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No sé lo que me esperaba cuando llegué al hospital, pero no fue lo que vi. Nada parecía haber cambiado. Deborah no estaba sentada en la cama haciendo el crucigrama mientras escuchaba su iPod. Seguía inmóvil, rodeada del montón de máquinas y Chutsky. Él continuaba sentado en la misma postura de súplica, y en la misma silla, aunque había conseguido afeitarse y cambiarse de camisa en algún momento…

—¡Eh, tío! —gritó jovial cuando me paré junto a la cama de Deborah—. Está mejorando. Me miró y pronunció mi nombre. Se va a recuperar del todo.

—Estupendo —dije, aunque no me parecía claro que pronunciar un nombre de una sílaba significara que mi hermana fuera a recobrar la plena normalidad a la velocidad de un cohete—. ¿Qué han dicho los médicos?

Chutsky se encogió de hombros.

—La misma mierda de siempre. Que no me haga grandes ilusiones, demasiado pronto para estar seguros, nervioso autónomo, bla bla bla. —Alzó la mano en un gesto de impotencia—. Pero ellos no la vieron cuando despertó como yo. Me miró a los ojos, y yo me di cuenta. Sigue ahí, colega. Se va a poner bien.

Pensé que poco más podía decir, de modo que murmuré unas cuantas sílabas bienintencionadas y carentes de significado y me senté. Y si bien esperé con paciencia durante dos horas y media, Debs no saltó de la cama y se puso a hacer ejercicios calisténicos. Ni siquiera repitió el truco de abrir los ojos y pronunciar el nombre de Chutsky, de modo que al final me fui a la cama sin sentir la certeza mágica de Chutsky.

A la mañana siguiente, cuando llegué al trabajo, estaba decidido a ponerme a trabajar de inmediato para averiguar todo cuanto pudiera sobre Doncevic y su misterioso colega. Pero apenas había tenido tiempo de dejar mi taza de café sobre la mesa, cuando recibí una visita del Fantasma Chungo de Navidad, en la persona de Israel Salguero, de Asuntos Internos. Entró en silencio y se sentó en la silla plegable que había delante del escritorio sin emitir el menor sonido. Sus movimientos transmitían una sensación de amenaza aterciopelada que yo habría admirado, de no estar dirigida contra mí. Le miré, y él me miró un momento, hasta que por fin cabeceó.

—Conocía a tu padre —dijo.

Asentí y me arriesgué a beber café, pero sin apartar mis ojos de Salguero.

—Era un buen policía, y un buen hombre —continuó.

Hablaba en voz baja, a juego con sus movimientos silenciosos, y conservaba el leve acento de los numerosos norteamericanos de origen cubano de su generación. De hecho, había conocido muy bien a Harry, y Harry tenía muy buena opinión de él. Pero eso fue en el pasado, pues Salguero ahora era un teniente de AI muy temido y respetado, y nada bueno se derivaría de que nos investigara a mí o a Deborah.

Por lo tanto, pensando que lo mejor sería esperar a que fuera al grano, si lo había, tomé otro sorbo de café. No sabía tan bien como antes de la llegada de Salguero.

—Me gustaría aclarar este asunto lo antes posible —anunció—. Estoy seguro de que ni tú ni tu hermana tenéis que preocuparos por nada.

—No, claro que no —reconocí, y me pregunté por qué no me sentía tranquilo…, a menos, por supuesto, que se debiera a que toda mi vida estaba construida alrededor de la idea de pasar desapercibido, y que un investigador experimentado estuviera husmeando en las cercanías no era muy consolador.

—Si quieres decirme algo en algún momento, la puerta de mi despacho siempre estará abierta para ti.

—Muchísimas gracias —repliqué, y como daba la impresión de que no había nada más que decir, no lo hice. Salguero me observó un momento, después asintió, se levantó de la silla y salió por la puerta, y yo me pregunté si los Morgan se habían metido en un lío muy gordo. Tardé varios minutos y toda una taza de café en expulsar su visita de mi cabeza y concentrarme en el ordenador.

