Había tantas máquinas alrededor de Deborah que tardé un momento en localizarla entre los trastos que zumbaban y gorjeaban. Estaba tumbada en la cama sin moverse, con tubos que entraban y salían de ella, la cara medio cubierta por una mascarilla respiratoria, casi tan pálida como las sábanas. Me quedé mirándola un momento, sin saber qué hacer. Había utilizado toda mi concentración para conseguir verla, y ahora que lo había logrado, no recordaba haber leído nada sobre el procedimiento correcto que debías adoptar cuando visitabas a un ser querido en la UCI. ¿Debía sostenerle la mano? Parecía probable, pero no estaba seguro, y además tenía sujeta una intravenosa a la mano más cercana a mí. No me parecía una buena idea correr el riesgo de extraerla sin querer.
Así que cogí una silla, encajada bajo una de las máquinas de respiración asistida. La acerqué a la cama a una distancia prudencial y me dispuse a esperar.
Al cabo de tan sólo un par de minutos oí un ruido en la puerta y vi a un delgado policía negro al que conocía. Wilkins. Asomó la cabeza por la puerta.
—Hola. Dexter, ¿verdad?
Asentí y levanté mis credenciales.
Wilkins cabeceó en dirección a Deborah.
—¿Cómo está?
—Demasiado pronto para saberlo.
—Lo siento, tío —dijo, y se encogió de hombros—. El capitán quiere que alguien vigile, de modo que estaré fuera.
—Gracias —repliqué, y dio media vuelta para ocupar su puesto ante la puerta.
Intenté imaginar cómo sería la vida sin Deborah. La idea en sí ya resultaba muy inquietante, aunque era incapaz de decir por qué. No se me ocurrían enormes y evidentes diferencias, y eso consiguió que me sintiera algo avergonzado, de modo que me esforcé un poco más. Probablemente, la próxima vez conseguiría comer el coq au vin caliente. No tendría tantos moratones en los brazos como consecuencia de los brutales mamporros en el brazo, famosos en el mundo entero. Y no tendría que preocuparme por la posibilidad de que me detuviera, claro está. Todo era positivo. ¿Por qué estaba preocupado?
De todos modos, la lógica no era terriblemente convincente. ¿Y si vivía, pero sufría lesiones cerebrales? Eso podría afectar a su carrera en el cuerpo. Necesitaría asistencia continuada, alimentación con cuchara, pañales para adultos… Nada de esto le convendría para su trabajo. ¿Y quién se encargaría de la tediosa e interminable tarea de cuidarla? Yo no sabía gran cosa de seguros médicos, pero sí lo bastante para ser consciente de que la asistencia continuada no era algo que ofrecieran generosamente. ¿Y si tenía que ocuparme de ella? Se comería la mayor parte de mi tiempo libre. Pero ¿quién más había? No tenía más familia en todo el mundo. Sólo contaba con el Querido y Sumiso Dexter. Nadie más empujaría su silla de ruedas, le prepararía los cereales y le secaría tiernamente las comisuras de la boca cuando babeara. Tendría que cuidar de ella durante el resto de mi vida, hasta los años de senectud, los dos sentados mirando partidos, mientras el resto del mundo proseguía su jubiloso camino, matándose y maltratándose sin mí.
Justo antes de hundirme bajo una gigantesca ola de autocompasión, me acordé de Kyle Chutsky. Llamarle novio de Deborah no era muy apropiado, puesto que llevaban viviendo juntos más de un año, lo cual daba a entender que era algo más que eso. Además, ya no era un crío. Tenía al menos diez años más que ella, grandote y hecho polvo, pues le faltaban la mano y el pie izquierdo como resultado de un encuentro con el mismo cirujano aficionado que había modificado al sargento Doakes.
Para ser justo conmigo, lo cual considero muy importante, no pensé en él sólo porque deseaba que alguien más se ocupara de una Deborah con teóricas lesiones cerebrales. Se me ocurrió que el hecho de que ella estuviera en la UCI era algo que él querría saber.
Saqué el móvil y le llamé. Contestó casi de inmediato.
—¿Hola?
—Kyle, soy Dexter.
—Hola, colega —dijo con su voz artificialmente alegre—. ¿Qué pasa?
—Estoy con Deborah —contesté—. En la UCI del Jackson.
—¿Qué ha sucedido? —me preguntó tras una breve pausa.
—La han apuñalado —le expliqué—. Ha perdido mucha sangre.
—Voy para allá —dijo, y colgó.
Fue estupendo que Chutsky estuviera lo bastante preocupado para venir enseguida. Tal vez me ayudaría con los cereales de Deborah; se turnaría conmigo para empujar la silla de ruedas. Es estupendo contar con alguien.
