La odisea de la jornada laboral había sido como una pesadilla, desde quedarme sin donuts por la mañana hasta el terrorífico encuentro con los restos del sargento Doakes, en su versión realzada vocalmente. Aun así, nada me había preparado para la sorpresa que me esperaba en casa.
Había soñado con el resplandor cálido y difuso de una buena cena, y un rato de esparcimiento con Cody y Astor, tal vez jugar al escondite en el patio antes de la cena. Pero cuando aparqué delante de casa de Rita (ahora también Mi Casa, aunque aún no me había acostumbrado), me sorprendió ver las dos pequeñas y desgreñadas cabezas sentadas en el patio delantero, al parecer esperándome. Como yo sabía muy bien que estaban echando Bob Esponja en la tele en aquel mismo momento, no se me ocurrió qué estaban haciendo allí, en lugar de estar apalancados delante de la pantalla. Por lo tanto, bajé del coche con una creciente sensación de alarma y me acerqué a ellos.
—Saludos, ciudadanos —dije. Me miraron con expresión contrita, pero sin decir nada. Eso era lo que cabía esperar de Cody, quien nunca pronunciaba más de cuatro palabras seguidas. Pero en el caso de Astor era alarmante, puesto que había heredado el talento de su madre para la respiración circular, lo cual les permitía a ambas hablar sin parar para tomar aire, y verla sentada allí enmudecida era algo casi sin precedentes. De modo que cambié de idioma y probé de nuevo.
—¿Qué hay de nuevo, eh? —les pregunté.
—Que te vayas a hacer caca —dijo Cody, o al menos eso creí escuchar. Pero como mi entrenamiento no me había preparado para responder a algo ni remotamente similar a eso, miré a Astor, con la esperanza de que me procurara una pista sobre cómo reaccionar.
—Mamá dijo que podíamos ir a buscar una pizza, pero tú te puedes ir a hacer caca, y no queremos que te vayas, de modo que salimos a avisarte. No te vas a marchar, ¿verdad, Dexter?
Me alivió un poco saber que había entendido bien a Cody, aunque eso significaba que ahora debería dilucidar el significado de «irme a hacer caca». ¿Había dicho Rita eso? ¿Significaba que yo había hecho algo muy malo y no me había enterado? No me parecía justo: me gusta recordar y refocilarme en mis maldades. Y un día después de la luna de miel… ¿No era un poco repentino?
—Por lo que yo sé, no pensaba salir —dije—. ¿Estáis seguros de que esas fueron las palabras de mamá?
Asintieron al unísono.
—Ajá. Dijo que te llevarías una sorpresa.
—Estaba en lo cierto —repliqué, y no me pareció justo. Estaba perdido por completo—. Vamos, le diremos que no me voy.
Me cogieron cada uno de una mano y entramos.
La atmósfera de la casa estaba impregnada de un aroma tentador, extrañamente familiar y al mismo tiempo exótico, como si olfatearas una rosa y oliera a tarta de calabaza. Procedía de la cocina, de modo que guié a mi pequeña tropa en aquella dirección.
—¿Rita? —llamé, y el estrépito de una sartén me contestó.
—No está preparado todavía —contestó ella—. Es una sorpresa.
Como todos sabemos, las sorpresas suelen ser ominosas, a menos que sea tu cumpleaños, e incluso entonces no existen garantías. Pese a ello, entré con valentía en la cocina y descubrí a Rita con un delantal, muy ocupada ante los fogones, con un mechón de pelo rubio que había resbalado sobre su frente sin que se diera cuenta.
—¿Me he metido en algún lío? —inquirí.
—¿Qué? No, por supuesto que no. ¿Por qué…? ¡Maldita sea! —exclamó, al tiempo que se metía el dedo que se había quemado en la boca, para luego revolver furiosamente el contenido de la sartén.
—Cody y Astor me han dicho que quieres enviarme a no sé dónde.
Rita dejó caer el cucharón y me miró con expresión alarmada.
—¿Enviarte? Qué tontería, yo… ¿Por qué iba a…?
Se inclinó para recoger el cucharón y volvió a remover.
—¿No has dicho que me fuera a hacer caca? —le pregunté.
