Quedaba tiempo para investigar dos nombres más de la lista antes de ir a comer. La dirección del primero estaba en Coconut Grove, y sólo tardamos diez minutos en llegar desde la casa de Meza. Deborah condujo sólo un poco más deprisa de lo debido, lo cual en Miami es lento: es como llevar escrito «Patéame» en el culo. Por lo tanto, aunque había poco tráfico, gozamos de nuestra propia banda sonora durante todo el camino, a base de bocinazos, bramidos y dedos medios extendidos con elegancia, mientras los demás conductores nos adelantaban como un banco de pirañas feroces que rodearan una roca del río.
No parecía que Debs se diera cuenta. Estaba devanándose los sesos, lo cual significaba que las arrugas de su frente eran tan profundas que me dieron ganas de advertirle de que le quedarían marcadas para siempre si no se relajaba. Pero pasadas experiencias me habían enseñado que interrumpir de tal guisa sus procesos mentales con esos comentarios cariñosos siempre daba como resultado uno de sus dolorosos guantazos en el brazo, así que seguí sentado en silencio. No sabía por qué había que meditar tan largo y tendido. Teníamos cuatro cadáveres muy decorativos y ninguna pista de quién los había preparado. Pero por supuesto, Debs era la investigadora avezada, no yo. Tal vez algo de uno de sus cursillos en la academia podría ser de aplicación aquí, pero exigía un gran esfuerzo de arrugar la frente.
En cualquier caso, pronto llegamos a la dirección de nuestra lista. Era una modesta casita situada junto a Tigertail Avenue, con un pequeño patio invadido por las malas hierbas y un letrero de Se vende clavado delante de un frondoso árbol de mango. Había media docena de periódicos diseminados por el patio, todavía envueltos y apenas visibles a través de la alta hierba desatendida del jardín.
—Mierda —gruñó Deborah cuando aparcó frente a la casa. Me pareció un comentario muy agudo y sucinto. Daba la impresión de que nadie la ocupaba desde hacía meses.
—¿Qué hizo este tipo? —le pregunté, mientras veía volar por el patio una hoja de colores brillantes perteneciente a algún periódico.
Debs echó un vistazo a la lista.
—Alice Bronson —dijo—. Robaba dinero de una cuenta de la oficina… Cuando la interrogaron al respecto, les amenazó con pegarles y matarlos.
—¿Las dos cosas a la vez? —pregunté, pero Debs me fulminó con la mirada y sacudió la cabeza.
—No sacaremos nada en limpio —comentó, y yo me sentí inclinado a darle la razón, pero el trabajo policial se compone sobre todo de hacer lo evidente y confiar en tener suerte, de modo que nos desabrochamos el cinturón de seguridad y nos dirigimos hacia la puerta principal entre las hojas y la basura del jardín. Debs llamó a la puerta como un autómata, y oímos que el golpe resonaba en el interior de la casa. Estaba tan vacía como mi conciencia.
Deborah contempló la lista que sostenía en la mano y encontró el nombre del sospechoso que, en teoría, vivía allí.
—¡Señorita Bronson! —llamó, pero aún obtuvo menos respuesta, porque su voz no retumbó en la casa como su golpe—. Mierda —repitió Debs. Llamó de nuevo con el mismo resultado: nada.
Sólo para asegurarnos por completo, rodeamos la casa una vez y miramos por las ventanas, pero no había nada que ver, salvo unas cortinas verdes y marrones feísimas que colgaban en la sala de estar, por lo demás vacía. Cuando volvimos de nuevo hacia la parte delantera, había un chico al lado de nuestro coche, sentado en una bicicleta y mirándonos. Tendría unos once o doce años de edad, el pelo largo trenzado con rastas y ceñido en una cola de caballo.
—Están ausentes desde abril —dijo—. ¿También os debían dinero a vosotros?
—¿Conocías a los Bronson? —preguntó Deborah al muchacho.
Éste ladeó la cabeza y nos miró, como un loro que intentara decidir si aceptar la galletita o morderte el dedo.
—¿Sois polis?
Deborah alzó la placa y el muchacho avanzó en la bicicleta para echarle un vistazo.
