14

Así que Alex Doncevic estuvo en la calle mucho antes de que Deborah despertara. De hecho, Doncevic salió del centro de detención a las cinco y diecisiete minutos de aquella tarde, tan sólo una hora y veinticuatro minutos después de que ella abriera los ojos por primera vez.

Sabía lo de Deborah porque Chutsky me había llamado enseguida, tan entusiasmado como si acabara de cruzar el Canal de la Mancha arrastrando un piano.

—Se va a poner bien, Dex —dijo—. Abrió los ojos y me miró.

—¿Dijo algo? —le pregunté.

—No, pero me apretó la mano. Lo va a conseguir.

Yo todavía no estaba convencido de que un guiño y un apretón fueran señales seguras de que fuera a producirse una recuperación completa, pero era bonito saber que había hecho algún progreso. Sobre todo porque tendría que estar muy consciente para plantar cara a Israel Salguero y a Asuntos Internos.

Y yo sabía que Doncevic había salido libre del centro de detención porque en el tiempo comprendido entre la reunión en la sala de conferencias y la llamada de Chutsky había tomado una decisión.

Dexter no se hace falsas ilusiones. Sabe mejor que la mayoría que la vida no es justa. Los humanos inventaron la idea de la justicia para intentar igualar las condiciones y poner las cosas un poco más difíciles a los depredadores. Y me parece bien. Personalmente, me encanta el desafío.

Pero aunque la Vida no es justa, se supone que la Ley y el Orden sí. Y la idea de que Doncevic fuera a salir libre, mientras Deborah yacía en el hospital, con tantos tubos entrando y saliendo de su cuerpo, se me antojaba muy… Está bien, lo diré: no era justo. O sea, sé que debe haber otras palabras más precisas, pero Dexter no se escabullirá porque esta verdad, como tantas otras, sea relativamente fea. Pensaba que existía una gran injusticia en todo el asunto, y por eso me puse a reflexionar sobre qué podía hacer yo para devolver cierto orden a la situación.

Medité durante varias horas de papeleo rutinario y tres tazas de un café bastante horrible. Y también durante un almuerzo por debajo de la media en un pequeño local que se autoproclamaba mediterráneo, lo cual sólo era cierto si aceptabas que el pan rancio, la mayonesa cuajada y los fiambres grasientos son mediterráneos. Y después, medité durante varios minutos más tras reordenar los objetos del escritorio de mi pequeño cubículo.

Y por fin, en algún lugar de la lejana niebla del paisaje cerebral limitado de Dexter, un pequeño y tenue gong emitió una nota diminuta. Bong, dijo sin alzar la voz, y una luz turbia empezó a bañar el Coco Tenebroso de Dexter.

Me habían reprendido por no ser de gran ayuda, y creo que había percibido la verdad de dicha acusación. En realidad, Dexter no había sido de gran ayuda. Estaba malhumorado en el coche cuando hirieron a Debs, y tampoco había logrado protegerla del ataque del abogado de la calva reluciente.

Pero había una forma de ser muy útil, algo en lo que yo era un especialista. Podía eliminar un puñado de problemas de una tacada: los de Deborah, los del departamento, y mis problemas especiales, todo al mismo tiempo, de un solo golpe delicado…, o de varios tajos, si me sentía particularmente juguetón. Lo único que debía hacer era relajarme y adoptar mi maravillosa Personalidad especial, al tiempo que ayudaba al pobre Doncevic a caer en la cuenta de los errores de su vida.

Sabía que Doncevic era culpable. Le había visto apuñalar a Deborah con mis propios ojos. Y existían bastantes probabilidades de que hubiera asesinado y dispuesto los cuerpos que estaban causando tanto escándalo y poniendo en peligro nuestra economía turística vital. Deshacerme de Doncevic era mi deber cívico. Como se encontraba en libertad bajo fianza, si desaparecía, todo el mundo daría por supuesto que había huido. Los cazadores de recompensas se esforzarían por localizarle, pero a nadie le importaría que fracasaran.

Me sentí muy satisfecho por haber encontrado esta solución. Es agradable que las cosas salgan tan bien, y la pulcritud del método apetecía a mi monstruo interior, ese pequeñito al que tanto le gusta ver los problemas bien empaquetados y tirados a la basura. Además, era de justicia.

Maravilloso: iba a pasar un rato estupendo con Alex Doncevic.

