Capítulo II



El fiscal

Más culpable que el mismísimo demonio —aseguró el señor Fogg. Hércules Poirot contempló meditando el rostro delgado y recortado del abogado.

Quintín Fogg, fiscal de Su Majestad, era un tipo muy diferente a Montague Depleach. Depleach tenía fuerza, magnetismo, una personalidad avasalladora con la que llegaba, incluso, a intimidar. Obtenía resultados mediante un cambio brusco y dramático de modales. Bien parecido, cortés, encantador un instante, luego, una transformación casi mágica, labios retraídos, sonrisa de lobo, mueca de fiera sedienta de sangre.

Quintín Fogg era delgado, pálido, singularmente desprovisto de lo que se llama personalidad. Sus preguntas eran serenas, exentas de emoción, pero insistentes y persistentes. Si Depleach era como una espada, Fogg se parecía a una barrena. Taladraba invariablemente. Jamás había alcanzado fama de teatral; pero se le conocía como hombre de primerísima fila en cuestiones de ley. Solía ganar todas las causas en que intervenía.

Hércules Poirot le contempló meditabundo.

—¿Conque ésa —dijo— fue la impresión que le causó?

Fogg afirmó con delicadeza:

—Debía usted haberla visto en el banquillo. El viejo Humphrey Rudolph (él llevaba la voz cantante, ¿sabe?) la hizo picadillo. ¡Picadillo!

Hizo una pausa; luego dijo inesperadamente:

—En conjunto, ¿sabe usted?, me pareció así como un abuso.

—No estoy seguro —dijo Poirot— de que le comprenda.

Fogg contrajo el delicado entrecejo. Se acarició con mano sensitiva el afeitado labio superior. Dijo:

—¿Cómo diré? Se trata de un punto de vista muy inglés. Creo que la frase «Matar al pájaro sentado» es la que mejor lo expresa. ¿Le resulta eso inteligible? ¿Lo quiere más claro?

—Es, como dice usted, un punto de vista muy inglés; pero creo comprenderle. En el Palacio de Justicia, así como en los campos de deportes de Eton y en la montería, al inglés le gusta que su víctima tenga alguna probabilidad de salvación, algún medio de luchar contra lo que se le viene encima.

—Eso es exactamente. Bueno, pues en este caso, la acusada no tenía ni la menor probabilidad a su favor. Humphrey Rudolph hizo con ella lo que se le antojó. Empezó siendo interrogada por Depleach. Y ahí la tenía usted de pie, dócil como niña en una fiesta, respondiendo a las preguntas de Depleach con contestaciones que se había aprendido de memoria. Completamente dócil, exageradamente exacta en sus palabras... pero incapaz de convencer con ellas. Le habían enseñado lo que debía decir y lo dijo. Depleach no tuvo la culpa. Ese viejo saltimbanqui desempeñó su papel a la perfección. Pero en una escena que requiera dos actores, uno de ellos no puede, por sí solo, conseguir que sea un éxito. Ella no cooperó. Causó la peor impresión posible en el jurado. Y luego se levantó Humphrey. ¿Supongo que le habrá visto usted alguna vez? Ha sido una gran pérdida para la profesión. Ciñéndose la toga, meciéndose sobre los tacones y después... ¡derecho al blanco!

«Como dije, la hizo picadillo. Le indujo a seguir una dirección, luego otra... y ella cayó, todas las veces, en la trampa. Le hizo reconocer cuan absurdas eran sus propias declaraciones; consiguió que se contradijera: se fue hundiendo cada vez más. Y luego remató el interrogatorio de la forma que tenía por costumbre. Muy autoritario... muy convencido: "Supongo, señora Crale, que esa declaración suya de que robó la conicina para suicidarse es una sarta de embustes. Sugiero que la robó usted para administrársela a su esposo, que estaba a punto de abandonarla por otra mujer. Y que se la administró en efecto, deliberadamente." Y ella le miró... ¡tan linda...! ¡tan grácil y delicada...!, y dijo: "¡Oh, no... no; no lo hice!" En mi vida he oído contestación más sin sustancia... menos convincente. Vi que Depleach se retorcía en su asiento. Comprendió que todo estaba perdido, entonces.

