Capítulo VIII



Este cerdito comió «rosbif»

La casa de Brook Street tenía tulipanes del Darwin en los cajones tiestos de las ventanas. En el vestíbulo, un gran jarrón de lilas blancas despedían remolinos de perfume hacia la abierta puerta principal de la casa.

Un mayordomo de edad madura tomó el sombrero y el bastón de Poirot. Se presentó un lacayo para hacerse cargo de ello y el mayordomo dijo con respeto:

—¿Tiene la bondad de seguirme, señor?

Poirot le siguió y bajó tres escalones. Se abrió una puerta. El mayordomo pronunció su nombre sin equivocarse en una sola sílaba.

Luego se cerró la puerta tras él y un hombre alto y delgado se levantó de un asiento que ocupaba junto al fuego y le salió al encuentro.

Lord Dittisham frisaba en los cuarenta años. No sólo era Par del Reino, sino que era poeta. Dos de sus fantásticos dramas poéticos se había representado con grandes gastos y habían logrado un succés d'estime. Tenía la frente bastante saliente; la barbilla expresaba avidez; los ojos y la boca resultaban inesperadamente bellos.

Dijo:

—Siéntese, monsieur Poirot.

Poirot se sentó y aceptó el cigarrillo que le ofrecía su anfitrión. Lord Dittisham cerró la caja, encendió una cerilla, la sostuvo mientras Poirot prendía fuego al cigarrillo, luego se sentó y miró pensativo al visitante.

Dijo a continuación:

—Es a mi esposa a quien ha venido usted a ver, ya lo sé.

Respondió Poirot sumamente encantado de su cortesía:

—Lady Dittisham tuvo la amabilidad de concederme una entrevista.

—Sí.

Hubo una pausa. Poirot aventuró:

—¿No tendrá usted nada que objetar supongo, lord Dittisham?

El delgado rostro del soñador se vio transformado por una repentina sonrisa.

—En estos tiempos, monsieur Poirot, lo que un marido pueda objetar no se toma nunca en serio.

—Así, pues, ¿tiene usted objeciones?

—No, no puedo decir eso. Pero experimento temor, lo confieso, por el efecto que pueda surtir la entrevista en mi esposa. Permítame que le sea completamente sincero. Hace muchos años, cuando mi esposa era casi una niña, hubo de soportar una prueba terrible. Espero que se habrá repuesto de la impresión. He llegado a creer que la ha olvidado. Ahora se presenta usted y sus preguntas despertarán, forzosamente, antiguos recuerdos.

—Es de lamentar —dijo Hércules Poirot cortésmente.

—No sé exactamente cuál será el resultado.

—Sólo puedo asegurarle, lord Dittisham, que seré todo lo discreto posible y que haré todo lo que esté en mis manos para no disgustar a lady Dittisham. Tendrá, sin duda, un temperamento delicado y nervioso.

Entonces de pronto y sorprendentemente, el otro rompió a reír. Dijo:

—¿Elsa? ¡Elsa es más fuerte que un roble!

—Entonces...

Poirot se interrumpió con diplomacia. La situación le intrigaba.

Dijo Lord Dittisham:

—Mi mujer es capaz de soportar una cantidad ilimitada de sacudidas fuertes. No sé si adivinará usted por qué le concede una entrevista.

Poirot replicó con placidez:

—¿Curiosidad?

Una expresión de respeto y admiración apareció en el rostro del otro.

—¡Ah! ¿Se da usted cuenta de eso?

Dijo Poirot:

—Es inevitable. Las mujeres siempre están dispuestas a recibir a un detective particular. Los hombres le mandan a freír espárragos.

—Algunas mujeres le mandarán a freír espárragos también.

—Después de haberle visto... pero no antes.

—Tal vez... ¿Cuál es el objeto de ese libro?

Hércules Poirot se encogió de hombros.

—Hay costumbre de resucitar canciones antiguas, obras de texto viejas, vestidos que pasaron a la historia. También suelen resucitar los asesinatos de antaño.

—¡Uf! —exclamó lord Dittisham.

—¡Uf!, si usted quiere. Pero no cambiará la naturaleza del hombre diciendo uf. El asesinato es un drama, y el deseo de dramas es muy fuerte en el género humano.

Lord Dittisham murmuró:

—Lo sé... lo sé...

—Conque, como comprenderá —prosiguió Poirot—, se escribirá el libro. Mi obligación en este asunto es encargarme de que no se exagere, de que no falseen los hechos conocidos.

