29

Kyle Chutsky estaba sentado frente a mí en la misma mesa pequeña del rincón del bar situado en la planta baja de la cafetería del hospital. Pese al hecho de que en, mi opinión, no había abandonado el recinto desde hacía días, estaba recién afeitado y llevaba lo que parecía una camisa limpia. Me miraba con una expresión regocijada. Elevó las comisuras de su boca y arrugó la piel alrededor de sus ojos, pero no alteró la mirada, que era fría y vigilante.

—Qué curioso —dijo—. ¿Quieres que te ayude a introducirte en el sistema de reservas de ese hotel, The Breakers? Ja. —Lanzó una breve carcajada, muy poco convincente—. ¿Por qué crees que yo puedo ayudarte en eso?

Por desgracia, era una buena pregunta. En realidad, yo no sabía si podía ayudarme, basándome en lo que había dicho o hecho. Pero lo poco que sabía acerca de Chutsky indicaba que era un miembro de alto rango del gobierno en la sombra, el clan de personas deliberadamente incontroladas e independientes que trabajaban para varias agencias más o menos asociadas con el gobierno federal, y a veces incluso entre sí. Y como tal, yo estaba convencido de que conocería un número indeterminado de formas de descubrir el momento en que Weiss se registraría en el hotel.

Pero había un pequeño problema de protocolo, que yo no podía saber y él no podía admitir. Para superar ese escollo debía impresionarle con algo lo bastante urgente para vencer su reticencia inicial. No se me ocurre nada más importante que el inminente fallecimiento del Gallardo Dexter, pero no creía que Chutsky compartiera la elevada opinión que tengo de mí mismo. Lo más probable fuera que valorara más otras estúpidas nimiedades como la seguridad nacional, la paz mundial y su propia vida y miembros escasamente valiosos.

Pero se me ocurrió que también valoraba en mucho a mi hermana, lo cual me facilitaba una apertura en potencia.

—Kyle —argumenté, con mi mejor franqueza viril artificial—, se trata del tipo que apuñaló a Deborah.

En cualquier escena de cualquier programa televisivo viril que yo había visto, esto habría bastado, pero por lo visto, Chutsky no veía mucha televisión. Se limitó a enarcar una ceja.

—¿Y? —preguntó.

—Pues… —aduje, algo sorprendido, y traté de recordar más detalles de esas escenas televisivas—. Anda suelto y, hum, impune. Hum… Podría hacerlo de nuevo.

Esta vez enarcó ambas cejas.

—¿Crees que podría apuñalar a Deborah de nuevo? —preguntó.

La cosa no iba bien, al menos no como yo había pensado. Había dado por supuesto que existía una especie de Código del Hombre de Acción, y lo único que debía hacer era sacar a colación el tema de la acción directa y expresar mi impaciencia por lanzarme contra los malos, y Chutsky se pondría en pie de un salto con la misma avidez y cargaríamos Pork Chop Hill[8] arriba juntos. En cambio, Chutsky me estaba mirando como si le hubiera sugerido hacerse un enema.

—¿Cómo es posible que no quieras atrapar a ese tipo? —le pregunté, con un poco de torpe desesperación en la voz.

—No es mi trabajo —contestó—. Ni tampoco el tuyo, Dexter. Si crees que ese tipo va a registrarse en ese hotel, díselo a la policía. Tienen cantidad de gente para vigilar y agarrarlo. Tú sólo te tienes a ti, colega, y no te lo tomes a mal, pero podría ser mucho más duro de lo que estás acostumbrado.

—La policía querrá saber cómo los sé —aventuré, y me arrepentí al instante.

Chutsky se dio cuenta con la misma celeridad.

—De acuerdo. ¿Cómo lo sabes?

Llega un momento en que incluso Dexter el Falso ha de poner una o dos cartas boca arriba encima de la mesa, y estaba claro que había llegado. De modo que arrojé por la ventana mis inhibiciones natas.

