30

Y así fue como a la mañana siguiente, temprano, me encontré delante de un pequeño edificio situado en el borde exterior de la pista de Miami International, con un pasaporte a nombre de David Marcey y vestido con lo que sólo puede calificarse de traje de sport, verde, con cinturón y zapatos a juego de un color amarillo rabioso.

Y a mi lado se encontraba el director adjunto de los Misioneros Internacionales de la Iglesia Baptista, el reverendo Campbell Freeney, con una indumentaria igualmente apestosa y una gran sonrisa que cambiaba la forma de su cara y hasta parecía ocultar algunas cicatrices.

No soy una persona a quien preocupe mucho la indumentaria, pero me ciño a unos patrones básicos de decencia en lo tocante a la vestimenta, y lo que llevábamos puesto los aplastaba y arrojaba al polvo. Había protestado, por supuesto, pero el reverendo Kyle me indicó que no había otra alternativa.

—Hay que dar el pego, colega —comentó, y acarició su chaqueta deportiva roja—. Es ropa de misionero baptista.

—¿No podríamos ser presbiterianos? —sugerí esperanzado, pero él negó con la cabeza.

—Esto es lo que me dieron, y hemos de hacerlo así. A menos que hables húngaro.

—¿Eva Gabor? —pregunté, pero Kyle sacudió la cabeza.

—Y no te pongas a hablar de Jesús todo el rato, ellos no lo hacen —añadió—. Limítate a sonreír y a ser amable con todo el mundo, y todo saldrá bien. —Me entregó otra hoja de papel—. Toma. Es tu carta del Departamento del Tesoro, autorizándote a viajar a Cuba para trabajar de misionero. No la pierdas.

Había sido una fuente de cuantiosa información durante las escasas horas transcurridas entre la decisión de llevarme a La Habana y nuestra llegada matutina al aeropuerto. Hasta me había dicho que no bebiera agua, lo cual me pareció muy extraño.

Apenas había tenido tiempo de contarle a Rita algo plausible: que había surgido una emergencia de la que me debía ocupar y que no se preocupara, el policía uniformado se quedaría delante de la puerta hasta que yo regresara. Y si bien fue lo bastante inteligente para quedarse perpleja por la idea de una emergencia forense, me siguió el juego, tranquilizada por la visión del coche patrulla de la policía aparcado delante de su casa. Chutsky también había contribuido, cuando le dio una palmada en el hombro y dijo: «No te preocupes. Nos ocuparemos de esto por ti». Esto la confundió todavía más, puesto que no había solicitado ningún análisis de salpicaduras de sangre, y de haberlo hecho, Chutsky no habría intervenido. Pero en conjunto, debió darle la impresión de que se estaban haciendo cosas vitales por su seguridad y pronto se solucionaría todo, de modo que me dio un abrazo con lágrimas mínimas, y Chutsky me guió hasta el coche.

Por eso estábamos en el pequeño edificio, esperando el vuelo a La Habana, y al cabo de un breve rato salimos por la puerta a la pista, provistos de nuestros papeles falsos y nuestros billetes verdaderos, mientras subíamos con los demás pasajeros al avión.

El avión era un antiguo jet. Los asientos estaban desgastados y no tan limpios como habrían podido estar. Chutsky (me refiero al reverendo Freeney) ocupó el asiento del pasillo, pero era lo bastante grande para aplastarme contra la ventanilla. Estaríamos muy apretados hasta La Habana, tanto como para tener que esperar a que fuera al lavabo para poder respirar. De todos modos, parecía un precio muy pequeño por llevar la Palabra del Señor a los comunistas ateos. Y al cabo de un breve rato de contener el aliento, el avión empezó a traquetear sobre la pista y se elevó en el aire.

El vuelo no duró lo suficiente para que sufriera privación de oxígeno, sobre todo porque Chutsky se pasó casi todo el rato inclinado hacia el pasillo y hablando con la azafata. Al cabo de media hora estábamos sobrevolando la verde campiña de Cuba y aterrizamos en una pista que, al parecer, era obra del mismo contratista que había construido la de Miami International. Aun así, por lo que yo sé, las ruedas no se desprendieron, y rodamos hasta una bonita y moderna terminal de aeropuerto…, y pasamos de largo hasta detenernos al lado de un lúgubre edificio antiguo que parecía la estación de autobús de un campo de concentración.

Bajamos del avión por una escalera rodante, cruzamos la pista y entramos en el cuadrado edificio gris, cuyo interior no era mucho más acogedor. Algunos hombres uniformados con bigote de aspecto muy serio se hallaban apostados con armas automáticas y miraban a todo el mundo. Como curioso contraste, varios televisores colgaban del techo, y todos transmitían lo que parecía una comedia cubana, con una histérica banda sonora de carcajadas y todo, comparada con la cual su contrapartida de Estados Unidos parecía aburrida. Cada pocos minutos uno de los actores decía algo que yo no podía descifrar, y una explosión de música se imponía a las carcajadas.

