La zona de Golden Lakes conspiraba contra el derecho canónico de los bienes raíces de Miami. Pese al hecho de que llevaba la palabra «lagos» en su nombre, había varios lagos en la zona, y uno de ellos terminaba en el lado más alejado del patio de recreo de la escuela. La verdad, a mí no me parecía terriblemente dorado, sino más bien de un verde lechoso, pero no había forma de negar que era un lago, o al menos un estanque grande. Aun así, me daba cuenta de la dificultad de intentar vender una zona llamada «Estanque Verde Lechoso», de modo que tal vez los de las inmobiliarias sabían lo que estaban haciendo, lo cual sería una violación más de la costumbre.
Llegué a Golden Lakes mucho antes de que las clases hubieran terminado y di la vuelta al perímetro un par de veces, en busca de un lugar favorable para Weiss. No había ninguno. La calle de la zona este terminaba en el punto donde el lago casi llegaba a un lado de la valla. Ésta era de tela metálica y rodeaba toda la escuela, incluso por la parte que daba al lago, por si una rana hostil intentaba entrar en los terrenos, estoy seguro. Casi en el punto donde la carretera lateral terminaba en el lago, había una puerta en la valla, al final del campo de juego, pero cerrada con una cadena y un candado grande.
Aparte de eso, la única forma de atravesar la valla era por la parte delantera del colegio, vigilada por un puesto de guardia, con un coche de la policía aparcado al lado. Si intentabas entrar durante las horas de clase, el guardia o el policía te lo impedirían. Si intentabas hacerlo a la hora de entrada o salida, cientos de profesores, mamás y guardias de tráfico te detendrían, o al menos te pondrían las cosas demasiado difíciles y arriesgadas para que te sintieras a gusto.
Por lo tanto, la solución consistía en que Weiss se apostara temprano. Y yo tenía que adivinar dónde. Me puse la Gorra Pensante de los Pensamientos Oscuros y recorrí poco a poco el perímetro una vez más. Si yo quisiera secuestrar a alguien de la escuela, ¿cómo lo haría? En primer lugar, tendría que ser al entrar o al salir, puesto que era demasiado difícil saltarse la seguridad de la escuela en mitad de las clases. Y eso significaba en la puerta principal, por eso toda la seguridad se concentraba allí, desde el policía de guardia hasta el profesor de manualidades.
Por supuesto, si antes podías atravesar la valla y atacar mientras toda la seguridad estaba concentrada en la puerta principal, eso facilitaría mucho más las cosas. Pero para ello, tendrías que atravesar la valla o saltarla en un punto donde no te vieran, o en un punto donde pudieras entrar en la escuela con suficiente rapidez para que te diera igual que te vieran.
Pero por lo que yo veía, dicho lugar no existía. Recorrí en coche el perímetro una vez más: nada. La valla estaba bastante apartada de los edificios por todas partes, salvo por delante. El punto más débil, en apariencia, era el estanque. Había un bosquecillo de pinos y matorrales entre éste y la valla, pero todo se encontraba demasiado lejos de los edificios del colegio. Era imposible saltar la valla y atravesar el terreno sin que te vieran.
Y no podía recorrer en coche el perímetro una vez más sin despertar sospechas. Me desvié por una calle lateral que daba al lado sur de la escuela, aparqué y medité. Todos mis aplicados razonamientos me conducían a creer que Weiss intentaría secuestrar a los niños allí, esta tarde, y esta implacable lógica acerada iba secundada por un ardoroso e indiscutible arrebato del Pasajero. Pero ¿cómo? Desde donde estaba sentado divisaba la escuela, y tenía el presentimiento de que Weiss estaba cerca, haciendo lo mismo que yo. Pero él no se limitaría a atravesar la valla como una exhalación y confiar en que hubiera suerte. Había estado vigilando, tomando nota de los detalles, y habría forjado un plan. Y a mí me quedaba una media hora para adivinar cuál era ese plan y encontrar una forma de frustrarlo.
