Capítulo III



El joven procurador

Jorge Mayhew se mostró cauteloso y poco amigo de comprometerse. Recordaba el caso, naturalmente; pero no con mucha claridad. Su padre se había encargado de llevarlo; él sólo tenía diecinueve años por entonces.

Sí, el caso había causado sensación. Por ser Crale un hombre tan conocido. Sus cuadros eran buenos, muy buenos en verdad. Dos de ellos se hallaban en la Galería Tate. Aunque eso no quería decir nada.

Monsieur Poirot le perdonaría, pero no alcanzaba a comprender qué interés podía tener monsieur Poirot en el caso. ¡Ah! ¡La hija! ¿De veras? ¡Ah, sí! ¿En Canadá? Siempre había él oído decir que había ido a Nueva Zelanda.

Jorge Mayhew perdió algo de su rigidez. Se humanizó.

Cosa terrible en la vida de una muchacha. La compadecía de todo corazón. Hubiera sido mucho mejor que decírselo ahora.

¿Quería saber? Sí; pero, ¿qué había que saber? Existían las notas del juicio, efectivamente. Él, personalmente, nada sabía en realidad.

No; temía que existía muy poca duda acerca de la culpabilidad de la señora Crale. Hasta cierto punto, su proceder podía excusarse. Esos artistas... gente difícil para convivir con ella. En el caso de Crale, según tenía entendido, siempre había habido alguna mujer.

Y ella, probablemente, habría sido el tipo posesivo de mujer. Incapaz de aceptar hechos. Hoy en día se hubiera limitado a divorciarse, poniendo así fin al asunto. Agregó cauteloso:

—Dígame... ah... creo que fue lady Dittisham la muchacha que figuró en el asunto.

Poirot contestó que creía que ella había sido, en efecto.

—Los periódicos se encargan de recordarlo de vez en cuando —dijo Mayhew—. Ha pisado el tribunal de divorcio con frecuencia. Es una mujer muy adinerada, como supongo que sabrá usted. Estuvo casada con ese explorador de Dittisham. Siempre es figura de actualidad en mayor o menor grado. La clase de mujer que gusta de la notoriedad, me imagino.

—O posiblemente, admiradora de todo el que descuella... Una especie de adoradora de héroes—sugirió Hércules Poirot.

La idea pareció trastornar a Mayhew. La aceptó dudando.

—Verá... posiblemente... Sí; supongo que podría ser eso.

Parecía estarle dando vueltas a la idea mentalmente.

Dijo Poirot:

—¿Llevaba muchos años su casa obrando por cuenta de la señora Crale?

Jorge Mayhew movió negativamente la cabeza.

—Al contrario. Jonathan y Jonathan eran los procuradores de Crale. En aquellas circunstancias, sin embargo, el señor Jonathan opinó que no podía obrar en nombre de la señora Crale y convino con nosotros... con mi padre... que nos hiciéramos cargo del asunto. Creo que haría usted bien, monsieur Poirot, en celebrar una entrevista con Jonathan padre. Se ha retirado... tiene más de sesenta años de edad... pero conocía a la familia Crale íntimamente y podría decirle mucho más que yo. En verdad, yo no puedo decirle una palabra. Era un niño por entonces. No creo que asistiese siquiera al juicio.

Poirot se puso en pie y Mayhew, levantándose también, agregó:

—Quizá le interese hablar con Edmunds, nuestro dependiente mayor. Se hallaba en la casa ya entonces y mostró gran interés en el asunto.

Edmunds era un hombre de palabra lenta. Brillaba en sus ojos una cautela verdaderamente forense. Se tomó el tiempo necesario para estudiar a Poirot antes de decidirse a soltar una palabra.

—Sí; recuerdo el caso Crale.

Agregó con severidad:

—Fue un asunto escandaloso.

Su perspicaz mirada se posó calculadora en Poirot.

Dijo:

—Mucho tiempo ha pasado para que vuelvan a resucitarse las cosas.

—El fallo de un tribunal no siempre pone fin a un caso.

La cabeza cuadrada de Edmunds asintió con lento movimiento.

—No digo que no tenga usted razón en esto.

Poirot prosiguió:

—La señora Crale dejó una hija.

—Sí; recuerdo que había una criatura. La enviaron al extranjero con unos parientes, ¿no es cierto?