Nos pusimos en una cola que avanzaba con lentitud hacia una cabina. No vi nada al otro lado de la cabina, y por lo que yo sabía igual nos estaban esperando con camiones de ganado para conducirnos a un gulag, pero Chutsky no parecía muy preocupado, de modo que habría sido muy poco deportivo por mi parte quejarme.

La cola iba avanzando poco a poco, y pronto, sin decirme una palabra, Chutsky llegó a la ventanilla e introdujo su pasaporte por la ranura de abajo. No vi ni oí lo que decían, pero no resonaron gritos desaforados ni disparos, y al cabo de un momento recogió sus papeles y desapareció al otro lado de la cabina, y me llegó el turno.

Detrás del grueso cristal estaba sentado un hombre que habría podido ser el gemelo del soldado armado más cercano. Cogió mi pasaporte sin comentarios y lo abrió, miró en el interior, me miró a mí, y después lo empujó en mi dirección sin decir palabra. Yo había esperado algún tipo de interrogatorio. Pensé que se levantaría y me atizaría por ser un perro capitalista, o quizás un tigre de papel. Me quedé tan desconcertado por su absoluta falta de reacción, que permanecí ahí parado un momento, hasta que el hombre me indicó con un cabeceo que me fuera, cosa que hice, doblé una esquina como había hecho Chutsky y entré en la zona de recogida de equipajes.

—Hola, colega —me dijo éste cuando me acerqué al punto en que se había parado junto a la cinta transportadora inmóvil que pronto, confié, nos traería las maletas—. No estarías asustado, ¿verdad?

—Imaginaba que sería un poco más difícil. ¿No están enfadados con nosotros o algo por el estilo?

Chutsky rió.

—Creo que vas a descubrir que les caes bien —contestó—. Es tu gobierno lo que no pueden soportar.

Sacudí la cabeza.

—¿Son capaces de establecer esa diferenciación?

—Claro. Es sencilla Lógica Cubana.

Por absurdo que parezca, yo me había criado en Miami y conocía muy bien lo que era eso. La Lógica Cubana era una broma corriente en la comunidad cubana, situada justo antes del Cubanaso[9] en el espectro emocional. La mejor explicación que había oído fue la de un profesor de la universidad. Me había apuntado a un curso de poesía en un vano intento de profundizar en el alma humana, algo de lo que carezco. Y el profesor había leído en voz alta un fragmento de Walt Whitman. Todavía me acordaba del verso, puesto que es humano al cien por cien. «¿Que me contradigo? Pues sí, me contradigo. Soy inmenso, contengo multitudes». Y el profesor había levantado la vista del libro y comentó: «Perfecta Lógica Cubana», tras lo cual esperó a que las carcajadas enmudecieran y reanudó la lectura del poema.

Por lo tanto, si a los cubanos no les gustaba Estados Unidos y les gustaban los estadounidenses, no implicaba más gimnasia mental que la que había visto y oído casi cada día de mi vida. En cualquier caso, oí un ruido metálico, sonó un timbre estridente y nuestro equipaje empezó a salir por la cinta transportadora. No llevábamos gran cosa, sólo una pequeña bolsa cada uno, una muda de calcetines y una docena de biblias. Pasamos con las bolsas delante de una agente de aduanas que parecía más interesada en hablar con el guardia que tenía al lado que en atraparnos pasando de contrabando armas o carteras de acciones. Se limitó a echar un vistazo a las bolsas y nos indicó con un ademán que pasáramos, sin perder ni una sílaba de su rapidísimo monólogo. Y entonces, quedamos en libertad y salimos por la puerta al sol de fuera. Chutsky llamó con un silbido a un taxi, un Mercedes gris, y bajó un hombre con una librea gris y una gorra a juego, quien vino a recoger nuestras bolsas.

—Hotel Nacional —le indicó; éste tiró nuestras maletas en el maletero, y todos subimos.

La autopista de La Habana tenía montones de baches, pero estaba casi desierta. Vimos algunos taxis, un par de motocicletas y algunos camiones del ejército que se movían con lentitud, y nada más hasta llegar a la ciudad. Entonces, las calles estallaron de vida de repente, con coches antiguos, bicicletas, multitudes de gente que invadían las aceras, y unos autobuses de aspecto muy raro tirados por camiones diesel. Eran dos veces más largos que los autobuses norteamericanos, en forma de eme, con los dos extremos alzados como alas, que luego descendían hasta un punto bajo de techo liso en el centro. Iban todos tan abarrotados de gente que parecía imposible que alguien más subiera, pero mientras miraba, uno de ellos se detuvo y, obviamente, otro grupo de gente se apelotonó en el interior.

