente tiene demasiados muebles. Cuando yo viva aquí sacaré toda la porquería, dejando solo dos o tres piezas buenas. Y me parece que haré poner cortinas cobrizas, para que el sol poniente dé sobre ellas a entrar por esa ventana del Oeste.

Se volvió hacia mí y preguntó:

—¿No le parece que esto resultará muy bonito?

No tuve tiempo de contestar, Carolina habló, y su voz era dulce, sedosa y lo que sólo puedo describir como peligrosa. Dijo:

—¿Estabas pensando en comprar esta casa, Elsa?

Contestó la otra:

—No habrá necesidad de que la compre.

Exclamó Carolina:

—¿Qué quieres decir con eso?

Y no había dulzura en su voz. Era dura y metálica. Elsa se echó a reír. Dijo:

—¿Es necesario que finjamos? ¡Vamos, Carolina... demasiado sabes lo que quiero decir! Dijo Carolina: —No tengo la menor idea.

Y Elsa respondió a eso:

—No seas tan avestruz. Es inútil fingir que no ves y que no estás enterada de todo. Amyas y yo nos queremos. Esta casa no es tuya. Es de Amyas. Y cuando nos hayamos casado, ¡viviré aquí con él!

Dijo Carolina: —¡Tú estás loca!

Y Elsa contestó:

—¡Oh, no!, no estoy loca, querida, y tú lo sabes. Resultaría mucho más sencillo si fuéramos sinceras la una con la otra. Amyas y yo nos queremos: eso lo has visto ya con bastante claridad. Lo decente sería que le dieses la libertad. Dijo Carolina:

—No creo una palabra de lo que estás diciendo. Pero su voz no sonaba convincente. Ella la había herido en lo vivo. En aquel instante, Amyas Crale entró en el cuarto y Elsa dijo riendo: —Si no me crees, pregúntaselo a él.

Y Carolina respondió: —Eso pienso hacer.

No hizo una pausa siquiera. Preguntó: —Amyas. Ella dice que quieres casarte con ella. ¿Es cierto eso?

¡Pobre Amyas! Le compadecí. Un hombre se siente ridículo cuando le encajan en una situación así. Se puso colorado y empezó a rabiar. Se volvió hacia Elsa y le preguntó por qué diablos no se había mordido la lengua. Carolina dijo: —Entonces, ¿es verdad?

Él no dijo nada. Se quedó parado, pasándose el dedo por el interior del cuello de la camisa, como si le apretara. Acostumbraba hacer eso de niño siempre que se encontraba en un atolladero. Dijo... e intentó que sus palabras sonaran dignas y autoritarias... y, claro está, no pudo conseguirlo, pobre infeliz:

—No quiero discutirlo. Carolina contestó: —¡Pero vamos a discutirlo! Elsa intervino y dijo:

—Yo creo que, en justicia, debe decírsele a Carolina. Carolina preguntó con voz normal: —¿Es cierto, Amyas?

Él pareció un poco avergonzado. Eso suele ocurrirle siempre a un hombre cuando una mujer le acorrala. Ella insistió:

—Haz el favor de contestarme. Necesito saberlo, ahora mismo. Alzó él la cabeza entonces... algo así como hace el toro al salir al ruedo. Dijo, con brusquedad:

—Es cierto... pero no quiero discutirlo ahora.

Ydio media vuelta y salió del cuarto. Yo me marché tras él. Le alcancé en la terraza. Estaba mascullando maldiciones. Jamás he oído maldecir a un hombre de más buena gana. Luego rabió:

—¿Por qué no calló? ¿Por qué diablos no pudo morderse la lengua? ¡Buena se ha armado ahora! Y yo tengo que acabar el cuadro... ¿Lo has oído, Fil? Es lo mejor que he hecho. Es la mejor cosa que he hecho en vida. ¡Y un par de mujeres imbéciles quieren echarlo a perder entre las dos ahora!

Luego se tranquilizó un poco y dijo que las mujeres no tenían sentido de la proporción. Sonreí sin poderlo remediar. Dije:

—¡Qué rayos, chico! ¡Te lo has buscado tú mismo!

Y soltó un gemido.

Agregó:

—Pero has de reconocer, Fil, que no es de extrañar que un hombre pierda la cabeza por ella. Hasta Carolina debiera comprender eso.

Le pregunté qué ocurriría si Carolina se enfadaba y se negaba a concederle el divorcio.

