Para facilitar luego las cosas, Shahid abrió el precinto de una caja de condones. Había pasado la tarde en la biblioteca, corrigiendo el primer borrador del artículo para pasarlo al ordenador al llegar a casa. Acababa de caer la tarde y había oscurecido. Se oía ruido en la calle. Echó las cortinas y puso más fuerte la estufa de gas. Después de trabajar con empeño y aclararse las ideas, podía disfrutar de aquella parte del día, apagar algunas luces y escuchar «Dancing in the Dark» mientras decidía si ponerse los vaqueros negros, los azules o los rojos. Ante él se abría la promesa del amor y de la noche: toda la noche.
Iba a ver a Deedee. Desde que estuvieron juntos habían hablado varias veces por teléfono y se habían visto en la Facultad, en su despacho, donde se besaron. Esta vez fue él quien dijo: «¿Puedo invitarte a salir?», aunque era ella quien estaba haciendo los planes. Conocía Londres, y le gustaría enseñárselo. ¿Acaso no era una educadora?
Reservaría mesa en un restaurante indio que frecuentaba mucho, el Standard, en Westbourne Grove, donde no había ni música de sitar ni papel aterciopelado en las paredes. El menú nunca variaba, los camareros eran rápidos y profesionales, no estudiantes ni actores. El mutter paneer picante tenía un sabor fuerte; no se encontraban en todo Londres mejores garbanzos, aunque luego quizá había que abrir las ventanas.
Podían regar la cena en el pub Maida Vale, que tenía vistas al canal y las embarcaciones. Los clientes bebían cerveza europea en botellas oscuras y vestían, como sólo sabían hacerlo los jóvenes londinenses, extrañas combinaciones de atuendos de marca, ropa usada y prendas deportivas americanas; algunos se comportaban como si el local estuviese lleno de fotógrafos. Había más colas de caballo que en Ascot. Podían quedarse hasta la hora de cerrar, observando y haciendo comentarios. Además, había conseguido un poco de hierba alucinógena. O podían ir al cine. En el Gate ponían una película de moda de la que se hablaba mucho.
– Hay un apartamento -anunció, y Shahid notó la tensión en su voz-. Es de una amiga, Hyacinth, que está fuera. Podemos ir después, si quieres. A pasar la noche. ¿Vale?
– Sí -dijo él.
– Espléndido. Hasta luego, entonces.
Llamaron a la puerta. Shahid abrió con vacilación, temiendo que fuese Chili. Era Chad, con su cara redonda y en perpetua agitación. Entró como una tromba en el cuarto y, sin decir palabra, apagó la música.
– Eh, escucha.
Shahid se puso los pantalones, ocultando los condones en la mano y guardándolos en el bolsillo de atrás.
– ¿Qué…? No escucho nada.
– A veces, el silencio es la música más hermosa.
Chad adoptó de pronto un aire meditativo. Pero había interrumpido en mal momento.
– ¿No te parece esta música demasiado… ruidosa?
– Ahora mismo, no lo bastante.
Shahid temía la corpulencia y la violencia contenida de Chad, pero lo apartó de un empujón y subió la música, añadiendo los graves, hasta que los muebles vibraron. Chad se llevó las manos a las orejas al tiempo que, según observó Shahid, llevaba el ritmo con el pie.
– Me envía Riaz. Vengo con un asunto del hermano.
– Quería hacerte una pregunta, Chad, ¿por qué estuviste mirando mis cintas el otro día?
– Te aseguro, tío, quiero decir, hermano Shahid, que yo estaba enganchado a la música. ¡Siéntate ahora mismo y escúchame!
– Ahora no, Chad.
– ¡Pero si era como tú, me pasaba día y noche escuchando música! ¡Estaba destruyendo mi alma!
– ¿La música te dominaba?
– ¡Dame unos minutos!
Se le estaba haciendo tarde, pero no tenía otro remedio. Chad le cogió por los hombros y le obligó a sentarse en la cama, acercando el rostro, enardecido con el fuego de la convicción, a sólo unos centímetros del suyo. Parecía haber enloquecido, como si reaccionara al recuerdo de ciertas alucinaciones.
