No estaba muy seguro de haber llegado al lugar correcto hasta que aparqué delante. Se me había antojado un destino improbable hasta que vi la cinta de la escena del crimen, las luces de los coches patrulla destellando en el ocaso y la habitual multitud de curiosos que confiaban en ver algo inolvidable. Joe's Stone Crab estaba casi siempre a tope, pero no en julio. El restaurante no volvería a abrir sus puertas hasta octubre, lo cual parecía una espera bastante larga, incluso para Joe's.
Pero la multitud de esta noche era diferente, y no había venido a comer cangrejos. Esta noche le apetecía otra cosa, algo que Joe habría preferido eliminar de su carta.
Aparqué y seguí el rastro de agentes uniformados hasta la parte de atrás, donde el entrante de esta noche se encontraba sentado con la espalda apoyada contra la pared, al lado de la puerta de servicio. Oí al sibilante Pasajero lanzar una risita antes de ver los detalles, pero cuando me acerqué más, las luces montadas por el equipo forense me revelaron lo suficiente para esbozar una sonrisa de admiración.
Tenía los pies embutidos en un par de esos zapatos negros de piel que suelen ser italianos, y se utilizan casi siempre para bailar. También llevaba unos encantadores pantalones cortos tipo complejo turístico de color arándano de muy buen gusto, y una camisa de seda azul con el dibujo de una palmera plateada bordado. Pero la camisa estaba desabotonada y abierta para revelar que habían extraído el pecho del hombre y vaciado la cavidad de todas esas cosas naturales y horrendas que debería contener. Ahora estaba llena de hielo, botellas de cerveza y lo que parecía un cóctel de gambas dispuesto en círculo procedente de la tienda de comestibles. Su mano derecha aferraba un puñado de billetes de Monopoly, y tenía el rostro cubierto por otra de aquellas máscaras de plástico sujetas con pegamento.
Vince Masuoka estaba acuclillado al otro lado de la puerta, mientras esparcía polvo con lentas y firmes pinceladas sobre la pared. Me acerqué a él.
—¿Vamos a tener suerte esta noche? —le pregunté.
Resopló.
—Ojalá nos dejaran llevarnos un par de esas cervezas gratis —dijo—. Están muy frías.
—¿Cómo lo sabes?
Movió la cabeza hacia el cuerpo.
—Es de esa nueva clase, la de la etiqueta que se pone azul cuando está fría —explicó. Se pasó el brazo por la frente —. Aquí hará más de treinta grados, y la cerveza debe estar de muerte.
—Claro —dije, mientras contemplaba los inverosímiles zapatos del muerto—. Y después podríamos ir a bailar.
—Ah. ¿Quieres ir cuando hayamos terminado?
—No —contesté—. ¿Dónde está Deborah?
Movió la cabeza hacia la izquierda.
—Por allí —dijo—. Hablando con la mujer que lo encontró.
Me acerqué hasta donde Deborah estaba interrogando a una histérica mujer hispana, la cual lloraba con las manos en la cara meneando la cabeza al mismo tiempo, lo cual se me antojó algo muy difícil, como masajearte la panza mientras te das palmaditas en la cabeza. Pero lo estaba haciendo muy bien, y por algún motivo la maravillosa coordinación de la mujer no impresionaba a mi hermana.
—Arabelle —estaba diciendo Debs—, Arabelle, por favor, escúcheme.
Arabelle no estaba escuchando, y yo pensé que el tono vocal de Deborah, que combinaba ira y autoridad, no estaba bien calculado para ganarse las simpatías de nadie, sobre todo de alguien con aspecto de haber sido enviada por una agencia de casting para interpretar el papel de mujer de la limpieza sin permiso de trabajo. Deborah me fulminó con la mirada cuando me acerqué, como si fuera culpa mía que estuviera intimidando a Arabelle, de modo que decidí echarle una mano.
No es que crea que Debs sea una incompetente. Es muy buena en su trabajo. Lo lleva en la sangre, al fin y al cabo. Además, la idea de que conocerme es amarme nunca ha cruzado el umbral en sombras de mi mente. Todo lo contrario, en realidad. Pero Arabelle estaba tan alterada, que no cabía duda de que su descubrimiento no la había emocionado. De hecho, había avanzado varios pasos en el camino de la histeria, y hablar con gente histérica, como en tantos casos de la interacción humana corriente, no provoca especial empatía o simpatía en las personas, por suerte para el Oscuro y Taciturno Dexter. Todo era cuestión de técnica, de artesanía pero no de arte, lo cual caía en el campo de experiencia de alguien que ha estudiado y copiado el comportamiento humano. Sonreír en los momentos oportunos, cabecear, fingir escuchar… Lo había dominado hacía eones.
