Llegamos a Miami el viernes por la noche, dos días después, y el desenfreno salvaje de la multitud en el aeropuerto, mientras los viajeros se empujaban y maldecían mutuamente alrededor de la cinta de equipajes, casi consiguió que llorara de emoción. Alguien intentó apoderarse de la maleta de Rita, me gritó cuando se la quité, y ésa fue toda la bienvenida que yo necesitaba. Era estupendo volver a casa.
Y si era necesario algún saludo sentimental más, lo recibí el lunes por la mañana temprano, mi primer día de vuelta al curro. Salí del ascensor y me tropecé con Vince Masuoka.
—Dexter —dijo, en lo que estoy seguro era un tono de voz emotivo—, ¿has traído donuts?
Era conmovedor caer en la cuenta de que me habían echado de menos, y de haber tenido corazón, estoy seguro de que éste se habría sentido reconfortado.
—Ya no como donuts —contesté—. Sólo como croissants.
Vince parpadeó.
—¿Y eso?
—Je suis parisien.
Meneó la cabeza.
—Bien, tendrías que haber traído donuts. Esta mañana nos ha caído un caso tope raro en South Beach, y allí no hay sitios donde vendan donuts.
—Quelle tragédie.
—¿Vas a seguir así todo el día? —preguntó—. Porque puede que sea muy largo.
De hecho, lo fue, y todavía lo alargó más la avalancha demencial de reporteros y demás curiosos que ya se apelotonaban de tres en tres al fondo, ante la cinta amarilla de la escena del crimen, la cual rodeaba un pedazo de playa no muy alejado del extremo sur de South Beach, Yo ya estaba sudando cuando me abrí paso entre la multitud y pisé la arena, en dirección al punto en que Ángel Batista nada-que-ver se encontraba a cuatro patas a unos seis metros de los cadáveres, examinando algo que nadie más podía ver.
—¿Qué hay de raro? —le pregunté.
Ni siquiera levantó la vista.
—Una rana con tetas —contestó.
—Estoy seguro de que tienes razón, pero Vince dijo que había algo raro en estos cadáveres.
Miró algo con el ceño fruncido y se inclinó más sobre la arena.
—¿No te dan miedo los ácaros de la arena? —le dije.
Ángel asintió.
—Los mataron en otro sitio —señaló—, pero uno de ellos sangró un poco. —Frunció el ceño—. Pero no hay sangre.
—Hoy es mi día de suerte.
—Además —continuó, mientras utilizaba unas pinzas para introducir algo invisible en una bolsa de plástico—, los han…
Y se calló, no por algún motivo relacionado con objetos invisibles, sino como si quisiera encontrar una palabra que no me asustara, y en el silencio oí el zumbido cada vez más alto de unas alas desde el asiento trasero del Dextermóvil.
—¿Qué? —pregunté cuando ya no pude más.
Ángel apenas meneó la cabeza.
—Los han… arreglado —dijo, y se puso en movimiento como si el encantamiento se hubiera roto. Cerró la bolsa de plástico, la dejó con cuidado a un lado y dobló una rodilla.
Si eso era todo cuanto tenía que decir sobre el tema, tendría que ir a ver con mis propios ojos aquello a lo que se refería el silencio sibilante. Recorrí los seis metros que me separaban de los cadáveres.
Eran dos, un hombre y una mujer, de unos treinta y pico años, y no los habían elegido por su belleza. Ambos eran pálidos, obesos y peludos. Los habían dispuesto con sumo cuidado sobre toallas de playa chillonas, de esas tan populares entre los turistas del Medio Oeste. Sobre el regazo de la mujer había abierta una novela de bolsillo de un rosa rabioso, con el tipo de portada chillona que a la gente de Michigan le encanta llevar en vacaciones: Temporada turística. Una pareja casada perfectamente vulgar que disfrutaba de un día en la playa.
Para subrayar la felicidad que, en teoría, estaban experimentando, cada uno llevaba una máscara de plástico semitransparente sobre la cara, al parecer sujeta con pegamento, el tipo de máscara que dota al rostro de su portador de una sonrisa artificial, al tiempo que permite aflorar el rostro real. Miami, sede de las sonrisas permanentes.