Pero se había enfrascado ya en sus pensamientos. Repetí la pregunta y él contestó, distraído:

—Carolina jamás sería vengativa. Tú no comprendes, chico.

—Hay que pensar en la niña —le recordé.

Me asió del brazo.

—Fil, chico, tu intención es buena... pero déjate de crascitar como un cuervo. Puedo arreglar divinamente mis asuntos yo mismo. Todo saldrá bien. Ya verás como sí.

Así era Amyas... un hombre de optimismos absolutamente injustificados. Dijo ahora, alegremente:

—¡Al diablo con toda la cuadrilla!

No sé si hubiéramos dicho algo más; pero unos minutos más tarde Carolina salió a la terraza. Llevaba el sombrero puesto... un sombrero raro, caído, color pardo oscuro, que resultaba bastante atractivo.

Dijo con voz completamente normal:

—Quítate esa chaqueta manchada de pintura, Amyas. Vamos a casa de Meredith a tomar el té... , ¿no te acuerdas?

Se quedó mirándola, tartamudeó un poco y dijo:

—¡Ah! ¡Me había olvidado! Sí; cla... claro que sí.

Dijo ella:

—Bueno, pues ve a arreglarte un poco para parecerte lo menos posible a un trapero.

Aunque su tono de voz era normal, no le miró. Se acercó al cuadro de dalias y se puso a recoger algunas flores.

Amyas se volvió lentamente y entró en la casa.

Carolina me habló. Me habló mucho. Acerca de las probabilidades que había de que durase el buen tiempo. Y de si habría caballas por ahí en cuyo caso, según Amyas, Ángela y yo podríamos ir de pesca. He de reconocer que supo mostrarse asombrosamente tranquila.

Pero yo, personalmente, creo que eso demuestra la clase de persona que era. Tenía una fuerza de voluntad enorme y un dominio completo sobre sí. No sé si habría decidido ya matarle por entonces..., pero nada me sorprendería. Y era capaz de hacer sus planes cuidadosamente sin la menor emoción... con una mente despejada y completamente implacable.

Carolina Crale era una mujer muy peligrosa. Debía haber comprendido entonces que no estaba dispuesta a soportar aquello pasivamente. Pero, idiota que fui, imaginé que se había resignado a aceptar lo inevitable... o que había creído que si seguía como si tal cosa, quizá cambiara Amyas de parecer.

No tardaron en salir los demás. Elsa, con expresión desafiadora, pero triunfante al mismo tiempo. Carolina no le hizo el menor caso. Fue Ángela quien salvó aquella situación en realidad. Salió discutiendo con la señorita Williams que no pensaba cambiarse la falda por nadie. Estaba bien, lo bastante bien para su querido Meredith, por lo menos; él nunca se fijaba en nada.

Nos pusimos en marcha por fin. Carolina iba con Ángela; yo, con Amyas. Y Elsa caminaba sola, sonriendo, sonriendo siempre.

—Yo no la admiraba (era un tipo demasiado violento); pero he de reconocer que estaba increíblemente hermosa aquella tarde. Eso suele ocurrirles siempre a las mujeres cuando han conseguido lo que quieren.

No recuerdo los acontecimientos de aquella tarde con mucha claridad. Lo veo todo confuso. Recuerdo que Merry salió a nuestro encuentro. Creo que dimos una vuelta por el jardín, primero. Recuerdo que tuve una discusión muy larga con Ángela acerca de cómo han de entrenarse los perros para que cacen ratas. Ella comió una cantidad increíble de manzanas e intentó persuadirme a que hiciera yo otro tanto. Cuando volvimos a la casa, estaban sirviendo el té a la sombra del cedro grande. Recuerdo que Merry parecía muy disgustado. Supongo que Carolina o Amyas le habían dicho algo. Estaba mirando, dubitativo, a Carolina y luego miró a Elsa. El pobre parecía disgustadísimo. Claro está que a Carolina le gustaba llevar siempre a remolque a Meredith, amigo adicto, platónico, que jamás se propasaría. Ella era así.

Después del té, Meredith halló ocasión de hablar conmigo unas palabras. Dijo: —Escucha, Fil. ¡Amyas no puede hacer eso! Le contesté:

—No te hagas ilusiones; piensa hacerlo. —No puede abandonar a su mujer y a su hija y marcharse con esa muchacha. Tiene muchos más años que ella. Ella no puede tener más de dieciocho. Le aseguré que la señorita Greer tenía los veinte cumplidos, y que andaba muy lejos de ser una ingenua. Respondió él: —Sea como fuere, es menor de edad. No puede saber lo que hace.