– ¡No como a un loco esquizofrénico! -prosiguió Chad-. Pero la música y la industria de la moda sí me dominaban. Nos dicen lo que debemos llevar, adónde ir, qué escuchar. ¿Acaso no somos esclavos? Y también hacía todo lo demás. Empezaba el día metiéndome la coca que me hubiera sobrado. Cuando me cansaba, me fumaba un porro con una botella de sidra. Para variar me tragaba dos éxtasis o un ácido. Por la noche, cuando me daba la pálida y creía que la policía me vigilaba por la televisión, me picaba caballo. Mira qué brazos.
– Joder, Chad!
– Sí. Ahora te enseñaré las piernas.
– Paso.
– Iba a las discotecas más molonas. Nunca veía la luz del día, salvo la del amanecer. ¡Rechazaba a montones de gente sólo por la ropa o la música que les gustaba! Seguía el lema de Aleister Crowley: «La única ley es hacer lo que se te antoje.» Una esclavitud demencial, ¿eh?
– Yo no soy yonqui.
– ¿No? ¿Y qué camino llevas, entonces?
– Esta noche salgo con una amiga.
– ¿La misma de antes?
– Yo no puedo vivir sin música -repuso Shahid-. Di la verdad…, tú también la echas de menos.
– Soy más fuerte sin esas drogas. -Chad le apretó el brazo y, mirándolo con enloquecida ternura, como si le sirviera la verdad en bandeja, añadió-: ¿No quieres nadar en un mar limpio y ver con una luz clara?
– ¿No es eso lo que el arte nos ayuda a conseguir? Si no, la vida sería un desierto. ¿Verdad, Chad?
Chad hizo un rápido braceo.
– ¡Imagina que te envuelve el agua cálida!
Shahid trató de no hacerle caso. No iba a dejarse influir por aquel individuo para quien la realidad era claramente un reino perdido, sobre todo cuando él tenía que arreglarse para una cita.
Pero Chad insistió, como si tuviera que salvarle.
– ¡Te hablo en serio! No somos monos saltarines. ¡Tenemos inteligencia y sentido común! ¿Por qué queremos reducirnos al nivel de los animales? ¡Yo no desciendo del mono, sino de algo noble! Verás como irás viendo las cosas con mayor profundidad. ¿No estás con nosotros?
– Sí.
– Dices que sí. Pero no estoy seguro de que seas un verdadero hermano. ¡Purifícate! ¡Dame esos discos de Prince!
– ¡Ni los toques…, algunos son de importación!
Shahid se vio forcejeando con Chad.
– Somos esclavos de Alá -gritó Chad-. ¡Sólo a Él debernos someternos! Él nos puso la nariz en la cara…
– ¿En contraposición a qué?
– Al estómago, por ejemplo. ¿Cómo puedes negar su sabiduría, su poder y su autoridad?
– No los niego, Chad, sabes que no. Y también sabes que te respeto como hermano, por eso te pido que lo dejes.
– Creemos ser dueños de nosotros mismos, pero quebrantamos nuestra fe en Alá. Escucha a Riaz. Has venido con nosotros a la mezquita para oírle. ¿Te convenció?
Shahid tuvo que reconocerlo. Había ido dos veces con el grupo al amplio y fresco edificio para asistir a las charlas dominicales de Riaz. Asistía un público cada vez más nutrido de jóvenes, sobre todo asiáticos cockney. Como no era un viejo oscurantista, Riaz se estaba convirtiendo en el orador más popular. Debía de haber probado la atmósfera de su tiempo sin beberla, porque los títulos de sus sermones eran: «¿Juerga hasta la tumba?», «Adán y Eva, no Adán y Esteban», «El islam, ¿maldición del pasado o fuerza del futuro?», y «Democracia e hipocresía».
