28

El detective Coulter rodeó la parte posterior de su vehículo, hizo una pausa, me miró, volvió hacia el lado del conductor de su coche y desapareció un momento. Aproveché ese tiempo para deslizar el cuaderno bajo mi asiento, y Coulter se materializó de nuevo y volvió a rodear la parte posterior de su coche, esta vez con su botella de dos litros de Mountain Dew colgando del extremo de su dedo índice. Apoyó la espalda contra su coche, me miró y tomó un largo sorbo de gaseosa. Después, se secó la boca con el dorso de la mano.

—No estabas en tu despacho —me espetó.

—No —contesté. Al fin y al cabo, estaba ahí.

—De modo que cuando llega la llamada por radio, es tu mujer, y voy a buscarte —prosiguió, y se encogió de hombros—. No estás. Ya estás aquí, ¿vale? —No esperó la respuesta, algo estupendo, porque yo no tenía ninguna. Tomó otro sorbo de gaseosa y volvió a secarse la boca—. La misma escuela donde encontramos a ese jefe de Lobatos, ¿eh?

—Exacto.

—Pero tú ya estabas aquí cuando pasó, ¿eh? —añadió, con una expresión inocente de falsa sorpresa—. ¿Cómo es eso?

Yo estaba convencido de que decir a Coulter que había tenido una corazonada no le impulsaría a estrechar mi mano y felicitarme. De modo que puse en marcha una vez más mi ingenio legendario.

—Se me ocurrió dar una sorpresa a Rita y a los niños —me oí decir.

Coulter asintió, como si lo considerara muy verosímil.

—Una sorpresa —repitió—. Creo que alguien se te adelantó.

—Sí —reconocí con cautela—. Eso parece.

Tomó otro largo lingotazo de gaseosa, pero esta vez no se secó la boca. Se volvió y miró hacia la carretera principal, donde la grúa estaba llevándose el coche de Weiss.

—¿Tienes idea de quién pudo hacer esto a tu mujer y los chicos? —me preguntó sin mirarme.

—No. Supuse que había sido un… ya sabes. ¿Un accidente?

—Hum —balbuceó, y ahora me estaba mirando fijamente—. Un accidente. Joder, a mí ni siquiera se me había ocurrido. Porque es la misma escuela donde mataron a ese tío de los Lobatos. Y tú también estás aquí otra vez. Vaya. Un accidente. ¿De veras? ¿Tú crees?

—Yo… Es que… ¿Por qué no?

He practicado durante toda mi vida, y mi expresión de sorpresa era estupenda, pero Coulter no parecía muy convencido.

—Ese tío, Donkeywit —dijo.

—Doncevic —rectifiqué.

—Da igual. —Se encogió de hombros—. Parece que ha desaparecido. ¿Sabes algo al respecto?

—¿Por qué iba a saber algo? —pregunté, con la mejor expresión de estupor que conseguí.

—No pagó la fianza, huyó de casa de su novio y desapareció. ¿Por qué?

—La verdad es que no lo sé.

—¿Lees de vez en cuando, Dexter? —preguntó, y su forma de utilizar mi nombre de pila me preocupó. Sonó como si estuviera hablando con un sospechoso. Y lo estaba haciendo, pero todavía albergaba esperanzas de que no me considerara uno.

—¿Leer? Hum, no mucho, no. ¿Por qué?

—A mí me gusta leer —dijo, y después, como si cambiara de tema, continuó—: Una vez es casualidad, dos es coincidencia, tres, acción enemiga.

—¿Perdón? —Me había perdido en aquello de «a mí me gusta leer».

—Es de Goldfinger, ¿sabes? Cuando le espeta a James Bond, me he topado contigo tres veces donde no debías estar, así que no es una coincidencia. —Bebió, se secó la boca y me vio sudar—. Me encanta ese libro. Debo haberlo leído tres, cuatro veces.

—Yo no lo he leído —señalé cortésmente.

—De modo que estabas aquí. Y estabas en la casa que saltó por los aires. Y ya son dos veces que estás donde no deberías. ¿Y debo suponer que es una coincidencia?

—¿Qué otra cosa podría ser?

Me miró sin pestañear. Después, tomó otro sorbo de su Mountain Dew.

—No sé —aventuró por fin—. Pero sé lo que diría Goldfinger si hubiera una tercera vez.

—Bien, confiemos en que no la haya —repliqué, y esta vez lo dije muy en serio.

—Sí. —Asintió, metió el dedo en la boca de la botella de gaseosa y se levantó—. Confiemos en que no. —Dio media vuelta, rodeó de nuevo su coche, subió y se marchó.

