7

Es sorprendente, pero cierto: el coq au vin frío no sabe tan bien como debería. El vino desprende olor a cerveza rancia, el pollo queda algo viscoso y toda la experiencia se convierte en una odisea de sombría perseverancia frente a expectativas amargamente decepcionadas. De todos modos, si algo es Dexter es persistente, y cuando llegué a casa a eso de medianoche, me zampé una ración del plato con estoica fortaleza.

Rita no se despertó cuando me metí en la cama, y yo no me demoré demasiado en las orillas del sueño. Cerré los ojos, y me dio la impresión de que el radiodespertador de la mesita de noche se ponía a chillarme acerca de la oleada de horrible violencia que amenazaba con arrollar a nuestra pobre y maltratada ciudad.

Abrí un ojo y comprobé que eran las seis, hora de levantarse. No me pareció justo, pero me arrastré hasta la ducha, y cuando entré en la cocina, Rita ya tenía el desayuno preparado sobre la mesa.

—Veo que has probado el pollo —comentó muy seria, y comprendí que debía hacerle un poco la pelota.

—Estaba de coña. Mejor que en París.

Se animó un poco, pero sacudió la cabeza.

—Mentiroso. No sabe bien cuando está frío.

—Tienes un toque mágico. Parecía que estuviera caliente.

Ella frunció el ceño y se apartó un mechón de pelo de la cara.

—Sé que lo has de hacer. O sea, tu trabajo es… Pero ojalá lo hubieras probado cuando… De veras que lo entiendo —dijo, pero yo no estaba seguro de poder decir lo mismo. Rita puso un plato de huevos fritos con salchichas delante de mí y señaló con un cabeceo el pequeño televisor que había encima de la cafetera—. Ha salido en todos los telediarios de esta mañana, lo de… Era eso, ¿verdad? Salió tu hermana contándolo. No parecía muy contenta.

—No está nada contenta —señalé—. Lo cual no me parece justo, porque está haciendo un trabajo muy estimulante y su foto sale en la tele. ¿Quién podría pedir más?

Rita no reaccionó con una sonrisa a mi broma. En cambio, acercó una silla a la mía, se sentó y enlazó las manos sobre el regazo, al tiempo que fruncía más el ceño.

—Dexter, hemos de hablar.

Por mis investigaciones en la vida humana sé que estas palabras suscitan el terror en el alma de los hombres. Cosa muy conveniente, yo carezco de alma, pero aun así experimenté una oleada de inquietud al pensar en qué podían significar aquellas sílabas ominosas.

—Si apenas ha terminado nuestra luna de miel… —aventuré, con la esperanza de quitar un poco de seriedad al asunto.

Rita sacudió la cabeza.

—No es… O sea… —Agitó una mano, y después la dejó caer sobre su regazo. Exhaló un profundo suspiro—. Es Cody —me soltó por fin.

—Ah —repuse, sin tener ni idea de a qué se refería. A mí me parecía que estaba muy bien, pero claro, yo sabía mejor que Rita que Cody no era el niño humano, pequeño y silencioso que aparentaba, sino un Dexter en ciernes.

—Todavía parece tan… —Meneó la cabeza de nuevo y bajó la vista, y su voz se convirtió en un susurro—. Sé que su… padre… hizo cosas que… le perjudicaron. Es probable que le cambiaran para siempre. Pero… —Me miró, y en sus ojos brillaban lágrimas—. No está bien que… siga siendo así. ¿Es normal? Tan callado siempre, y… —Bajó la vista de nuevo—. Tengo miedo de que… Ya sabes. —Una lágrima cayó sobre su regazo y sorbió por la nariz—. Podría estar…, ya sabes…, para siempre…

Varias lágrimas más se sumaron a la primera, y aunque por lo general no sé qué hacer ante la manifestación de emociones, sabía que se exigía de mí algún gesto tranquilizador.

—Cody saldrá adelante —observé, al tiempo que bendecía mi capacidad para mentir con convicción—. Sólo necesita salir un poco de su cascarón.

Rita sorbió de nuevo.

—¿De veras lo crees?

—Por supuesto —insistí, y apoyé una mano sobre la de ella, como había visto en una película no hacía mucho—. Cody es un gran chico. Sólo está madurando un poco más lento que los demás. Debido a lo que le pasó.

Ella meneó la cabeza y una lágrima me cayó sobre la cara.

—No puedes saber eso.