—Me está acosando.—Chutsky parpadeó.

—¿Qué significa eso?

—Significa que me quiere ver muerto. Ya lo ha intentado dos veces.

—¿Y crees que lo intentará otra más? ¿En ese hotel, The Breakers?

—Sí.

—¿Y por qué no te quedas en casa?

No soy engreído cuando digo que no estoy acostumbrado a disfrutar de tanta inteligencia al otro lado de la conversación. Pero no cabía duda de que Chutsky dirigía el baile, y Dexter le seguía a varios pasos de distancia, cojeando sobre dos pies izquierdos con ampollas en el talón y los dedos. Me había metido en este embrollo con una imagen muy clara de Chutsky como un hombre acostumbrado a utilizar ambos puños, si bien uno de ellos era ahora un gancho de acero, pero aun así el típico individuo lanzado, excesivo, intrépido, que se precipitaba al combate a la menor insinuación, sobre todo cuando consistía en echarle el gancho al hombre que había apuñalado a su verdadero amor, mi hermana Deborah. Estaba claro que había errado en mis cálculos.

Pero esto dejaba un gran interrogante: ¿Quién era Chutsky, en realidad, y cómo conseguiría su ayuda? ¿Necesitaba alguna astuta estratagema para someterle a mi voluntad, o tendría que recurrir a alguna forma de incómoda e indecible sinceridad sin precedentes? La sola idea de ser sincero me hacía temblar como una hoja: era contrario a todo cuanto yo había defendido siempre. Pero, al parecer, no había otra solución, Tendría que ser algo mínimamente cierto.

—Si me quedo en casa —aventuré—, hará algo terrible. A mí, y quizá también a los niños.

Chutsky me miró, y después meneó la cabeza.

—Era más lógico cuando pensaba que querías vengarte. ¿Cómo podrá hacerte algo si estás en casa y él está en el hotel?

En algún momento has de aceptar el hecho de que hay días en que no estás en tu mejor disposición de ánimo, y ése era uno de ellos. Me dije que, lo más probable, todavía estaba padeciendo las consecuencias de la conmoción cerebral, pero mi yo me respondió que aquello era una penosa y sobada excusa en el mejor de los casos, y con mucha más irritación contra mí mismo de la que recordaba desde hacía bastante tiempo, saqué el cuaderno que había confiscado del coche de Weiss y lo abrí por el dibujo a todo color de Dexter el Dominador delante del Hotel The Breakers.

—Así. Si no puede matarme, se las ingeniará para que me detengan por asesinato.

Chutsky estudió el dibujo durante un largo rato, y después silbó en voz baja.

—Canastos, muchacho. ¿Y estas cosas que hay al pie…?

—Cadáveres. Dispuestos como los que Deborah estaba investigando cuando este hombre la apuñaló.

—¿Por qué hacer esto?

—Es una especie de obra de arte. O sea, él cree que lo es.

—Sí, pero ¿por qué hacerte esto a ti, colega?

—Por el tipo que detuvieron cuando apuñalaron a Deborah. Le di una patada fuerte en la cabeza. Era su novio.

—¿Era? —preguntó Chutsky—. ¿Dónde está ahora?

Nunca he comprendido la gracia de la automutilación. Al fin y al cabo, la vida consiste en trabajar y hacerlo bien. Pero si hubiera podido eliminar la palabra «era» mordiéndome la lengua, lo habría hecho de buena gana. Sin embargo, ya no había marcha atrás, por lo cual, me puse a buscar a tientas un ápice de mi antes agudo ingenio, y encontré un fragmento.

—No pagó la fianza y desapareció.

—¿Y este tipo te echa la culpa porque su novio se piro?

—Eso creo. —Chutsky me miró, y después contempló el dibujo de nuevo.