—¿Conocías a esta gente? —repitió Debs.
El chico asintió.
—Sólo quería asegurarme. Montones de gente llevan placas falsas.
—Somos policías de verdad —intervine—. ¿Sabes adónde fueron los Bronson?
—No. Según mí padre debían dinero a todo el mundo, de modo que se cambiaron el apellido, huyeron a Sudamérica o algo por el estilo.
—¿Y cuándo fue eso? — preguntó Deborah.
—En abril. Ya te lo he dicho.
Deborah le miró con irritación reprimida, y después me miró a mí.
—Lo hizo —confirmé—. Dijo abril.
—¿Qué han hecho? —preguntó el chico, un poco demasiado ansioso, pensé.
—Probablemente nada —le contesté—. Sólo queríamos hacerles algunas preguntas.
—Caramba —comentó el chico—. ¿Asesinato? ¿Va en serio?
Deborah meneó la cabeza de una forma extraña, como si quisiera ahuyentar una nube de moscas.
—¿Por qué crees que fue asesinato? —le preguntó.
El chico se encogió de hombros.
—Por la tele. Si es asesinato, siempre dicen que no es nada. Si no es nada, dicen que es una violación grave del código penal o algo así. —Lanzó una risita—. Código Peneal —explicó, y se aferró la entrepierna.
Deborah miró al chico y sacudió la cabeza.
—Tiene razón otra vez —le dije—. Lo vi en CSI.
—¡Jesús! —exclamó Debs, sin dejar de sacudir la cabeza.
—Dale tu tarjeta —sugerí—. Le encantará.
—Sí —confirmó el chico, y sonrió satisfecho—, y dime que te llame si se me ocurre algo.
Deborah dejó de sacudir la cabeza y resopló.
—De acuerdo, chaval, tú ganas. —Le entregó su tarjeta, y el chico la cogió con delicadeza—. Llámame si se te ocurre algo.
—Gracias —contestó el muchacho, y aún seguía sonriendo cuando subimos al coche y nos alejamos, aunque no podría decir si porque le gustaba la tarjeta, o porque estaba contento de haber acabado con la paciencia de Deborah.
Eché un vistazo a la lista.
—Brandon Weiss es el siguiente. Hum, escritor. Escribió algunos anuncios que no les gustaron, y lo despidieron.
Deborah puso los ojos en blanco.
—Un escritor. ¿Qué hizo, amenazarlos con una coma?
—Bien, tuvieron que llamar a seguridad y expulsarle por la fuerza.
Deborah se volvió para mirarme.
—Un escritor. Anda ya, Dex.
—Algunos pueden ser muy violentos —maticé, aunque a mí también me parecía un poco forzado.
Deborah clavó la vista en el tráfico, asintió y se mordisqueó el labio.
—¿Dirección?
Miré de nuevo el papel.
—Esto suena más apropiado —aventuré, y leí una dirección situada al lado de North Miami Avenue—. Está justo en Miami Design District. ¿A qué otro lugar iría un diseñador homicida?
—Supongo que tú lo sabrías —dijo, con bastante grosería, pensé, pero más o menos la normal, de modo que lo pasé por alto.
—No puede ser peor que los dos primeros —observé.
—Sí, claro, el tercero será un amor —me espetó Deborah con amargura.
—Vamos, Debs. Has de hacer gala de un poco de entusiasmo.
Deborah salió de la autopista y entró en el aparcamiento de un antro de comida rápida, lo cual me sorprendió mucho porque, en primer lugar, aún era temprano para comer, y en segundo, porque las cosas que servían en aquel local no eran comida, por rápida que fuera.
Pero no hizo ademán de entrar en el restaurante. En cambio, paró el coche y se volvió hacia mí.
—Joder —rezongó, y me di cuenta de que algo la estaba atormentando.
—¿Es por ese chico? —le pregunté—. ¿O aún estás cabreada por lo de Meza?
—Ni una cosa ni otra —replicó—. Es por ti.