—Lo sé —concedí, y estaba diciendo la verdad, aunque parezca mentira—. Sé muy bien lo que está pasando, porque yo también pasé por eso.

Ella me miró con ojos brillantes y húmedos.

—Tú… nunca me has hablado de lo que te pasó.

—No —admití—. Y nunca lo haré. Pero es muy parecido a lo que le pasó a Cody, por eso lo sé. Confía en mí, Rita.

Volví a palmear su mano, mientras pensaba: Sí confía en mí. Confía en que convierta a Cody en un monstruo equilibrado y funcional como yo.

—Oh, Dexter —dijo ella—. Confío en ti. Pero él es tan…

Meneó la cabeza de nuevo y envió un chorro de lágrimas al otro lado de la habitación.

—Saldrá adelante —repetí—. De veras. Sólo necesita salir un poco de su cascarón. Aprender a convivir con otros chicos de su edad.

Y aprender a fingir que es como ellos, pensé, pero no me pareció muy consolador decirlo en voz alta, de modo que no lo hice.

—Si tú lo crees… —concedió Rita, al tiempo que sorbía con estrépito.

—Estoy seguro —afirmé.

—De acuerdo. —Cogió una servilleta de la mesa y se secó la nariz y los ojos—. Entonces, sólo es cuestión de… —Sorbido. Bocinazo—. Supongo que encontraremos alguna manera de relacionarle con los demás chicos.

—Ésa es la idea —repuse—. Dentro de nada estará haciendo trampas con las cartas.

Rita se sonó la nariz por última vez.

—A veces, no sé si hablas en serio. —Se levantó y me besó en la cabeza—. Si no te conociera tan bien.

Si me conociera tan bien como creía, me habría apuñalado con un tenedor y huido como si le fuera en ello la vida, por supuesto, pero alimentar nuestras ilusiones es una parte importante del trabajo de la vida, de modo que no dije nada, y el desayuno se desarrolló con su maravillosa monotonía tranquilizadora. Existe un auténtico placer en el hecho de que te sirvan, sobre todo por alguien que sabe muy bien qué está haciendo en la cocina, y valía la pena escuchar toda aquella cháchara que acompañaba a la tarea.

Cody y Astor se unieron a nosotros cuando yo empezaba mi segunda taza de café, y los dos se sentaron uno al lado del otro con idéntica expresión de incomprensión sedada en la cara. No gozaban de las ventajas del café, de modo que tardaron varios minutos en darse cuenta de que estaban despiertos. Fue Astor, naturalmente, quien rompió el silencio.

—La sargento Debbie salió en la tele —proclamó. Astor veneraba a Deborah como si fuera una heroína, desde que había descubierto que Debs portaba un arma y chuleaba a policías uniformados grandes y corpulentos.

—Es parte de su trabajo —dije, aunque caí en la cuenta de que eso reforzaría su papel de heroína.

—¿Por qué tú no sales nunca en la tele, Dexter? —me preguntó la niña en tono acusador.

—No quiero salir en la tele —contesté, y me miró como si hubiera sugerido prohibir los helados—. Es verdad —continué—. Imagina que todo el mundo conociera mi cara. No podría ir por la calle sin que la gente me señalara con el dedo y hablara a mis espaldas.

—Nadie señala con el dedo a la sargento Debbie —dijo Astor.

Asentí.

—Por supuesto que no. ¿Quién se atrevería? —Me pareció que Astor tenía ganas de discutir, así que dejé la taza de café sobre la mesa con estrépito y me levanté—. Me marcho hacia otro día de tremendo trabajo en defensa de la buena gente de nuestra ciudad.

—No puedes defender a la gente con un microscopio —repuso Astor.

—Basta, Astor —intervino Rita, y se acercó para plantarme otro beso, esta vez en la cara—. Espero que pilles a éste, Dexter. Parece horrible.


Yo también confiaba en pillarlo. Cuatro víctimas en un día se me antojaba un poco desmedido, incluso a mí, y crearía en toda la ciudad una paranoia de vigilancia que me imposibilitaría casi por completo divertirme con discreción por mi cuenta.