¡Pobre Meredith! ¡Siempre caballeresco! Le dije: —No te preocupes, chico. Ella sabe lo que se hace y, además, le gusta.

No tuvimos tiempo de decir nada más. Pensé para mí que Merry se sentía turbado, probablemente, por el pensamiento de que Carolina se convirtiera en una esposa abandonada. Una vez se consiguiera el divorcio, tal vez esperara que él, su adicto admirador, se casara con ella. A mí se me antoja que Meredith había nacido más bien para amar sin esperanza que para casarse. Y he de reconocer que esa parte del asunto me resultaba divertida. Cosa rara, recuerdo muy poco de nuestra visita al laboratorio de Meredith. Le gustaba hacer alarde de su afición ante la gente. Yo siempre lo encontraba aburridísimo. Supongo que estaría allí dentro con los demás cuando dio su conferencia sobre las propiedades de la conicina; pero no lo recuerdo. Y no vi a Carolina apoderarse del veneno. Como ya he dicho, era una mujer muy diestra. Sí que recuerdo que Meredith leyó en alta voz un extracto de Platón describiendo la muerte de Sócrates. Me pareció muy aburrido. Siempre me han aburrido los clásicos.

Poca cosa más recuerdo de aquel día. Amyas y Angela tuvieron una riña mayúscula y los demás nos alegramos más que otra cosa. Evitaba otras dificultades. Ángela corrió a acostarse tras un estallido final de improperios. Dijo: A, que se las pagaría todas juntas, B, que era una lástima que no estuviera muerto; C, que ojalá se muriera de lepra, que le estaría muy bien empleado; D, que le deseaba que se le quedara pegada una salchicha en la nariz, como en el cuento de hadas, y que no se despegara nunca. Cuando se marchó, nos echamos a reír todos. No pudimos remediarlo, tan cómica resultaba la mezcla de insultos.

Carolina se fue a la cama inmediatamente después. La señorita Williams desapareció tras su discípula. Amyas y Elsa salieron juntos al jardín. Era evidente que yo estaba de más. Me fui a dar un paseo solo. Era una noche muy hermosa.

Bajé de mi cuarto tarde a la mañana siguiente. No había nadie en el comedor. Es raro las cosas que uno recuerda. Recuerdo el sabor de los riñones y el tocino que comí con apetito. Eran unos riñones muy buenos. Asados con picantes.

Después anduve vagando por ahí en busca de todo el mundo. Salí y no vi a nadie; fumé un cigarrillo; me encontré con la señorita Williams que corría de un lado a otro buscando a Angela. Ésta se había escapado como de costumbre cuando debiera de haber estado arreglándose un vestido roto. Volví al vestíbulo y me di cuenta de que Amyas y Carolina estaban sosteniendo un altercado en la biblioteca. Hablaban en voz muy alta. Le oí cómo le dijo ella: —¡Tú y tus mujeres! Me gustaría matarte. Un día te mataré.

Amyas contestó:

—No seas estúpida, Carolina.

Y ella repuso:

—Lo digo en serio, Amyas.

Bueno; yo no quería oír más. Volví a salir. Vagué por la terraza unos instantes, por el otro lado, y me encontré con Elsa.

Estaba sentada en uno de los bancos largos. El banco estaba por debajo mismo de la ventana de la biblioteca y la ventana estaba abierta. Me imagino que no se le habrían escapado muchas palabras de las pronunciadas en el interior. Cuando me vio, se levantó más fresca que una lechuga y salió a mi encuentro. Estaba sonriendo. Me cogió del brazo y dijo:

—Qué mañana más hermosa, ¿verdad?

Yera una hermosa mañana para ella, ¡en efecto! Una muchacha algo cruel. No; sólo sincera y falta de imaginación. No era capaz de ver más que lo que ella quería.

Llevábamos cosa de cinco minutos hablando en la terraza, cuando oí que se cerraba la puerta de la biblioteca de golpe y salió Amyas Crale. Tenía el rostro congestionado.

Asió a Elsa del hombro sin andarse con miramientos.

—Vamos. Es hora de que me des una sesión. Quiero adelantar el cuadro.

