9

Hernando Meza vivía en un barrio de Coral Gables que era bonito, pero no demasiado bonito, y de esta forma, protegido por su propia mediocridad, no había cambiado mucho durante los últimos veinte años, al contrario que el resto de Miami. De hecho, su casa se encontraba a poco más de kilómetro y medio de donde Deborah vivía, lo cual les convertía prácticamente en vecinos. Por desgracia, eso no pareció influir a ninguno de los dos para que se comportaran como tales.

Empezó justo después de que Deborah llamara con los nudillos a su puerta. Adiviné por la forma en que agitaba el pie que estaba alborozada y convencida de que íbamos por el buen camino. Y entonces, cuando la puerta se abrió con una especie de zumbido mecánico y reveló la presencia de Meza, el pie de Deborah dejó de agitarse y ella exclamó, «¡Mierda!». Por lo bajo, naturalmente, pero bastante audible.

Meza la oyó y contestó: «Bien, que te den por el culo», y la miró con una cantidad de hostilidad impresionante, considerando que iba en una silla de ruedas motorizada y con las extremidades, al parecer, inutilizadas, salvo tal vez algunos dedos de cada mano.

El hombre empleó un dedo para manipular un joystick que descansaba sobre una bandeja metálica sujeta a la parte delantera de su silla, y avanzó algunos centímetros.

—¿Qué coño quieren? —preguntó—. No parecen lo bastante listos para ser Testigos, de modo que deben vender algo. Me irían de coña unos esquíes nuevos.

Deborah me miró, pero no tenía nada que ofrecerle, ni siquiera consejos, de modo que me limité a sonreír. Por algún motivo, eso la irritó. Frunció el entrecejo y apretó mucho los labios. Se volvió hacia Meza y, con un perfecto acento de Poli Frío, le preguntó:

—¿Es usted Hernando Meza?

—Lo que queda de él —replicó éste—. Habla como si fuera de la policía. ¿Es porque corrí desnudo en el partido de los Marlins?[3]

—Nos gustaría hacerle un par de preguntas —prosiguió Deborah—. ¿Podemos entrar?

—No —respondió el hombre.

Deborah ya había levantado un pie, con el peso inclinado hacia delante, dando por sentado que Meza, como todo el mundo, la dejaría entrar de manera automática. Se detuvo y retrocedió medio paso.

—¿Perdón?

—Nooooooo —repitió el inválido, pronunciando la palabra como si estuviera hablando a un idiota que no entendiera la idea—. Noooooo, no pueden entrar.

El hombre movió un dedo sobre los controles de la silla y ésta se precipitó sobre nosotros con mucha agresividad.

Deborah saltó a un lado, y después recuperó su dignidad profesional y se plantó delante de él, aunque a una distancia prudencial.

—De acuerdo. Lo haremos aquí.

—Oh, sí —se burló Meza—, hagámoslo aquí. —Empezó a mover el dedo sobre el joystick, y la silla avanzó y retrocedió varias veces—. Sí, nena, sí, nena, sí, nena —canturreó.

Estaba claro que Deborah había perdido el control del interrogatorio del sospechoso, cosa que el manual desaprueba. Volvió a saltar a un lado, nerviosa por la simbología sexual de la silla de Meza, y él la siguió sentado en ella.

—¡Vamos, mamá, ríndete! —gritó el hombre con una voz a medio camino entre una carcajada y un resuello asmático.

Lamento que pueda dar a entender que siento algo, pero a veces experimento una punzada de compasión por Deborah, porque la verdad es que se esfuerza mucho. Por lo tanto, mientras Meza giraba su silla siguiendo en minicírculos a Deborah, me puse detrás de él, me incliné sobre el respaldo de su silla y desenchufé el cable de sus baterías. El zumbido del motor cesó, la silla se detuvo de golpe y lo único que se oyó fue una sirena lejana y el golpeteo del dedo de Meza sobre el joystick.

En el mejor de los casos, Miami es una ciudad de dos culturas y dos idiomas, y los que estamos inmersos en ambas hemos aprendido que una cultura diferente puede enseñarnos muchas cosas nuevas y maravillosas. Siempre he sido partidario de esta idea, y ahora me recompensó, cuando Meza demostró ser tremendamente creativo tanto en inglés como en español. Nos soltó una retahíla impresionante de lugares comunes, y después su faceta artística floreció en todo su esplendor y me llamó cosas que nunca habían existido, salvo tal vez en un universo paralelo diseñado por Jerónimo Bosch. La actuación adoptó un aire de improbabilidad sobrenatural, debido a que su voz sonaba muy grave y ronca, pero en ningún momento permitió que eso le detuviera. Yo estaba francamente admirado, y por lo visto Deborah también, porque ambos nos quedamos escuchando hasta que por fin se cansó y concluyó con «Soplapollas».

Le rodeé y me detuve al lado de Debs.

—No digas esas cosas —le espeté al hombre, y me traspasó con la mirada—. Es muy prosaico, y tú estás por encima de eso. ¿Qué es lo que has dicho? ¿«Saco comemierda de vómito de zarigüeya»? Maravilloso.

Reconocí sus méritos con un pequeño aplauso.

—Enchúfame, pedo de puta —gritó—. Ya veremos si sigues igual de contento después.

—¿Para que nos atropelles con tu todoterreno deportivo? No, gracias.

Deborah resucitó de su estupefacta admiración de la representación y volvió a adoptar su papel protagonista. Me empujó a un lado y miro a Meza con rostro inexpresivo.

—Señor Meza, necesitamos que conteste a un par de preguntas, y si se niega a colaborar, le conduciremos a la comisaría y se las haremos allí.