Sentado con las piernas cruzadas y descalzo en una pequeña tarima, vestido con un salivar gris y con una vasija llena de flores frente a él, Riaz no utilizaba notas y jamás vacilaba. El impulso de su convicción le hacía fluido, divertido, apasionado y brillante. Parecía más cómodo dirigiéndose a una multitud que a una persona. Nunca le faltaban las palabras ni parecía intranquilo. No se detenía en ningún tema. Empezaba el sermón hablando de la identidad islámica, por ejemplo, pero pronto se explayaba sobre la creación del universo, la persecución mundial de musulmanes, el Estado de Israel, maricas y lesbianas, el islam en España, estiramientos de cara, nudismo, vertidos de residuos nucleares en el Tercer Mundo, perfume, el ocaso de Occidente y la poesía urdu.
Aunque empezara con ironía, diciendo «Hoy no voy a maldecir nada», montaba en cólera, agitando el puño en el aire, tirando el bolígrafo y creando un estremecimiento de humorística connivencia entre el público. Luego, fingiendo arrepentimiento, pedía a los hermanos que ofreciesen disculpas a todos aquellos con quienes hubieran discutido y amasen a los que practicaban otras religiones.
Al final, cuando lo había dicho todo, hermanos como Hat y Chad le echaban una chaqueta por los hombros y le escoltaban a la salida antes de que le sofocasen los merecidos elogios.
– ¿Y no dice que todos nos estamos convirtiendo en occidentales, europeos, socialistas? -recordó Chad-. Los socialistas sólo saben hablar. ¡Se han quedado paralizados para siempre! ¡Mira a ese haragán de Brownlow, por ejemplo! ¡O a su mujer, la Osgood!
– ¿Qué le pasa a ella?
– ¡Existen al más bajo nivel! ¡Y a nosotros nos gustaría integrarnos aquí! Pero no debemos asimilarnos, si no queremos perder el alma. Somos orgullosos y obedientes. ¿Qué hay de malo en eso? ¡No somos nosotros quienes hemos de cambiar, sino el mundo! -Chad no apartaba los ojos de Shahid-. A los incrédulos les aguarda el fuego del infierno, ya lo sabes.
– ¿Y el cielo a los demás?
– Sí. ¿Qué dices, hermano? ¿Qué dices?
En aquel momento entró Riaz en la habitación. Llevaba un abrigo amplio y grueso, y guantes.
A su lado, arrastrando la tintineante bolsa del ejército que el carnicero había llevado a la habitación de Riaz, iba Hat, con una trenka y un gorro verde de lana calado hasta las orejas. Llevaba una bufanda bien anudada. Parecía preparado por su madre para ir al colegio en un día de mucho frío.
Tahira, junto con otros dos estudiantes, Tariq y Nina, estaba tras ellos en el pasillo, también con ropa de abrigo. Los negros ojos de Tahira, prácticamente todo lo que Shahid veía de ella, le sonreían animosamente. Ella observó que Shahid miraba a Hat y explicó:
– Su padre cree que va a Birmingham, a visitar a su tía.
– Hay otra cosa que no he tenido tiempo de explicarte -dijo Chad, apartándose de Shahid-. ¿Estás disponible?
– ¿Para qué?
– Hay una emergencia. Piden auxilio. Esta noche van a atacar a nuestra gente.
– ¿De qué estás hablando?
Riaz miró a Chad y luego a Shahid. Chad se calmó. La presencia de Riaz sosegaba a todo el mundo.
– Esta noche debes estar con nosotros, Shahid -dijo Riaz.
– Shahid siempre está con nosotros -afirmó Chad, dándole una palmada en el hombro.
– Pero yo…
– Muchos de la Facultad también han dicho que vendrían con nosotros -dijo Hat.
– Vamos -ordenó Riaz-. Abrígate bien.
Shahid vio que no tenía más remedio que ponerse el abrigo negro forrado de guata que le había regalado su madre. De todas formas, estaba esperando la ocasión de estrenarlo.
– ¿Qué vamos a hacer, entonces? -preguntó.
– Un piquete de defensa. Están maltratando a gente honrada.