—Arabelle —dije con una voz tranquilizadora y el acento centroamericano adecuado, y ella dejó de sacudir la cabeza un momento—. Arabelle, necesitamos descubrir a este monstruo. —Miré a Debs—. El que ha hecho esto es un monstruo, ¿verdad?
Ella movió la barbilla arriba y abajo en señal de asentimiento.
—Dígame, por favor —continué en tono tranquilizador, y Arabelle bajó una mano de la cara, un gesto muy gratificante.
—¿Sí? —repuso con timidez, y yo me maravillé una vez más del poder de mi encanto sintético al cien por cien. Y en dos idiomas, encima.
—¿En inglés? —dije, con una sonrisa falsa estupenda—. Porque mi hermana no habla español. —Señalé a Deborah con un cabeceo. Estaba seguro de que referirme a Debs como «mi hermana», en lugar de «la figura autoritaria con una pistola que quiere enviarla de vuelta a El Salvador después de que se haya ocupado de que la golpeen y la violen», contribuiría a que la mujer se sincerara un poco—. ¿Habla inglés?
—Po-quito.
—Bien, Cuéntele a mi hermana lo que vio.
Retrocedí un paso, pero Arabelle extendió la mano al instante y la cerró en torno a mi brazo.
—¿Se va? —preguntó con timidez.
—Me quedo.
Me escudriñó un momento. No tengo ni idea de qué estaba buscando, pero por lo visto creyó encontrarlo. Soltó mi brazo, bajó las dos manos y las enlazó delante de ella, y después miró a Deborah, casi en posición de firmes.
Yo también miré a Deborah, y descubrí que me estaba mirando con expresión de incredulidad.
—Jesús —rezongó—. ¿Confía en ti y en mí no?
—Ella sabe que mi corazón es puro —contesté.
—¿Puro de qué? —preguntó Debs, y sacudió la cabeza—. Si supiera…
Tuve que admitir que la observación irónica de mi hermana contenía cierta verdad. Había descubierto hacía muy poco lo que soy, y decir que el descubrimiento la incomodaba era quedarse corto. De cualquier modo, todo había sido sancionado y montado por su padre, San Harry, e incluso muerto era una autoridad que Debs no deseaba cuestionar…, ni yo, por cierto. Pero su tono de voz fue un poco brusco para alguien que deseaba mi ayuda, y me ofendió un poco.
—Si quieres, puedo marcharme y dejar que lo hagas sola.
—¡No! —exclamó Arabelle, y de nuevo su mano se apoderó de mi brazo—. Ha dicho que se quedaba —comentó, en un tono acusador y casi de pánico.
Miré a Deborah con una ceja enarcada.
Ella se encogió de hombros.
—Sí. Te quedas.
Palmeé la mano de Arabelle y me la quité de encima.
—Me quedaré —dije, y añadí—. Yo espero aquí.
Acompañé la frase de una sonrisa completamente artificial, que por algún motivo pareció tranquilizarla. Me miró a los ojos, sonrió, respiró hondo y miró a Debs.
—Cuénteme —dijo ésta a Arabelle.
— Llego aquí a la misma hora, como siempre.
—¿A qué hora? —le preguntó Deborah.
Arabelle se encogió de hombros.
—Las cinco. Ahora tres veces a la semana, porque cierra en julio, pero quieren que esté limpio. Nada de cucarachas.
Me miró y yo asentí: cucarachas malas.
—¿Y fue a la puerta de atrás? —preguntó Deborah.
—Siempre, es… —Me miró con expresión inquisitiva—. ¿Siempre?
—Siempre —traduje.
Arabelle asintió.
—Siempre puerta de atrás. Local cierra hasta octubre.
Deborah ladeó la cabeza un momento, pero después lo pilló: local cerrado hasta octubre.
—De acuerdo. Llega aquí, va a la puerta de atrás y ve el cadáver.
Arabelle se cubrió la cara una vez más, pero sólo un momento. Me miró y yo asentí, de modo que dejó caer las manos.
—Sí.