—Los hechos son del dominio público... o así lo hubiera creído yo.

—Los hechos, sí; pero no la interpretación que pueda hacerse de ellos.

Preguntó el otro con viveza:

—¿Qué quiere usted decir con eso exactamente, monsieur Poirot?

—Mi querido lord Dittisham, hay muchas maneras de ver, por ejemplo, un hecho histórico. Tomemos un ejemplo. Se han escrito muchos libros sobre María Estuardo, reina de Escocia. Según unos, fue una mártir; según otros, una mujer licenciosa y sin principios; aún hay otros que la consideran una santa ingenua; y no faltan los que la llaman asesina e intrigante, ni los que vean en ella a una víctima de las circunstancias y del destino. Uno puede escoger lo que quiera. Hay para todos los gustos.

—¿Y en este caso? Crale murió a manos de su mujer. Eso, claro está, no lo discute nadie. En la vista de la causa, mi esposa fue objeto de calumnias, en mi opinión inmerecidas. Hubo que sacarla de la sala a escondidas después. La opinión pública se mostró muy hostil contra ella.

—Los ingleses —dijo Poirot— son un pueblo muy moral.

Dijo lord Dittisham:

—¡Maldita sea su estampa, sí que lo son!

Agregó mirando a Poirot:

—¿Y usted?

—Yo —respondió Poirot— llevo una vida muy moral. Eso no es exactamente igual que el tener ideas morales.

Dijo lord Dittisham:

—Me he preguntado más de una vez cómo sería en realidad esa señora Crale. Todo eso de esposa ultrajada... tengo el presentimiento de que algo se ocultaba detrás de todo eso.

—Su esposa tal vez lo sepa.

—Mi esposa —aseguró el otro— no ha mencionado el caso ni una sola vez.

Poirot le miró con creciente interés. Dijo:

—Áh, empiezo a ver...

—¿Qué es lo que ve?

—La imaginación creadora del poeta... —dijo Poirot.

Lord Dittisham se puso en pie e hizo sonar el timbre. Dijo con brusquedad:

—Mi esposa le estará aguardando.

Se abrió la puerta. —¿Llamaba, señor?

—Conduzca a monsieur Poirot a donde lo aguarda la señora.

Dos tramos de escalera arriba, hundiéndose los pies en la gruesa y mullida alfombra. Luz indirecta amortiguada. Dinero, dinero por todas partes En cuanto al gusto, no tanto. Se había notado una austeridad sombría en la habitación de lord Dittisham. Pero allí, en la casa, sólo una franca prodigalidad. Lo mejor, no necesariamente lo más llamativo, ni lo más sorprendente. Sólo «no se repara en gastos» aliado a una falta de imaginación. Poirot se dijo para sí: —¿Rosbif? ¡Sí! ¿Rosbif?

No era muy grande la habitación a la que le condujeron. La sala grande estaba en el primer piso. Ésta era la salita particular de la dueña de la casa, y la dueña de la casa estaba de pie junto a la chimenea cuando Poirot fue anunciado y entró:

Surgió una frase en su sobresaltada mente y se negó a dejarse desterrar. Murió joven...

Eso pensaba al mirar a Elsa Dittisham, que fuera antaño Elsa Greer.

Jamás la hubiera reconocido por el cuadro que Meredith Blake le había enseñado. Aquél había sido, sobre todo, una representación de la juventud, de la vitalidad. Allí no había juventud... Era como si no la hubiese habido nunca. Sin embargo, se dio cuenta, como no se había dado cuenta al ver el cuadro de Crale, que Elsa era hermosa. Sí; fue una mujer muy hermosa la que le salió al encuentro. Y no vieja, desde luego. Después de todo, ¿qué edad tendría? No más de treinta y seis años si había tenido veinte años por la época de la tragedia. La negra cabellera estaba ordenada a la perfección en torno a la bien formada cabeza; las facciones eran casi clásicas; el maquillado era exquisito.

Experimentó una extraña punzada. Tal vez fuera culpa del viejo señor Jonathan por haber hablado de Julieta... No era Julieta aquélla... a menos que uno pudiera imaginarse a Julieta como superviviente quizá... viviendo aún sin su Romeo... ¿No era esencial de Julieta el morir joven?

Elsa Greer había quedado viva... Le estaba saludando en voz sin entonación, casi monótona.

—No sabe el interés que tengo, monsieur Poirot. Siéntese y dígame lo que quiere que haga. Pensó él:

«Pero no tiene interés. Nada le interesa a ésta.» Ojos grandes, grises, como lagos muertos. Poirot se hizo, como tenía por costumbre, un poco extranjero.

