31

Cuando desperté, la habitación estaba oscura y silenciosa, y yo tenía la boca muy seca. Moví la mano a tientas sobre la mesita de noche unos momentos hasta que localicé la lámpara, y la encendí. Vi que Chutsky había corrido las cortinas y salido. También vi una botella de agua mineral al lado de la lámpara, la cogí y la abrí, y me bebí la mitad de un largo y satisfecho trago.

Me levanté. Estaba un poco agarrotado a causa de haber dormido boca abajo, pero por lo demás me sentía sorprendentemente bien, además de hambriento, lo cual no era sorprendente. Me acerqué a la ventana y abrí las cortinas. Aún era de día, pero el sol se había desplazado a un lado y calmado un poco, de modo que me quedé mirando el puerto y el rompeolas, además de la larga acera que corría en paralelo, llena de gente. Nadie parecía tener prisa. Los transeúntes deambulaban en lugar de ir a un lugar concreto, y había grupos que hablaban, cantaban y, por lo que deduje a partir de su actividad visible, daban consejos a los que sufrían penas de amor.

En el puerto, un neumático grande cabeceaba en el oleaje, con un hombre colgado de su centro que sujetaba una especie de yo-yo cubano, que es una cucharilla de sedal sin carrete ni caña. Y más lejos todavía, justo antes de desaparecer en el horizonte, estaban pasando tres grandes barcos, aunque no conseguí dilucidar si eran de pasajeros o mercantes. Los pájaros volaban en círculos sobre las olas, el sol se reflejaba en el agua. En conjunto, era una bonita vista, que me condujo a descubrir que no había nada de comer en la ventana, de modo que localicé la llave de la habitación en la mesita de noche y bajé al vestíbulo.

Encontré un comedor enorme en el lado opuesto a los ascensores y, al lado, encajado en un rincón, había un bar chapado en madera oscura. Los dos se veían muy agradables, pero no era lo que estaba buscando. El camarero me dijo, en un inglés perfecto, que había una cafetería en el sótano, bajando la escalera al otro lado del pasillo, y le di las gracias, también en un inglés perfecto, y me encaminé hacia la escalera.

La decoración de la cafetería constituía un homenaje al cine, y pasé un mal trago durante un momento, hasta que vi la carta y me di cuenta de que servían algo más que palomitas de maíz. Pedí un bocadillo cubano, por supuesto, y una Iron Beer, y me senté a una mesa para contemplar luces, cámara y acción con tan sólo una pizca de amargura. Weiss estaba cerca, o a punto de estarlo, y había prometido convertir a Dexter en una gran estrella. Yo no quería ser una estrella. Prefería mucho más trabajar en la oscuridad de las sombras, acumulando con discreción una excelencia sin mácula en la especialidad que había elegido. Esto sería imposible a menos que consiguiera detener a Weiss, y como no estaba muy seguro de cómo pensaba hacerlo, la perspectiva era muy deprimente. De todos modos, el bocadillo estaba bueno.

Cuando terminé de comer, volví a subir la escalera y, guiado por un capricho, bajé la escalinata de mármol y salí del hotel. Una fila de taxis aguardaba. Pasé de largo y seguí la larga acera, dejé atrás una hilera de Chevys y Buicks antiguos, incluso un Hudson. Tuve que leer el nombre en el extremo delantero. Varias personas de aspecto muy risueño estaban apoyadas contra los coches, y todas se mostraron ansiosas por llevarme de paseo, pero yo sonreí y me encaminé hacia la lejana entrada principal. Al otro lado había un montón desordenado de lo que semejaban carritos de golf con armazones de plástico de colores chillones sujetos a ellos. Sus conductores eran más jóvenes y no tan sofisticados como los que se encargaban del Hudson, pero estaban igualmente ansiosos por impedir que utilizara mis piernas. No obstante, conseguí quitármelos de encima también.