– No somos puñeteros cristianos -exclamó Riaz, con una agresividad considerable para él, aunque el efecto quedó bastante mitigado por el hecho de que, como de costumbre, llevaba la cartera-. Nosotros no ponemos la otra mejilla. ¡Lucharemos por nuestro pueblo, torturado en Palestina, Afganistán, Cachemira! Nos han declarado la guerra. Pero estamos armados.
– No permitiremos la degradación de nuestro pueblo -anunció Chad mientras se precipitaban escaleras abajo-. ¡El que se niegue a luchar responderá ante Dios y sufrirá el fuego del infierno!
– Deberíamos llamarnos la Legión Extranjera -sugirió Shahid a Hat en la escalera, empezando a animarse con la empresa. Se le estaba calentando la sangre y sentía un orgullo físico por su causa, cualquiera que fuese. Formaba parte del batallón de hermanos y hermanas-. ¿Qué te parece, Chad?
Chad rodeó a Shahid con el brazo.
– Sabía que estabas con nosotros. Siento haberte gritado y todo eso. Estaba nervioso.
– ¡Legión Extranjera! -entonó Hat.
El ejército de Riaz pasaba apretadamente entre las bicicletas del vestíbulo cuando sonó el teléfono de la pared. Lo cogió Hat.
– Eh, Shahid, es para ti -dijo.
– ¿Es Chili? Dile que…
– Una dama -repuso Hat, negando con la cabeza.
Shahid se puso al teléfono. Estaba inquieto ante la idea de dar plantón a Deedee; le estaría esperando. Ahora podría explicarle que tenía que hacer algo urgente. Luego se reuniría con ella, apoyaría la cabeza en su hombro y se lo contaría.
– ¿Shahid?
Reconoció la voz, pero no sabía de quién era. De todos modos, se estremeció.
– Soy Zulma.
En casa se ocultaba en el cuarto de baño para evitar a la mujer de Chili, ideando formas de molestarla. Zulma, a quien le encantaba decir que Shahid era un vago, se quejaba de que por debajo de su puerta salían «extraños olores humanos» que contaminaban la casa. A Chili solía decirle: «Si Shahid es un intelectual, ¿por qué no aprueba los exámenes? ¿Por qué sus amigas van tan mal vestidas y son tan poquita cosa? ¿Es que no puede encontrar una guapa paquistaní? ¡Nuestras mujeres son las más atractivas del mundo!»
– Ah, Zulma, me alegro de oírte. ¿Qué pasa?
La imaginaba tumbada en un sofá con su salwar plateado, su aspecto de estrella de cine, sus cabellos rozando el suelo, relucientes como el charol.
– ¿Qué tal van tus estudios?
Qué amistosa estaba hoy, ¿qué querría?
– Bien, Zulma, estupendamente.
– ¿Estudias mucho?
– Más que nunca.
– ¿Tienes amigos?
Por el portal abierto veía a sus amigos, que le esperaban en la calle.
– Los mejores que he tenido.
– ¿Has visto a Chili?
¿Por qué le preguntaba a él? Era su mujer. Si alguien veía a Chili, tenía que ser ella.
– Sí.
– Dime cuándo, Shahid.
– ¿Cuándo? Pues a veces pasa a saludarme.
– Chili nunca saluda a nadie. ¿Qué número tiene ahora en Londres? Tengo el bolígrafo preparado.
Desde fuera, Chad empezó a hacer gestos a Shahid. Dos taxis había parado frente a la acera.
– No lo sé, Zulma.
– ¿Dónde se aloja?
– Ya sabes cómo es, probablemente estará en casa de algunos amigos. Se pasan la noche jugando al póquer y esas cosas.
– ¡Pero qué amigos, Shahid, ni qué niño muerto! -Se estaba poniendo furiosa-. Será mejor que me lo digas, porque lo sabes.
– ¿Ah, sí?
– La última vez me dijo: Ya me verás. ¿Dónde?, le pregunté. En las noticias de la tele, me contestó. ¿A qué locura se refería, eh?
Le estaba presionando. Pero ¿por qué tendría que hacerle un favor?