Ella contestó:

—Bueno. Subiré un momento a buscar un jersey. La brisa es un poco fresca.

Me pregunté si iría a decirme algo Amyas; pero no habló mucho. Sólo dijo:

— ¡Es demasiado cruel!

Le dije:

—¡Ánimo, chico!

Y ya no dijimos nada, ninguno de los dos, hasta que Elsa volvió a salir.

Se marcharon juntos al jardín de la Batería. Yo entré' en casa. Carolina estaba de pie en el vestíbulo. No creo que se fijara en mí siquiera. Era así a veces. Parecía retraerse... concentrarse dentro de sí misma como quien dice. Murmuró algo. No se dirigió a mí, sino para sí. Sólo entendí las palabras:

—Es demasiado cruel.

Eso fue lo que dijo. Luego pasó por delante de mí y subió al piso, todavía sin verme... igual que una persona que contempla una visión interior. Yo creo (no tengo autoridad para decir esto, ¿comprende?) que subió a buscar el veneno y que fue entonces cuando decidió hacer lo que hizo.

Y, en aquel preciso instante, sonó el teléfono. En algunas casas, uno esperaría a que contestara la servidumbre; pero yo iba con tanta frecuencia a Alderbury, que obraba poco más o menos igual que uno de la familia. Descolgué el auricular.

Fue la voz de mi hermano Meredith la que me contestó. Estaba muy disgustado. Explicó que había entrado en su laboratorio y que la botella de la conicina estaba medio vacía.

No es necesario que repita aquí la serie de cosas que ahora sé que debiera haber hecho. La cosa era tan sorprendente, que fui lo bastante tonto para quedarme parado. Meredith hablaba con voz trémula. Oí pasos en la escalera y me limité a decirle con brusquedad que acudiera a Alderbury inmediatamente.

Yo le salí al encuentro. Por si no conoce usted la topografía de Alderbury, le diré que el camino más corto de una finca a otra era cruzar en barca una caleta. Yo bajé el camino hasta donde estaban los botes, junto a un pequeño embarcadero. Para hacerlo pasé a pie del muro del jardín de la Batería. Pude oír a Elsa y Amyas hablar mientras éste pintaba. Parecían muy alegres y sin preocupaciones. Amyas dijo que era un día sorprendentemente caluroso (hacía mucho calor, en efecto, para ser septiembre), y Elsa dijo que sentada donde estaba, sobre las almenas, se notaba una brisa fresca procedente del mar. Después dijo:

—Estoy entumecida de estar tanto rato así. ¿No puedo descansar un poco, querido?

Y le oí gritar a Amyas:

—¡No lo sueñes siquiera! Aguanta. Tienes resistencia.

Y esto marcha bien.

Oí que Elsa decía: «¡Bruto!» y que se echaba a reír en el momento en que yo me alejaba.

Meredith se acercaba remando desde la otra orilla cuando yo llegué a la ensenada. Le esperé. Amarró el bote y subió la escalera. Estaba muy pálido y preocupado. Me dijo:

—Tienes mejor cabeza que yo, Fil. ¿Qué debiera hacer? Ese preparado es peligroso.

Le pregunté:

—¿Estás completamente seguro de que te lo han quitado?

Porque Meredith siempre ha sido un poco distraído. Quizá por eso no lo tomé yo tan en serio como hubiera podido hacerlo. Me contestó que estaba completamente seguro. La botella había estado llena el día anterior por la tarde.

—¿No tienes la menor idea de quién se lo llevó?

Me dijo que no y quiso conocer mi opinión. ¿Podía haber sido alguno de la servidumbre? Dije que suponía que sí podía haber sido pero me parecía poco probable. Siempre tenía cerrada la puerta con llave, ¿verdad? Él dijo que sí. Y luego empezó a decir no sé qué, de que había encontrado una ventana alzada unos centímetros. Alguno podía haber entrado por allí.

—¿Un ladrón casual? —le pregunté, con escepticismo—. Se me antoja, Meredith, que existen posibilidades muy desagradables.

Me pidió que le dijera francamente lo que pensaba.

Y yo le contesté que, si estaba seguro de que no se equivocaba, era muy probable que Carolina se hubiera llevado el veneno para quitar del paso a Elsa. O si no, que se lo hubiera quitado Elsa para envenenar a Carolina y allanar así el camino.