Si me había sorprendido su elección de restaurante, me quedé patidifuso por el tema propuesto. ¿Yo? Repasé la mañana en mi cabeza y no descubrí nada inaceptable. Me había comportado como el buen soldado del malhumorado general. Hasta había limitado el número de ideas y comentarios inteligentes, por lo cual debería estarme agradecida, pues solía ser el objetivo de ambos.
—Lo siento. No sé a qué te refieres.
—A ti —dijo, cosa que no sirvió de gran ayuda—. En general.
—Todavía no sé a qué te refieres —repetí—. No hay mucho que decir.
Deborah dio un manotazo sobre el volante.
—Maldita sea, Dexter, tus chorradas ya no me hacen gracia.
¿Os habéis dado cuenta de que, de vez en cuando, escucháis una frase asombrosamente clara y enunciativa, pronunciada con tal fuerza y determinación que te mueres de ganas de saber lo que significa, debido a que es tan rotunda y cristalina? ¿Y que deseas seguir al que la ha pronunciado, aunque no le conozcas, sólo para averiguar lo que significa y cómo afectaría a las vidas de los implicados?
Así me sentía yo en esos momentos: no tenía ni idea de lo que estaba diciendo, pero ardía en deseos de saberlo.
Por suerte para mí, la espera no fue larga.
—No sé si podré seguir haciendo esto —comentó.
—¿Hacer qué?
—Voy en un coche con un tipo que ha asesinado a… ¿diez, quince personas?
Nunca es agradable que te subestimen de una forma tan grosera, pero no me pareció diplomático decírselo.
—Más o menos —contesté.
—¡Y se supone que he de atrapar a gente como tú y encerrarla, pero resulta que eres mi hermano! —gruñó, dándole guantazos al volante para subrayar cada sílaba, cosa que no necesitaba hacer, porque la oía con toda claridad. Por fin comprendí el motivo de su reciente malhumor, aunque no tenía ni idea de por qué había tardado tanto en desfogarse acerca del tema.
Hacía muy poco que mi hermana había descubierto mi pequeño pasatiempo y, tras reflexionar, me di cuenta de que existían muchos motivos sensatos de que desaprobara mi actividad. Estaba el acto en sí, para empezar, el cual debo admitir que no es para todos los públicos. Añadamos a eso el hecho de que todo cuanto yo era había sido aprobado, e incluso construido, por su padre, San Harry del Traje Azul. Harry, cuyo pulcro y reluciente camino ella pensaba estar siguiendo. Y ahora había descubierto que existía un camino alternativo, hollado por aquellos mismos sagrados pies, un camino que se adentraba en lugares oscuros del bosque y se regodeaba en ellos. Todo lo que ella era se alzaba contra lo que para mí era maravilloso, y los dos habíamos sido diseñados por la misma mano bendita. Parecía algo salido de la Biblia, si te parabas a pensarlo.
Y tenía mucha razón en lo que decía, y si yo hubiera sido tan listo como me considero, habría sabido que esta conversación iba a tener lugar en un momento u otro, y habría estado preparado para ella. Pero había asumido estúpidamente que no hay nada en el mundo más poderoso que el statu quo, y Deborah me había pillado por sorpresa. Además, por lo que yo podía ver, no había nada en el pasado reciente capaz de desencadenar este tipo de confrontación. ¿De dónde salían estas cosas?
—Lo siento, Debs —dije—, pero, hum, ¿qué quieres que haga?
—Quiero que pares —repuso ella—. Quiero que seas diferente. —Me miró, sus labios temblaron, y después desvió la vista de nuevo por la ventana, más allá de la U.S. 1, hacia los raíles elevados del Transporte Hectométrico—. Quiero que… seas el tipo que siempre pensé que eras.
Me gusta pensar que cuento con más recursos que casi todo el mundo. Pero en aquel momento era como si estuviera atado y amordazado a las vías del tren.
—Debs —dije. Poca cosa, por lo visto el último cartucho que me quedaba en la recámara.
—Maldita sea, Dex —gritó, al tiempo que propinaba tal tortazo al volante que todo el coche tembló—. Ni siquiera puedo hablar del tema, ni siquiera con Kyle. Y tú… —Le arreó otro viaje al volante—. ¿Cómo puedo saber que estás diciendo la verdad, que cumples los designios de papá? —No sería exacto decir que me sentía herido en mis sentimientos, pues estoy muy seguro de que no tengo ninguno, pero la injusticia del comentario me resultó muy dolorosa.