– Oye, Zulma, tengo que ir corriendo a la biblioteca. Ya conoces a Chili, o deberías conocerle, a nadie le cuenta lo que hace.
Hubo una pausa. Estaba pensando si creerle o no. Fuera lo que fuese, ahora no podía echarle las manos al cuello.
En la calle, el primer taxi se marchó.
– Voy a ir pronto a Londres -dijo ella-. Necesito verte. Todos pensamos que estás estudiando muchísimo.
– Hasta luego, Zulma.
– ¡Espera! No te habrás mezclado con mala gente, ¿verdad? Ya sabes lo influenciable que eres.
– Adiós.
– ¡Shahid!
Colgó. Estaba a punto de llamar a Deedee cuando el segundo taxi arrancó, tocando el claxon. Shahid salió corriendo, Chad abrió la puerta y se apretó junto a Riaz. El conductor llevaba un salwar kamiz sobre el que se había puesto un jersey sin mangas. Sartas de cuentas se desgranaban contra el parabrisas.
Para alivio de Shahid, en el taxi había silencio, lo que le dio tiempo para pensar en Zulma. Había perdido a Chili; o Chili la evitaba, o había ocurrido algo peor. Para llegar a admitirlo, debía de estar preocupada.
Venía de una distinguida familia de terratenientes de Karachi y, como otras personas de su clase, vivía parte del año en Pakistán y el resto en Inglaterra. En Karachi pasaba como un rayo entre los baches y las carretas tiradas por camellos en un Fiat Uno de importación con un pañuelo de Hermès atado a la cabeza. En Londres iba a casa de sus amigas y se dedicaba a sus compras, al cotilleo y a armar alboroto en otras familias, actividades de las que disfrutaba grandemente. Hermosa, de piel clara, Zulma nunca estaba lo bastante bella: tardaba dos días en arreglarse para una fiesta. Se cepillaba el pelo, del que tenía suficiente para tres personas, con cien pasadas y sólo se lo lavaba con agua de lluvia. Al primer atisbo de chaparrón, zarandeaba a Tipoo para que se despertara y bajara corriendo al jardín con cacerolas y palanganas.
A tales mujeres no se les exigía inteligencia, de modo que, después de casarse, fue una sorpresa que no se quedase en la cama ni practicase aerobic, sino que acompañara a Chili al trabajo para aprender todo lo posible del negocio.
Se encargó, además de que papá la adorase. Hacía todo lo que él ordenara; a Bibi, la madre de Shahid, eso nunca le había resultado fácil, consciente de que era una tarea interminable, desde preparar pollo a la tandoori a comprar discos de los Ink Spots y escuchar sus historias de la guerra. Y cuando los amigos de papá -propietarios de negocios del barrio, indios e ingleses-iban cada noche a beber whisky, ver películas y pasar el rato en torno a la cama de papá, Zulma era la única mujer que los acompañaba.
Al principio se limitaba a saludar a los amigos, buscar hielo, ofrecer patatas fritas e ir al videoclub. Pronto quedó claro que atender a la gente no se encontraba entre sus mejores habilidades. Los hombres empezaron a animarla para que dijera lo que pensaba. Allí, entre la densa humareda de los puros, sus minuciosas críticas de ausentes o conocidos mutuos, junto con los motes que les aplicaba y la enumeración de sus desgracias, eran tan denigrantes, precisas y crueles que los temerosos amigos se quedaban pálidos y muertos de risa, a la vez que aterrorizados por si ellos también se convertían en sus víctimas, cosa que solía ocurrir. A papá le encantaba aquel talento malicioso. La exhibía ante sus amigos como si fuese un tigre meloso a punto de zafarse de su correa adornada con diamantes.