Si hubiera sido un observador más devoto de las debilidades humanas, me habría llevado una gran alegría al descubrir profundidades inéditas en el detective Coulter. ¡Era maravilloso descubrir que se trataba de un devoto de las artes literarias! Pero esta alegría del descubrimiento quedaba disminuida por el hecho de que yo no albergaba el menor interés por lo que Coulter hiciera en sus ratos libres, siempre que lo hiciera lejos de mí. Apenas había conseguido que el sargento Doakes levantara su vigilancia perpetua de Dexter, y ahora venía Coulter a ocupar su sitio. Era como si yo fuera la víctima de una extraña y siniestra persecución de Dexter llevada a cabo por una secta tibetana. Siempre que el antiguo lama que odiaba a Dexter moría, nacía uno nuevo que le sustituía.

Pero no podía hacer gran cosa al respecto en aquel momento. Estaba a punto de convertirme en una obra de arte de primera categoría, un problema mucho más acuciante. Subí al coche, puse en marcha el motor y me fui a casa.

Cuando llegué, tuve que quedarme fuera y llamar con los nudillos durante varios minutos, puesto que Rita había decidido pasar la cadena de seguridad de la puerta. Supongo que tuve suerte de que no la hubiera atrancado con el sofá y la nevera. Tal vez se debiera a que necesitaba utilizar el sofá. Se había acurrucado en él con sus dos hijos apretados contra ella, uno a cada lado, y después de dejarme entrar (más bien a regañadientes), volvió a adoptar su postura anterior, con un brazo protector alrededor de cada niño. Cody y Astor exhibían una expresión casi idéntica de aburrimiento e irritación. Por lo visto, consideraban que encogerse de terror en la sala de estar no era la mejor forma de pasar el tiempo.

—Has tardado mucho —protestó Rita, mientras volvía a pasar la cadena.

—Tuve que hablar con un detective.

—Bien, pero… —opuso, mientras se embutía en el sofá entre los dos niños—. Quiero decir, estábamos preocupados.

—No estábamos preocupados —terció Astor, al tiempo que ponía los ojos en blanco.

—Porque ese hombre podría estar en cualquier sitio —insistió Rita—. Podría estar ahí fuera, ahora mismo.

Y si bien ninguno de nosotros se lo creía, ni siquiera Rita, los cuatro volvimos la cabeza hacia la puerta para mirar. Por suerte para nosotros, no estaba, al menos por lo que podíamos deducir intentando mirar a través de una puerta cerrada a cal y canto.

—Por favor, Dexter —me imploró Rita, con tanto miedo en la voz que casi pude olerlo—. Por favor. ¿Por qué está pasando esto? No puedo… —Movió las manos de forma desordenada, y después las dejó caer en el regazo—. Esto ha de parar. Haz que pare.

Con toda sinceridad, sólo se me ocurrían unas pocas cosas que preferiría hacer en lugar de conseguir que parara…, y varias podían ser muy adecuadas para ello, en cuanto capturara a Weiss. Pero antes de poder concentrarme en hacer planes felices, sonó el timbre de la puerta.

Rita reaccionó dando un bote en él aire, para luego desplomarse sobre el sofá con un niño apretado a cada lado.

—¡Oh, Dios! —exclamó—. ¿Quién será?

Yo estaba convencido de que no eran predicadores mormones.

—Voy a ver —dije, y fui hacia la puerta. Por si acaso, atisbé por la mirilla (los mormones pueden ser muy insistentes), y lo que vi me asustó todavía más.

El sargento Doakes estaba delante de la puerta.

Aferraba el pequeño ordenador que ahora hablaba por él, y a su lado había una mujer de edad madura muy peripuesta con un traje gris, y aunque no se tocaba con un sombrerito tirolés, yo estaba bastante seguro de que era la federal con la que me habían amenazado, encargada de investigar el intento de secuestro.

Mientras les miraba y pensaba en todos los problemas que podían representar, medité sobre la posibilidad de dejar la puerta cerrada y fingir que no estábamos en casa. Pero fue un pensamiento pasajero. He descubierto que, cuanto más deprisa huyes de los problemas, antes te echan el guante, y estaba convencido de que si no dejaba pasar a Doakes y a su nueva amiga, volverían con una orden de registro, y puede que Coulter y Salguero también. Así que, entristecido por estos lúgubres pensamientos, y mientras intentaba dotar a mi rostro de la correcta combinación de sorpresa y estupor, abrí la puerta.

—Mueve. La. ¡Cabronazo!

