Se habían llevado a Deborah de la unidad de cuidados intensivos. Padecí un momento de confusión al contemplar la UCI vacía. Lo había visto en media docena de películas, cuando el héroe contempla la cama de hospital vacía y sabe que su ocupante ha muerto, pero yo estaba convencido de que Chutsky me habría contado lo del fallecimiento de Deborah, así que volví por el pasillo hacia la zona de recepción.
La mujer del mostrador me hizo esperar mientras hacía cosas misteriosas y muy lentas con un ordenador, contestaba al teléfono y hablaba con dos enfermeras que haraganeaban en las cercanías. El airé de pánico apenas controlado que todo el mundo había exhibido en la UCI había desaparecido por completo, sustituido por un interés al parecer obsesivo por las llamadas telefónicas y las uñas de los dedos. Pero al final, la mujer admitió que existía una ínfima posibilidad de encontrar a Deborah en la habitación 235, que estaba en la segunda planta. Eso me pareció tan sensato que hasta le di las gracias, y fui en su búsqueda.
Estaba, en efecto, en la segunda planta, justo al lado de la 233, de modo que, con la sensación de estar en paz con el mundo, entré y vi a Deborah incorporada en la cama, con Chutsky al otro lado, prácticamente en la misma postura que había mantenido en la UCI. Aún había un imponente despliegue de máquinas alrededor de ella, y continuaba conectada a diversos tubos, pero cuando entré en la habitación abrió un ojo y me miró, y logró forzar una semisonrisa en mi honor.
—Viva, viva, oh —dije, pensando que era necesaria una demostración de buen humor. Acerqué una silla a la cama y me senté.
—Dex —susurró con voz ronca. Trató de sonreír de nuevo, pero fue todavía peor que el primer intento; tiró la toalla y cerró los ojos, y dio la impresión de que se hundía en la distancia nevada de las almohadas.
—Aún no se siente con muchas fuerzas —comentó Chutsky.
—Ya me he dado cuenta —contesté.
—Así que, hum, no la canses ni nada por el estilo. Lo ha dicho el médico.
No sé si Chutsky pensaba que iba a sugerir una partida de voleibol, pero asentí y palmeé la mano de Deborah.
—Me alegro de tenerte de vuelta, hermanita. Nos tenías preocupados.
—Siento —farfulló, con voz ronca y débil. Pero no nos dijo lo que sentía. En cambio, volvió a cerrar los ojos y entreabrió los labios para exhalar un suspiro entrecortado, de modo que Chutsky se inclinó hacia delante y le puso un cubito de hielo entre los dientes.
—Toma. No intentes hablar todavía.
Debs tragó el hielo, pero miró a Chutsky con el ceño fruncido.
—Estoy bien —comentó, lo cual era sin duda una exageración. Dio la impresión de que el hielo la calmaba un poco, y cuando volvió a hablar, su voz no sonó tanto como una lima aplicada a un pomo de puerta antiguo—. Dexter —prosiguió, y habló con voz anormalmente alta, como si estuviera gritando en una iglesia. Meneó la cabeza y, ante mi gran asombro, vi que una lágrima se escapaba por la comisura del ojo, algo que no le había visto hacer desde los doce años. Resbaló sobre su mejilla y cayó en la almohada, donde desapareció—. Mierda —dijo—. Me siento tan absolutamente…
Su mano, la que Chutsky no sujetaba, se agitó débilmente.
—No me extraña nada —repliqué—. Estabas prácticamente muerta.
Siguió en silencio un largo momento, sin hablar, con los ojos cerrados, y por fin lo hizo en voz muy baja.
—No quiero hacer esto nunca más.
Miré a Chutsky. Se encogió de hombros.
—¿Hacer qué, Debs? —pregunté.
—Policía —contestó, y cuando por fin comprendí lo que estaba diciendo, que ya no quería ser policía, me quedé tan sorprendido como si la luna hubiera intentado dimitir.
—Deborah…
—Es absurdo. Terminar aquí… ¿Para qué? —Abrió los ojos y me miró, y luego sacudió la cabeza—. ¿Para qué? —repitió.
—Es tu trabajo —observé, y admito que no fue muy conmovedor, pero fue lo único que se me ocurrió decir dadas las circunstancias, pues pensé que no le gustaría oír hablar de la Verdad, la Justicia y el Estilo de Vida Americano.
Por lo visto, tampoco quería oír que era su trabajo, porque me miró, volvió la cabeza y cerró los ojos.
—Mierda —protestó.
—Muy bien —anunció una voz alta y risueña desde la puerta, con un marcado acento de las Bahamas—. Los caballeros han de irse. —Miré. Una enfermera gorda y muy alegre había entrado en la habitación y estaba avanzando hacia nosotros con celeridad—. La señora ha de descansar, cosa que no puede hacer si ustedes la molestan —sentenció. Por un momento, me pareció tan cautivador su acento que no me di cuenta de que nos estaba echando.
—Acabo de llegar —protesté.
La mujer se plantó delante de mí y cruzó los brazos.
—En ese caso, ahorrará mucho dinero en el aparcamiento, porque ha de irse ya. Vamos, caballeros. —Se volvió hacia Chutsky—. Los dos.
—¿Yo? —preguntó él, con una expresión de gran sorpresa.
—Usted —confirmó la mujer, al tiempo que le apuntaba con un grueso dedo—. Ya ha estado aquí demasiado rato.