Chili también estaba orgulloso de ella. Le encantaba ir a una fiesta con Zulma y esperar a que se reuniese la gente. En casa, el teléfono no dejaba de sonar para ella. Ambos salían a cenar con políticos, banqueros, hombres de negocios, productores cinematográficos como Ishmail Merchant y actores de moda como Karim Amir, con quien ella apareció fotografiada en la revista Hello! Su hermano era comandante de líneas aéreas, y ella sabía pilotar. Alquilaba avionetas como las amas de casa del barrio iban a montar a caballo, haciendo pasadas rasantes sobre los coches de los amigos. Zulma contribuyó al prestigio de Chili; era la mujer más fascinante que había tenido. Chili llegó a sentir, sin embargo, no sólo celos de la atención que otros hombres le dedicaban, sino, lo que era más importante, envidia de sus cualidades. Zulma era una humillación para él. Pretendía saber más que ella, pero no era así.
Chili volvió a llevar la vida de antes, acostándose tarde, desapareciendo en Londres, saliendo con amigas a las discotecas; pero tenía cuidado con Zulma; rara vez le faltaba al respeto, y nunca le pegaba.
Zulma ponía pocas objeciones a sus ausencias; ella tenía sus distracciones. La entusiasmaba reunirse con el equipo de criquet paquistaní cuando papá lo invitaba a casa. Shahid la pilló besando a un lanzador rápido -muy rápido- en la cocina. Su familia tenía un piso en Knightsbridge, donde ella se alojaba durante los campeonatos del Lord's y donde, según habían dicho a Shahid, se encargaba de ciertas virginidades tardías.
El error de Shahid consistió en mantener discusiones políticas con ella porque, como Chili, era una thatcheriana consumada. Adoptaba un tono condescendiente, provocándole, llevándolo todo al plano personal y diciéndole: «Es normal, vives del negocio de tu familia, esto no es una comuna, ¿verdad? Tu padre es un hombre de negocios y tú eres un hipócrita, ¿no?» Cuando le hablaba de honradez, de igualdad de oportunidades o de la necesidad de reducir el desempleo, Zulma casi le hacía llorar de frustración. Soltaba una carcajada; el mundo no era así. Lo que hacía falta era lo contrario, gente emprendedora (como Chili y ella, probablemente) que no tuviera miedo de aplastar a los demás para conseguir lo que quería.
Él argüía que estaba engañada, explicando que los thatcherianos eran unos racistas. Aunque se creyera una mujer inteligente de la alta sociedad, para ellos siempre sería una paqui a la que podía tratarse con condescendencia. Ella lo reconocía, pero eso era un residuo colonial; el dinero carecía de color. Y, para colmo, tenía razón. Sus gordezuelos amigos blancos, banqueros y hombres de negocios, la adoraban. Era oriental, exótica y elegante.
Luego Chili y ella se fueron a vivir a casa. Papá había muerto. Shahid era consciente de que tenía que marcharse y hacer algo que mereciese la pena, mientras Zulma insistía, por el bien de la familia, en que se «dedicase a los viajes».
Había viajado… a Londres. Y ahora se estaba alejando literalmente cada vez más de ella y de todos los demás. Había escapado, pero ¿adónde?
– ¿Adónde vamos? -repitió a Riaz.
Sus nuevos amigos y él habían atravesado la ciudad y, al parecer, ahora se dirigían al East End. Necesitaba saber qué pensaban hacer; estaba inquieto por si después no podía ver a Deedee.
– He escrito un poema sobre el tema -anunció Riaz-. «La ira». ¿Todavía no has llegado a él?
– ¿A cuál?
– «La ira». «La ira».
– No, todavía no.
– ¿Cómo va la copia al ordenador, entonces? -terció Chad.
– No puede ir mejor. Riaz, hermano, ¿para cuándo lo quieres terminado? He hecho un poco, pero…
– No te apresures, por favor.
– Gracias -repuso Shahid, suspirando-. Además…
Quería informar a Riaz de que a veces el lenguaje no era tan sugerente como podía ser y las ideas resultaban confusas en ocasiones, de modo que lo había reorganizado un poco. Estaba a punto de decírselo cuando el taxi se detuvo a la entrada de un polígono de viviendas azotado por el viento.
– Vamos -ordenó Riaz. Recogió la bolsa de las armas, extrajo un machete y se lo puso bajo el abrigo-. Hemos llegado, hermanos y hermanas.