La risueña voz de barítono artificial de Doakes resonó mientras clavaba tres veces su garra en el teclado de su cajita plateada.

La federal apoyó una mano sobre su brazo para calmarle, y después me miró.

—¿Señor Morgan?¿Podemos entrar? —Exhibió sus credenciales con paciencia, mientras yo les miraba. Por lo visto, era la agente especial Brenda Recht, del FBI—. El sargento Doakes se ofreció a acompañarme para hablar con usted —dijo, y yo pensé que había sido muy amable.

—Pues claro que pueden entrar —concedí, y entonces tuve una de esas felices inspiraciones que llegan a veces en el momento preciso—. Pero los niños se han llevado un susto tan grande… Y es posible que el sargento Doakes les asuste. ¿Podría esperar fuera?

—¡Cabronazo! —bramó Doakes, como si estuviera gritando alegremente, «¡Hola, vecino!»

—Además, su lenguaje es un poco grosero para los chicos —añadí.

La agente especial Recht miró a Doakes. Como agente del FBI no podía admitir que nada la asustara, ni siquiera Doakes el cyborg, pero dio la impresión de pensar que se trataba de una buena idea.

—Claro. ¿Por qué no espera aquí fuera, sargento?

Doakes me fulminó con la mirada durante un largo momento, y en la oscura distancia casi pude oír el rugido airado de su Pasajero. Pero se limitó a levantar su garra plateada, echar un vistazo al teclado y pulsar una de sus frases pregrabadas.

—Aún te sigo vigilando, cabronazo —me aseguró la metálica voz risueña.

—Me parece estupendo —reconocí—, pero vigíleme a través de la puerta, ¿de acuerdo?

Indiqué a Recht con un ademán que entrara, y cuando lo hizo cerré la puerta a sus espaldas, dejando que Doakes la traspasara con la mirada.

—Parece que no le cae usted muy bien —observó la agente especial Recht, y me quedé impresionado por su agudo ojo para los detalles.

—No. Creo que me culpa de lo que le pasó.

Lo cual era cierto en parte, aunque ya le caía mal antes de que perdiera las manos, los pies y la lengua.

—Ajá —prosiguió la mujer, y si bien me di cuenta de que estaba meditando al respecto, no comentó nada más sobre el tema. Se acercó al sofá, donde Rita seguía aferrando a Cody y a Astor—. ¿Señora Morgan? —Volvió a mostrar sus credenciales—. Agente especial Recht, FBI. ¿Puedo hacerle algunas preguntas sobre lo sucedido esta tarde?

—¿FBI? —inquirió Rita, con un tono tan culpable como si estuviera sentada sobre bonos al portador robados—. Pero eso es… ¿Por qué…? Sí, por supuesto.

—¿Lleva pistola? —le preguntó Astor.

Recht la miró con cierta ternura cautelosa.

—Sí —contestó.

—¿Dispara a la gente con ella?

—Sólo en caso necesario —precisó Recht. Paseó la vista a su alrededor y localizó la silla disponible más cercana—. ¿Puedo sentarme y hacerle unas preguntas?

—Oh —dijo Rita—. Lo siento muchísimo. Yo sólo estaba… Sí, por favor, siéntese.

Recht se acomodó en el borde de la silla y me miró antes de dirigirse a Rita.

—Cuénteme qué pasó —la instó, y como Rita vaciló, continuó—: Iba con los niños en el coche, entró en la U.S. 1…

—Apareció como caído del cielo —señaló Rita.

Bum —añadió en voz baja Cody, y yo le miré sorprendido. Estaba sonriendo un poco, lo cual también era alarmante. Rita le miró apesadumbrada, y después prosiguió:

—Nos embistió. Y mientras yo aún estaba…, antes de que pudiera…, apareció en la puerta y trató de apoderarse de los niños.

—Le di un puñetazo en la ingle —intervino Astor—. Y Cody le apuñaló con un lápiz.

Cody la miró con el ceño fruncido.

—Yo le apuñalé antes.

—Da igual —dijo Astor.

Recht miró a los chicos con moderado estupor.

—Bien por los dos —celebró.

—Y entonces, el policía llegó y él huyó —precisó Astor, y Rita asintió.

—¿Cómo es que usted se encontraba allí, señor Morgan? —preguntó Recht. al tiempo que volvía la cabeza hacía mí sin previo aviso.

Sabía que haría esa pregunta en algún momento, por supuesto, pero aún no había encontrado una respuesta chachi piruli. Mi afirmación ante Coulter de que había querido dar una sorpresa a Rita no había logrado el menor éxito, y tenía la impresión de que la agente especial Recht era muchísimo más lista, pues me estaba mirando expectante mientras los segundos se desgranaban, a la espera de una respuesta cuerda y lógica de la que yo carecía. Tenía que decir algo, y pronto. Pero ¿qué?