—Estoy confuso, madame, verdaderamente confuso. —No. ¿Por qué?

—Porque me doy cuenta de que esta... esta reconstrucción de un drama del pasado ha de ser excesivamente dolorosa para usted.

Ella pareció regocijada. Sí; era regocijo, auténtico y sincero regocijo. Murmuró:

—¿Supongo que mi esposo le metería esa idea en la cabeza? Le vio a usted cuando llegó. Claro está, él no comprende en absoluto. Jamás ha comprendido. No soy, ni mucho menos, de una sensibilidad tan grande como él me imagina.

Seguía notándose el regocijo en su voz. Prosiguió: —Mi padre, ¿sabe usted?, fue un peón de una fábrica. Subió a fuerza de trabajar y ganó una fortuna. No se ganan fortunas siendo susceptible. Yo soy como él.

Poirot pensó para sus adentros: «Eso es cierto. Una persona medianamente sensitiva no hubiera ido a parar a casa de Carolina Crale.» Lady Dittisham dijo:

—¿Qué es lo que quiere usted que haga? —¿Está segura, madame, que el revivir el pasado no será doloroso para usted?

Reflexionó ella un momento y se le ocurrió a Poirot que lady Dittisham era una mujer muy sincera. Podía mentir por necesidad, pero nunca por gusto.

Elsa Dittisham le dijo lentamente:

—No, doloroso, no. Hasta cierto punto, me gustaría que lo fuese. —¿Por qué?

Dijo ella con impaciencia::

—Es tan estúpido... no sentir nunca nada...

Y Hércules Poirot pensó:

«Sí, Elsa Greer ha muerto...» En voz alta dijo:

—Sea como fuere, lady Dittisham, eso hace más fácil mi tarea.

Preguntó ella alegremente:

—¿Qué desea usted saber?

—¿Tiene buena memoria, madame?

—Creo que bastante buena.

—¿Y está segura de que no le causará dolor recordar detalladamente aquellos días?

—No me producirá el menor dolor. Las cosas sólo pueden producirlo cuando están ocurriendo.

—Así sucede con algunas personas, lo sé.

Lady Dittisham dijo:

—Eso es lo que Eduardo... mi esposo... no puede comprender. Cree que el juicio y todo eso resultó una dura prueba para mí.

—¿Y no lo fue?

—No. Me divirtió.

La voz denotaba satisfacción.

Prosiguió:

—¡Cielos! ¡Cómo se metió conmigo ese bestia de Depleach! Es un verdadero demonio. Gocé luchando con él. No pudo tumbarme.

Miró a Poirot con una sonrisa.

—Espero que no le estaré dando una desilusión. Una muchacha de veinte años... Debiera de haber quedado postrada, supongo... angustiada de vergüenza o algo así. No me ocurrió tal cosa. Me tenía sin cuidado lo que me dijeran. Sólo deseaba una cosa.

—¿Cuál?

—Que la ahorcaran, claro está —dijo Elsa Dittisham.

Se fijó en sus manos, manos muy bellas; pero con uñas largas y curvadas. Manos de ave de rapiña.

Dijo ella:

—¿Me cree usted vengativa? Sí que soy vengativa..., para con cualquiera que me haya hecho daño. Aquella mujer era, a mi modo de ver, lo más bajo que existe entre las mujeres. Sabía que Amyas estaba enamorado de mí... que iba a abandonarla... y le mató para que no fuese para mí.

Miró a Poirot.

—¿No le parece a usted eso muy ruin?

—¿Usted no comprende los celos ni simpatiza con ellos?

—No; me parece que no. Si una ha perdido, ha perdido. Si no puede una conservar a su marido, que le deje marchar, poniendo al mal tiempo buena cara. Lo que yo no comprendo es este sentimiento de propiedad exclusiva.

—Tal vez lo hubiese comprendido de haberse casado con él.

—No lo creo. No fuimos...

Le sonrió de pronto a Poirot. Su sonrisa, pensó él, asustaba un poco. Andaba demasiado lejos de expresar sentimiento alguno real.

—Me gustaría que comprendiera esto bien —exclamó ella—. No crea que Amyas Crale sedujo a una muchacha inocente. ¡Yo no lo era ni mucho menos! De los dos, yo fui la responsable. Le conocí en una fiesta y me enamoré de él... Comprendí que era necesario que fuese mío... Una parodia, una parodia grotesca, pero...