—Dexter —replicó, con cierta tensión en la voz—, estoy intentando prepararte un plato especial, y me estoy esforzando mucho para que salga bien. ¿Podemos hablar más tarde de esto?
Se abalanzó sobre la barra, agarró una taza para medir y volvió con la sartén.
—¿Qué estás cocinando?
—Ese plato te gustó mucho en París —respondió, con el ceño fruncido, mientras removía muy lentamente lo que había en la taza de medir.
—Casi siempre me gusta la comida.
—Quería prepararte un estupendo plato francés —anunció—. Coq au vin.
Lo dijo con su mejor Mal Acento Francés, caca van, y una bombilla muy pequeña se encendió en mi cabeza.
—¿Cacaván? —pregunté, y miré a Astor.
Ella asintió.
—Cacaván —dijo.
—¡Maldita sea! —repitió Rita, y esta vez intentó en vano meterse el codo quemado en la boca.
—Vámonos, niños —entoné con voz de Mary Poppins—. Os lo explicaré fuera.
Atravesamos la casa, recorrimos el pasillo y salimos al patio trasero. Nos sentamos juntos en el escalón y ambos me miraron expectantes.
—Muy bien. Escuchad bien. Cacaván es un malentendido.
Astor sacudió la cabeza. Como lo sabía todo, un malentendido no era posible.
—Anthony nos dijo que en español es «irse a hacer caca» —sostuvo con seguridad.
—Pero coq au vin es francés —observé—. Es algo que tu madre y yo aprendimos en Francia.
Astor sacudió la cabeza, y una leve duda asomó a su rostro.
—Nadie habla francés —aseguró.
—Varias personas lo hablan en Francia —insistí—. E incluso aquí, algunas personas como tu madre creen que lo hablan.
—¿Y qué es?
—Pollo. —Intercambiaron una mirada, y luego me miraron a mí. Aunque parezca extraño, fue Cody quien rompió el silencio.
—¿Vamos a comer pizza? —preguntó.
—Estoy seguro de que sí —dije—. ¿Qué os parece si reunimos un grupo para jugar al escondite?
Cody susurró algo a Astor, y ella asintió.
—¿Puedes enseñarnos cosas? Ya sabes, de las otras —sugirió.
Las «otras cosas» a las que se refería eran, por supuesto, el Saber Oscuro que acompañaba al adiestramiento de los Discípulos de Dexter. Había descubierto hacía poco que los dos, debido al trauma repetido de vivir con su padre biológico, quien les pegaba un día sí y otro también con muebles y pequeños aparatos, se habían convertido en lo que sólo puede describirse como Mis Hijos, los Descendientes de Dexter. Estaban marcados para siempre como yo, expulsados para siempre de la realidad de los peluches al país desolado de los placeres perversos. Y se sentían muy ansiosos por empezar a participar en juegos perversos, aunque la única manera segura de practicarlos era por mi mediación, para que siguieran el Camino de Harry.
La verdad era que sería un verdadero placer impartir una pequeña lección esta noche, como un pasito en dirección a la reanudación de mi vida normal, si puedo utilizar esas dos palabras juntas cuando hablo de mí. La luna de miel había tensado mis imitaciones de comportamiento educado más allá de los límites anteriores, y estaba preparado para deslizarme en las sombras y afilar mis colmillos. ¿Por qué no llevarme a los chicos?
—De acuerdo —dije—. Id a buscar a algunos chicos para jugar al escondite, y yo os enseñaré algo útil.
—¿Jugando al escondite? —protestó Astor con un puchero—. No queremos saber eso.
—¿Por qué gano siempre yo cuando jugamos al escondite? —les pregunté.
—No es verdad —terció Cody.
—A veces dejo que uno de vosotros gane —expliqué con altivez.
—Ja —dijo Cody.
—La cuestión es que sé moverme con sigilo. Y eso, ¿por qué es importante?
—Para seguir a alguien —observó Cody, lo cual era un montón de palabras para él. Era maravilloso verle salir de su cascarón con esta nueva afición.
—Sí. Y jugar al escondite sirve para practicar esa virtud.
Intercambiaron una mirada.
—Danos una lección primero —propuso Astor—, y después iremos a buscar a todo el mundo.