Eso me recordó que yo tenía a alguien, o tal vez había tenido. En cualquier caso, a Rita le gustaría saber que llegaría tarde antes de prepararme un agradable soufflé. La llamé al trabajo, le hice un resumen de lo sucedido y colgué antes de que empezara su repertorio de «oh-Dios-míos».
Chutsky entró en la habitación unos quince minutos después, seguido de una enfermera que, por lo visto, intentaba comprobar que él estuviera conforme con todo, desde el emplazamiento de la habitación hasta la disposición de las intravenosas.
—Es ella —dijo la enfermera.
—Gracias, Gloria —replicó Chutsky sin mirar otra cosa que a Deborah. La enfermera se demoró nerviosa unos segundos más, y después desapareció vacilante.
Entretanto, él se acercó a la cama y tomó la mano de mi hermana. Me alegró saber que no me había equivocado. Sostener su mano era lo correcto.
—¿Qué ha pasado, colega? —me preguntó, sin apartar la mirada de ella.
Hice un rápido resumen, y escuchó sin mirarme. Dejó de sujetar la mano de Deborah para apartarle un mechón de la frente. Cuando terminé de hablar, asintió con aire ausente.
—¿Qué han dicho los médicos?
—Es demasiado pronto para saberlo —contesté.
Desechó el comentario con un ademán impaciente, utilizando el gancho plateado reluciente que sustituía a su mano izquierda.
—Siempre dicen lo mismo. ¿Qué más?
—Existe la posibilidad de lesiones permanentes —añadí—. Incluso cerebrales.
Asintió.
—Ha perdido mucha sangre —comentó. No era una pregunta, pero yo contesté de todos modos.
—Exacto.
—Tengo un tipo que viene de Bethesda —me anunció él—. Estará aquí dentro de un par de horas.
No se me ocurrió gran cosa que decir. ¿Un tipo? ¿De Bethesda? ¿Era una buena noticia?, y en tal caso, ¿por qué? No se me ocurrió nada capaz de distinguir Bethesda de Cleveland, salvo que estaba en Maryland en lugar de en Ohio. ¿Qué clase de tipo vendría de allí? ¿Con qué fin? Pero tampoco se me ocurrió elaborar ninguna pregunta sobre el tema. Por algún motivo, mi cerebro no estaba funcionando con su habitual eficacia gélida.
De modo que miré a Chutsky mientras acercaba otra silla al otro lado de la cama, donde se sentó y continuó sosteniendo la mano de Deborah. Después de acomodarse, me miró por fin.
—Dexter —dijo.
—Sí —contesté.
—¿Crees que podrías conseguir un poco de café? ¿Y unos donuts o algo por el estilo?
La pregunta me pilló por sorpresa, no porque se tratara de una idea extravagante, sino porque a mí me lo pareció, cuando habría tenido que ser tan natural como respirar. Pasaba bastante de la hora de comer, y yo no había tomado nada, ni siquiera había pensado en comer. Pero ahora, cuando Chutsky lo sugirió, la idea se me antojó absurda, como cantar la verdadera letra de «Barnacle Bill»[5] en la iglesia.
En cualquier caso, protestar aún habría parecido más absurdo. De modo que me levanté.
—Veré qué puedo hacer —dije, y salí al pasillo.
Cuando regresé unos minutos después, lo hice con dos vasos de café y cuatro donuts. Me detuve en el pasillo, no sé por qué, y miré dentro. Chutsky estaba inclinado hacia adelante, con los ojos cerrados, la mano de Deborah apretada contra su frente. Sus labios se movían, aunque no capté ningún sonido debido a los ruidos de las máquinas de respiración asistida. ¿Estaría rezando? Se me antojó algo de lo más raro. Supongo que, en realidad, no le conocía muy bien, pero lo que sabía de él no encajaba con la imagen de un hombre creyente. En cualquier caso, era algo embarazoso, algo que no deseas ver, como a alguien hurgándose las narices con el dedo. Carraspeé cuando me acerqué a mi silla, pero no levantó la vista.
Aparte de decir algo en voz alta y tono jovial, y tal vez interrumpir su ataque de fervor religioso, no podía hacer nada constructivo, así que me senté y ataqué los donuts. Casi había terminado el primero cuando Chutsky levantó al fin la vista.
—Hola —dijo—. ¿Qué has traído?
Le pasé un café y dos donuts. Agarró el café con la mano derecha y pasó el gancho a través de los agujeros de los donuts.
—Gracias. —Sostuvo el café entre las rodillas y levantó la tapa con un dedo, mientras los donuts colgaban del gancho y daba un mordisco a uno de ellos—. Mmmm —dijo—. No había comido todavía. Esperaba la llamada de Deborah, y tal vez habría ido a comer con vosotros, pero… —Entonces, enmudeció y dio otro bocado al donut.