—¿Se fijó en algo más, algo anormal? —preguntó Debs, y Arabelle la miró sin comprender—. ¿Vio algo que no debería estar?
—El cuerpo —dijo indignada Arabelle, y señaló el cadáver—. El no debería estar aquí.
—¿Vio a alguien más?
Arabelle sacudió la cabeza.
—Nadie. Sólo mí.
—¿Y en las cercanías? —Arabelle la miró desconcertada y Deborah señaló—. Allí. En la acera. ¿Había alguien?
Arabelle se encogió de hombros.
—Turistas. Con cámaras. —Frunció el ceño, bajó la voz y me habló en tono confidencial—. Creo que es posible que fueran maricones —dijo, y se encogió de hombros.
Asentí.
—Turistas gais —le aclaré a Deborah.
Deborah la fulminó con la mirada, y después se volvió hacia mí, como si pudiera asustarnos para que se nos ocurriera otra buena pregunta. Pero hasta mi legendario ingenio se había secado, de modo que me encogí de hombros.
—No sé —observé—. No creo que pueda decirte nada más.
—Pregúntale dónde vive —me ordenó Deborah, y una expresión de alarma destelló en el rostro de Arabelle.
—No creo que te lo vaya a decir —respondí.
—¿Por qué no, joder? —preguntó Deborah.
—Tiene miedo de que hables con la migra —dije, y Arabelle pegó un bote al oír la palabra—. Inmigración.
—Sé qué cojones significa la migra —me espetó con brusquedad Deborah—. Yo también vivo aquí, ¿recuerdas?
—Sí, pero te negaste a aprender español.
—En ese caso, pídele que te lo diga a ti —repuso Deborah.
Me encogí de hombros y miré a Arabelle.
—Necesito su dirección.
—¿Por qué? —preguntó con timidez.
—Para salir a bailar —contesté.
Ella rió.
—Estoy casada.
—Por favor —insistí, con mi mejor sonrisa falsa de cien vatios, y añadí—: Nunca para la migra, verdaderamente. —Arabelle sonrió, se inclinó hacia adelante y susurró una dirección en mi oído. Yo asentí. Estaba en una zona invadida de inmigrantes centroamericanos, algunos de los cuales eran legales. Para ella era lógico vivir allí, y yo estaba seguro de que me estaba diciendo la verdad—. Gracias —dije, y cuando me dispuse a marchar, me agarró de nuevo del brazo.
—¿Nunca para la migra? —me preguntó.
—Nunca —contesté—. Solamente para encontrar a este asesino.
Ella asintió como si fuera lógico que necesitara su dirección para encontrar al asesino, y me dedicó de nuevo su sonrisa tímida.
—Gracias. Te creo.
Su fe en mí era conmovedora, teniendo en cuenta que no existían motivos para ello, dejando aparte que le hubiera dedicado mi sonrisa más falsa. Me llevó a considerar si se imponía un cambio de carrera. Tal vez debería vender coches, o incluso presentarme a la presidencia.
—De acuerdo —concedió Deborah—. Que se vaya a casa.
Cabeceé en dirección a Arabelle.
—Váyase a casa.
—Gracias —repitió. Me dedicó una enorme sonrisa y casi salió corriendo a la calle.
—Mierda —refunfuñó a placer Deborah—. Mierda mierda mierda.
La miré con las cejas enarcadas, y ella sacudió la cabeza. Parecía desalentada, despojada de ira y tensión.
—Sé que es una estupidez —prosiguió—. Confiaba en que hubiera visto algo. O sea… —Se encogió de hombros y dio media vuelta. Miró en dirección al cadáver—. Tampoco localizaremos a los turistas gais. En South Beach, no.
—Tampoco debieron ver nada —comenté.
—A plena luz del día. ¿Y nadie vio nada?
—La gente ve lo que espera ver —señalé—. Debió utilizar una furgoneta de mudanzas, lo cual le convirtió en invisible.
—Bien, mierda —repitió, y no me pareció el momento adecuado para criticar su limitado vocabulario. Me miró de nuevo—. Supongo que no se te ha ocurrido nada que nos pueda ayudar mirando a éste.
—Deja que tome unas cuantas fotos y piense en ello —dije.
—Eso es un no, ¿verdad?
—No es un no verbalizado —contesté—. Es un no implícito.
Deborah me enseñó el dedo medio.
—Implícate éste —dijo, dio media vuelta y se acercó a inspeccionar el cadáver.