Fogg hizo una pausa. Luego continuó:

—Y, sin embargo..., no sé. Desde cierto punto de vista, aquello fue lo mejor que podía haber hecho. Fue como una llamada a la caballerosidad... a esa extraña caballerosidad aliada muy de cerca con los deportes de sangre que hace que la mayoría de los extranjeros nos tengan por tan colosales hipócritas. El jurado comprendió... lo comprendió toda la sala... que no tenía la menor probabilidad de salvación. Ni siquiera era capaz de luchar por salvarse. Desde luego, nada podía hacer contra un bruto tan grande e inteligente como Humphrey. Aquel débil y nada convincente «Oh, no... no; no lo hice» resultaba conmovedor... sencillamente conmovedor. ¡Estaba perdida!

»En realidad, ¿sabe?, contrastó favorablemente con la otra mujer. La muchacha Elsa. El jurado le cobró antipatía a ésta desde un principio. No pestañeó siquiera. Era muy guapa, muy cínica, muy moderna. Para las mujeres de la sala, representaba un tipo..., el tipo de la mujer desaprensiva. Veían que la felicidad conyugal peligraba mientras anduvieran muchachas como aquélla sueltas por el mundo. Muchachas todo sexo, desdeñosas de los derechos de las esposas y de las madres. He de reconocer que no se tuvo a sí misma piedad. Fue sincera. Admirablemente sincera. Se había enamorado de Amyas Crale y él de ella, y no sentía el menor escrúpulo en quitárselo a su mujer y a su hija.

»La admiré hasta cierto punto. Tenía coraje. Depleach le soltó algunas cosas bastante fuertes en su interrogatorio y ella las aguardó a pie firme. Pero la sala no le tenía la menor simpatía. Y el juez más bien le cobró aversión. Era Avis el juez. El viejo Avis. Fue algo libertino en su juventud... pero es ardiente defensor de la moral cuando preside en un juicio. El resumen que hizo de las pruebas que había contra Carolina Crale no hubiera podido ser más indulgente. No podía negar los hechos, pero se permitió hacer resaltar con cierta insistencia las circunstancias atenuantes... provocación y todo eso.

Hércules Poirot preguntó:

—¿No apoyó la teoría de la defensa de que se trataba de un suicidio?

Fogg movió la cabeza negativamente.

—Eso jamás tuvo el menor punto de apoyo. Y no es que yo diga que Depleach no le sacara el mayor partido posible. Estuvo magnífico. Pintó un cuadro conmovedor de un hombre de gran corazón, amante de los placeres, temperamental, que se ve dominado de pronto por la avasalladora pasión que le inspira una joven hermosa, pasión a la que no puede resistir a pesar de sus remordimientos de conciencia. Luego, el retroceso; el asco que se inspira a sí mismo; el remordimiento que experimenta por lo mal que se está portando con su mujer y con su hija; la brusca decisión de poner fin a su vida como única salida honrosa. Puedo asegurarle que Depleach lo hizo de una manera que hubiese conmovido hasta a las piedras. La voz de Depleach hacía que le saltaran a uno las lágrimas. Veía uno, mentalmente, al desgraciado, deshecho por la lucha que se estaba librando entre sus pasiones y su decencia esencial. El efecto fue terrorífico, sólo que... una vez dejó de hablar... y "quedó roto el encanto, no le era posible a nadie identificar al personaje descrito con Amyas Crale. Todo el mundo sabía demasiado de Crale. No era, ni con mucho, uno de esos hombres. Y Depleach no había logrado encontrar prueba alguna de que lo fuera. Yo creo que Crale andaba todo lo cerca que pueda andarse de ser un hombre sin una conciencia rudimentaria siquiera. Era un egoísta feliz, jovial, pero implacable. Si algo de ética tenía la aplicaba a la pintura. Estoy convencido de que no hubiese pintado un cuadro malo y sucio por muy bien que se lo hubieran querido pagar, Pero en cuanto a lo demás era un hombre de sangre ardiente y un enamorado de la vida. ¿Suicidarse él? ¡Quiá!

—¿No fue quizás, una buena defensa que escoger?

Fogg encogió los delgados hombros. Contestó:

—¿Qué otra había? No podía uno recostarse en su asiento y alegar que no había caso para un jurado... que era el fiscal quien tenía que demostrar la culpabilidad del acusado y no el acusado su inocencia. Había demasiadas pruebas para ello. Ella había tenido el veneno en sus manos... hasta había confesado haberlo robado. Había medios, móvil, oportunidad... todo.

—Hubiera podido intentar demostrar que esas cosas habían sido preparadas artificialmente.