Miré en diagonal hacia el bosquecillo que se alzaba junto al lago. Era el único lugar donde había alguna especie de protección. Pero ¿y qué, si la protección desaparecía en la valla? Entonces, algo llamó mi atención a la izquierda, y me volví a mirar.
Una furgoneta blanca había parado y aparcado junto a la puerta cerrada con candado, y una figura bajó, con una camisa verde lima, una gorra a juego y una caja de herramientas, muy visible incluso desde lejos. La figura se encaminó hacia la puerta, dejó en el suelo la caja y se arrodilló ante la cadena.
Por supuesto. La mejor forma de ser invisible consiste en ser completamente visible. Integrarse en el paisaje. He venido a arreglar la valla, y no existe la menor necesidad de mirarme, ja ja.
Puse en marcha el coche. Rodeé el perímetro poco a poco, con el ojo pegado a la mancha verde brillante, y sentí que mis alas frías se desplegaban. Le tenía, justo donde había supuesto. Pero no podía aparcar y abalanzarme sobre él, claro está. Tendría que acercarme con cautela, dando por sentado que conocía el aspecto de mi coche, dando por sentado que tendría los ojos abiertos de par en par, al acecho de la posibilidad de que apareciera Dexter.
De modo que para el carro y piénsalo bien. No cuentes sólo con las alas oscuras para que te ayuden a superar todos los obstáculos. Mira con cuidado y observa cosas. Por ejemplo, Weiss estaba dando la espalda a su furgoneta, y la furgoneta estaba aparcada de lado, con el morro hacia la valla, y ocultaba la vista del estanque. Porque, por lógica, nada podía atacarle desde aquel lado.
Lo cual significaba, por supuesto, que Dexter sí lo haría.
Conduje con mucha lentitud, procurando no llamar la atención, di la vuelta y regresé al lado sur de los terrenos de la escuela. Seguí la valla hasta el final, donde terminaba la carretera y empezaba el estanque. Aparqué en ese punto de la carretera, delante de la barricada metálica, invisible para Weiss, parado ante la puerta cerrada con candado, y bajé. Avancé con celeridad hacia el estrecho sendero que corría entre el lago y la valla.
Sonó el timbre en el lejano edificio de la escuela. Habían terminado las clases y Weiss tendría que actuar ahora. Le veía, todavía arrodillado ante el candado. No vi sobresalir los largos brazos de unos alicates, y tardaría unos minutos en abrir el candado o cortarlo. Pero una vez en el interior podría seguir el perímetro de la valla sin prisas, fingiendo que inspeccionaba la tela metálica. Llegué al borde del bosquecillo y lo atravesé a toda prisa. Pasé con cuidado por encima de pequeños montones de basura (latas de cerveza, botellas de gaseosa de plástico, huesos de pollo y otros objetos menos agradables) y llegué al extremo, deteniéndome sólo un momento ante el último árbol para comprobar que Weiss seguía en el mismo sitio, forcejeando con el candado. La furgoneta se interponía y no podía verle, pero me pareció que la puerta continuaba cerrada. Respiré hondo, absorbí la oscuridad y dejé que fluyera a través de mi cuerpo, y después salí al sol brillante.
Me desplacé hacia la derecha, casi corriendo, para sorprenderle por detrás, rodeando el extremo posterior de la furgoneta. En silencio, con cautela, mientras notaba que las alas oscuras se extendían a mi alrededor, crucé el espacio que me separaba de la furgoneta, rodeé el extremo posterior y me detuve cuando vi la figura arrodillada junto a la puerta.
Giró la cara y me vio.
—¿Qué pasa? —preguntó el hombre. Tendría unos cincuenta años, era negro y, sin la menor duda, no era Weiss.
—Oh —contesté, con mi habitual ingenio—. Hola.
—Esos malditos críos han puesto pegamento en el candado —protestó, y se volvió hacia la puerta.