—Escucha, colega. Tú conoces a este tipo, y sé que has de hacer caso de tu intuición. A mí siempre me ha funcionado, nueve veces de cada diez. Pero esto es, no sé. —Se encogió de hombros—. Como poco consistente, ¿no te parece? —Señaló el dibujo con un dedo—. En cualquier caso, tienes razón en una cosa. Si va a hacer esto, necesitas mi ayuda. Mucho más de lo que supones.

—¿Qué quieres decir? —le pregunté cortésmente.

Chutsky golpeó el dibujó con el dorso de la mano.

—Este hotel —contestó—. No es The Breakers. Es el Hotel Nacional. En La Habana. —Y al ver que la boca de Dexter se desmoronaba de un modo indigno, añadió—: Ya sabes, La Habana. La de Cuba.

—Pero eso no es posible. Yo he estado allí. Esto es The Breakers.

Me sonrió, la irritante sonrisa con aires de superioridad que me encantaría probar alguna vez cuando no fuera disfrazado.

—No eras bueno en historia, ¿verdad?

—Creo que me perdí esa clase. ¿De qué estás hablando?

—El Hotel Nacional y The Breakers fueron construidos a partir de los mismos planos, con el fin de ahorrar dinero. Son prácticamente idénticos.

—¿Y por qué estás tan seguro de que éste no es The Breakers?

—Escucha —dijo Chutsky—. Mira los coches antiguos. Cuba en estado puro. ¿Ves esa especie de cochecito de golf, con la burbuja encima? Es un Coco Loco, y sólo los hay allí, no en Palm Beach. Y la vegetación, esa masa de la izquierda. No se ve en The Breakers. Sólo en La Habana. —Dejó caer el cuaderno y se inclinó hacia atrás— Por lo tanto, yo diría que el problema está solucionado, colega.

—¿Por qué lo dices? —le pregunté, irritado tanto por su actitud como por la falta de lógica en todo lo que había dicho.

Chutsky sonrió.

—Es muy difícil para un norteamericano ir a la isla —contestó—. No creo que pueda conseguirlo.

Una pequeña moneda cayó en la ranura y una luz se encendió en el cerebro de Dexter.

—Es canadiense.

—De acuerdo —replicó con tozudez—. Podría ir, pues. —Se encogió de hombros—. Pero tal vez no recuerdes que el asunto está un poco crudo por allí. Quiero decir… No podría hacer esto. —Dio un manotazo sobre el dibujo—. En Cuba no. La policía se le echaría encima como… —Chutsky frunció el ceño y se llevó el gancho reluciente a la cara con aire pensativo. Paró a tiempo antes de metérselo en el ojo—. A menos que…

—¿Qué? —pregunté.

Sacudió la cabeza un poco.

—Este tipo es muy listo, ¿verdad?

—Bien —reconocí a regañadientes—. Sé que él se lo cree.

—Por lo tanto, ha de saberlo. Lo cual quizá significa… —sugirió Chutsky, negándose a terminar una frase con algo que se pareciera a un sustantivo. Sacó su teléfono, uno de esos grandes con pantalla más grande todavía. Lo sujetó sobre la mesa con el gancho y empezó a teclear con un dedo a toda velocidad—. Maldita sea… Vale… Ajá. —Siguió mascullando otras brillantes observaciones. Vi que aparecía Google en la pantalla, pero nada legible desde el otro lado de la mesa—. Bingo —dijo por fin.

—¿Qué?

Sonrió, muy satisfecho con su inteligencia.

—Allí siempre hay festivales. Para demostrar lo sofisticados y libres que son. —Empujó el teléfono hacia mí—. Como éste —dijo.

Acerqué el teléfono y leí la pantalla.

—«Festival Internacional de Artes Multimedia» —leí.

—Empieza dentro de tres días —me aclaró Chutsky—. Haga lo que haga este tipo, proyecciones, clips, lo que sea, la policía recibirá la orden de dejarle a su aire. Por el festival.

—Y la prensa ira —observé—. De todas partes del mundo.