Por lo tanto, fue con una verdadera determinación de administrar justicia que fui a trabajar. Por supuesto, cualquier intento real de administrar justicia tendría que empezar con el tráfico, puesto que desde hacía mucho tiempo los conductores de Miami habían transformado la sencilla tarea de desplazarse de un sitio a otro en una especie de atracción de autos de choque, lanzados a toda velocidad y armados hasta los dientes. Es todavía más interesante porque las reglas cambian de un conductor a otro. Por ejemplo, mientras seguía la fila del apretado amasijo de coches de la autopista, un hombre del carril de al lado empezó a tocar la bocina de repente. Cuando me volví a mirar, el tipo me hizo un corte de mangas, gritó «¡Maricón!», me adelantó, se puso en el arcén y aceleró.

No tenía ni idea de la causa de tamaña exhibición, de modo que me limité a saludar al coche, que desapareció entre un lejano concierto de bocinados y gritos. La Sinfonía de Miami en Hora Punta.

Llegué al trabajo un poco temprano, pero va reinaba una frenética actividad en el edificio. En la sala de prensa se agolpaba más gente de la que había visto nunca, al menos suponiendo que fuera gente, porque con los reporteros nunca se sabe. Y me di cuenta de la auténtica gravedad de la situación cuando observé docenas de cámaras y micrófonos, pero ni rastro del capitán Matthews.

Me esperaban más sorpresas sin precedentes: un policía uniformado vigilaba el ascensor y me pidió ver las credenciales antes de dejarme pasar, aunque conocía un poco al tipo. Y todavía más: cuando por fin llegué a la zona del laboratorio, descubrí que Vince Masuoka había comprado una bolsa de croissants.

—Santo cielo —dije, mientras contemplaba las migas que cubrían la pechera de Vince—. Sólo estaba bromeando, Vince.

—Lo sé —contestó—. Pero me pareció muy elegante, así que… —Se encogió de hombros, lo cual provocó que una lluvia de migas de croissant cayera al suelo—. Los hacen rellenos de chocolate —explicó—. Y también de jamón y queso.

—Creo que en París no los aprobarían —le solté.

—¿Dónde coño estabas? —rugió Deborah a mis espaldas, y se apoderó de un croissant de jamón y queso.

—A algunos nos gusta dormir de vez en cuando —contesté.

—Algunos no conseguimos dormir —refunfuñó—. Porque algunos hemos estado intentando trabajar, rodeados de equipos de televisión del puto Brasil y quién sabe de dónde más. —Dio un salvaje mordisco al croissant y, con la boca llena, miró el resto que sostenía en la mano—. Hostia puta, ¿qué es esto?

—Es un donut francés.

Debs tiró el resto a una papelera cercana y falló por un metro y medio.

—Sabe a mierda.

—¿Quieres probar un poco de mi brazo de gitano? —preguntó Vince.

Debs ni siquiera pestañeó.

—Lo siento, necesitaría como mínimo un bocado, y no te queda —dijo, y me agarró del brazo—. Vamos.

Mi hermana me condujo por el pasillo hasta su cubículo y se dejó caer sobre la silla del escritorio. Yo me senté en una plegable y esperé la descarga emocional que tal vez me tenía preparada.

Llegó en forma de pila de periódicos y revistas que empezó a arrojarme.

L. A. Times. Chicago Sun-Times. New York Times de los Cojones. Der Spiegel. Toronto Star —iba diciendo mientras tanto.

Justo antes de desaparecer por completo bajo la montaña de diarios y quedar sin conocimiento, así su brazo e impedí que me lanzara el Karachi Observer.

—Debs, los veré mejor si no me los hundes en los ojos.

—Esto es una tormenta de mierda, la peor tormenta de mierda que has visto en tu vida.

La verdad era que no había visto muchas tormentas de mierda, aunque una vez, en el colegio, Randy Schwartz lanzó un petardo en el lavabo de los chicos, lo cual obligó al señor O'Brien a volver a casa temprano para cambiarse de ropa. Pero estaba claro que Debs no estaba de humor para tiernos recuerdos, aunque a ninguno de nosotros nos caía bien el señor O'Brien.

—Lo he deducido porque Matthews se ha vuelto invisible de repente —contesté.

Debs resopló.

—Como si nunca hubiera existido.

—Jamás pensé que veríamos un caso tan complicado que el capitán no quisiera salir en la tele —comenté.

—Cuatro putos cadáveres en un puto día —escupió—. Algo jamás visto, y aterriza sobre mi regazo.

—Rita dice que saliste muy bien en la tele —le comenté para animarla, pero por algún motivo eso provocó que golpeara la pila de periódicos y varios cayeran al suelo.