Dijo Fogg:

—Ella reconoció la exactitud de la mayoría de las pruebas. Y de todas formas, lo que usted dice resultaría un poco fantástico. Usted insinúa, supongo, que otra persona le mató y lo arregló de suerte que pareciera haberlo hecho ella.

—¿Usted cree esa teoría completamente insostenible?

Fogg respondió lentamente:

—Me temo que sí. Sugiere usted la existencia de un misterioso X. ¿Dónde hemos de buscarle?

Dijo Poirot:

—En un círculo cerrado, evidentemente. Había cinco personas, ¿no es cierto?, que hubieran podido estar complicadas.

—¿Cinco? Déjeme que piense... Había el viejo ese que Se distraía destilando hierbas. Una distracción peligrosa... pero una persona la mar de amable. Personalidad algo vaga... No le veo en el papel de X. Luego la muchacha... Quizás hubiera sido capaz de liquidar a Carolina; pero desde luego, no a Amyas. Después el corredor de Bolsa... el mejor amigo de Crale. Eso es popular en las novelas policíacas; pero no creo en ello en la vida real. No hay ninguna más... Ah, sí; la hermana pequeña; pero uno no la tiene a ella en cuenta en serio. Y van cuatro.

Dijo Hércules:

—Olvida usted a la institutriz.

—Sí, es cierto. Gente desgraciada las institutrices... uno nunca se acuerda de ellas. Sí que la recuerdo vagamente, sin embargo. Edad madura, ni fea ni guapa, competente. Supongo que un psicólogo diría que Crale le inspiraba una pasión culpable y que, por consiguiente, le mató. ¡La solterona de sentimientos reprimidos! Es inútil. Me niego a creerlo. Hasta donde alcanza mi vago recuerdo, no era del tipo neurótico.

—Ha transcurrido mucho tiempo,

—Quince o dieciséis años, supongo. Sí; eso por lo menos. No puedo esperar que mis recuerdos del caso sean muy vividos.

Dijo Hércules Poirot:

—Por el contrario, lo recuerda usted asombrosamente bien. Eso me sorprende. Lo ve usted, ¿no es cierto? Cuando habla, se presenta la escena ante sus ojos.

Fogg dijo lentamente:

—Sí; tiene usted razón... Sí que lo veo... claramente.

Quiso saber Poirot:

—Me interesaría mucho, amigo mío, si me dijese usted ¿por qué?

Inquirió Poirot:

—¿Por qué? —Fogg estudió la pregunta. El delgado rostro del intelectual parecía alerta, interesado—. En efecto, ¿por qué?

—¿Qué ve usted tan claramente? ¿A los testigos? ¿Al defensor? ¿Al juez? ¿A la acusada en el banquillo?

Fogg contestó:

—¡Ésa es la razón, claro está! Ha dado usted en el blanco. Siempre la veré a ella... Cosa rara el romanticismo. Ella poseía esa cualidad. No sé si era hermosa de verdad... No era muy joven... parecía cansada... enormes ojeras... Pero todo giraba a su alrededor. El interés... el drama. Y, sin embargo, la mitad del tiempo ella no estaba allí. Se había ido a alguna parte... muy lejos... dejando sólo su cuerpo allí... quieto, atento, con la sonrisita cortés en los labios. Era toda ella medias tintas, ¿sabe...? luces y sombras. Y aún, no obstante, estaba más viva que la otra... que aquella muchacha de cuerpo perfecto, rostro hermoso y cruda fuerza juvenil. Admiré a Elsa Greer porque tenía carácter; porque sabía luchar; porque hizo frente a sus atormentadores y no tembló una sola vez. Pero admiré a Carolina Crale porque no luchó; porque se recluyó, retirándose a su mundo de medias luces y sombras. Jamás fue derrotada porque jamás presentó batalla.

Hizo una pausa.

—Sólo estoy seguro de una cosa. Amaba al hombre a quien mató. Le amaba tanto, que la mitad de ella murió con él...

El señor Fogg, fiscal, calló y limpió sus gafas con el pañuelo.

—Caramba, caramba —murmuró—, parezco estar diciendo unas cosas muy extrañas. Yo era muy joven por entonces. Un joven ambicioso nada más. Esas cosas causan impresión. No obstante, estoy seguro de que Carolina Crale era una mujer extraordinaria. Jamás la olvidaré. No... no la olvidaré nunca...

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