—La hija cree firmemente en la completa inocencia de su madre.

El señor Edmunds enarcó las pobladas cejas.

—Conque de ahí sopla el viento, ¿eh?

Preguntó Poirot:

—¿Puede usted decirme algo que abone semejante creencia?

Edmunds reflexionó. Luego, muy despacio, sacudió la cabeza.

—En conciencia, no podría decirle que sí. Admiré a la señora Crale. Fuera lo que fuese, era una señora. No como la otra. Una cualquiera.

»Ni más ni menos. ¡Más fresca que una lechuga! Flor de arroyo... eso es lo que ella era... ¡y lo demostraba! La señora Crale era «señorío».

—Pero... ¿una asesina a pesar de todo?

Edmunds frunció el entrecejo. Dijo, con más espontaneidad de la que había dado pruebas hasta entonces:

—Eso es lo que yo solía preguntarme día tras día. Viéndola sentada en el banquillo, tan serena y dulce. «No lo creeré», me solía decir. Pero si usted me comprende, monsieur Poirot, no había ninguna otra cosa que creer. La cicuta no fue a parar a la cerveza del señor Crale por casualidad. La pusieron allí. Y si la señora Crale no la puso, ¿quién lo hizo?

—Ahí está la cosa —contestó Poirot—. ¿Quién?

De nuevo los ojos perspicaces del anciano le escudriñaron el rostro.

—Conque esa idea lleva, ¿eh? —dijo el señor Edmunds.

—¿Qué opina usted?

Hubo una pausa antes de que respondiera el otro. Luego:

—No había nada que señalase en esa dirección... nada.

—¿Estuvo usted en la sala mientras se celebraba el juicio?

—Todos los días.

—¿Oyó declarar a los testigos?

—Sí.

—¿Le llamó la atención algo en ellos... alguna anormalidad... alguna falta de sinceridad?

Edmunds dijo sin rodeos:

—¿Que si mentía alguno de ellos quiere decir? ¿Que si alguno de ellos tenía motivos para desear la muerte del señor Crale? Usted me perdonará, monsieur Poirot, pero ésa es una idea un poco melodramática.

—Tómela usted en consideración, por lo menos —le instó Poirot.

Observó el perspicaz semblante, los ojos pensativos, contraído. Lentamente, con asentimiento, Edmunds movió la cabeza en señal de negación.

—Esa señorita Greer —dijo— se mostró bastante amargada... y vengativa. Se me antoja que exageró la nota en muchas de las cosas que dijo; pero a quien ella quería era al señor Crale vivo. Muerto no le servía para nada. Deseaba hacer ahorcar a la señora Crale, no cabe la menor duda... pero sólo porque la muerte le había arrebatado a su hombre. ¡Parecía una tigresa frustrada! Pero como digo, a quien había querido era al señor Crale vivo. Felipe Blake... él también estaba en contra de la señora Crale. Tenía prejuicios. Le daba una puñalada siempre que se le presentaba la ocasión. No obstante, yo diría que obraba con honradez desde su punto de vista. Había sido un gran amigo de Crale. Su hermano Meredith Blake... mal testigo fue... vago, vacilante... nunca parecía estar seguro de lo que decía. He visto a muchos testigos así. Parece como si estuvieran mintiendo, aunque no dejan ningún instante de decir la verdad. No quería decir más que lo que fuera absolutamente necesario... eso era lo que ocurría al señor Meredith Blake. Razón por la cual el abogado le sonsacó aún más de lo que normalmente hubiese hecho. Uno de esos hombres que se azoran con facilidad. La institutriz supo hacerle cara sin ambages. No desperdició palabras. Sus respuestas fueron concisas y en su punto. Hubiera resultado imposible, escuchándola, saber hacia qué lado se inclinaba. Era completamente dueña de sí. Una de esas mujeres vivas —hizo una breve pausa—. Nada me extrañaría que supiese mucho más del asunto de lo que dijo jamás.

—A mí —dijo Poirot—, tampoco me extrañaría.

Dirigió vivamente una mirada al rostro perspicaz y arrugado de Alfredo Edmunds. La expresión de éste era suave e impasible. Pero Hércules Poirot se preguntó si no le habría hecho una insinuación en las palabras que acababa de decirle.

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