Me detuve en la entrada y paseé la vista a mi alrededor. Delante tenía una calle sinuosa con un bar o club nocturno. A mi derecha, una carretera descendía la colina hasta el bulevar que corría paralelo al rompeolas, y a mi izquierda, también colina abajo, vi lo que parecía un cine en la esquina y una hilera de tiendas. Y mientras estaba contemplando todo esto y trataba de decidir qué dirección tomar, un taxi se detuvo a mí lado, la ventanilla bajó y Chutsky me llamó en tono perentorio desde dentro.

—Entra. Vamos, colega, sube al taxi. Date prisa.

No tenía ni idea de por qué era tan importante, pero subí y el taxi nos condujo hasta el hotel, giró a la derecha antes de la puerta principal y entró en el aparcamiento pegado a un ala del edificio.

—No puedes pasearte por delante de la fachada —me amonestó—. Si el tipo te ve, todo se irá a la mierda.

—Oh —concedí, y me sentí algo estúpido. Tenía razón, por supuesto, pero Dexter estaba tan poco acostumbrado a acechar de día que ni se me había ocurrido.

—Vamos —dijo, y bajó del coche sosteniendo un maletín nuevo. Pagó al conductor y yo le seguí a través de una puerta lateral que daba a unas cuantas tiendas y, a la derecha, a los ascensores. Subimos directamente a la habitación sin nada más que decir, hasta que entramos. Chutsky tiró el maletín sobre la cama y se sentó en una silla—. Muy bien, tenemos algún tiempo libre, y lo mejor es aprovecharlo en la habitación. —Me miró como si yo fuera un chico algo retrasado—. Para que el tipo no sepa que estamos aquí —añadió.

Me miró un momento para ver si le había entendido, y después, quizás imaginando que lo había pillado, sacó un cuadernillo manoseado y un lápiz, abrió el primero y empezó a hacer un sudoku.

—¿Qué llevas en el maletín? —pregunté, sobre todo porque estaba un poco irritado.

Chutsky sonrió, acercó el maletín con su gancho de acero y lo abrió. Estaba lleno de instrumentos de percusión baratos, la mayoría con la palabra Cuba estampada.

—¿Por qué? —pregunté.

Continuó sonriendo.

—Nunca sabes qué puede pasar —contestó, y devolvió su atención al, sin duda, fascinante sudoku. Abandonado a mi suerte, coloqué la otra silla delante de la televisión, la encendí y me puse a ver comedias cubanas.

Estuvimos así hasta casi llegado el ocaso. Entonces, Chutsky echó un vistazo al reloj.

—De acuerdo, colega, vámonos.

—¿Adónde?

Me guiñó el ojo.

—A ver a un amigo.

No añadió nada más. Cogió su maletín nuevo y salimos. Aunque era un poco inquietante que me guiñaran el ojo, no tuve otro remedio que seguirle con docilidad hasta un taxi que esperaba.

Las calles de La Habana estaban todavía más bulliciosas a la luz desfalleciente. Bajé la ventanilla para ver, oír y oler la ciudad, y fui recompensado con una oleada de música cambiante pero incesante, que al parecer salía de todas las puertas y ventanas ante las que pasábamos, así como de muchos grupos de músicos congregados en la calle. Su canción se elevó, decayó y mutó a medida que atravesábamos la ciudad, pero daba la impresión de que siempre volvía al estribillo de «Guantanamera».

El taxi siguió un sendero tortuoso por calles adoquinadas, siempre a través de multitudes de gente que cantaba, vendía objetos y, cosa extraña, jugaba a béisbol. Perdí todo sentido de la orientación enseguida, y cuando el taxi se detuvo ante una barrera de grandes globos de hierro en mitad de la calle, no tenía ni idea de cuál era la dirección que habíamos tomado. De modo que seguí a Chutsky por una calle lateral, crucé una plaza y llegué a un cruce frente al cual había algo similar a un hotel. Era de un color rosa anaranjado intenso a la luz del sol poniente, y Chutsky entró primero, dejando atrás un piano bar y varias mesas con reproducciones de Ernest Hemingway que parecían pintadas por niños de párvulos.