—Camellos —comentó Chutsky, y le miré con curiosidad.

—¿Perdón? —pregunté.

Movió la cabeza en dirección a uno de los extraños autobuses.

—Les llaman camellos. Dicen que es debido a su forma, pero yo diría que está relacionado con el olor que reina en el interior en las horas punta. —Sacudió la cabeza—. Cuatrocientas personas juntas, volviendo a casa del trabajo, sin aire acondicionado y las ventanillas que no se abren. Increíble.

Era una información fascinante, o al menos eso pensaba Chutsky, porque no dijo nada más profundo, aunque estábamos atravesando una ciudad en la que yo nunca había estado. Por lo visto, su instinto de convertirse en guía turístico había muerto, y nos deslizamos entre el tráfico hasta llegar a un ancho bulevar que corría a lo largo del mar. Al otro lado del puerto, en lo alto de una loma, vi un antiguo faro y algunas almenas, y al otro lado una nube de humo negro que se alzaba hacia el cielo. Entre nosotros y el océano había una acera ancha y un rompeolas. Las olas rompían en el muro y lanzaban espuma al aire, pero por lo visto a nadie le importaba mojarse un poco. Había montones de personas de todas las edades sentadas, de pie, paseando, pescando, tumbadas y besándose en aquel lugar. Pasamos junto a una escultura extrañamente contorsionada, cruzamos una zona pavimentada, giramos a la izquierda y ascendimos una suave colina. Y allí estaba, el Hotel Nacional, junto con la fachada que pronto acogería el rostro sonriente de Dexter, a menos que encontráramos a Weiss antes.

El conductor detuvo el coche delante de una majestuosa escalinata de mármol. Un portero vestido de almirante italiano se acercó y dio una palmada, y un botones uniformado salió corriendo para coger nuestras maletas.

—Ya hemos llegado —anunció Kyle sin necesidad. El almirante abrió la puerta y Chutsky bajó. Me dejaron que abriera mi puerta, pues estaba al otro lado de la escalinata de mármol. Bajé a un bosque de sonrisas solícitas. Chutsky pagó al chófer, y seguimos al botones escaleras arriba hasta entrar en el hotel.

El vestíbulo parecía tallado del mismo bloque de mármol que la escalinata. Era un poco estrecho, pero se alejaba hasta perderse de vista en la brumosa distancia. El botones nos guió hasta el mostrador de recepción, dejando atrás un grupo de lujosas sillas y un cordón de terciopelo. El recepcionista pareció alegrarse muchísimo de vernos.

—Señor Freeney —lo saludó, al tiempo que inclinaba la cabeza muy contento—. Me alegro mucho de volver a verle. —Enarcó una ceja—. No habrá venido por el Festival de Arte, ¿verdad?

Tenía menos acento que muchos habitantes de Miami, y Chutsky también pareció alegrarse de verle.

Le estrechó la mano.

—¿Cómo estás, Rogelio? Yo también me alegro de verte. He venido para presentar a un tipo nuevo. —Apoyó la mano sobre mi hombro y me empujó hacia delante, como si yo fuera un muchacho hosco obligado a besar a la abuelita en la mejilla—. Éste es David Marcey, una de nuestras estrellas prometedoras. Predica unos sermones del copón.

Rogelio me estrechó la mano.

—Me alegro mucho de conocerle, señor Marcey.

—Gracias. Este lugar es muy bonito.

Hizo una media reverencia de nuevo y se volvió hacia el teclado del ordenador.

—Espero que disfruten de su estancia. Si al señor Freeney no le parece mal, les pondré en la planta ejecutiva. Así estarán más cerca del desayuno.

—Eso suena muy bien —dije.

—¿Una habitación o dos? —preguntó.

—Creo que esta vez sólo una, Rogelio —respondió Chutsky—. Hemos de controlar la cuenta de gastos en este viaje.

—Por supuesto —replicó Rogelio. Pulsó unas cuantas teclas más, y después, con un majestuoso ademán, deslizó dos llaves por encima del mostrador—. Tengan.

Chutsky apoyó la mano sobre las llaves y se inclinó hacia delante.

—Una cosa más, Rogelio —dijo, y bajó la voz—. Un amigo nuestro va a llegar desde Canadá. Se llama Brandon Weiss. —Acercó las llaves a él, y en su lugar dejó un billete de veinte dólares—. Nos gustaría darle una sorpresa. Es su cumpleaños.