Empecé comprobando en el ordenador cuál era su situación, y lo fui volviendo a comprobar cada cuarto de hora cuando quedó claro que lo iban a poner en libertad. A las cuatro y treinta y dos minutos, su papeleo se encontraba en las últimas fases, así que bajé al aparcamiento y me acerqué en el coche a la puerta principal del centro de detención.

Llegué justo a tiempo, y mucha gente se me había adelantado ya. Simeon sabía montar fiestas, sobre todo si participaba la prensa, y todos estaban esperando, formando una turba enorme e indisciplinada: furgonetas, antenas parabólicas y bonitos cortes de pelo competían en hacerse un hueco. Cuando Doncevic salió del brazo de Simeon, se produjo un estruendo de cámaras y multitud de codazos para intentar abrirse camino, y la muchedumbre se precipitó hacia delante como una jauría de perros en pos de carne cruda.

Vi desde mi coche que Simeon pronunciaba un largo y vibrante discurso, contestaba a algunas preguntas, y después se abría paso entre la multitud, arrastrando a Doncevic. Entraron en un Lexus todoterreno negro y se alejaron, y al cabo de un momento les seguí.

Seguir a otro coche es relativamente sencillo, sobre todo en Miami, donde siempre hay tráfico, y siempre se comporta de manera irracional. Como era hora punta, todo parecía mucho más exagerado. Sólo tuve que mantenerme algo alejado, dejando dos coches entre el Lexus y yo. Simeon no dio a entender en ningún momento que se hubiera dado cuenta de que les seguían. Aunque se hubiera fijado en mí, habría dado por sentado que era un reportero, confiado en tomar una entrañable foto de Doncevic llorando de gratitud, y no habría hecho otra cosa que ofrecer su perfil bueno a la cámara.

Les seguí a través de la ciudad hasta North Miami Avenue, y me rezagué un poco cuando doblamos por la calle Cuarenta Noreste. Yo estaba bastante convencido de saber adonde iban, y en efecto, Simeon frenó delante del edificio donde Deborah había conocido a mi nuevo amigo Doncevic. Pasé de largo, di una vuelta a la manzana y volví a tiempo de ver que Doncevic bajaba del Lexus y entraba en el edificio.

Por suerte para mí, había un hueco para aparcar desde el que podía ver la puerta. Lo ocupé, apagué el motor y esperé a la oscuridad, que llegó como hacía siempre, con Dexter preparado para su abrazo. Y esta noche, por fin, después de una estancia tan larga y horrible en el mundo de la luz diurna, más que dispuesto a unirme a ella, a refocilarme en su música dulce y salvaje, y a tocar algunos acordes del minueto compuesto por Dexter. Descubrí que me sentía impaciente con el pesado sol, que tardaba tanto en ponerse, ansioso por la llegada de la noche. Notaba que se estaba estirando para mí, dispuesta a expandirse gracias a mí, flexionando las alas, desentumeciendo los músculos que durante demasiado tiempo habían estado sin utilizar, preparados para saltar…

Mi teléfono sonó.

—Soy yo —dijo Rita.

—Estoy seguro —contesté.

—Creo que he tenido una muy buena… ¿Qué has dicho?

—Nada —repliqué—. ¿Una muy buena qué?

—¿Qué? Ah, he estado pensando en lo que hablamos. Acerca de Cody.

Retiré mi mente de la vibrante oscuridad que había estado alimentando y traté de recordar qué habíamos dicho acerca de Cody. Algo relativo a ayudarle a salir de la cáscara, pero no recordaba qué habíamos decidido, aparte de unas cuantas vaguedades pensadas para que Rita se sintiera mejor, mientras yo plantaba con sumo cuidado los pies de Cody en el Camino de Harry.

—Ah, claro —me limité a decir, con la esperanza de tirarle un poco de la lengua—. ¿Sí?

—He estado hablando con Susan, ya sabes, la del ciento treinta y siete. La del perro grande.

—Sí —dije—. Me acuerdo del perro.

Ya lo creo. Me odiaba, como todos los animales domésticos. Todos reconocen lo que soy, aunque sus amos no lo hagan.

—Su hijo, Albert, está viviendo una experiencia muy positiva con los Lobatos. He pensado que tal vez le iría bien a Cody.

Al principio, la idea me pareció absurda. ¿Cody, en los Lobatos? Era como servir bocadillos de pepinillo y té a Godzilla. Pero mientras intentaba tartamudear una respuesta, pensar en algo que no fuera una negativa indignada ni una carcajada histérica, me di cuenta de que no era una mala idea. De hecho, era una idea excelente, que se combinaría a las mil maravillas con el plan que conseguiría encajar a Cody entre los niños humanos. Y así, atrapado entre la negativa irritada y la aceptación entusiasta, dije con mucha claridad:

—A uamba buluba barambambu.