Al otro lado, al final del vestíbulo, había un montacargas pasado de moda, nos acercamos y él tocó el timbre. Mientras esperábamos, paseé la vista a mi alrededor. A un lado había una fila de estanterías que contenían mercancías de algún tipo, y me acerqué a echar un vistazo. Eran ceniceros, tazones y otros objetos, todos con la imagen de Ernest Hemingway, en este caso ejecutada por alguien un poco más experto que los artistas de primaria.

Llegó el montacargas y entré. Una enorme puerta de hierro gris se deslizó a un lado y reveló el interior, donde un hombre de aspecto sombrío manipulaba los controles. Entramos los dos. Algunas personas más nos acompañaron antes de que el operario cerrara la puerta y elevara la palanca. El montacargas se puso en funcionamiento con una sacudida y empezó a subir poco a poco, hasta que llegamos al quinto piso. Entonces, el operario tiró de la palanca y nos detuvimos.

—La habitación de Hemingway —anunció.

Abrió la puerta y las demás personas de a bordo salieron. Miré a Chutsky, pero negó con la cabeza y señaló hacia arriba, de modo que esperé hasta que la puerta se cerró y subimos dos tramos de escaleras más, hasta detenernos con un estremecimiento. El hombre abrió la puerta y salimos agradecidos a un pequeño habitáculo, poco más que un techo sobre el montacargas y la parte superior de un tramo de escaleras. Oí música cerca, y Chutsky, con un movimiento de la mano, me guió hasta el tejado en dirección a la música.

Un trío estaba interpretando una canción acerca de unos ojos verdes cuando rodeamos un enrejado para acercarnos a los músicos; tres hombres con pantalones blancos y guayaberas. Detrás de ellos había una barra apoyada contra la pared, y en los otros dos lados la ciudad de La Habana se extendía bajo nosotros a la luz anaranjada del sol poniente.

Chutsky se encaminó hacia una mesa baja rodeada de poltronas, y dejó el maletín debajo de la mesa cuando nos sentamos.

—Una vista preciosa, ¿eh? —comentó.

—Muy bonita —contesté—. ¿Piemos venido por eso?

—No, ya te lo dije. Vamos a ver a un amigo.

Tanto si me estaba tomando el pelo como si no, dio la impresión de que no iba a abundar más en el tema. En cualquier caso, el camarero apareció ante nuestra mesa en aquel momento.

—Dos mojitos —ordenó Chutsky.

—La verdad, creo que prefiero una cerveza —comenté, cuando recordé mi siesta inducida por los mojitos.

Chutsky se encogió de hombros.

—Como quieras. Prueba la Cristal, es muy buena.

Asentí con la cabeza en dirección al camarero. Si en algo podía confiar en Chutsky, era en su elección de cervezas. El camarero me devolvió el cabeceo y fue a la barra a buscar nuestras bebidas, mientras el trío atacaba «Guantanamera».

Apenas nos quedaba un sorbo en nuestras bebidas, cuando vi que un hombre se acercaba a nuestra mesa. Era muy bajo y vestía pantalones marrones y una guayabera verde lima, cargado con un maletín que se parecía mucho al de Chutsky.

Este se puso en pie de un brinco y extendió la mano.

—¡I-bán! —chilló, y tardé un momento en comprender que Chutsky no estaba padeciendo un repentino ataque de síndrome de Tourette, sino que era la pronunciación cubana del nombre del recién llegado, Iván. I-bán extendió la mano y lo abrazó calurosamente.

—¡Cam-bell! —exclamó I-bán, y de nuevo tardé un momento en reaccionar, esta vez porque no me acordaba de que Chutsky era el reverendo Campbell Freeney. Cuando todos los engranajes estuvieron en su sitio, Iván se volvió hacia mí y enarcó una ceja.

—Ah, sí —terció Chutsky—. Te presento a David Marcey. David, Iván Echeverría.

Mucho gusto —me saludó Iván. al tiempo que estrechaba mi mano.

—Es un placer —repuse en inglés, pues no estaba seguro de que «David» hablara español.

—Bien, sentémonos —dijo Chutsky.