Rogelio movió una mano y el billete de veinte dólares desapareció como una mosca atrapada por un lagarto.

—Por supuesto. Les informaré de inmediato.

—Gracias, Rogelio.

Chutsky dio media vuelta y me indicó con un ademán que le siguiera. Recorrimos el pasillo hasta el final, en compañía del botones que cargaba con nuestras bolsas, hasta llegar a una hilera de ascensores preparados para subirnos a la planta ejecutiva. Un grupo de personas vestidas con mucho gusto estaban esperando, y puede que fuera obra de mi imaginación febril, pero pensé que miraban horrorizados mi indumentaria de misionero. De todos modos, no tenía otro remedio que ceñirme al guión, así que les dediqué una sonrisa y conseguí reprimir la tentación de largarles un rollo religioso, posiblemente del Apocalipsis.

La puerta se abrió y la multitud entró en el ascensor. El botones sonrió.

—Pase, señor, les seguiré dentro de un momento.

El Justo Reverendo Freeney y yo entramos.

Las puertas se cerraron. Percibí más miradas angustiadas dirigidas a mis zapatos, pero nadie dijo nada, de modo que yo opté por lo mismo. Pero sí me pregunté por qué teníamos que compartir la habitación. No había tenido un compañero de cuarto desde la universidad, y no salió muy bien. Además, sabía muy bien que Chutsky roncaba.

Las puertas se abrieron y salimos. Seguí a Chutsky hacia la izquierda, en dirección a otra zona de recepción, donde un camarero nos esperaba junto a un carrito con hielo. Hizo una reverencia y nos dio a cada uno un vaso alto.

—¿Qué es esto? —pregunté.

—Gatorade cubano —replicó Chutsky—. Salud.

Vació su vaso y lo dejó en el carrito, de modo que le imité. La bebida era suave, dulce, con cierto sabor a menta, y descubrí que, en efecto, parecía refrescante como el gatorade en un día caluroso. Dejé mi vaso vacío al lado del de Chutsky. Éste cogió otro, de modo que yo también. «Salud», brindó. Entrechocamos los vasos y bebí. Sabía muy bien, y como apenas había bebido o comido debido al ajetreo de la llegada al aeropuerto, me permití disfrutar del mejunje.

A nuestra espalda, la puerta del ascensor se abrió y nuestro botones salió con las bolsas.

—Ya estás aquí —comentó Chutsky—. Vamos a ver la habitación.

Vació su vaso, yo también, y seguimos al botones por el pasillo.

A mitad de camino empecé a sentirme un poco raro, como si mis piernas se hubieran convertido de repente en madera de balsa.

—¿Qué llevaba ese gatorade? —pregunté a Chutsky.

—Sobre todo ron. ¿Qué pasa, nunca habías tomado un mojito?

—Creo que no.

Emitió un leve gruñido, que tal vez había querido ser una carcajada.

—Acostúmbrate. Ahora estás en La Habana.

Le seguí por el pasillo, que de repente se había hecho mucho más largo y luminoso. Ahora me sentía como nuevo. No sé cómo, conseguí llegar hasta la habitación y atravesar la puerta. El botones depositó nuestras bolsas sobre un aparador y abrió las cortinas, que revelaron una habitación muy bonita, amueblada con gusto al estilo clásico. Había dos camas, separadas por una mesita de noche, y un cuarto de baño a la izquierda de la puerta de la habitación.

—Muy bonita —comentó Chutsky, y el botones sonrió e hizo media reverencia—. Gracias —le dijo, y extendió la mano con un billete de diez dólares—. Muchísimas gracias.

El botones aceptó el dinero con una sonrisa, un cabeceo y la promesa de que sólo teníamos que llamar y removería cielo y tierra con tal de satisfacer nuestro capricho más ínfimo, y después desapareció por la puerta y yo me desplomé boca abajo en la cama más cercana a la ventana. Elegí esa cama porque era la más próxima, pero también deslumbraba en exceso, debido al sol agresivo que entraba por la ventana, de modo que cerré los ojos. La habitación no daba vueltas, ni yo me sumí de repente en la inconsciencia, pero me pareció una gran idea quedarme un rato tumbado con los ojos cerrados.

—Diez pavos —observó Chutsky—. Eso es lo que casi todo el mundo gana aquí en un mes. Y, ¡bumba!, se los lleva por cinco minutos de trabajo. Puede que sea doctor en astrofísica. —Se produjo una breve y bienvenida pausa, y después me preguntó, con una voz que se me antojó muy lejana—. Eh, colega, ¿te encuentras bien?

—Nunca me había sentido mejor —contesté, y mi voz también era lejana—. Pero creo que me echaré una siestecita.

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