—¿En qué estarían pensando? —pregunté cortésmente. Pero nunca conseguí averiguarlo, porque en la calle que corría delante de la puerta principal, oí unos bocinazos, seguidos de un crujido metálico. Y mucho más cerca, dentro de mi cabeza para ser exacto, una voz que susurraba, ¡Estúpido! Y sin pararme a pensar cómo sabía que el accidente se había producido cuando Weiss embistió el coche de Rita, salté la valla, pasé al otro lado y me puse a cruzar corriendo el campo de juegos.
—¡Eh! —gritó el hombre del candado, pero por una vez no me importaron mis modales y no esperé a saber qué quería.
Por supuesto, Weiss no iba a cortar el candado. Por supuesto, no tenía necesidad. Por supuesto, no tenía que entrar en la escuela para intentar ser más listo o vencer a cientos de cautelosos profesores y niños en estado salvaje. Le bastaba con esperar fuera, en el tráfico, como un tiburón nadando al borde de los arrecifes a la espera de que Nemo saliera. Por supuesto.
Corrí lo más veloz que pude. El campo parecía un poco irregular, pero la hierba era corta y estaba bien podada, y pude imprimir a mis pies un buen ritmo. Me estaba felicitando por estar en bastante buena forma para correr a toda velocidad, cuando alcé los ojos un momento para ver lo que estaba pasando. No fue una buena idea. Mi pie tropezó en algo casi al instante y caí cabeza abajo a una velocidad maravillosa. Formé una bola y di una voltereta y media, antes de caer de bruces sobre algo aterronado. Me puse en pie de un salto y volví a correr, con una ligera cojera debido a un tobillo torcido y una vaga imagen de un montículo de hormigas rojas, aplastado ahora por mi acto de cañón humano.
Más cerca ahora. Voces alzadas a causa de la alarma y el pánico en la calle, y después un grito de dolor. No veía más que un montón de coches y un grupo de personas que se esforzaban por mirar algo que había en mitad de la carretera. Entré por la pequeña puerta de la valla, subí a la acera y rodeé la fachada de la escuela. Tuve que ir más despacio para abrirme paso entre la multitud de críos, profesores y padres, congregados en el punto de recogida delante de la puerta, pero al final conseguí salir a la calle. Corrí los últimos treinta o cuarenta metros, hasta el lugar donde el tráfico se había detenido y fundido alrededor de dos coches que formaban una masa caótica. Uno era el Honda color bronce de Weiss. El otro coche era el de Rita.
No había ni rastro de Weiss, pero Rita estaba apoyada contra el parachoques delantero de su coche con expresión aturdida, sujetando a Cody con una mano y a Astor con la otra. Al verles juntos, sanos y salvos, recorrí sin prisas los últimos pasos. Ella me miró sin cambiar de expresión.
—Dexter. ¿Qué haces aquí?
—Pasaba por el barrio. ¡ Ay! —Y el «ay» no sólo fue un toque de genio. Docenas de hormigas rojas, que al parecer había recogido al caer, empezaron a picarme al mismo tiempo, como obedeciendo a una señal telepática—. ¿Estáis todos bien? —pregunté, al tiempo que me arrancaba frenéticamente la camisa.
Me la pasé por la cabeza y vi que los tres me miraban con preocupación y cierta irritación.
—¿Te encuentras tú bien? —me preguntó a su vez Astor—. Porque acabas de quitarte la camisa en mitad de la calle.
—Hormigas rojas —expliqué—. En la espalda.
Me la azoté con la camisa, cosa que no sirvió de nada.
—Un hombre nos embistió con su coche —me informó Rita—. Intentó llevarse a los niños.
—Sí, lo sé —dije, mientras me contorsionaba e intentaba deshacerme de las hormigas rojas.
—¿Qué quiere decir que lo sabías? —preguntó Rita.
—Huyó —anunció una voz detrás de nosotros—. Se movió con mucha rapidez, teniendo en cuenta las circunstancias. —Me volví mientras vapuleaba a una hormiga y vi a un policía uniformado, jadeante tras haber intentado dar caza a Weiss, por lo visto. Era un tipo joven, en bastante buena forma, y la placa con su nombre decía Lear. Se había detenido y me estaba mirando—. Aquí no se puede ir vestido de esa manera, amigo.
