– Justo a tiempo, muchacho.
Chili estaba en la barra. Sereno, afeitado, con una chaqueta de Armani y camisa blanca. Sólo unos cuantos toques, y ya no parecía un cliente del Morlock. El camarero le preguntó si iba a un entierro.
– Nuestros parroquianos suelen morirse de repente -le dijo-. Cuando no están sirviendo a Su Majestad en la cárcel. ¿No me digas que hemos perdido otro?
– Hoy no, amigo. Voy de visita con mi hermano. Y creo que nos saldrá bien. -Miró a Shahid como si fuera su cómplice en alguna misión peligrosa-. Tampoco es mi primera reunión. He estado muy, pero que muy ocupado.
Dos viejos cayeron al suelo, derribando una mesa. Luchaban frenéticamente, mordiéndose con las encías en la cara como perros juguetones. En otro rincón, donde un individuo trataba de vender calcetines y relojes que llevaba en una maleta, estalló una disputa.
Strapper contemplaba la escena con indiferencia. Tenía los párpados caídos, fatigados, pero bajo ellos sus ojos eléctricos se movían rápidos, incontrolados. Febrilmente furioso y harto hasta no poder más, era presa de una implacable energía mientras sus «colegas» se mostraban tranquilos, casi contentos, murmurando y haciendo planes.
– No vamos muy lejos, ¿verdad? -inquirió.
– Tú no vas a ningún sitio, compañero -replicó Chili-. Asunto de negocios.
– Estupendo. Tú y yo somos socios.
– Esta mañana he llevado a Strapper a rehabilitación -explicó Chili a Shahid-. Pero ni siquiera le admitieron al cabrón.
– ¿Porqué?
– Estaba muy mamado. Estallé y les dije: «Tiene que estar colocado, de otro modo no estaría aquí, ni vosotros tampoco, desgraciados! ¡Y ahora curadle!»
– ¿Qué te contestaron?
– «Iros a tomar por culo antes de que llamemos a la poli.» ¿Y qué te habías metido, Strapper? -preguntó Chili, dando un codazo al chico-. Di, ¿qué habías tomado, hombre?
– Sólo dos éxtasis, unas copas, un porro, una pipa de crack y un guantazo en la boca en el asiento de atrás de una camioneta de la policía.
– Vale. -Chili echó un vistazo a Shahid-. Métete la camisa en el pantalón. ¿Te has peleado con alguien?
Chili se retocó el pelo y, al terminar, se le cayó el peine. Strapper se agachó y se lo recogió. Al incorporarse, se dio cuenta de que Shahid lo había visto. Se ruborizó y frunció el ceño.
– ¿Tienes dinero? -preguntó Chili.
– No insistas -contestó Shahid-. Estoy buscando a Deedee. Debo encontrarla. Y tengo un montón de cosas en qué pensar.
– No ha estado aquí.
– ¡Pero ha desaparecido!
– Nunca persigas a las mujeres. Ellas vendrán a ti. Las han educado para el romanticismo y esas gaitas. -Chili se volvió al camarero-. Una pinta de cerveza y un whisky doble, amigo. ¿Quieres algo?
– No.
Chili echó el whisky a la cerveza y se bebió la mezcla. Mientras Shahid pagaba, informó a Strapper:
– Volveremos.
Strapper saltó del taburete plantando cara a Chili.
– No, no volverás. ¡Es el gran negocio del que hablabas! ¡Lo vas a hacer ahora! ¡Y me dejas a un lado!
Chili le cogió la mano fláccida y trató de estrechársela.
– Volveré. Escucha, Strap, nos veremos luego. Y no es palabrería. -Se volvió a su hermano y añadió-: ¡En marcha!
Strapper salió a la puerta del pub y aulló tras ellos:
– ¡No es más que puñetera labia de un drogota asqueroso!
– ¡Espérame ahí! -gritó Chili.
Seguía teniendo el coche «prestado» al jefe de aquella banda, así que tomaron el autobús hasta casa de Zulma.
– ¿Qué me ha llamado?
– Drogota asqueroso.