Meredith aseguró que eso era absurdo y melodramático, y que no podía ser verdad. Yo dije:

—Bueno, el veneno ha desaparecido. ¿Cómo explicas eso tú?

No pudo explicarlo de ninguna manera, claro está. En realidad, pensaba exactamente igual que yo, pero no quería enfrentarse con aquel hecho.

Volvió a preguntar:

—¿Qué hacemos?

Yo repuse, ¡idiota que fui!

—Más vale que lo pensemos detenidamente. Será mejor que des a conocer la desaparición claramente en presencia de todo el mundo, o que llames aparte a Carolina y la acuses de haberte quitado el veneno. Si estás convencido de que ella no tiene nada que ver con el asunto, usa la misma táctica con Elsa.

Él dijo:

—¡Una muchacha como ella! Ella no puede habérselo llevado.

Yo le respondí que la creía muy capaz.

Subíamos por el camino hacia la casa mientras hablábamos. Después de las últimas palabras mías, ninguno de los dos habló durante unos segundos. Dábamos la vuelta al pie del jardín de la Batería otra vez, cuando oí la voz de Carolina.

Pensé que a lo mejor se estaban peleando los tres; pero, en realidad, estaban discutiendo de Ángela. Carolina estaba protestando:

Dijo:

—Es muy duro eso para la muchacha.

YAmyas contestó con impaciencia. Entonces se abrió la puerta del jardín, en el preciso instante en que nosotros llegábamos a su altura. Amyas pareció un poco parado al vernos. Carolina salía en aquel momento. Dijo:

—Hola, Meredith. Hemos estado discutiendo la marcha de Angela a un colegio. No estoy segura, ni mucho menos, de que sea eso lo que conviene.

Intervino Amyas:

—No des tanto la lata por la muchacha. Estará divinamente. Y me quedaré descansando cuando me la quite de encima.

Elsa bajó corriendo por el camino procedente de la casa. Llevaba un moderno jersey encarnado en la mano. Amyas gruñó:

—Vamos. Vuelve a tu sitio. No quiero perder tiempo.

Volvió donde tenía el caballete. Noté que se tambaleaba un poco y me pregunté si había estado bebiendo. Se le hubiera podido perdonar eso, teniendo en cuenta la serie de disgustos que le estaban dando.

Gruñó:

—La cerveza de aquí está ardiendo. ¿Por qué no tenemos hielo en el jardín?

Y Carolina Crale le contestó:

—Te mandaré cerveza recién sacada de la nevera.

Amyas gruñó:

—Gracias.

Entonces Carolina cerró la puerta del jardín y subió con nosotros a la casa. Nos sentamos en la terraza y ella entró en el edificio. Cosa de cinco minutos más tarde, salió Ángela con un par de botellas de cerveza y unos vasos. Hacía calor y nos alegramos de que nos la hubiera traído. Mientras bebíamos. Carolina pasó junto a nosotros. Tenía en la mano una botella y nos dijo que iba a llevársela a Amyas. Meredith dijo que iría él; pero Carolina anunció con firmeza que se la llevaría ella misma. Yo pensé, tonto de mí, que aquélla era una simple muestra de celos. No podía soportar que aquellos dos estuvieran solos en el jardín. Eso era lo que le había hecho ir ya una vez so pretexto de discutir la partida de Angela.

Bajó el zigzagueante camino y Meredith y yo la vimos marchar. Aún no habíamos decidido nada, y ahora Angela se empeñó en que fuera a nadar con ella. Parecía imposible estar a solas con Meredith. Le dije: «Después de comer.» Y él movió afirmativamente la cabeza.

Luego me fui a nadar con Ángela. Cruzamos la caleta a nado y volvimos. Después nos echamos sobre las rocas a tomar un baño de sol. Angela estaba un poco taciturna, cosa de la que me alegré. Decidí que, inmediatamente después de la comida, llamaría aparte a Carolina y la acusaría a boca de jarro de haber robado el veneno. Inútil dejar que lo hiciera Meredith: era demasiado débil. Sí; la acusaría a boca de jarro. Entonces no le quedaría más remedio que devolver la conicina o, si no la devolvía, no se atrevería a usarla por lo menos. Me sentía bastante seguro de que había sido ella, una vez hube reflexionado. Elsa era demasiado sensata para atreverse a andar con venenos. Tenía bien sentada la cabeza y se cuidaría de su propia pelleja. Carolina era más peligrosa, desequilibrada, dejándose llevar de impulsos y completamente neurótica. Y, sin embargo, en el fondo de mi conciencia, seguía existiendo la sospecha de que Meredith pudiera haberse equivocado. O alguno de la servidumbre podía haber andado enredando por el laboratorio y derramado el líquido, no atreviéndose a confesar su falta. Y es que los venenos parecen una cosa tan melodramática, que uno no puede creer que se los lleve nadie.