—Hazlo, hija de puta —contestó—. A mi abogado le encantaría.

—Podríamos dejarle así —sugerí—. Hasta que venga alguien y se lo lleve para venderlo como chatarra.

—Enchúfame, saco de pus de lagarto.

—Se está repitiendo —dije a Deborah—. Creo que le estamos desgastando.

—¿ Amenazó con matar al director de la Oficina de Turismo? —le preguntó Deborah.

Meza se puso a llorar. No fue un espectáculo edificante. Su cabeza empezó a moverse nerviosa de un lado a otro, brotaron mocos de su nariz y boca, se sumaron a las lágrimas y empezaron a desfilar sobre su rostro.

—Hijos de puta —explotó—. Tendrían que haberme matado. —Sorbió por la nariz tan débilmente que no logró otra cosa que emitir un sonido húmedo—. Mírame, mira lo que han hecho —prosiguió con su voz ronca, un graznido inexpresivo.

—¿Qué le hicieron, señor Meza? —le preguntó Debs.

—Mírame —resopló el hombre—. Esto me hicieron. Mírame. Vivo en esta chingada silla, ni siquiera puedo mear sin que un enfermero maricón me sostenga la polla. —Alzó la vista, un poco desafiante pese a los mocos—. ¿Tú no querrías matar también a esos puercos?

—¿Está diciendo que ellos le hicieron esto? —insistió Debs.

El hombre sorbió por la nariz de nuevo.

—Sucedió en el trabajo —dijo, un poco a la defensiva—. Dentro del horario, pero ellos dijeron no, accidente de coche, no pagamos. Y después, me despidieron.

Deborah abrió la boca, y luego volvió a cerrarla con un sonido audible. Creo que había estado a punto de decir algo así como, «¿Dónde estaba anoche entre las tres y media y las cinco?», y se le ocurrió que debía estar en aquella silla motorizada. Pero Meza era listo, y también se dio cuenta.

—¿Qué? —preguntó, con un poderoso sorbido que desencadenó una tormenta de mocos—. ¿Alguien ha matado por fin a esos chingados maricones? ¿Y no crees que pude ser yo debido a la silla? Enchúfame, puta, y te demostraré con qué facilidad mato a quien me cabrea.

—¿A qué maricón mató? —le pregunté, y Deborah me dio un codazo, aunque todavía no tenía nada que decir.

—Al que haya muerto, cabronazo —resopló—. Espero que sea la soplapollas de Jo Anne, pero joder, los mataré a todos antes de terminar.

—Señor Meza —dijo Deborah, y percibí una leve vacilación en su voz que habría podido ser compasión en otra persona. En Debs era decepción, tras haberse dado cuenta de que aquella lamentable cosa no era su sospechoso. Una vez más, Meza lo percibió y pasó al ataque.

—Sí, lo hice yo —dijo—. Espósame, hijaputa. Encadéname al suelo, en el asiento trasero con los perros, ¿Qué pasa, tienes miedo de que muera por tu culpa? Hazlo, hijaputa. O te mataré como maté a aquellos mamones capullos de la oficina.

—Nadie mató a nadie de la oficina —le aclaré.

Me fulminó con la mirada.

—¿No? —Su cabeza giró hacia Deborah, y los mocos destellaron a la luz del sol—. Entonces, ¿por qué coño me estás acosando, cerda de mierda?

Deborah vaciló, y probó por última vez.

—Señor Meza.

—Que te den por el culo, y sal cagando leches de mi porche —le espetó el hombre.

—Parece una buena idea, Debs —sugerí.

Deborah sacudió la cabeza frustrada, y después exhaló aire de forma explosiva.

—Joder —rezongó—. Vamos. Enchúfale.

Dio media vuelta y bajó del porche, dejándome el peligroso y desagradecido trabajo de enchufar el cable de la corriente de Meza a la batería. Eso demuestra lo egoístas y desconsiderados que son los humanos, aunque sean de la familia. Al fin y al cabo, era ella la que llevaba pistola. Entonces, ¿no debería haber sido ella quien le enchufara?

Por lo visto, Meza estaba de acuerdo. Empezó a recitar una nueva lista de vulgar y gráfico surrealismo, dirigida a la espalda de Deborah, Lo único que yo merecí fue un veloz «Deprisa, maricón», cuando hizo una pausa para tomar aliento.

Me di prisa. No por que deseara complacer a Meza, sino porque no quería estar cerca cuando la silla estuviera conectada. Era demasiado peligroso, y en cualquier caso, pensaba que ya había perdido bastante de mi preciosa e irremplazable luz diurna escuchando sus monsergas. Había llegado el momento de volver al mundo, donde había monstruos que atrapar, incluso un monstruo en ciernes, y con suerte también algún lugar donde comer. Nada de esto ocurriría si me quedaba atrapado en este porche, esquivando una silla motorizada con una boca a juego.

Así que enchufé el cable a la batería y salí pitando de allí antes de que Meza se diera cuenta de que estaba conectado de nuevo. Corrí hacia el coche y subí. Deborah puso la marcha y aceleró antes de que yo hubiera acabado de cerrar la puerta, por lo visto preocupada por la posibilidad de que Meza arremetiera contra el vehículo en su silla, y enseguida nos encontramos de regreso en el meollo confuso del tráfico homicida de Miami.

—Joder —dijo por fin, y la palabra se me antojó una suave brisa de verano después de escuchar a Meza—. Estaba segura de que era él.

—Piensa en el aspecto positivo —repliqué—. Al menos has aprendido unas cuantas palabras nuevas maravillosas.

—Vete a tomar por el saco —sentenció Debs. Al fin y al cabo era muy propio de ella.

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