Salvo que este par tenía unos motivos muy poco comunes para sonreír, razones que motivaban a mi Oscuro Pasajero a experimentar lo que semejaba un ataque de risa. Habían abierto estos dos cuerpos desde la parte inferior de la caja torácica hasta la cintura, y después apartado la carne para revelar lo que había dentro. Y no necesité la oleada de sibilante hilaridad que se alzó de mi sombrío amigo para darme cuenta de que lo que había dentro se salía un poco de lo normal.
Habían eliminado las porquerías habituales, lo cual me pareció un principio excelente. No estaba el espantoso amasijo de intestinos viscosos, ni demás horribles tripas relucientes. Habían retirado toda esa repugnante masa sanguinolenta. La cavidad corporal de la mujer había sido transformada, con pulcritud y buen gusto, en una cesta de frutas tropicales, de esas que un buen hotel ofrece a sus clientes especiales. Vi un par de mangos, papayas, naranjas y pomelos, una piña y, por supuesto, algunos plátanos. Había incluso una cinta roja sujeta a la caja torácica, y de en medio de la fruta asomaba una botella de champagne barato.
Habían adornado al hombre de manera diferente. En lugar de la alegre y atractiva selección de frutas, su tripa vacía acogía unas gafas de sol enormes y chillonas, una máscara de buceo con su tubo de respiración, una botella de protector solar, una lata de repelente antiinsectos y un platito de pasteles, unos dulces cubanos. Parecía un terrible desperdicio en aquella desolación arenosa carente de donuts. Apoyado en un costado de la cavidad había una especie de folleto grande. No pude ver la cubierta, de modo que me agaché para mirarlo más de cerca. Era el Calendario de Bañadores de South Beach. La cabeza de un mero asomaba por detrás del calendario, y su boca abierta estaba congelada en una sonrisa siniestramente similar a la dibujada en la máscara de plástico pegada a la cara del hombre.
Oí unos pasos en la arena detrás de mí y me volví.
—¿Amigo tuyo? —preguntó Deborah, mi hermana, mientras se acercaba e indicaba los cuerpos con un cabeceo. Tal vez debería decir sargento Deborah, puesto que mi trabajo exige que sea educado con alguien que ha ascendido en el cuerpo de policía. Y suelo ser educado, hasta el punto de hacer caso omiso de su grosero comentario. No obstante, lo que vi en su mano se llevó por delante toda mi consideración filial. Había conseguido hacerse con un donut (de crema bávara, mi favorito), y le dio un enorme bocado. Me pareció terriblemente injusto—. ¿Qué opinas, hermanito? —volvió a preguntar con la boca llena.
—Opino que habrías debido traerme un donut —dije.
Descubrió los dientes en una amplia sonrisa, que no sirvió de nada, porque tenía las encías recubiertas de la capa de chocolate del donut en cuestión.
—Lo hice —contestó—, pero me entró hambre y me lo comí.
Era estupendo ver sonreír a mi hermana, puesto que era algo que no se había repetido con frecuencia en los últimos años. Por lo visto, no encajaba con la imagen de poli que se había forjado de sí misma. Sin embargo, no me embargó una tierna sensación de amor fraternal hacia ella, puesto que me había dejado sin donut. Aun así, sabía por mis investigaciones que la felicidad de la familia era algo maravilloso.
—Me alegro, mucho por ti.
—No es verdad, estás haciendo pucheros —replicó— ¿Qué opinas?
Se metió en la boca el último pedazo de crema bávara y volvió a cabecear en dirección a los cuerpos.
Por supuesto, Deborah contaba con la exclusiva mundial de mi perspicacia especial a la hora de analizar a los animales enfermos y retorcidos que mataban así, puesto que era mi única pariente, y yo también era un ser enfermo y retorcido. Pero aparte del regocijo del Oscuro Pasajero, que poco a poco se iba apagando, no tenía ni idea de por qué aquellos dos cuerpos habían sido dispuestos como un mensaje de bienvenida de un promotor cívico muy concienzudo. Escuché con atención durante un largo momento, mientras fingía examinar los cadáveres, pero no oí ni vi nada, salvo un carraspeo tenue e impaciente desde las sombras que poblaban el Castillo Dexter. No obstante, Deborah estaba esperando algún tipo de declaración.
—Parece muy artificioso —logré articular.
—Bonita palabra —dijo ella—. ¿Qué coño significa eso?