Chutsky hizo un gesto con el gancho que habría sido como alzar la mano con la palma hacia arriba, de haber tenido mano. Los ganchos no tienen palmas, por supuesto, pero el significado era claro.

—Tal como están las cosas recibirá cobertura informativa en Miami como si tuviera lugar en Miami.

Y era verdad. Miami recibía cobertura oficial y extraoficial sobre todo lo que sucedía en La Habana, con más detalle que sobre los acontecimientos de Fort Lauderdale, que estaba al lado. De modo que si me implicaba en La Habana, yo sería condenado en Miami, con el premio añadido de que no podría hacer nada al respecto.

—Perfecto.

Y lo era. Weiss tenía vía libre para llevar a la práctica su espantoso proyecto, y después recibir toda la atención que anhelaba con tanto desespero, como un paquete de vacaciones envuelto en celofán. Lo cual no parecía muy bueno para mí. Sobre todo porque sabía que no podía ir a Cuba a detenerle.

—Muy bien —concedió Chutsky—. Tiene sentido. Pero ¿por qué estás tan seguro de que irá?

Era, por desgracia, una buena pregunta. Medité al respecto. En primer lugar, ¿estaba seguro de verdad? Como no quería asustar a Chutsky de ningún modo, envié una cautelosa y silenciosa pregunta al Oscuro Pasajero. ¿Estás seguro al respecto?, le pregunté.

Oh, si, confirmó, con una sonrisa de dientes afilados. Muy seguro.

Bien, pues. Asunto concluido. Weiss iría a Cuba para desenmascarar a Dexter. Pero yo necesitaba algo más convincente que la silenciosa certidumbre. ¿Qué pruebas poseía en realidad, aparte de los dibujos, que probablemente no se admitirían en un tribunal? No cabía duda de que algunos eran muy interesantes. La imagen de la mujer con los seis pechos, por ejemplo, era algo que se te quedaba grabado en la cabeza.

Recordé aquel dibujo, y esta vez se produjo un clang casi audible cuando una moneda muy gorda cayó.

Había una hoja de papel encajada en la encuadernación de la página en cuestión.

Con una lista de vuelos entre La Habana y México.

El tipo de información que desearías tener a mano en el caso de que, por ejemplo, tuvieras que abandonar La Habana por piernas. Si, digamos, habías esparcido algunos cadáveres bastante poco comunes delante del hotel de cinco estrellas más importante de la ciudad.

Cogí el cuaderno, saqué el horario de vuelos y lo dejé encima de la mesa.

—Irá.

Chutsky levantó el papel y lo desdobló.

—Cubana de Aviación —leyó.

—Desde La Habana a México D. F. Puede hacerlo y largarse a toda prisa.

—Quizá. Sí, podría ser. —Me miró y ladeó la cabeza—. ¿Qué te dice tu intuición?

La verdad, lo único que me decía mi intuición era que había llegada la hora de comer, pero no cabía duda de que era muy importante para Chutsky, y si yo ampliaba la definición de «intuición» para que incluyera al Pasajero, mi intuición me estaba diciendo que no existía la menor duda.

—Irá —repetí.

Chutsky frunció el ceño y contempló el dibujo de nuevo. Después, empezó a sacudir la cabeza, al principio despacio, y luego cada vez con mayor energía.

—Ajá —dijo, y acto seguido levantó la vista, agitó el horario en mi dirección y se levantó—. Vamos a hablar con Deborah.

Deborah estaba tendida en la cama, cosa que no habría debido sorprenderme. Se encontraba mirando por la ventana, aunque no podía ver nada desde allí, pese al hecho de que la televisión estaba encendida y transmitía escenas de felicidad y júbilo sobrenaturales. Debs no parecía interesada en la alegre música y los gritos de felicidad que emitía el aparato. De hecho, a juzgar por su expresión, habría podido decirse que jamás había conocido la felicidad en la vida, y que nunca lo intentaría si podía evitarlo. Nos miró sin interés cuando entramos, el tiempo suficiente para identificarnos, y después desvió la vista en dirección a la ventana de nuevo.