– ¡No jodas! -Chili pareció esperar a que su hermano dijera que no era cierto-. Ese Strapper se está convirtiendo en una puñetera responsabilidad. Pero no puedo dejarlo tirado. -Se sentaron en la parte de arriba, como les gustaba hacer de niños-. Siempre le han hecho lo mismo. Pero me está volviendo loco. Por eso intenté meter a ese desgraciado en rehabilitación. Para quitármelo de encima.
En el ascensor de la casa de Zulma, Chili volvió a peinarse, se puso la mano frente a la boca y se echó el aliento. De pronto miró a Shahid con expresión de pánico.
– No se me traba la lengua, ¿verdad?
– ¿Qué has dicho?
– Que si se me traba la lengua.
– No mucho.
– ¿De verdad?
– ¿Qué?
Al llegar al piso de Zulma, en lugar de echar a andar por el pasillo, Chili se dirigió a las escaleras y empezó a bajar, diciendo:
– No me encuentro con ánimo.
– Chili, si no entras ahora, me voy -gritó Shahid a su espalda-. Tengo que hacer muchas cosas.
Chili volvió sobre sus pasos.
– Vale, de acuerdo. Pero tendrás que pedirle unas libras.
– ¿Quieres que Zulma nos dé dinero?
– Unas cuantas libras. Yo no se las puedo pedir. O a lo mejor… sí. No. No es que me importe que me odie. Pero empezará a insultarme y no quiero que te disgustes. Será mejor que de las cuestiones financieras te encargues tú.
– Primero veremos cómo van las cosas -dijo Shahid en tono de duda-. Es posible que nos eche de una patada en el culo.
– Tienes razón, joder. Podría ser una experiencia horrible. Pero te digo que no voy a entrar ahí sin estar animado.
Shahid sabía qué quería decir «animado». Sujetó los bates de plástico y la pelota que habían comprado por el camino mientras Chili se metía coca por la nariz. Aunque le temblaban las manos, no perdió un solo grano. Shahid conocía a su hermano de toda la vida, pero no se explicaba cómo se había buscado tales desgracias. Al observarle comprendió, sin embargo, que le estaba enseñando cómo no se debía vivir.
Estaban a punto de echar a andar cuando Chili empezó a frotarse la nariz y a examinarse los dedos.
– ¿Por qué me miras así? No tendré coágulos de sangre, ¿verdad?
– ¡Déjalo ya!
– ¡Sólo dime si voy a ponerme a sangrar delante de mi mujer! Sería maravilloso, ¿verdad?
– ¡Santo Dios, creo que voy a volverme loco!
Chili llamó al timbre. Luego empujó a su hermano para que entrara delante.
– Todo el mundo sigue como siempre -dijo con renovada confianza-. Nadie se muere por compadecerse de sí mismo.
Zulma estaba en el umbral, burlona y exquisita, con un sari verde limón, brazaletes de oro y brillante carmín.
Shahid trató de dominarse.
– ¿Qué tal, Zulma?
Ella sometió a su marido a un breve pero minucioso examen.
– Sigues teniendo aspecto de delincuente -comentó, con un tinte de decepción en la voz.
Chili se quitó una brizna de algodón de la chaqueta y la dejó caer a la alfombra. Cogió en brazos a Safire y la besó fervorosamente.
– He venido únicamente para ver a esta princesa.
– No lo dudo -apostilló Zulma.
Cogió los bates a Shahid y se los dio a Safire.
– Un regalo.
– ¿Eso es todo, desgraciado? -dijo Zulma-. No hace mucho, prácticamente quemabas el dinero.
– Era una época en la que cualquier capullo se volvía loco.
– Sobre todo tú.
– ¡Sí, Zulma! ¡En algo estamos de acuerdo! -exclamó Chili, enardecido. Shahid tenía la esperanza de que su hermano lograra dominarse, pero la visión de Zulma no le había serenado-. Cómo adorábamos el dinero. ¡La superioridad, también! Nos encantaba tener lo que otros no poseían. ¿Sabes lo que pretendíamos con eso?
– ¿Qué? -preguntó Shahid, ya que Zulma no iba a seguirle la corriente.