—Pero he de quedarme aquí —protestó Chutsky.
—No, ha de irse —contestó la enfermera—. Los médicos quieren que ella descanse un rato. Sola.
—Vete —lo instó Debs en voz baja, y Chutsky la miró con expresión dolida—. No me pasará nada. Vete.
Chutsky paseó la mirada entre ella y la enfermera, y después volvió a mirar a Deborah.
—Muy bien —concedió él por fin. Se inclinó hacia delante y le dio un beso en la mejilla, y ella no protestó. Se levantó y me miró con una ceja enarcada.
—Muy bien, colega. Creo que nos están echando.
Cuando nos fuimos, la enfermera estaba maltratando las almohadas como si se hubieran portado mal.
Chutsky me guió por el pasillo hasta el ascensor.
—Estoy un poco preocupado —comentó mientras esperábamos. Frunció el ceño y oprimió el botón de bajada varias veces más.
—¿Qué? ¿Te refieres a, hum, una lesión cerebral?
El anuncio de Deborah de que deseaba abandonar seguía resonando en mis oídos, y era tan impropio de ella que yo también estaba un poco preocupado. La imagen de una Deborah en estado vegetativo, babeando en una silla, mientras Dexter le daba cucharadas de avena en copos, se me antojó de lo más horrible.
Chutsky sacudió la cabeza.
—No exactamente. Más bien lesiones psicológicas.
—¿A qué te refieres?
Hizo una mueca.
—No sé. Tal vez sea el trauma. Pero parece… muy compungida. Angustiada. No como, ya sabes… No es la de siempre.
A mí nunca me han apuñalado ni me he desangrado hasta casi morir, y en cualquier caso no recordaba haber leído nada que explicara cómo debías sentirte en dichas circunstancias. Pero me pareció que estar llorosa y angustiada cuando esto te pasaba era una reacción bastante razonable. Antes de que se me ocurriera una forma diplomática de transmitirlo, las puertas del ascensor se abrieron y Chutsky entró como una tromba. Le seguí.
Cuando las puertas se cerraron, continuó:
—Al principio, no me reconoció. Justo cuando abrió los ojos.
—Estoy seguro de que es normal —señalé, aunque no estaba nada seguro—. Ha estado en coma.
—Me miró —dijo, como si yo no hubiera hablado—, y fue como, no sé. Me asustó. Como diciendo, quién soy y qué hago aquí.
Para ser sincero, yo me había preguntado lo mismo durante el último año, pero no me pareció oportuno proclamarlo.
—Estoy seguro de que se tarda en… —empecé.
—Quién soy —repitió sin aparentar darse cuenta de que yo había hablado—. Estuve sentado ahí todo el tiempo, no me he apartado de su lado más de cinco minutos seguidos. —Miró el panel de control del ascensor cuando su campanilleo nos informó de que habíamos legado—. Y no sabe quién soy.
Las puertas se abrieron, pero Chutsky no se dio cuenta al principio.
—Bien —dije, con la esperanza de sacarle de su atontamiento.
Me miró.
—Vamos a tomar un café —propuso, y salió del ascensor, se abrió paso entre tres personas que vestían pijamas verdes ligeros, y yo le seguí.
Chutsky me guió hasta el pequeño restaurante de la planta baja del garaje, donde logró hacerse con dos tazas de café bastante deprisa, sin que nadie le adelantara a la fuerza o le diera un codazo en las costillas. Consiguió que me sintiera algo superior: era evidente qué no había nacido en Miami. De todos modos, algo había que decir acerca del resultado, de modo que con el café en la mano me senté en una mesita encajonada en una esquina.
Chutsky no me miró, pero tampoco hizo nada más. No parpadeaba, y la expresión de su cara no se alteró. No se me ocurrió nada que decir merecedor del aire que exigía, así que nos quedamos callados durante varios minutos, hasta que al final no pudo más.
—¿Y si ya no me quiere? —soltó.
Siempre he intentado ser modesto, sobre todo en lo relativo a mis talentos, y sé que sólo soy bueno en una o dos cosas, y aconsejar a los que sufren mal de amores no es una de ellas. Y como la verdad es que no entiendo el amor, me pareció un poco injusto que debiera hacer comentarios sobre su posible pérdida.
En cualquier caso, estaba muy claro que debía ofrecer algún comentario, de modo que reprimí la tentación de decir, «Para empezar, no entiendo por qué te quiere», de modo que rebusqué en mi bolsa de tópicos y me salí con, «Pues claro que te quiere. Es que acaba de salir de una situación terrible. Tardará tiempo en recuperarse».
Chutsky me miró durante varios segundos, por si tenía algo más que decir, pero no fue así. Desvió la vista y bebió su café.
—Puede que tengas razón.
—Pues claro que sí. Dale tiempo para recuperarse. Todo saldrá bien.
No me fulminó ningún rayo cuando lo dije, y supuse que tal vez tenía razón.
Terminamos nuestro café en un relativo silencio, mientras él meditaba sobre la posibilidad de que ya no le amaran, y Dexter miraba nervioso el reloj, ahora que se estaba acercando el mediodía, la hora de marchar y tender una emboscada a Weiss, de modo que no me mostré muy amigable cuando vacíe por fin mi taza y me levanté para marchar.
—Volveré más tarde —comenté, pero Chutsky se limitó a asentir y dio otro sorbo pensativo a su café.
—De acuerdo, colega. Hasta luego.