—Dexter, ¿te encuentras bien? —me preguntó Rita.

—Yo, er, me has pillado desprevenido —repuse—. Estoy ocupado en algo, pero creo que es una gran idea.

—¿De veras? ¿Lo crees así?

—Por supuesto. Es algo perfecto para él.

—Confiaba en que dijeras eso, pero claro, no lo sabía. ¿Y si…? O sea, ¿lo dices en serio?

Lo decía en serio, y al final conseguí que me creyera, aunque tardé varios minutos, porque Rita es capaz de hablar sin respirar y, muy a menudo, sin terminar una frase, de modo que soltaba quince o veinte palabras inconexas por cada una de las mías.

Cuando al fin conseguí convencerla y colgó, estaba un poco más oscuro, pero por desgracia había bastante más claridad en mi interior. Las notas preliminares de la Suite de Dexter habían enmudecido, y la banda sonora de la llamada de Rita había aplacado en parte el ansia perentoria. De todos modos, estaba seguro de que regresaría.

Entretanto, sólo para aparentar que estaba ocupado, llamé a Chutsky.

—Hola, colega —dijo—. Ha vuelto a abrir los ojos hace unos minutos. El médico cree que está empezando a recuperarse un poco.

—Eso es maravilloso —comenté—. Me pasaré un poco más tarde. He de ocuparme de unos cabos sueltos.

—Algunos de los vuestros se han dejado caer para verla —me informó—. ¿Conoces a un tipo llamado Israel Salguero?

Una bicicleta pasó junto a mi coche. Golpeó el retrovisor y pasó de largo.

—Le conozco —reconocí—. ¿Ha estado ahí?

—Sí —repuso Chutsky—. Ha venido. —Guardó silencio, como si esperara que yo dijera algo. No se me ocurrió gran cosa, de modo que por fin continuó—: No me dio buena espina.

—Conocía a nuestro padre.

—Ajá. Pero hay más.

—Hum —dije—, es de Asuntos Internos. Está investigando el comportamiento de Deborah en relación con el caso.

Chutsky guardó un profundo silencio durante un momento.

—El comportamiento de ella —dijo al final.

—Sí.

—La apuñalaron.

—El abogado dijo que fue defensa propia.

—Hijo de puta.

—Estoy seguro de que no hay nada de qué preocuparse. Son las normas, tiene que investigar.

—Hijo de la gran puta —resopló Chutsky—. ¿Y se atreve a venir aquí, con ella en coma?

—Hace mucho tiempo que conoce a Deborah. Es probable que sólo quisiera comprobar que todo iba bien.

Siguió una pausa larguísima.

—Muy bien, colega —replicó Chutsky después—. Si tú lo dices… Pero no creo que le deje entrar la próxima vez.

No estaba muy seguro cómo se llevarían el gancho de Chutsky y la confianza absoluta en sí mismo de Salguero, pero tenía la intuición de que sería una confrontación interesante. Chutsky, a pesar de sus faroles y su jovialidad fingida, era un asesino sin escrúpulos. Pero Salguero llevaba años en Asuntos Internos, lo cual le convertía, en la práctica, en alguien a prueba de balas. Si llegaban a las manos, creo que el programa triunfaría en la televisión de pago. También pensé que debía callarme esa idea.

—De acuerdo —me limité a decir—. Hasta luego.

Colgué.

Y así, una vez solucionados todos esos pequeños detalles humanos, reanudé mi espera. Pasaron coches. Pasaron transeúntes. Me entró sed, y descubrí media botella de agua en el suelo del asiento trasero. Por fin, oscureció del todo.

Esperé un poco más para dejar que la oscuridad se instalara sobre la ciudad, y sobre mí. Me sentó de coña embutirme la fría y cómoda chaqueta nocturna, y aumentó la impaciencia, mientras escuchaba los susurros de aliento del Oscuro Pasajero, que me animaba a dejarle sitio y cederle el volante.

Y al final, lo hice.

Guardé en el bolsillo el nudo de sedal y un rollo de cinta adhesiva, las únicas herramientas que tenía en el coche en aquel momento, y bajé.