– ¡Queríamos aplastarlos! ¡Sí! ¡Por su indolencia, por su fracaso, por su miseria! ¿Qué nos habían hecho a nosotros? ¿Y por qué fuimos tan estúpidos para no comprender que aquella prosperidad repentina desaparecería? Sólo los excepcionalmente listos se hicieron ricos. Nosotros no supimos coger el ritmo.
Al parecer, Zulma prefería a su marido trastornado antes que analítico a lo Morlock. Esbozó una sonrisa divertida y aliviada: ¡cuánta razón había tenido al librarse de él!
– ¡No percibimos el inevitable desastre que nos aguardaba!
Zulma asintió con la cabeza a Shahid, que se aferraba a la mesa por temor a ser absorbido por el ambiente. La habitación se movía, los rincones se tambaleaban, las distancias fluctuaban.
– ¿Y tú cómo estás?
Todo empezó a deformarse como en un dibujo de Escher. A lo más que podía aspirar era a mantenerse erguido.
– Bien, Zulma. Un poco… alterado por los últimos acontecimientos.
Sabía que el suelo derretido estaba a punto de abrirse como una herida: lisiados, maniáticos, víctimas de la tortura y devotos salmodiantes», transformados en chirriantes insectos, brotarían como espuma del boquete para taponarles la boca y asfixiarlos.
– ¿Te has echado otros amigos?
– ¿Cómo?
Zulma se volvió a Chili.
– ¿Se encuentra bien?
– ¡Shahid! -gritó Chili.
– Estoy preocupada por él -dijo Zulma-. Parece que vaya a morirse dentro de diez minutos.
Chili estaba tan excitado que parecía estar moviéndose a paso gimnástico. Shahid se sorprendió de que su hermano se detuviera ante cada pared. A Chili le faltaba solidez en todos los sentidos; Shahid esperaba ver una forma con el contorno de Chili al fondo de la habitación, las luces apagadas, un muro derrumbado, un viento negro atravesándolo, las cortinas movidas por él.
Chili miró a su hermano con los ojos entornados.
– No, dentro de cinco minutos. Pero no te preocupes por el chico, está a mi cuidado y su salud va a mejorar increíblemente.
– ¿Así es como cuidas de tu familia, poniéndola en manos de unos locos religiosos?
– Mira, seré enteramente franco contigo. No tengo nada en contra de esos seres humanos que tú llamas locos religiosos.
– Qué disparate, Chili.
– ¡Creen en algo, tienen a qué agarrarse, Zulma! Eso les ayuda en los momentos de desesperación. ¡Si creyéramos en algo, seríamos más felices! ¡Los anormales somos nosotros!
– ¡Qué estupidez!
– ¿Por qué vuelves a casa, entonces? Allí los locos dirigen el manicomio. ¡No hay nada allí para un espíritu libre!
Zulma se agachó y miró a Chili a través de una cámara. Él se tapó la cara con las manos.
– Voy a aprender fotografía como es debido. Ya sabes que siempre me ha gustado. -Y en tono más quedo, añadió-: Unas amigas y yo vamos a fundar un periódico. Para mujeres; se llamará Mundo femenino.
– ¡No seas gilipuertas!
Ella se volvió a Shahid, que a guisa de experimento intentaba dar un paso para apartarse de la mesa pero encontraba demasiado desolados los espacios abiertos.
– Es lo más animoso que es capaz de decir. Jamás reconocerá que tengo algo aquí dentro. -Zulma se dio unos golpecitos en la cabeza. Lanzó a Chili una mirada escrutadora-. Pero ya no me afecta nada de lo que me digas.
– Sólo te pregunto una cosa, Zulma, ¿quién va a financiarlo?
– Nuestros padres, hermanos y maridos, por supuesto. Pagarán nuestro pequeño capricho. Al principio.
Chili no estaba en condiciones de oponerse.
– Bien pensado, como siempre, Zulma. ¡Qué mujer tan fabulosa eres, en serio! ¿Tratará de bodas, niños, moda y todo eso?
– Ya sabes cómo somos las mujeres, nunca pensamos en nada más. Pero también se debatirán otros temas.
Estaba claro que lo había pensado bien; pero no quería dar más detalles.