Y cuando lo hice, qué maravillosa sorpresa me llevé.

Por puro reflejo, eché un vistazo a mi correo electrónico antes de ponerme a trabajar. Había dos informes del departamento que exigieron mi inmediata desatención, y un anuncio que me prometía no sé cuántos centímetros más de longitud inespecífica, y una nota sin asunto que estuve a punto de borrar, hasta que vi de quién era: bweiss@aol.com.

No tendría por qué, pero el nombre tardó unos segundos en quedar registrado, y mi dedo ya estaba apoyado sobre el ratón para borrarlo, cuando algo hizo clic en mi cabeza y me detuve.

Bweiss. El apellido me sonaba. Tal vez fuera «Weiss, primera inicial be», como la mayoría de direcciones de correo electrónico. Eso sería lógico. Y si la be era de Brandon, eso sería más lógico todavía. Porque era el nombre de la persona que me disponía a investigar.

Qué detallazo ponerse en contacto conmigo.

Abrí el correo de Weiss con más interés del habitual, muy ansioso por averiguar qué podía decirme. Pero ante mi gran decepción, por lo visto no tenía nada que decir. Había un vínculo de Internet, subrayado y en letras azules, escrito en mitad de la página sin ningún comentario.


http://www.youtube. com/watch?v=99lrj?42n


Qué interesante. Brandon quería compartir sus vídeos conmigo. Pero ¿qué clase de vídeo sería? ¿Tal vez su banda de rock favorita? ¿O un montaje de clips de su programa favorito de televisión? ¿O más imágenes del estilo que había enviado a la Oficina de Turismo? Eso sería muy considerado por su parte.

Así que, con un creciente resplandor cálido y borroso en el lugar donde debería tener el corazón, cliqué el vínculo y esperé con impaciencia a que la pantalla se abriera. Por fin, la pequeña ventana apareció y le di al botón de reproducción.

Durante un momento sólo se vio oscuridad. Después, apareció una imagen granulosa, y vi porcelana blanca desde una cámara fija sujeta cerca del techo (la misma toma que aparecía en el vídeo enviado a la Oficina de Turismo). Me sentí un poco decepcionado. Me había enviado un vínculo de una copia de algo que ya había visto. Pero entonces se oyó un deslizar de pasos, y algo se movió en la esquina de la pantalla. Una figura oscura entró en el plano y dejó caer algo en la porcelana blanca.

Doncevic.

¿Y la figura oscura? Dexter de los Gallardos Hoyuelos, por supuesto.

Mi cara no era visible, pero no cabía duda. Era la espalda de Dexter, su corte de pelo de diecisiete dólares, el cuello de la preciosa camisa oscura envolviendo el precioso cuello de Dexter…

Mi sensación de decepción se había esfumado por completo. Era un vídeo nuevo de trinca, algo que no había visto nunca, y al instante ardí en deseos de verlo por primera vez.

Vi que Dexter Pasado se incorporaba, paseaba la vista alrededor, todavía, por suerte, sin mostrar su rostro a la cámara. Chico listo. Dexter salió de pantalla y desapareció. El bulto de la bañera se movió un poco, y después Dexter volvió y levantó la sierra. La hoja zumbó, el brazo se alzó…

Y oscuridad. Fin del vídeo.

Me quedé sentado en un estupor silencioso y estupefacto durante varios minutos. Se oyó un ruido en el pasillo. Alguien entró en el laboratorio y abrió un cajón, lo cerró y se fue. El teléfono sonó. No contesté.

Era yo. En YouTube. En glorioso color algo granuloso, en vivo y en directo. Dexter de los Hoyuelos Mortíferos, protagonista de un clásico cinematográfico de segunda fila. Sonríe a la cámara, Dexter. Saluda a nuestro simpático público. Nunca había sido muy aficionado a las películas caseras, y ésta me dejó más frío que ninguna. Pero allí estaba yo, no sólo capturado en película, sino colgado en YouTube para que todo el mundo me viera y admirara. Era más de lo que mi mente podía abarcar. Mis pensamientos corrían en círculos, como un clip que se repitiera en un bucle. Era yo. No podía ser yo, pero lo era. Tenía que hacer algo, pero ¿qué? No sé, pero algo… Porque era yo…

Las cosas se estaban poniendo cada vez más interesantes, ¿verdad?

