23

Rita no estaba en casa cuando llegué, pues me había adelantado a la hora habitual debido a mi explosiva desgracia. La vivienda parecía muy vacía, y me quedé parado un momento después de cruzar la puerta, escuchando el silencio anormal. Una tubería hizo ruiditos en la parte posterior de la casa, y entonces se conectó el aire acondicionado, pero no había sonidos de seres vivos, y todavía me sentía como si hubiera caído en una película en que todo el mundo se había largado en una nave espacial. El chichón de mi cabeza seguía doliendo, y estaba muy cansado y muy solo. Fui al sofá y me desplomé sobre él, como si de repente me hubiera quedado sin huesos que me sostuvieran.

Estuve tumbado un rato en una especie de extraño intervalo en la urgencia. Sabía que aún debía entrar en acción, seguir el rastro de Weiss, interceptarle y desafiarle en su guarida, pero por algún motivo era incapaz por completo de moverme, y la malvada vocecita que me había estado animando a actuar no parecía tan convincente en aquel momento, como si también necesitara un descanso para ir a tomar café. Así que seguí tumbado, cabeza abajo, mientras intentaba experimentar la necesidad apremiante que me había abandonado, y no lograba sentir nada salvo, como ya he mencionado, fatiga y dolor. Como si alguien me hubiera gritado, «¡Mira detrás de ti! ¡Tiene una pistola!», y yo hubiera contestado con un cansado «Dile que coja número y espere».

Desperté, no sé cuánto rato después, con una abrumadora sensación de tristeza, lo cual no adquirió lógica hasta que fui capaz de enfocar la vista. Y allí estaba Cody, a no más de quince centímetros de mi cabeza, con su, en apariencia, nuevo uniforme de los Lobatos. Me incorporé, lo cual provocó que mi cabeza sonara como un gong, y le miré.

—Bien —dije—. Tienes un aspecto muy oficial.

—Muy estúpido —replicó—. Pantalones cortos.

Miré su camisa y pantalones cortos azul oscuro, el pequeño sombrero encaramado sobre su cabeza, y el pañuelo con su pasador alrededor del cuello, y no me pareció justo cargarle el mochuelo a los pantalones.

—¿Qué pasa con los pantalones? —pregunté—. Llevas siempre pantalones cortos.

—Pantalones cortos de uniforme —contestó, como si fuera una imposible afrenta contra la última frontera de la dignidad humana.

—Montones de gente lleva pantalones cortos de uniforme —le aseguré, mientras mi baqueteado cerebro intentaba con desesperación buscar un ejemplo.

Cody no parecía nada convencido.

—¿Quién? —preguntó.

—Bien, hum, el cartero lleva pantalones cortos de uniforme… —Me callé al instante. La mirada que me estaba dirigiendo era más sonora y mordaz que cualquier cosa que hubiera podido decir—. Y, hum, los soldados ingleses llevaban pantalones cortos en India —añadí, con una esperanza increíblemente débil.

Me miró un momento más sin pronunciar palabra, como si le hubiera defraudado de una manera horrible cuando todas las fichas estuvieron sobre la mesa. Y antes de que se me pudiera ocurrir otro brillante ejemplo, Rita entró como una tromba en la sala.

—Oh, Cody, no le habrás despertado, ¿verdad? Hola, Dexter, hemos ido de compras, hemos comprado todas las cosas que Cody necesita para los Lobatos, no le gustan los pantalones cortos, creo que porque Astor dijo algo, Dios mío, ¿qué te ha pasado? —me interrogó, recorriendo dos octavas y ocho sentimientos sin respirar.

—No es nada; sólo una herida superficial.

Era algo que siempre había querido decir, aunque no sabía muy bien que significaba, tal vez que no había quedado el hueso al descubierto.

No obstante, Rita reaccionó con un gratificante rictus de preocupación, alejó a Cody y a Astor y me trajo una bolsa con hielo, un edredón y una taza de té, antes de acostarse a mi lado en el sofá y exigir saber qué le había sucedido a mi pobre y querida cabeza. Le suministré todos los detalles horripilantes (salvo una o dos cosas sin importancia, como por ejemplo qué estaba haciendo en la casa cuando saltó por los aires en un intento de matarme), y mientras yo hablaba, vi deprimido que sus ojos se dilataban y humedecían, hasta que empezaron a desbordarse y rodaron lágrimas sobre sus mejillas y cara. Era muy halagador pensar que un pequeño golpe en la cabeza podía causar tal despliegue de hidrotécnica, pero al mismo tiempo me sentí algo inquieto por no saber cómo debía reaccionar.

Por suerte para mi fama como actor del Método, Rita me aclaró cómo debía comportarme.

—Tú quédate aquí y descansa —dijo—. Silencio y descanso con un golpe en la cabeza como éste. Voy a prepararte un poco de sopa.

No sabía que la sopa era buena para las conmociones cerebrales, pero Rita parecía muy segura al respecto, y con unas cuantas caricias en mi cara y un beso superficial en el chichón, se levantó del sofá y entró en la cocina, donde de inmediato empezó un apagado ruido de perolas que muy pronto olió a ajo, cebolla, y después pollo, y yo me sumí en un estado de somnolencia, donde hasta el tenue dolor de mi cabeza parecía lejano, acogedor y casi agradable. Me pregunté si Rita me llevaría sopa si me detenían. Me pregunté si Weiss tenía alguien que le llevara sopa. Esperaba que no. Estaba empezando a caerme mal, y no se la merecía.

Astor se materializó de repente junto al sofá e interrumpió mis pensamientos.

—Mamá dice que te has dado un golpe en la cabeza —comentó.

—Sí, exacto.