– No te referirás a las preocupaciones femeninas, el aborto, la política, la libertad, el hijab y demás pamplinas ¿verdad? -Zulma se mordió el labio y asintió imperceptiblemente con la cabeza-. No seas idiota, Zulma, no podrás enfrentarte a ellos. Te crucificarán, te meterán en la cárcel y tendré que ir yo a sacarte. ¡Piensa en lo que me costará!
Zulma dio la espalda a su marido. La niña, contenta y tensa al mismo tiempo, veía discutir a sus padres.
Shahid logró moverse hacia el dormitorio, donde Zulma tenía las maletas a medio hacer. El pasaporte y los billetes estaban sobre la cama. Oía discutir al matrimonio en la habitación contigua.
Shahid cogió el teléfono y rebuscó un número en los bolsillos. El aparato sonó muchas veces en el sótano de Hyacinth antes de que contestara una voz suave. Había sido buena idea. Le dio instrucciones, recordándole la dirección. Se reuniría con ella en cuanto pudiera.
Cuando salió, Safire estaba dando a Chili dos dibujos y un cartón de huevos en el que había clavado unos limpiapipas.
– Es un saltamontes -explicó la niña-. Pero mañana lo voy a pintar de amarillo. ¿Vienes con nosotras?
– Esta vez, no, cariño. Papá os esperará hasta que volváis.
Zulma recogió algo del suelo e hizo una mueca.
– ¿Qué es esto, Chili, por Dios?
Chili se acercó.
– Me lo ha debido sacar Safire del bolsillo -dijo Shahid, tratando de arrebatárselo.
– Pero ¿qué es? -insistió Zulma, reteniéndolo.
– Creo que es una berenjena rancia -explicó Shahid-. Pero podría ser otra cosa.
– ¿Y lo quieres?
– Si no te importa.
Zulma se lo entregó, dio media vuelta y soltó una carcajada.
– Tu hermano anda por ahí con una berenjena rancia en el bolsillo. ¿Qué significa eso, Chili?
– ¿Por qué llevas eso, hermano? -preguntó Chili-. No te lo puedes fumar.
– No voy a fumármelo.
– Déjalo aquí para que no se estropee.
– ¡Déjame en paz!
– ¡Por Dios santo! -exclamó Zulma, suspirando.
Inexplicablemente, los dos hermanos forcejearon por conseguir la berenjena. Acabaron enfrentados, resoplando, dispuestos a utilizar los puños.
– ¿Qué diría vuestro padre? -inquirió Zulma-. ¡Ya no pertenezco a esta familia!
Chili cogió en brazos a Safire por última vez y la besó. La niña se frotaba la mejilla. Hubo un silencio en la habitación.
– Vamos a jugar al escondite -dijo Safire.
Chili la depositó en el suelo y miró a Zulma.
– Creo que papá tiene que irse. Mi niña mala. Mi favorita.
– Sólo una vez -insistió Safire-. Y yo no soy mala. Tú sí.
Fue a esconderse detrás del sofá.
Shahid se dio cuenta de que Chili le hacía señas con la cabeza, animándole.
– Zulma -dijo Shahid-. ¿No tendrás unas libras, por casualidad?
– ¿Para qué, cariño?
– Para el metro… y libros. Ando un poco escaso últimamente.
– Ahora mismo sólo tengo rupias. Pero podías probar un medio de ganar dinero.
– ¿Cuál? -preguntó Chili, interesado.
– Trabajar.
– ¡Oh, Zulma, esposa mía! -exclamó Chili, cayendo de rodillas y arrastrándose hacia ella-. Te quiero, cariño, sobre todo cuando me haces daño. Danos algo. ¡Haré lo que quieras, pero no te vayas!
Ella retrocedió arrastrando los pies, pero Chili la agarró de los tobillos y le lamió la punta de los zapatos. Zulma no pudo contenerse; lanzó un grito.
De pronto, en la puerta de la cocina apareció Jump, con un delantal puesto y agitando una cuchara de madera.
– ¡Quédate! -imploraba Chili-. ¡Déjame estar contigo para siempre!
– ¡Basta! -gritó Jump.
A cuatro patas, Chili levantó la cabeza y lo miró pasmado.
– ¿Qué es esto? ¿Es él?