—Hormigas rojas —comenté—. Rita, ¿quieres echarme una mano, por favor?
—¿Conoce a este individuo? —preguntó el policía a Rita.
—Mi marido —contestó ella, mientras soltaba las manos de los niños a regañadientes, y empezó a darme palmadas en la espalda.
—Bien —repuso Lear—, en cualquier caso el tipo huyó. Llegó a la U.S. 1 y se dirigió a los muelles. Di parte, lanzarán una orden de busca y captura, pero… —Se encogió de hombros—. Debo decir que corría como una exhalación, pese a llevar un lápiz clavado en la pierna.
—Mi lápiz —precisó Cody, con su extraña y poco frecuente sonrisa.
—Y yo le di una patada muy fuerte en la ingle —observó Astor.
Miré a los dos a través de mi nube roja de dolor producida por las mordeduras de hormigas. Parecían muy complacidos consigo mismos, y la verdad era que yo también estaba complacido. Weiss lo había intentado…, pero ellos habían resistido. Mis pequeños depredadores. Casi fue suficiente para paliar el dolor de las mordeduras. Pero sólo casi, sobre todo porque Rita estaba golpeando las mordeduras tanto como a las hormigas, lo cual aumentaba mi dolor.
—Tienen un par de auténticos Lobatos —dijo el agente Lear, y miró a Cody y a Astor con una expresión de aprobación mezclada con cierta preocupación.
—Sólo Cody —comentó Astor—. Y sólo ha ido a una reunión.
El agente Lear abrió la boca, se dio cuenta de que no tenía nada que decir y volvió a cerrarla. Se volvió hacia mí.
—La grúa llegará dentro de un par de minutos. Y los de urgencias querrán echar un vistazo, sólo para asegurarse de que todos están bien.
—Estamos bien —aseguró Astor.
—Bien —continuó Lear—, si quiere quedarse con su familia, puede que consiga poner el tráfico en marcha de nuevo.
—Creo que no habrá problema —repliqué. Lear miró a Rita con una ceja enarcada, y ella asintió.
—Sí. Por supuesto.
—De acuerdo —dijo el agente—. Supongo que los federales querrán hablar con usted. Quiero decir, sobre el intento de secuestro.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Rita, como si oír aquella palabra consiguiera que todo fuera real.
—Creo que el tipo estaba como una chota —aventuré esperanzado. Al fin y al cabo, ya tenía bastantes problemas para que, encima, el FBI se pusiera a investigar mi vida familiar.
Lear no se inmutó. Me miró muy serio.
—¡Se trataba de un se-cues-tro! —exclamó—. De sus hijos. —Me miró un momento para asegurarse de que conocía la palabra, y después se volvió y agitó un dedo en dirección a Rita—. Procure que la gente de urgencias les eche un vistazo a todos. —Volvió a mirarme impasible—. Y sería mejor que usted se vistiera, ¿no cree?
Dio media vuelta, cruzó la calle y empezó a hacer gestos a los coches, en un intento de lograr que el tráfico se moviera de nuevo.
—Creo que las tengo todas —anunció Rita, al tiempo que propinaba la última palmada a mi espalda—. Dame tu camisa. —La cogió, la agitó vigorosamente y me la devolvió—. Será mejor que te la pongas —insistió, aunque era incapaz de imaginar por qué, de repente, toda Miami estaba tan obsesionada con mi desnudo parcial. Me puse la camisa, después de lanzar una suspicaz mirada al interior, en busca de hormigas rojas rezagadas.
Cuando mi cabeza asomó a la luz del día de nuevo, Rita ya había aferrado de nuevo por la mano a Astor y a Cody.
—Dexter, dijiste… ¿Cómo pudiste…? ¿Por qué estás aquí?