—Yo no te mentiría —le respondí.
—Me has mentido cada día de tu vida que no me has dicho qué eras en realidad —replicó.
Estoy tan familiarizado con la filosofía de la Nueva Era y el doctor Phil[4] como cualquiera, pero llega un momento en que la realidad ha de imponerse, y me dio la impresión de que habíamos llegado a ese punto.
—De acuerdo, Debs. ¿Qué habrías hecho de haber sabido quién era en realidad?
—No lo sé —reconoció—. Todavía no lo sé.
—Pues eso —dije.
—Pero debería hacer algo.
—¿Por qué?
—¡Porque has matado a gente, maldita sea!
Me encogí de hombros.
—No puedo evitarlo. Y la verdad es que se lo merecían.
—¡No es correcto!
—Es lo que papá quería —aduje.
Un grupo de chicos en edad de estar en la universidad pasó junto al coche y nos miró. Uno de ellos dijo algo y todos rieron. Ja ja. Fijaos en esa pareja tan rara que se está peleando. El tipo dormirá esta noche en el sofá, ja ja.
Salvo que si no podía convencer a Deborah de que todo era como debía ser, por los siglos de los siglos, quizás esta noche dormiría en una celda.
—Debs —dije—, papá lo organizó así. Sabía lo que estaba haciendo.
—¿De veras? ¿O te lo estás inventando? Y aunque lo organizara así, ¿hizo lo correcto, o sólo era otro policía amargado y quemado?
—¡Era Harry! —exclamé—. Era tu padre. Claro que hizo lo correcto.
—Necesito más que eso.
—¿Y si no hay más?
Desvió la vista al fin y no golpeó el volante, lo cual fue un alivio. Pero estuvo callada durante tanto rato que empecé a desear que lo hiciera.
—No sé —dijo por fin—. No sé.
Eso era. Es decir, me di cuenta de cuál era el problema de mi hermana. ¿Qué hacer con el hermano homicida? Al fin y al cabo, era agradable, se acordaba de los cumpleaños y hacía regalos estupendos. Un miembro productivo de la sociedad, un tipo trabajador y abstemio… Si de vez en cuando salía a matar tipos malos, tampoco había para tanto.
Por otra parte, en la profesión de ella solía verse mal esa actividad. Técnicamente, su trabajo consistía en detener a gente como yo y acompañarla hasta el asiento reservado en la Freidora. Comprendía que podía provocarle algún tipo de dilema profesional, sobre todo cuando era su hermano quien se lo planteaba.
¿No?
—Debs —dije—, sé que esto es un problema para ti.
—Un problema —repitió. Una lágrima rodó por su mejilla, aunque no sollozó ni dio la impresión de estar llorando.
—Creo que él nunca quiso que lo supieras. Yo nunca debía decírtelo. Pero…
Pensé en encontrarla atada a una mesa con cinta adhesiva, y en mi verdadero hermano genético sobre ella, sosteniendo un cuchillo para él y otro para mí, y me di cuenta de que sería incapaz de matarla por más que lo necesitara, por más que eso me acercara a él, mi hermano, la única persona del mundo que me comprendía de verdad y me aceptaba tal como era. No podría hacerlo. Había vuelto a oír la voz de Harry, que me mantenía en el Camino.
—Joder —soltó Deborah—. ¿En qué coño estaba pensando papá?
Yo también me lo preguntaba a veces. Pero también me preguntaba cómo era posible que la gente se creyera las cosas que decía, y por qué yo no podía volar, y me parecía que esto pertenecía a la misma categoría.
—No podemos saber en qué estaba pensando —dije—. Sólo lo que hizo.
—Joder —repitió ella.
—Es posible. ¿Qué vas a hacer al respecto?
Seguía sin mirarme.
—No lo sé. Pero creo que debo hacer algo.
Estuvimos sentados un largo rato sin nada más que decir. Después, puso el coche en marcha y volvimos a la autopista.