Comió sus donuts en silencio, salvo por algún ocasional sorbo de café, y yo aproveché ese tiempo para terminar los míos. Cuando hubimos acabado, continuamos sentados y contemplando a Deborah como si fuera nuestro programa de televisión favorito. De vez en cuando, alguna máquina emitía un ruido raro y ambos la mirábamos. Pero nada cambió. Deborah siguió tendida con los ojos cerrados, respirando lenta y entrecortadamente, con el sonido a lo Darth Vader de su respirador como acompañamiento.
Estuve sentado durante una hora, como mínimo, y mis pensamientos no se transformaron en alegres y optimistas de un momento a otro. Por lo que yo sabía, los de Chutsky tampoco. No estalló en lágrimas, pero parecía cansado y algo ceniciento, peor que nunca, salvo cuando le había rescatado del hombre que le cortó la mano y el pie. Supongo que mi aspecto no era mucho mejor, aunque no era lo que más me preocupaba, ni ahora ni en cualquier otro momento. La verdad, no invertía mucho tiempo en preocuparme por nada. En planificar sí, en asegurar que todo saliera bien en mis Noches Libres Especiales. Pero preocuparse parecía una actividad emocional más que racional, y hasta ahora no había logrado arrugar mi frente.
Pero ahora… Dexter preocupado. Era un pasatiempo que te enganchaba con una facilidad pasmosa. Le cogí el tranquillo enseguida, y tuve que reprimir la tentación de mordisquearme las uñas de los dedos.
Se pondría bien, por supuesto. ¿Verdad? «Demasiado pronto para saberlo» empezaba a sonar ominoso. ¿Podía confiar al menos en esa afirmación? ¿No existía un protocolo, un procedimiento médico habitual para informar a los parientes próximos de que sus seres queridos estaban agonizando o a punto de convertirse en vegetales? ¿Empezaban advirtiéndoles de que las cosas tal vez no saldrían bien («demasiado pronto para saberlo»), para luego informarles poco a poco de que todo sale siempre mal?
Pero ¿no había una ley que exigía a los médicos decir la verdad sobre estas cosas? ¿O era pura mecánica rutinaria? ¿Existía algo parecido a la verdad, desde un punto de vista médico? No tenía ni idea. Este mundo era nuevo para mí, y no me gustaba, pero fuera cual fuera la verdad era demasiado pronto para saberlo, y tendría que esperar y, cosa sorprendente, no era tan bueno para eso como había imaginado.
Cuando mi estómago empezó a gruñir de nuevo, decidí que debía ser de noche, pero un vistazo a mi reloj me informó de que todavía faltaban unos minutos para las cuatro.
Veinte minutos después, el Tipo de Chutsky llegó desde Bethesda. Yo no había sabido qué esperar, pero desde luego no aquello. El Tipo mediría un metro sesenta y cinco, era calvo y tripudo, con gruesas gafas de montura dorada, y entró con dos de los médicos que habían atendido a Deborah. Le seguían como dos críos de instituto a la reina del baile de gala, ansiosos por hacer hincapié en cosas que le hicieran feliz. Chutsky se puso en pie de un brinco cuando entró.
—¡Doctor Teidel! —exclamó.
Teidel saludó con un cabeceo a Chutsky y dijo «Fuera», con un movimiento de cabeza que me incluyó a mí.
Chutsky asintió y me agarró del brazo, y mientras me sacaba de la habitación Teidel y sus dos satélites ya estaban apartando la sábana para examinar a Deborah.
—Ese tipo es el mejor —me comentó, y aunque no dijo en qué era el mejor, yo di por sentado que debía ser algo relacionado con la medicina.
—¿Qué va a hacer? —le pregunté. El se encogió de hombros.
—Lo que haga falta —contestó—. Vamos a comer algo. No nos haría gracia ver esto.
Lo cual no sonó muy tranquilizador, pero era evidente que Chutsky se sentía mejor ahora que Teidel había tomado las riendas del asunto, de modo que le seguí hasta una cafetería pequeña y abarrotada de la planta baja del aparcamiento. Nos encajamos en una pequeña mesa del rincón y comimos bocadillos, y aunque yo no le pregunté nada, él me contó algunas cosas del médico de Bethesda.
—Ese tipo es asombroso —me dijo—. Hace diez años me recompuso. Estaba en un estado mucho peor que el de Deborah, créeme, y volvió a colocar todas las piezas en su sitio y logró que funcionaran.
—Lo cual es casi igual de importante —señalé, y Chutsky asintió como si estuviera escuchándome.
—Palabra de honor —replicó—, Teidel es el mejor. ¿Has visto cómo le trataban los demás médicos?
—Como si quisieran lavarle los pies y pelarle las uvas —contesté.
Chutsky emitió una sílaba de educada carcajada, «Uj», y una sonrisa igualmente breve.
—Ella se pondrá bien —dijo—. Seguro.
Pero no supe si estaba intentando convencerse a sí mismo o a mí.