Llamó al camarero mientras Iván se sentaba. El camarero corrió hasta nuestra mesa, tomó nota del mojito que quería Iván, y cuando llegó, Chutsky e Iván bebieron y hablaron alegremente en español cubano. Es probable que hubiera podido seguirles si me hubiera esforzado, pero se me antojó un trabajo muy arduo para enterarme de lo que parecía una conversación privada, compuesta en su mayor parte de recuerdos sentimentales. La verdad es que, aunque hubieran estado hablando de algo mucho más interesante que Qué Pasó Entonces, habría declinado el honor. Porque ya había anochecido, y sobre el borde del tejado se estaba alzando una enorme luna amarilla rojiza, una luna hinchada, descarada, sedienta de sangre, y nada más verla se me puso la piel de gallina, todo el vello de mi espalda y brazos se erizó y aulló, y por todos los pasillos del Castillo Dexter corría un pequeño y oscuro lacayo, encargado de comunicar la orden de Vamos A Por Ello a todos los Caballeros de la Noche.

Pero no iba a poder ser, por supuesto. Ésta no iba a ser la Noche de Soltarse el Pelo. Por desgracia, era una noche de Tascar el Freno. Era una noche de beber cerveza caliente por un tubo, fingir que escuchaba y disfrutaba el trío. Una noche de sonreír cortésmente a I-bán y desear que todo terminara y poder volver a ser un feliz homicida en paz y tranquilidad. Era una noche de aguantar y confiar en que, algún día, me encontraría con un cuchillo en una mano y Weiss en la otra.

Hasta entonces, sólo podría respirar hondo, beber cerveza y fingir que disfrutaba de la preciosa vista y la maravillosa música. Practica la sonrisa seductora, Dexter. ¿Cuántos dientes podemos exhibir? Muy bien. Ahora, sin clientes, sólo los labios. ¿Hasta qué punto puedes elevar las comisuras de la boca, antes de que dé la impresión de que padeces gravísimos dolores de tripa?

—Eh, ¿te encuentras bien, colega? —preguntó Chutsky veinte minutos después. Por lo visto, había permitido que mi cara abandonara la Sonrisa Feliz y diera paso al Rictus.

—Estoy bien. Estoy, hum… Muy bien, de veras.

—Ajá —dijo, aunque no parecía muy convencido—. Bien, será mejor que te llevemos de vuelta al hotel.

Vació su vaso y se levantó, al igual que Iván. Se estrecharon la mano, y después éste se volvió a sentar, Chutsky agarró su maletín y nos dirigimos hacia el montacargas. Miré hacia atrás y vi que Iván pedía otra copa, y miré a Chutsky con una ceja enarcada.

—Oh. No queremos salir juntos. Al mismo tiempo.

Bien, supongo que era de lo más lógico, puesto que por lo visto ahora estábamos viviendo en una película de espías, de modo que miré con cautela a todo el mundo, mientras bajaba en el montacargas, para comprobar que no eran agentes del cártel malvado. Por lo visto, no lo eran, puesto que conseguimos salir sanos y salvos a la calle. Pero en cuanto la cruzamos en busca de un taxi, pasamos ante un caballo que esperaba con una calesa, algo en lo que habría debido fijarme para evitarlo, porque no les caigo bien a los animales, y este caballo se encabritó, a pesar de que se veía viejo y cansado, y estaba masticando plácidamente algo en un morral. No fue una maniobra muy impresionante, nada digna de John Wayne, pero levantó ambas patas del suelo y me dirigió un relincho de extremo desagrado, cosa que sobresaltó al conductor casi tanto como a mí. Pero apresuré el paso y logramos cazar un taxi sin que nubes de murciélagos me atacaran.

Volvimos al hotel en silencio. Chutsky iba sentado con el maletín sobre el regazo y miraba por la ventana, mientras yo procuraba no escuchar a aquella gorda luna sobrecogedora. Pero no tuve mucho éxito. Estaba en todas las vistas de tarjeta postal de La Habana que atravesábamos, siempre brillante, lasciva y lanzando ideas maravillosas, ¿y por qué no podía yo salir a jugar? Pero no podía. Sólo pude devolverle la sonrisa y decir, pronto. Será pronto.

En cuanto encuentre a Weiss.

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