No estaba seguro de lo poco que podía decirle, al tiempo que aportaba una respuesta satisfactoria, y por desgracia no podía achacarlo otra vez a mí cabeza y lanzar un gemido. Estaba convencido de que ayer había agotado aquel truco. Y decir que el Pasajero y yo habíamos llegado a la conclusión de que Weiss iría a secuestrar a los niños, porque eso sería lo que nosotros habríamos hecho en su lugar, tampoco llevaría a nada. Decidí probar una versión algo edulcorada de la realidad.
—Es que, hum… Es ese tipo que voló la casa ayer. Tuve la corazonada de que volvería a intentarlo. —Rita me miró—. Es decir, secuestrar a los niños para hacerme daño.
—Pero tú ni siquiera eres un policía de verdad —protestó Rita, con cierta indignación en la voz, como si alguien hubiera quebrantado una regla básica—. ¿Por qué intentaría hacerte daño?
Era una buena observación, sobre todo porque en el mundo de Rita (y hablando en términos generales, también en el mío), los expertos en salpicaduras de sangre no acaban enzarzados en reyertas de sangre.
—Creo que es por Deborah —argumenté. Al fin y al cabo, ella sí era una policía de verdad, y no estaba presente para contradecirme—. Era alguien a quien ella perseguía cuando la apuñalaron, y yo estaba delante.
—¿Y por eso ahora intenta hacer daño a mis hijos? —preguntó Rita—. ¿Porque Deborah intentó detenerle?
—La mente criminal es así —argüí—. No funciona como la tuya.
De hecho, funcionaba como la mía, y en aquel momento la mente criminal estaba trabajando en una idea acerca de lo que Weiss habría dejado en el coche. No había esperado huir a pie. Era muy posible que hubiera quedado alguna pista en él sobre adonde iría y cuál sería su siguiente movimiento. Y todavía más: podía contener alguna horrible pista que apuntara con un dedo empapado en sangre en mi dirección. Con ese pensamiento, me di cuenta de que necesitaba registrar su coche ya, mientras Lear estuviera ocupado y antes de que llegaran más policías al lugar de los hechos.
—Está loco —continué, porque vi que Rita seguía mirándome expectante—. Puede que tal vez nunca entendamos qué está pensando. —Parecía casi convencida, de modo que, en la creencia de que un mutis veloz era, con frecuencia, el argumento más persuasivo, indiqué el coche de Weiss con un cabeceo—. Creo que debería ver si ha dejado algo importante. Antes de que llegue la grúa.
Rodeé el coche de Rita y me dirigí a la puerta delantera del de Weiss, que estaba abierta.
El asiento delantero albergaba la habitual variedad de basura de coche. Envoltorios de chicle sembraban el suelo, había una botella de agua tumbada en el asiento, un cenicero contenía un puñado de monedas de veinticinco centavos para los peajes. Ni cuchillos de carnicero, ni sierra para cortar huesos, ni bombas. Nada de interés. Estaba a punto de entrar y abrir la guantera, cuando reparé en una libreta grande en el asiento trasero. Era un cuaderno de bocetos de artista, del cual sobresalían los bordes de varias páginas sueltas, sujetas con una goma elástica, y mientras lo miraba la voz de la Habitación Oscura de Dexter gritó, ¡Bingo!
Bajé del coche e intenté abrir la puerta de atrás. Estaba cerrada, hundida por el impacto contra el coche de Rita. Me arrodillé delante del asiento delantero, agarré la libreta y la saqué. Una sirena aulló cerca, así que me alejé del coche de Weiss y me acerqué a Rita, con el cuaderno apretado contra mi pecho.
—¿Qué es eso? —me preguntó.
—No lo sé —contesté—. Vamos a echar un vistazo.
Y ocupado tan sólo en pensamientos inocentes, quité la goma elástica. Una página suelta cayó volando al suelo y Astor la pisó.
—Dexter —dijo—. Se parece a ti.
—Eso no es posible —repuse, al tiempo que le arrebataba la página.
Pero sí era posible. Era un bonito dibujo, muy bien ejecutado, de un hombre de cintura para arriba, en una especie de pose risiblemente heroica tipo Rambo, sosteniendo un gran cuchillo que goteaba sangre, y no cabía la menor duda.
Era yo.