—Hum —mascullé—. No sé si se ha enterado de que sufrí una conmoción cerebral…


La entrevista con la agente especial Brenda Recht del FBI jamás aparecerá en ningún documental que busque mi aprobación. No pareció creerse que había vuelto a casa temprano porque me encontraba mal, que me había dejado caer por la escuela porque era ese momento del día…, y la verdad es que no puedo culparla. Sonaba de lo más endeble, pero como era lo único que se me había ocurrido, tenía que ceñirme a ello.

También dio la impresión de que le costaba tragarse mi afirmación de que, quienquiera que hubiera atacado a Rita y a los niños, era un maníaco aleatorio, el producto de la rabia de la carretera, el tráfico de Miami y demasiado café cubano. No obstante, al final aceptó que no iba a obtener ninguna respuesta más. Se levantó por fin y me miró con una expresión que podría calificarse de pensativa.

—Muy bien, señor Morgan. Aquí hay algo que no encaja, pero supongo que no va a decirme qué es.

—No hay nada que decir —contesté, tal vez con excesiva modestia—. En Miami siempre pasan cosas por el estilo.

—Ajá. El problema es que da la impresión de que un montón están sucediendo cerca de usted.

Conseguí abstenerme de contestar, «Si supiera…», y la acompañé hasta la puerta.

—Mantendremos un policía apostado aquí durante un par de días, por si acaso —anunció, lo cual no era una buena noticia, y por una desgraciada coincidencia, mientras lo decía abrí la puerta y vi al sargento Doakes casi en la misma postura en que le habíamos dejado, con su mirada malvada clavada en ella. Me despedí cariñosamente de los dos, y cuando la cerré, lo último que vi fue la mirada imperturbable de Doakes, como si fuera el gemelo malvado del gato de Cheshire.

El interés del FBI no había contribuido a mejorar el estado de ánimo de Rita. Seguía aferrando a los niños y hablaba con frases a medio terminar. La tranquilicé lo mejor que pude, y durante un rato estuvimos sentados todos juntos en el sofá, hasta que al final los movimientos inquietos de Cody y de Astor impidieron que siguiéramos allí todos juntos. Rita se rindió, les puso un DVD y se fue a la cocina, donde empezó su terapia alternativa antidepresiva de trajinar con ollas y sartenes, y yo me encaminé por el pasillo hacia la habitación extra que ella llamaba la «Oficina de Dexter», con el fin de echar un vistazo al cuaderno de Weiss y abstraerme en oscuros pensamientos.

La lista de gente que no podía ser considerada amigable estaba creciendo: Doakes, Coulter, Salguero, y ahora el FBI.

Y, por supuesto, el propio Weiss. Seguía suelto por ahí, y aún quería vengarse de mí. ¿Volvería a intentar raptar a los niños, emergiendo de las sombras para apoderarse de ellos, tal vez provisto de pantalones de kevlar y un protector para la ingle? En tal caso, tendría que quedarme con ellos hasta que todo hubiera terminado, pero ésa no era la mejor forma de cazarle, sobre todo si no probaba algo diferente. Y si quería matarme, quedarme con Cody y Astor les pondría en peligro. A juzgar por su truco de volar la casa por los aires, estaba claro que los daños colaterales no le preocupaban.

Pero a mí sí. Era preciso. Estaba preocupado por los niños, y protegerles era la máxima prioridad. Era una epifanía muy extraña, darme cuenta de que estaba preocupado por su seguridad tanto como por proteger mi identidad secreta. No encajaba con la opinión que me había forjado de mí, con la imagen de mí mismo que había construido. Siempre había obtenido un placer especial persiguiendo a depredadores que elegían como presa a los niños, pero nunca había pensado en el motivo. Y desde luego, pensaba cumplir mi deber con Cody y Astor, tanto como padrastro como, mucho más importante, guía del Camino de Harry. Pero verme dando vueltas en círculos de gallina clueca al pensar que alguien podía hacerles daño era nuevo y bastante inquietante.

Por lo tanto, detener a Weiss era importante de una forma totalmente nueva. Ahora, yo era Papaíto Dexter, y estaba experimentando una oleada de algo peligrosamente cercano a la emoción al pensar en cualquier intento de hacerles daño.