De acuerdo. Era yo. No cabía duda de que había una cámara oculta encima de la bañera. Weiss y Doncevic la habían utilizado para sus proyectos de decoración, y todavía seguía en su sitio cuando yo aparecí. Lo cual significaba que Weiss seguía en la zona…

Pero no, no significaba eso. Era ridículamente fácil conectar una cámara a internet y controlarla desde un ordenador. Weiss podía estar en cualquier parte, ir a recoger el vídeo y enviármelo…

A mí, tan anónimo. Dexter, el más modesto, que trabajaba en las sombras y nunca buscaba publicidad de ningún tipo por sus buenas obras. Pero por supuesto, en el horrible clamor de la atención mediática que había rodeado todo este asunto, incluido el ataque a Deborah, mi nombre habría salido mencionado, casi con absoluta seguridad, en algún sitio. Dexter Morgan, discreto prodigio de la ciencia forense, hermano de la casi asesinada. Una foto, una toma de algún telediario, y me habría descubierto.

Un nudo frío y horrible empezó a formarse en mi estómago. Así de sencillo. Tan sencillo que un decorador desquiciado podía descubrir quién y qué era yo. Yo había sido demasiado listo durante demasiado tiempo, y me había acostumbrado a ser el único tigre de la jungla. Pero había olvidado que, cuando sólo hay un tigre, es muy fácil para el cazador seguir su rastro.

Y lo había hecho. Me había seguido hasta mi guarida y tomado fotos de Dexter jugando, y ése era el resultado.

Mi dedo se movió casi sin querer sobre el ratón, y volví a ver el vídeo.

Seguía siendo yo. En el vídeo. Era yo.

Respiré hondo y dejé que el oxígeno obrara su magia en mis procesos mentales, o lo que quedaba de ellos. Tenía un problema, no cabía duda, pero como todos los demás problemas tendría una solución. Hora de aplicar la lógica, de aplicar toda la potencia del frío bioordenador de Dexter al problema. ¿Qué quería este tipo? ¿Por qué había hecho eso? Era obvio que estaba deseoso de provocar en mí alguna reacción, pero ¿cuál? Lo más evidente era que deseaba vengarse. Yo había matado a su amigo, ¿compañero? ¿Amante? Daba igual. Quería que supiera que él sabía lo que yo había hecho, y…

Y me había enviado el clip, no a alguien que, en teoría, habría hecho algo al respecto, como el detective Coulter. Lo cual significaba que era un desafío personal, algo que no deseaba hacer público, al menos de momento.

Salvo que ya era de dominio público. Estaba en YouTube, y sólo era cuestión de tiempo que alguien más topara con el clip y lo viera. Y eso significaba que existía un elemento tiempo. ¿Qué me estaba comunicando? ¿Encuéntrame antes de que ellos te encuentren?

De momento, estupendo. Pero después, ¿qué? ¿Un duelo estilo Salvaje Oeste, con sierras eléctricas a diez pasos de distancia? ¿O la idea consistía únicamente en torturarme, acosarme hasta que cometiera una equivocación, o hasta que se aburriera y enviara el reportaje a los telediarios nocturnos?

Era suficiente para crear, como mínimo, una idea de pánico en un ser inferior. Pero Dexter está hecho de un material más resistente. Quería que intentara encontrarle, pero ignoraba que tenía matrícula de honor en encontrar. Si yo era la mitad de bueno de lo que, con toda modestia, permitidme admitir que soy, le encontraría mucho más deprisa de lo que él sospechaba. Bien: si Weiss quería jugar, jugaría.

Pero íbamos a jugar siguiendo las reglas de Dexter, no las suyas.

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