No, hasta que sucede.

Era bastante tarde cuando consultó mi reloj y Angela y yo volvimos a casa corriendo. Se estaban sentando a la mesa cuando entramos, todos menos Amyas, que se había quedado en la Batería pintando. Era cosa corriente en él, y yo consideré muy prudente por su parte el haberlo hecho aquel día. Su presencia hubiera hecho más violenta la situación durante la comida.

Tomamos el café en la terraza. Quisiera poder recordar mejor qué aspecto tenía Carolina y cuáles fueron sus actos. No parecía excitada en forma alguna. Mi impresión es que estuvo callada y algo triste. ¡Qué diablesa era aquella mujer!

Porque es una cosa diabólica envenenar a un hombre a sangre fría. Si hubiese habido un revólver por allí, y ella lo hubiese cogido y le hubiera pegado un tiro... bueno, eso hubiese podido comprender. Pero aquel envenenamiento frío, deliberado, vengativo... Y tan tranquila y con tanto aplomo.

Se puso en pie y dijo que le llevaría el café, de la forma más natural del mundo. Y, sin embargo, sabía, debía saber, que iba a encontrarle muerto. La señorita Williams se fue con ella. No recuerdo si eso fue por indicación de Carolina o no. Me inclino a creer que sí.

Las dos mujeres se marcharon juntas. Meredith se levantó y se alejó poco después. Yo empezaba a dar una excusa para salir tras él cuando volvió corriendo por el camino. Tenía el rostro de color plomizo. Exclamó:

—¡Hemos de llamar a un médico...! Aprisa... Amyas...

Me puso en pie de un brinco.

—¿Está enfermo... muriéndose?

Dijo Meredith:

—Me temo que está muerto...

Nos habíamos olvidado de Elsa de momento. Pero exhaló un grito de pronto. Fue como el gemido de un animal en pena.

Exclamó:

—¿Muerto?

Y echó a correr. No creía que pudiera correr así, como un gamo, como un animal herido. Y como una furia vengadora también.

Meredith jadeó:

—Corre tras ella. Telefonearé yo. Corre tras ella. No sabemos lo que hará.

Sí que corrí tras ella, y fue una suerte que lo hiciera. Hubiese podido matar a Carolina. Jamás he presenciado tal dolor ni tal frenético odio. La leve capa de refinamiento y de educación desapareció. Se veía que su padre, y los padres de su padre, habían sido peones de fábrica. Privada de su amante, no era más que una mujer elemental. Le hubiera rasgado el rostro a Carolina con las uñas, le hubiese arrancado el pelo y arrojado por encima de las almenas si hubiera podido. Pensó, no sé por qué razón, que Carolina le había apuñalado. Lo había interpretado todo mal, naturalmente.

Yo la sujeté, y entonces la señorita Williams se encargó de la situación. He de reconocer que se mostró muy eficiente. Consiguió, en menos de un minuto, que Elsa se dominara, le dijo que tenía que tranquilizarse, que no podíamos consentir que hubiera tanto jaleo y violencia. Era autoritaria aquella mujer. Y consiguió su propósito. Elsa calló, se limitó a permanecer allí, boqueando y temblando de pies a cabeza.

En cuanto a Carolina, quedó desenmascarada para mí. Allí estaba, completamente callada, aturdida, hubiera podido decirse. Pero no estaba aturdida. Los ojos la delataban. Estaban alerta, dándose cuenta de todo y serenamente alerta. Había empezado, supongo, a tener miedo.

Me acerqué a ella y le hablé. Lo dije en voz baja. No creo que las otras dos mujeres me oyeran.

Dije:

—¡Maldita asesina! ¡Has matado a mi mejor amigo!

Ella retrocedió, sobrecogiéndose. Dijo:

—No... oh, no... él... él mismo se lo hizo...

La miré de hito en hito. Dije:

—Puedes contarle eso... a la policía.

Y ella así lo hizo. Pero no quisieron creerla.


Fin de la declaración de Felipe Blake

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