Pues bien, tenía que adivinar el siguiente movimiento de Weiss y tratar de detenerle antes de que lo llevara a cabo. Levanté su cuaderno y examiné los dibujos una vez más, quizá con la esperanza inconsciente de haber pasado por alto algo, una dirección en la que pudiera localizarle, o una nota de suicidio. Pero las páginas no habían cambiado, la novedad se había evaporado y no obtuve ningún placer auténtico al ver mis propias imágenes. Nunca he sentido un gran interés en mirarme, y verme en una serie de imágenes que intentan plasmarme tal como soy ante el mundo anulaba todo posible vestigio de deleite.

¿Y cuál era el objetivo de todo esto? ¿Desenmascararme? ¿Crear una gran obra de arte? Hice una pausa y estudié varios de los detallados dibujos, que plasmaban los demás elementos de la exposición. Tal vez suene un poco egocéntrico por mi parte decir esto, pues al fin y al cabo estaban compitiendo por hacerse un hueco entre mis imágenes, pero no eran muy interesantes. Quizá se les podría llamar inteligentes, pero nada más. Estaban desprovistos de toda originalidad y parecían carentes de vida…, incluso siendo cadáveres.

Y para ser brutalmente sincero, hasta los dibujos que Weiss había hecho de mí era algo que cualquier chico de instituto con talento podría haber realizado. Aunque los proyectaran a gran escala en la fachada del Hotel The Breakers, carecían de la clase de lo que había visto hacía tan poco en París, incluso en las galerías pequeñas. Claro, estaba la última pieza, La pierna de Jennifer. También había utilizado vídeos de aficionado, pero en ese caso lo más importante había sido la reacción del público y no el…

Por un momento, se hizo un silencio absoluto en el cerebro de Dexter, un silencio tan espeso que ocultó todo lo demás. Y después, se despejó para revelar un pequeño retazo de pensamiento.

La reacción del público.

Si estabas interesado en la reacción, la calidad de la obra no era tan importante, siempre que produjera una impresión. Te las arreglarías para capturar dicha reacción. Por ejemplo, en cinta de vídeo. Y hasta era posible que contrataras los servicios de un profesional del vídeo, alguien como, por ejemplo, Kenneth Wimble, cuya casa Weiss había hecho saltar por los aires. Era mucho más lógico pensar en Wimble como en uno de ellos que como en una víctima aleatoria.

Y cuando Weiss hubo dado el salto al asesinato a gran escala, en lugar de robar cuerpos para luego jugar con ellos, Wimble se debió acobardar, y éste le voló con su propia casa al mismo tiempo que intentaba eliminar a mi yo irremplazable.

Pero Weiss seguía rodando en vídeo, aún sin su experto. Porque eso era lo esencial para él. Quería imágenes de gente mirando lo que había hecho. Lo deseaba cada vez más; el líder de los Lobatos, Wimble y el atentado contra mí. Pero lo que importaba era el vídeo. Y mataría can tal de conseguirlo.

No me extrañó que el Oscuro Pasajero se hubiera sentido confuso. El nuestro era un tipo de arte práctico, y los resultados de lo más privado, Weiss era diferente. Tal vez quisiera vengarse de mí, pero no le importaría hacerlo de manera indirecta, algo que el Pasajero y yo jamás tendríamos en cuenta. Para Weiss, el arte todavía era importante. Necesitaba sus imágenes.

Miré la última versión, grande y a todo color, de mí, proyectada sobre el Hotel The Breakers. La imagen estaba dibujada con claridad, y era fácil distinguir la arquitectura básica del edificio. La fachada tenía forma de U, con la puerta principal en el centro y un ala que sobresalía hacia delante de cada lado. Había una larga alameda que conducía hasta la puerta principal, con sus hileras de palmeras reales, un lugar perfecto para que una multitud se congregara y quedara boquiabierta de horror. Weiss estaría entre la multitud con su cámara, tomando fotos de las caras. Pero mientras miraba el dibujo me di cuenta de que, antes de eso, tendría que ocupar una habitación en una de las alas que dominaban la fachada, donde se proyectarían las imágenes, y montaría una cámara allí, como una de las cámaras con mando a distancia que ya había utilizado, pero esta vez con una lente muy buena, con el fin de capturar los rostros de la gente que las viera.

La cuestión sería detenerle antes de que montara el número: detenerle cuando llegara al hotel. Y para hacerlo, me bastaba con averiguar cuándo se registraría. Eso sería muy sencillo si podía acceder a los registros del hotel (cosa que no podía), o descubría una forma de forzarlos (cosa que tampoco podía) Pero mientras reflexionaba sobre ello, me di cuenta de algo.

Conocía a alguien que sí podía.

Загрузка...