—Está un poco baja de moral —murmuró Chutsky—. Sucede a veces, después de que te hayan dado un buen tajo.

A juzgar por el número de cicatrices que cubrían la cara y el cuerpo de Chutsky, supuse que sabía de qué estaba hablando, de modo que asentí y me acerqué a ella.

—Hola, hermanita —la saludé, con una risueña voz artificial que, según tenía entendido, siempre debía utilizarse con un inválido.

Se volvió hacia mí, y en la ausencia de emoción de su rostro y la profunda vaciedad azul de sus ojos, vi un eco de su padre, Harry. Había visto esa mirada antes, en los ojos de él, y de aquellos abismos azules surgió un recuerdo que me envolvió por completo.


Harry se estaba muriendo. Era algo insólito para todos nosotros, como ver a Supermán en las garras de la kriptonita. Se suponía que estaba por encima de las debilidades ordinarias. Pero durante el último año y medio se había estado muriendo, poco a poco, a trancas y barrancas, y ahora se hallaba cerca de la línea de llegada. Postrado en su cama de la residencia para enfermos terminales, la enfermera había decidido colaborar. Había aumentado aposta y con efectos cada vez más mortíferos la dosis de calmantes, acelerándole la muerte, saboreando su agonía, y él se había dado cuenta y me lo había dicho. Y, oh, regocijo y arrobo, Harry me había dado permiso para convertir a aquella enfermera en mi primer compañero de juego realmente humano, el primero que me había llevado al Oscuro Patio de Recreo.

Y yo lo había hecho. La Primera Enfermera se convirtió en la primera gota de sangre sobre la placa de cristal de mi nueva colección. Habían sido varias horas de prodigios, exploraciones y éxtasis, antes de que la Primera Enfermera siguiera el camino de la carne, y a la mañana siguiente, cuando fui a la residencia para informar a Harry, la experiencia todavía me embargaba de una brillante oscuridad.

Entré en su habitación sin apenas tocar el suelo, y cuando abrió los ojos y me miró, vio que yo había cambiado y me había convertido en aquello en lo que él me había transformado, y mientras miraba la muerte acudió a sus ojos.

Me senté angustiado a su lado, convencido de que había sufrido una nueva crisis.

—¿Te encuentras bien? —pregunté—. ¿Llamo al médico?

Cerró los ojos y negó con la cabeza poco a poco.

—¿Qué pasa? —insistí, pensando que, como yo me sentía mejor que nunca, todo el mundo debería estar regocijado.

—Nada —contestó, con su voz débil de moribundo. Abrió los ojos de nuevo y me miró con la misma mirada vidriosa de vacío azul—. ¿Lo has hecho?

Asentí y estuve a punto de ruborizarme, con la sensación de que hablar de ello era algo embarazoso.

—¿Y después?

—Todo limpio —contesté—. Fui muy cuidadoso.

—¿Ningún problema? —me preguntó.

—No. Fue maravilloso —solté. Al ver el dolor de su cara, pensé que podría ayudarle y añadí—: Gracias, papá.

Harry cerró los ojos de nuevo y volvió la cabeza. Durante seis o siete segundos, permaneció así, y después susurró, casi sin que yo pudiera oírle:

—¿Qué he hecho…? Oh, joder, ¿qué he hecho?

—¿Papá…?

No recordaba haberle oído hablar nunca así, diciendo palabrotas, en tono muy angustiado y vacilante, lo cual me inquietó mucho y acabó con mi euforia. Sacudió la cabeza, con los ojos cerrados, y ya no dijo nada más.

—¿Papá…? —repetí.

Pero no dijo nada, tan sólo sacudió la cabeza unas cuantas veces, y después se quedó inmóvil durante lo que se me antojó muchísimo tiempo, hasta que al fin abrió los ojos y me miró, y allí estaba la mirada de los ojos muertos, que había dejado atrás toda esperanza y luz, hasta llegar al lugar más oscuro que existe.