—¿Puedo verlo? —preguntó, y me conmovió tanto su preocupación que incliné la cabeza para revelar el chichón y el pelo enmarañado de alrededor, donde había sangrado—. No parece tan grave —dijo, como decepcionada.

—No lo es —contesté.

—Entonces, no te vas a morir, ¿verdad? —preguntó cortésmente.

—Todavía no, al menos hasta que hayas terminado los deberes.

Asintió y miró hacía la cocina.

—Odio las mates.

Después, se alejó por el pasillo, probablemente para odiar a sus mates de más cerca.

Me adormecí un rato más. La sopa llegó por fin, y si bien nunca insistiría en que fue eficaz para mi herida de la cabeza, no me hizo ningún daño. Como ya he dicho antes, Rita es capaz de crear en la cocina cosas que no están al alcance de los demás mortales, y tras una gran ración de caldo de pollo empecé a pensar que tal vez el mundo mereciera una última oportunidad. Estuvo mimándome todo el rato, lo cual no es mi entretenimiento favorito, pero en aquel momento me pareció tranquilizador y dejé que ahuecara las almohadas, me secara la frente con un paño húmedo y frotara mi cuello cuando la sopa se terminó.

Antes de que pasara mucho rato, toda la velada había concluido, y Cody y Astor entraron a decir buenas noches. Rita les acompañó a la cama y los arropó, y yo me dirigí tambaleante por el pasillo hacia el cuarto de baño para lavarme los dientes. Cuando había conseguido imprimir un buen ritmo al cepillo, me vi en el espejo. Mi pelo se alzaba disparado en todas direcciones, tenía un morado en la mejilla, y la enérgica vaciedad habitual de mis ojos parecía falsa. Tenía el aspecto de una fotografía para la ficha policial muy poco halagadora, como cuando el recién detenido se está despejando e intenta recordar qué hizo y cómo le detuvieron. Confié en que no fuera un presagio de lo que se avecinaba.

Pese a una velada que se había reducido a dormitar en el sofá, estaba casi muerto de sueño, y el lavado de dientes había agotado había agotado mis últimas energías. De todos modos, conseguí llegar a la cama sin ayuda, y me derrumbé sobre las almohadas pensando que me sumergiría en el país de los sueños y me preocuparía de todo lo demás por la mañana. Pero, ay, Rita tenía otros planes.

Después de que el murmullo de las oraciones nocturnas hubiera enmudecido en el cuarto de los niños, la oí entrar en el cuarto de baño y dejar correr el agua un rato, y casi me había dormido cuando las sábanas crujieron y algo que olía a orquídeas muy agresivas se deslizó en la cama a mi lado.

—¿Cómo te encuentras? —me preguntó.

—Mucho mejor —contesté, y reconocí el mérito a quien lo merecía—. Por lo visto, el caldo me ha sentado bien.

—Estupendo —susurró, y apoyó la cabeza sobre mi pecho. Se quedó así un rato, y yo notaba su aliento sobre mi pecho y me preguntaba si conseguiría dormir con el peso de su cabeza apoyado sobre mis costillas. Pero la pauta de su respiración cambió, adoptó cierto ritmo de percusión y me di cuenta de que estaba llorando.

Hay pocas cosas en el mundo que me desconcierten más que las lágrimas de una mujer. Sé que debo hacer algo para consolarla e ir a matar al dragón culpable del ataque de llanto, pero también sé por mi experiencia, por mis limitadas relaciones con las mujeres, que las lágrimas nunca llegan cuando deberían y nunca son provocadas por lo que tú crees, y por lo tanto te quedan unas pocas opciones muy estúpidas, como darle palmaditas en la cabeza y decir, «Ya, ya», con la esperanza de que, en algún momento, te informará de qué va la demostración.

Pero Dexter tiene un gran espíritu de equipo, de modo que deslicé mi brazo sobre su espalda, apoyé la palma de mi mano sobre su cabeza y le di unas palmaditas.

—No pasa nada —dije y, por estúpido que sonara, pensé que era una tremenda mejora sobre «ya, ya».

Y como de costumbre, jamás se me habría ocurrido imaginar la respuesta de Rita.

—No puedo perderte.

No tenía la menor intención de perderme, y se lo habría dicho de buena gana, pero ahora estaba llorando a moco tendido, y los sollozos silenciosos estremecían su cuerpo y un pequeño riachuelo de agua salada rodaba sobre mi pecho.

—Oh, Dexter —sollozó—, ¿qué haría si te perdiera a ti también?

Y ahora, con la palabra «también», me había sumado a una compañía inesperada y desconocida por completo, probablemente la gente a la que Rita había ido abandonando con despreocupación por ahí para que se perdiera, y no me había proporcionado la menor pista de cómo había logrado yo incorporarme al grupo, o de quiénes eran. ¿Se refería a su primer marido, el drogadicto que los había apalizado y atormentado a ella, a Astor y a Cody, hasta que sus traumas los convirtieron en mi familia ideal? Ahora estaba en la cárcel, y yo reconocía que perderse así era una mala idea. ¿O existía otra ristra de personas inoportunas que se habían deslizado a través de las grietas de la vida de Rita, arrastradas por las lluvias de la desgracia?

Y entonces, como si necesitara más pruebas de que le estaban transmitiendo sus ideas desde una nave nodriza situada en órbita más allá de Plutón, Rita empezó a bajar la cara sobre mi pecho, sobre mi estómago, sin dejar de sollozar, ya sabéis, y dejando un rastro de lágrimas que enseguida se enfriaron.

—Tú quédate quieto —dijo—. No deberías hacer esfuerzos con una conmoción cerebral.

Como ya he dicho, nunca sabes cuál va a ser el programa cuando una mujer conecta el canal de las lágrimas.

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