Y vacilé: demasiado tiempo desde la última vez, demasiado tiempo desde que Dexter se había dedicado a lo suyo. No había llevado a cabo mis investigaciones preliminares, y eso no estaba bien. No había forjado ningún plan, y eso era peor. La verdad era que no sabía qué había detrás de aquella puerta, ni qué haría cuando entrara. Titubeé un momento, parado junto al coche, y me pregunté sería capaz de improvisar mientras bailaba. Esa incertidumbre hizo mella en mi armadura y me dejó inmóvil sobre un pie en la peligrosa oscuridad, sin atreverme a avanzar.

Pero eso era una señal de estupidez y debilidad, y una equivocación. Algo indigno de Dexter. El Verdadero Dexter vivía en la Oscuridad, resucitaba en la noche afilada, disfrutaba acuchillando las sombras. ¿Quién era aquel tipejo irresoluto? Dexter no vacila.

Miré el cielo nocturno y lo aspiré. Mejor todavía: sólo había un pedazo de luna amarilla putrefacta, pero me abrí a ella y me lanzó un aullido, y la noche batió en mis venas, vibró en las yemas de mis dedos y cantó en la piel tensa de mi cuello, y noté que todo cambiaba, todo revirtió en lo que Debemos ser para hacer lo que Deseamos hacer, y después nos Sentimos preparados para ello.

El momento había llegado, ésta era la noche, era la Danza del Oscuro Dexter, y los pasos fluirían de nuestros pies como siempre habían sabido que sucedería.

Y las alas negras se desplegaron desde el interior, abarcaron el cielo nocturno y nos impulsaron hacia delante.

Nos deslizamos a través de la noche, dimos la vuelta a la manzana, inspeccionamos toda la zona. Al final de la calle había una callejuela, y nos adentramos en su oscuridad aún más profunda, un atajo hacia la parte posterior del edificio de Doncevic. Había una furgoneta baqueteada aparcada en un área de carga y descarga bien disimulada detrás. Un veloz y seco susurro del Pasajero, Mira: así sacaba los cuerpos y los trasladaba a los puntos donde los exponía. Pronto, él se iría por el mismo camino.

Dimos toda la vuelta y no descubrimos nada alarmante en la zona. Un restaurante etíope en la esquina. Música a todo volumen a tres puertas de distancia. Y entonces, llegamos a la puerta principal y llamamos al timbre. Él abrió la puerta y se quedó un momento sorprendido antes de que nos lanzáramos sobre él, le pusiéramos boca abajo sobre el suelo con el nudo alrededor del cuello y le cubriéramos la boca con cinta adhesiva, tras lo cual le atamos las manos y los pies con ella. Cuando estuvo inmovilizado por completo, registramos a toda prisa la vivienda y no encontramos a nadie más. Sí que encontramos algunos artículos interesantes. Algunas herramientas estupendas en el cuarto de baño, justo al lado de una bañera de buen tamaño. Sierras, tijeras y toda la pesca, adorables Juguetes de la Hora de Recreo de Dexter, y no cabía duda de que era el fondo de porcelana blanca de la película casera que habíamos visto en la Oficina de Turismo, la prueba, la única prueba que necesitábamos en esta noche de necesidad. Doncevic era culpable. Había estado parado al lado de la bañera sosteniendo aquellas herramientas, tras hacer cosas impensables, justo las cosas impensables que nosotros estábamos pensando hacerle a él.

Le arrastramos hasta el cuarto de baño, le acercamos a la bañera, y entonces nos paramos un momento. Un susurro muy tenue pero insistente insinuaba que no todo era correcto, escaló nuestra espina dorsal e invadió nuestra dentadura. Metimos a Doncevic en la bañera, cabeza abajo, y registramos toda la casa una vez más. No había nada ni nadie, todo iba bien, y la voz muy alta del Oscuro Pasajero estaba ahogando el débil susurro, exigiendo de nuevo que volviéramos a bailar con Doncevic.

De modo que volvimos a la bañera y pusimos manos a la obra. Nos dimos un poco de prisa porque estábamos en un lugar desconocido y no habíamos planificado nada, y también porque Doncevic dijo algo extraño antes de que le arrebatáramos para siempre el don del habla. «Sonríe», dijo, lo cual nos enfureció, y no tardó en ser incapaz de volver a hablar nunca más. Pero fuimos minuciosos, oh, sí, y cuando terminamos, nos sentimos muy satisfechos de un trabajo bien hecho. Todo había ido muy bien, y habíamos dado un gran paso adelante en conseguir que las cosas volvieran a ser como antes.

Y lo fueron hasta que todo terminó, y sólo quedaron unas cuantas bolsas de basura y una pequeña gota de la sangre de Doncevic en una placa de cristal, para mi caja de palisandro.

Y como siempre, me sentí mucho mejor después.

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