—De acuerdo —dije. Me levanté y les conduje hasta el seto que separaba nuestro patio del de los vecinos.
Aún no había oscurecido, pero las sombras ya se estaban alargando cuando nos paramos en la hierba que crecía junto al seto. Cerré los ojos por un momento. Algo se agitó en el oscuro asiento trasero y dejé que el suave aleteo de alas negras me atravesara; sentí que me fundía con las sombras y me integraba en la oscuridad…
—¿Qué estás haciendo? —me preguntó Astor.
Abrí los ojos y la miré. Su hermano y ella me estaban mirando como si de repente me hubiera puesto a comer tierra, y se me ocurrió que intentar explicar la idea de integrarse en la oscuridad sería muy difícil. Pero de mí había partido la idea de hacer esto, de modo que no podía echarme atrás.
—En primer lugar —dije, en un tono que internaba ser desenfadado y lógico al mismo tiempo—, tenéis que relajaros y experimentar la sensación de integraros en la noche que os rodea.
—No es de noche —señaló Astor.
—Pues integraros en el atardecer, ¿vale? —insistí. La niña no parecía muy convencida, pero no dijo nada más, de modo que continué—: Bien, lleváis algo dentro que tenéis que despertar, y tenéis que escucharlo. ¿Lo entendéis?
—El Tío Sombra —propuso Cody, y Astor asintió.
Miré a los dos y experimenté una especie de fervor religioso. Conocían al Tío Sombra, el nombre que otorgaban al Oscuro Pasajero. Lo llevaban dentro tanto como yo, y conocían lo bastante de su existencia para darle un nombre. No cabía la menor duda, ya se encontraban en el mundo oscuro donde yo vivía. Fue un profundo momento de comunión, y entonces supe que estaba haciendo lo correcto: estos niños eran hijos míos y del Pasajero. La idea de que nos unía un vínculo más poderoso que la sangre era casi abrumadora.
No estaba solo. Había recaído sobre mí una enorme y maravillosa responsabilidad, al hacerme cargo de aquel par y conducirles por el Camino de Harry, para convertirse en lo que ya eran, pero con seguridad y orden. Fue un momento estupendo, y estoy seguro de que en algún lugar sonaba música.
Y así habría debido terminar aquel día de trastornos y penalidades. Si hubiera existido justicia en este mundo malvado, habríamos jugado alegremente en el calor de la noche, forjado un vínculo y aprendido secretos maravillosos, y después nos habría esperado una deliciosa cena a base de comida francesa y pizza norteamericana.
Pero, por supuesto, la justicia no existe, y casi todo el tiempo me descubro reflexionando que la vida no nos ama mucho, al fin y al cabo. Y no tendría que haberme sorprendido que, justo cuando extendía una mano hacia cada uno, mi móvil empezara a sonar.
—Plántate con tu culo aquí —bramó Deborah, sin ni siquiera decir hola.
—Por supuesto. Siempre que el resto de mi cuerpo pueda quedarse aquí para cenar.
—Muy gracioso —explotó, aunque no parecía muy divertida—. Pero ahora no necesito chistecitos, porque estoy contemplando otro de esos cadáveres tan alegres.
El Pasajero emitió un ronroneo inquisitivo, y varios pelos de mi nuca se erizaron para ver mejor.
—¿Otro? —pregunté—. ¿Como esos tres cuerpos adornados de la mañana?
—Justamente —confirmó mi hermana, y colgó.
—Ja ja —dije, y guardé mi teléfono.
Cody y Astor me estaban mirando con idéntica expresión de decepción.
—Era la sargento Debbie, ¿verdad? —preguntó Astor—. Quiere que vayas a trabajar.
—Exacto —admití.
—Mamá se pondrá furiosa —comentó la niña, y me di cuenta de que debía tener razón. Oí a Rita producir furiosos ruidos en la cocina, puntuados con ocasionales «maldita sea». Yo no era un gran experto en expectativas humanas, pero estaba convencido de que se enfadaría si me iba sin probar su cena especial, preparada con tanto esmero.
—Ahora sí que me voy a hacer caca —reconocí, y entré, mientras me preguntaba qué podía decir, con la esperanza de que me ocurriera algo antes de que Rita me defenestrara.