Vacilé. Por lo general, mi perspicacia especial para homicidios poco comunes me facilita desarrollar una idea de qué tipo de caos psicológico produjo el montón de restos humanos en cuestión. Pero en este caso, no llegaba a ninguna parte. Hasta un experto como yo tiene sus límites, y el trauma creador de la necesidad de convertir a una mujer gordinflona en una cesta de fruta estaba más allá de mi alcance, y del de mi ayudante secreto.
Deborah me miraba expectante. No quería darle ninguna pista falsa que tomara por genuina y la llevara en la dirección equivocada. Por otra parte, mi reputación exigía alguna docta opinión.
—No es nada concreto. Es sólo que…
Hice una pausa, porque me di cuenta de que lo que estaba a punto de decir era verdadera perspicacia, cosa confirmada por la risita alentadora del Pasajero.
—¿Qué?, maldita sea —rugió Deborah, y me alivió ver que volvía a su malhumorada normalidad.
—Lo hicieron con una especie de control frío que no se ve normalmente —observé.
Debs resopló.
—Normalmente —repitió—. O sea, ¿normal como tú?
Me sorprendió el giro personal que estaban tomando sus comentarios, pero lo dejé pasar.
—Normal para alguien capaz de hacer esto —dije—. Es necesario que haya cierta pasión, alguna señal de que quien hizo esto, er…, sintiera la necesidad de hacerlo. Esto no. No en plan, qué puedo hacer después que sea divertido.
—¿Esto es divertido para ti? —me preguntó.
Negué con la cabeza, irritado de que estuviera equivocándose a propósito.
—No, no lo es, eso es lo que te intento decir. Se supone que matar es lo divertido, y los cuerpos deberían revelarlo. En cambio, el asesinato no fue el objetivo, sólo un medio de alcanzar un fin. En lugar del fin en sí… ¿Por qué me miras así?
—¿Así es en tu caso?
Me descubrí sorprendido, una situación poco usual para Dexter el Animoso, siempre a punto con una ocurrencia. Deborah aún estaba asimilando lo que yo era, lo que su padre había hecho conmigo, y yo sabía que era difícil para ella apechugar con eso a diario, sobre todo en el trabajo, que para ella, al fin y al cabo, significaba detener a gente como yo y enviarla a la Freidora.
Por otra parte, era algo de lo que no podía hablar con cierta comodidad. Incluso con Deborah, era como hablar de sexo oral con mi madre. Decidí eludir el tema.
—Lo que quiero decir —continué—, es que el objetivo no es el asesinato en sí, sino lo que se hace después con los cuerpos.
Me miró un momento, y después sacudió la cabeza.
—Me encantaría saber qué coño crees que significa eso. Todavía más, creo que me encantaría saber qué coño está pasando por tu cabeza.
Respiré hondo y expulsé el aire poco a poco. Sonó tan tranquilizador como un sonido emitido por el Pasajero.
—Escucha, Debs. Lo que estoy diciendo es que no nos estamos enfrentando a un asesino. Nos estamos enfrentando a alguien a quien le gusta jugar con cuerpos muertos, no vivos.
—¿Y eso es diferente?
—Sí.
—¿Sigue matando gente? —me preguntó.
—Eso parece.
—¿Y es probable que vuelva a hacerlo?
—Es probable —dije, disimulando una fría risita de certidumbre interior que sólo yo pude oír.
—¿Cuál es la diferencia?
—La diferencia es que no seguirá el mismo tipo de pauta. Es imposible saber cuándo volverá a hacerlo, a quién se lo hará, o cualquiera de las cosas con las que sueles contar para que te ayuden a atraparlo. Lo único que puedes hacer es esperar con la esperanza de tener suerte.
—Mierda. Nunca me ha gustado esperar.
Se produjo un leve alboroto donde estaban aparcados los coches, y un detective obeso llamado Coulter se acercó corriendo a nosotros.
—Morgan.
—¿Sí? —contestamos los dos.
—Tú no —me dijo—. Tú, Debbie.
Deborah hizo una mueca. Detestaba que la llamaran Debbie.
—¿Qué?
—Se supone que tú y yo hemos de ocuparnos del caso. Lo ha dicho el capitán.
—Ya estoy aquí —replicó—. No necesito un compañero.
—Ahora sí —insistió Coulter. Tomó un sorbo de una botella de gaseosa grande—. Ha aparecido otro de éstos —prosiguió, jadeante—. En los Jardines Fairchild.
—Qué suerte tienes —dije a Deborah. Me fulminó con la mirada y se encogió de hombros—. Ahora no tendrás que esperar —terminé.