—No quiero salir en la puta tele —rezongó—. El cabrón de Matthews me ha lanzado a los leones, porque ésta es la historia más jodida de todo el puto mundo en este momento, y ni siquiera hemos publicado ninguna foto de los cuerpos, pero por lo que sea todo el mundo sabe que algo chungo está pasando, y el alcalde ha sufrido un ataque de mierda, y el puto gobernador ha sufrido un ataque de mierda, y si no soluciono yo en persona este rollo para la hora de comer, todo el puto estado de Florida será tragado por el mar y yo estaré debajo cuando suceda. —Golpeó la pila de periódicos, y esta vez al menos la mitad cayó al suelo. Eso pareció vaciarla de furia, porque se derrumbó en la silla, con aspecto agotado y consumido—. Necesito ayuda, hermanito. Detesto tener que pedírtelo, pero… Si alguna vez has podido sacar algo en claro, éste es el momento.

No estaba seguro qué deducir del hecho de que, de pronto, detestara pedirme ayuda. Al fin y al cabo, ya lo había hecho varias veces en el pasado, al parecer sin detestarlo. En los últimos tiempos, daba la impresión de que se ponía rara e irritable sobre el tema de mis talentos especiales. Pero qué coño. Si bien es cierto que carezco de sentimientos, no soy inmune a ser manipulado por ellos, y ver a mi hermana en la cuerda floja era más de lo que podía eludir.

—Pues claro que te ayudaré, Debs —dije—. Pero no sé qué puedo hacer.

—Bueno, joder, has de hacer algo —replicó—. Nos estamos hundiendo.

Fue bonito que lo dijera en plural y me incluyera, aunque hasta aquel momento no me había dado cuenta de que yo también me estaba hundiendo. De todos modos, la sensación de inclusión no consiguió poner en acción mi gigantesco cerebro. De hecho, el enorme complejo craneal que es la Facultad Cerebral de Dexter guardaba un silencio anormal, al igual que había sucedido en las escenas del crimen. No obstante, estaba claro que era preciso hacer gala de un buen espíritu de equipo, de modo que cerré los ojos e intenté aparentar que me estaba devanando los sesos.

De acuerdo: si existían auténticas pistas materiales, los incansables y porfiados héroes del equipo forense las encontrarían. Lo que yo necesitaba era una especie de soplo de una fuente a la que mis compañeros de trabajo no podían acceder: el Oscuro Pasajero. Sin embargo, el Pasajero guardaba un silencio inusual, salvo por aquellas leves carcajadas salvajes de cuyo significado no estaba seguro. En circunstancias normales, cualquier exhibición de aptitudes depredadoras evocaría cierta admiración que, con frecuencia, aportaba alguna idea sobre los asesinatos. Pero esta vez, tales comentarios brillaban por su ausencia. ¿Por qué?

Tal vez el Pasajero aún no se sentía a gusto después de su reciente fuga. O quizá todavía se estaba recuperando del trauma, aunque esto no parecía muy probable, a juzgar por la creciente intensidad de mi Necesidad.

Entonces, ¿a qué venía aquella repentina timidez? Si algo malvado estaba teniendo lugar ante nuestras narices, había llegado a esperar una reacción que fuera algo más que hilaridad. No había llegado. Por consiguiente… ¿No había pasado nada malvado? Eso era todavía más absurdo, pues estaba muy claro que teníamos cuatro cuerpos muy muertos.

También significaba que, en apariencia, me encontraba solo, y allí estaba Deborah traspasándome con una mirada muy dura y expectante. De modo que da un paso adelante, oh, gran y sombrío genio. Había algo diferente en estos crímenes, más allá de la chillona presentación de los cuerpos. Porque «presentación» era la palabra exacta. Estaban exhibidos de una forma que aspiraba a obrar el impacto máximo.

Pero ¿en quién? La sabiduría convencional de la comunidad de asesinos psicópatas diría que, cuanto más caes en el exhibicionismo, más deseas un público que te adore. Pero también es de conocimiento público que la policía procura mantener ocultas tales exhibiciones. Y aunque no lo hiciera, ningún medio publicaría fotos de cosas tan horribles. Creedme, lo he investigado.

Por lo tanto, ¿a quién iban dirigidas tales presentaciones? ¿A la policía? ¿A los plastas de los forenses? ¿A mí? Nada de esto era probable, y aparte de ellos y las tres o cuatro personas que habían descubierto los cuerpos, nadie había dicho nada, y sólo se había producido el tremendo clamor de todo el estado de Florida, desesperado por salvar la industria del turismo.