...Y mi destino a vuestros pies pondré...

Y os seguiré a través del mundo, dueño mío.

—¿Aunque estaba casado?

—¿Coto vedado, prohibido el paso? Hace falta algo más que un aviso en letras de molde para mantenerle a una alejada de la realidad. Si era desgraciado con su esposa y podía ser feliz conmigo, ¿por qué no? Sólo se vive una vez.

—Pero se ha dicho que era feliz con su mujer.

Elsa movió negativamente la cabeza.

—No peleaban como perro y gato. Ella le encocoraba. Ella era... ¡Oh! ¡Era una mujer horrible!

Se puso en pie y encendió un cigarrillo. Dijo con una sonrisa:

—Probablemente soy injusta con ella. Pero sí creo, de verdad, que era bastante odiosa.

Poirot dijo lentamente:

—Fue una gran tragedia.

—Sí; fue una tragedia muy grande.

Se volvió hacia él de pronto. En la muerta monotonía y en el hastío de su rostro, algo diferente adquirió trémula vida.

—Me mató a mí, ¿comprende? Me mató a mí. Desde entonces no ha habido nada... nada en absoluto —bajó la voz—. ¡ El vacío! —agitó las manos con impaciencia—. ¡Como un pez disecado dentro de una vitrina!

—¿Tanto representaba para usted Amyas Crale?

Ella asintió con un movimiento de cabeza. Fue un gesto extraño, como de quien hace una confidencia singularmente conmovedora.

—Creo que siempre he sido persona de una sola idea —musitó sombría—. Supongo que... en realidad... una debiera clavarse un puñal... como Julieta. Pero... pero el hacer eso es reconocer que una está acabada... que la vida te ha vencido.

—Y... ¿en lugar de eso?

—Debiera hacerlo igual... de todas formas... una vez una ha logrado que se le pase. Y sí que se me pasó. Ya no significa nada para mí. Me dije que iniciaría la etapa siguiente de mi vida.

Sí; la etapa siguiente. Poirot se la imaginó claramente haciendo todo lo posible por cumplir tal determinación. La vio hermosa y rica, seductora para los hombres, buscando con codiciosas garras de ave de presa llenar una vida que estaba vacía. Culto de héroes, matrimonio con un aviador famoso, luego un explorador; el gigantesco Arnaldo Stevenson, posiblemente muy parecido a Amyas en el físico; vuelta a las artes creadoras después: Dittisham.

Elsa Dittisham dijo:

— ¡Jamás he sido hipócrita! Hay un proverbio español que siempre me ha gustado: Toma lo que quieras y paga por ello, dice Dios. Bueno, pues yo he hecho eso. He tomado lo que he querido..., pero siempre he estado dispuesta a pagar el precio.

Dijo Hércules Poirot:

—Lo que usted no comprende es que hay cosas que no pueden comprarse.

Le miró con fijeza. Contestó:

—No me refiero a pagarla con dinero tan sólo.

Dijo Poirot:

—No, no. Comprendo lo que quiere decir. Pero no todas las cosas en esta vida llevan etiqueta con el precio. Hay cosas que no están en venta.

—¡Tonterías!

Él sonrió levemente. En la voz de la mujer se notaba la arrogancia del peón de fábrica hecho millonario.

Hércules Poirot se sintió invadido de pronto por una oleada de compasión. Contempló el rostro liso, sin edad; los ojos con mirada de hastío... Y recordó a la muchacha que había pintado Amyas Crale.

Dijo Elsa Dittisham:

—Hábleme de ese libro. ¿Cuál es su objeto? ¿De quién es la idea?

—Mi querida señora, ¿qué otro fin puede haber que el servir la sensación de ayer con la salsa de hoy?

—Pero ¿usted no es escritor?

—No; soy experto en criminología.

—¿Quiere decir con eso que le consultan cuando han de escribirse libros sobre crímenes?

—No siempre. En este caso concreto he recibido un encargo.

—¿De quién?

—Voy... ¿cómo dirían ustedes?... a lanzar esta publicación por cuenta de una parte interesada. —¿Qué parte?

—La señorita Carla Lemarchant.

—¿Quién es esa señorita?

—La hija de Amyas y de Carolina Crale.

Elsa se le quedó mirando unos instantes. Luego empezó a recordar.

—Ah, claro, había una niña, lo recuerdo. ¿Supongo que será una mujer ahora?

—Sí; tiene veintiún años.

—¿Cómo es?