—Eres aquello en lo que yo te he convertido.

—Sí —contesté, y quise darle las gracias de nuevo, pero continuó hablando:

—No es culpa tuya, sino mía.

No supe a qué se refería, aunque creo que muchos años después empecé a comprender. Y aún deseo haber hecho o dicho algo en aquel momento, algo que hubiera ayudado a Harry a deslizarse gozosamente en la oscuridad final, alguna frase amañada con habilidad que hubiera disipado las dudas y permitido que la luz del sol penetrara de nuevo en aquellos ojos azules vacíos.

Pero sé también, tantos años después, que tal frase no existe, en ningún idioma que yo conozca. Dexter es lo que Dexter ha de ser, por siempre jamás, por los siglos de los siglos, y si Harry se dio cuenta de ello en el último momento y experimentó una oleada de horror y culpabilidad… Bien, lo siento muchísimo, pero ¿qué más hay? Morir debilita a todo el mundo, despierta una dolorosa percepción, y no siempre de una verdad especial. Es el final inminente lo que consigue que la gente desee creer que ve algo similar a una gran revelación. Creedme, soy un experto en las reacciones de los moribundos. Si tuviera que hacer un catálogo de todas las cosas raras que mis Amigos Especiales me han dicho cuando les ayudaba a precipitarse hacia el abismo, daría como resultado un libro muy interesante.

Por consiguiente, me hizo sentir muy mal lo de Harry, pero como era un monstruo en ciernes y joven, poco podía decir para consolarle.

Y tantos años después, al ver la misma mirada en los ojos de Deborah, experimenté la misma sensación de impotencia. Sólo pude mirarla cuando desvió la vista hacia la ventana una vez más.

—Por los clavos de Cristo —protestó, sin apartarlos de la ventana—, dejad de mirarme.

Chutsky se sentó en una silla del lado opuesto.

—Últimamente está un poco malhumorada —comentó.

—Que te den por el culo —rezongó ella sin poner un énfasis real, al tiempo que ladeaba la cabeza para seguir concentrada en la ventana.

—Escucha, Deborah. Dexter sabe dónde está ese tipo. —Ella siguió sin mirarle, se limitó a parpadear dos veces—. Hum, y cree que entre él y yo podríamos detenerle. Quiere hablar contigo al respecto. A ver qué te parece.

—A ver qué me parece —conjeturó en tono amargado, y después se volvió hacia nosotros con un dolor tan terrible en los ojos que casi pude sentirlo—. ¿Quieres saber lo que siento en realidad? —preguntó.

—Sí —repuso Chutsky.

—En la mesa del quirófano me dijeron que estaba muerta. Tengo la sensación de que todavía estoy muerta. Tengo la sensación de que no sé quién soy, ni por qué, ni nada… —Una lágrima rodó sobre su mejilla y, una vez más, fue muy inquietante—. Tengo la sensación de que se llevó de mí todo lo que importa, y no sé si alguna vez lo voy a recuperar. —Miró por la ventana de nuevo—. Tengo ganas de llorar en todo momento, y yo no soy así. Yo no lloro, ya lo sabes, Dex. Yo no lloro —repitió en voz baja, mientras otra lágrima se deslizaba por la pista que la primera había abierto.

—No pasa nada —opuso Chutsky, aunque estaba muy claro que no era cierto.

—Tengo la sensación de que todo lo que creía es falso —continuó ella—. No sé si podré volver a ser policía.

—Te recuperarás —le aseguró Chutsky—. Es cuestión de tiempo.

—Ve a por él —dijo, y me miró con un vestigio de su antigua ira—. Ve a por él, Dexter. Y haz lo que debas hacer.

Sostuvo mi mirada un momento, y después desvió la vista hacia la ventana.

—Papá tenía razón.

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