Una idea abrió mis ojos de par en par, y Deborah me estaba mirando como un setter irlandés a punto de saltar.

—¿Qué?, maldita sea —dijo.

—¿Y si es eso lo que quieren?

Me miró fijamente un momento, un poco como Cody y Astor cuando se acaban de despertar.

—¿Qué significa eso? —preguntó por fin.

—Lo primero que pensé sobre los cuerpos era que lo esencial no había sido el asesinato. Lo esencial había sido jugar con ellos después. Exhibirlos.

Debs resopló.

—Me acuerdo. Sigue sin parecerme lógico.

—Pero lo es —dije—. Si alguien está intentando crear un efecto. Producir un impacto. De modo que reflexiona: ¿qué impacto ha tenido ya?

—Aparte de atraer la atención de los medios de comunicación de todo el mundo…

—No, no aparte de eso. A eso me refiero.

Ella sacudió la cabeza.

—¿Qué?

—¿Qué tiene de malo la atención de los medios de comunicación, hermanita? Todo el mundo tiene la vista puesta en el Sunshine State, en Miami, foco del turismo mundial…

—Todo el mundo tiene la vista puesta y dice, no pienso ni acercarme a ese matadero de mierda… —refunfuñó Debs—. Vamos, Dex, ¿qué coño quieres decir? Te dije… Oh. —Frunció el ceño—. ¿Estás diciendo que alguien ha hecho esto para atacar a la industria turística? ¿A todo el puto estado? Estás como una puta cabra.

—¿Crees que quien ha hecho esto no está como una puta cabra?

—Pero ¿quién cojones haría eso?

—No lo sé. ¿California?

—Vamos, Dexter —rugió ella—. Ha de ser lógico. Si alguien ha hecho esto, ha de tener alguna especie de motivo.

—Alguien resentido —dije, con más seguridad de la que sentía.

—¿Resentido con todo el puto estado? —preguntó—. ¿Es eso lógico?

—Bien, no —admití.

—Entonces, ¿qué te parece si dices algo que sea lógico? Ahora mismo, además. Porque no creo que la situación pueda ser peor.

Si la vida nos enseña algo, es a encogerse y esconderse bajo algún mueble siempre que alguien es lo bastante estúpido para pronunciar esas palabras. Y, por supuesto, apenas las sílabas acabaron de salir de su boca, cuando el teléfono de su escritorio zumbó en busca de su atención, y una tenue y bastante desagradable voz susurró en mi oído que era el momento ideal para refugiarme bajo el escritorio en posición fetal.

Deborah descolgó el auricular, sin dejar de fulminarme con la mirada, y después dio media vuelta y se inclinó sobre el aparato. Murmuró algunas sílabas entrecortadas que sonaron como, «¿Cuándo? Jesús. De acuerdo», y después colgó y me dirigió una mirada que convirtió la anterior en el primer beso de la primavera.

—Cabronazo.

—¿Qué he hecho? —le pregunté, bastante sorprendido por la furia fría de su voz.

—Eso es lo que quiero saber —replicó.

Hasta un monstruo llega a un punto en que la irritación empieza a insinuarse, y creo que yo estaba muy cerca de ese punto.

—Deborah, o empiezas a hablar con frases completas que contengan alguna lógica, o me voy al laboratorio a sacar brillo al espectómetro.

—Se ha producido una novedad en el caso —anunció.

—Entonces, ¿por qué no estamos contentos?

—En la Oficina de Turismo.

Abrí la boca para decir algo ingenioso y mordaz, pero volví a cerrarla.

—Sí —dijo Deborah—. Casi como si alguien estuviera resentido con todo el estado.

—¿Y crees que soy yo? —le pregunte, más que irritado y muy atónito. Se limitó a mirarme—. Debs, creo que alguien te puso plomo en el café. Florida es mi hogar. ¿Quieres que cante «Swanee River»?

Puede que no fuera la oferta de cantar lo que la animó, pero en cualquier caso me miró otro largo momento y se levantó de un salto.

—Acompáñame.

—¿Yo? ¿Y Coulter, tu compañero?

—Se ha ido a tomar café, que le den por el culo. Además, preferiría tener de compañero a un jabalí. Vamos.

Por algún motivo, no me hinchó de orgullo ser algo mejor que un jabalí, pero cuando el deber llama, Dexter responde, y la seguí hasta la calle.

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