—Alta y morena, y en mi opinión hermosa. Y tiene valor y personalidad. Elsa dijo, pensativa:

—Me gustaría verla.

—Tal vez a ella no le gustará verla a usted. Elsa pareció sorprenderse.

—¿Por qué? Ah, comprendo. Pero ¡qué tontería! No es posible que recuerde ella nada del asunto. No puede haber tenido más de seis años por entonces. —Sabe que a su madre la juzgaron por el asesinato de su padre.

—¿Y cree que la culpa es mía?

—Es una interpretación posible. Elsa se encogió de hombros. Dijo:

—¡Qué estupidez! Si Carolina se hubiera portado como un ser razonable...

—Conque... ¿no acepta usted responsabilidad alguna?

—¿Por qué había de aceptarla? Yo no tengo nada de qué avergonzarme. Le amaba. Le hubiera hecho enteramente feliz.

Miró a Poirot. El rostro pareció deshacerse. De pronto, increíblemente, el detective vio a la muchacha del cuadro. Dijo ella:

—Si pudiera hacerle a usted ver... Si pudiera usted verlo desde mi punto de vista... Si supiese... Poirot se inclinó hacia delante.

—Eso es precisamente lo que deseo. Verá... el señor Felipe Blake, que se hallaba presente por entonces, va a escribirme un relato meticuloso de todo lo que sucedió. Meredith Blake, igual. Ahora, si usted...

Elsa Dittisham respiró profundamente. Dijo con desdén:

—¡Estos dos! Felipe siempre fue estúpido. Meredith acostumbraba ir al rabo de Carolina..., pero era una buena persona. No sacará usted la menor idea del relato que ellos hagan.

La observó. Vio surgir la animación en sus ojos. Vio formarse una mujer viva de otra muerta. Dijo Elsa aprisa, casi con ferocidad:

—¿Le gustaría conocer la verdad? Oh, no para que la publique, sino para su exclusivo conocimiento... y solo.

—Me comprometeré a no publicarla sin su consentimiento.

—Me gustaría escribir la verdad...

Guardó silencio un par de minutos, pensando, y Poirot vio temblar en ella la vida al volver a reclamar el pasado.

—Volver atrás... escribirlo todo... para enseñarle a usted lo que esa mujer era...

Centellearon sus ojos. Se agitó tumultuosamente su pecho.

—Ella le mató. Ella mató a Amyas. A Amyas, que quería vivir... que gozaba viviendo. El odio no debiera ser más fuerte que el amor... pero su odio lo era. Y el odio que yo profeso a ella también... La odio... la odio... la odio...

Cruzó hasta donde él estaba. Se inclinó. Le asió de la manga. Dijo con vehemencia:

—Tiene que comprender... tiene que comprender lo que sentíamos el uno por el otro. Amyas y yo, quiero decir. Hay algo... Le enseñaré.

Cruzó otra vez el cuarto. Abrió un «buró» pequeño, sacó un cajoncito oculto en una gaveta.

Luego volvió. En la mano llevaba una carta doblada, la tinta descolorida. Se la metió en la mano y a Poirot le acudió de pronto el agudo recuerdo de una niña a la que había conocido, que le había metido en la mano uno de sus tesoros, una concha especial recogida en la playa y celosamente guardada. De igual manera se había retirado después la criatura para observarle. Orgullosa, temerosa, queriendo juzgar la acogida que recibía su tesoro.

Desdobló las descoloridas hojas.

«Elsa, ¡maravillosa criatura! Jamás hubo nada tan bello. Y no obstante, tengo miedo. Soy demasiado viejo. Un demonio de edad madura y genio horrible, sin estabilidad alguna. No te fíes de mí; no creas en mí, nada valgo, excepto mi trabajo. Lo mejor que hay en mí está en eso. Bueno. No digas ahora que no te he advertido.

»¡Qué demonios, preciosa! ¡Igual has de ser mía! Al diablo me iría por ti y bien lo sabes. Y pintaré de ti un cuadro que hará que este mundo idiota se lleve las manos a los costados y se quede boqueando. Estoy loco por ti... No puedo dormir... No puedo comer. Elsa... Elsa... Elsa... soy tuyo para siempre, tuyo hasta la muerte. Hasta más allá de la eternidad. Amyas.»

Dieciséis años antes. Tinta descolorida; papel que se deshacía. Pero las palabras aún vivas, aún vibrantes...

Miró a la mujer a la que habían ido dirigidas. Pero ya no era a una mujer a la que miraba. Era a una muchacha enamorada. Volvió a pensar en Julieta...

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