– Sí -contestó Zulma, cogiendo en brazos a Safire y retirándose detrás de la mesa.
– ¡Atrás! -Sin mucha decisión, Jump dio un paso hacia los hermanos-. ¡Largo de aquí, señor Mohamed! ¡Los dos, terroristas! ¡Dejad en paz a la gente honrada!
Chili se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta. Inmediatamente, Shahid puso en pie a su confundido hermano y lo empujó hacia la puerta.
– ¿Quién es ése? -preguntó Chili, señalando a Jump.
– Olvídalo -le aconsejó Shahid.
– Cuida de él -pidió Zulma.
– ¡Papá! -gritó Safire.
– ¿Quién coño es ese tío ridículo? -insistió Chili.
– Adiós, Zulma. Estaremos en contacto. Me alegro de verte.
– ¿Estás bien, Chili? ¡Chili!
– Aguanto.
– ¿Tienes la navaja?
Chili le lanzó una mirada confusa antes de palmearse la chaqueta.
– Pues claro. Nadie anda desarmado por Londres, ¿no?
Se metió la mano en el bolsillo. Shahid se tranquilizó pensando que Chili le animaría enseñándole la pinchosa. Pero en cambio sacó un paquete de Marlboro que contenía la papela de coca, una hoja de afeitar de un solo filo y un billete enrollado de un dólar.
– No hagas eso aquí. ¡Estamos en Knightsbridge!
– Tanto mejor.
Shahid lo empujó hacia la entrada de una tienda.
– ¡Ahí…, y date prisa!
Escrutó la calle, desierta y brumosa, por si venían transeúntes o policías mientras Chili se agachaba, inhalaba el polvo, se erguía con una aspiración satisfecha, se limpiaba bruscamente la nariz con el dorso de la mano y tiraba al suelo el sobrecito. Por encima de sus cabezas, la alarma de la tienda cobró vida súbitamente, vibrando con estruendo. Shahid empezó a tirar de su hermano, pero Chili, antes de seguirlo, insistió en tantear la alcantarilla en busca del arrugado y desechado envoltorio, que inspeccionó detenidamente y guardó en el bolsillo de la chaqueta.
Por fin, para alivio de Shahid, echaron a andar deprisa.
– ¿Adónde vamos? -preguntó Chili.
– Esta noche no te separas de mí.
– Estás temblando, hermanito. ¿Te persiguen? Si me lo dices, me encargaré de ellos. A menos que sea la policía.
– ¿Cómo?
– Me lo temía -masculló Chili, apretando el paso-. Nos buscan a los dos. Atento a los de paisano. -Volvió la cabeza-. Están en todas partes, los hijoputas, con gabardina y sin sombrero.
– Chili, te pido por favor que te quedes conmigo esta noche.
– ¡Por supuesto! -Shahid iba a dar las gracias a su hermano, cuando Chili, desesperadamente inquieto, añadió-: El caso es, muchacho, que me he quedado sin marchosa.
– ¡Deja esa porquería, Chili! ¿Qué diría papá si supiera que eres adicto a la coca?
– ¿Adicto?
– Sí.
– Quizá tengas razón. Así podrían llamarme ahora. Te diré una cosa, dejaré la droga cuando tú hagas lo mismo.
– ¿Qué droga utilizo yo?
– Zulma la ha definido muy bien. La religión. Te has metido demasiado con esos tipos. ¿Y ahora te andan buscando?
– Creo que sí.
– Y acabas de empezar en esa Facultad. -Cogió del brazo a Shahid-. Hoy, al ver a baba Safire he sentido deseos de liberarme, ¿sabes? Podría haber llorado por ella. -Hizo una pausa, luchando con sus pensamientos-. Y por mí mismo. Y por todo lo que ha salido mal, para decirte la verdad.
– Eso ya es algo.
– Sí. No te preocupes, hermano, no te abandonaré. Pero esta noche también me va a hacer falta Strapper.
Encendió un cigarrillo, pasó los inquietos dedos por un Mercedes descapotable y observó la calle, como si sus enemigos pudiesen aparecer por cualquier dirección.
– ¿Por eso me odia Zulma? ¿Te fijaste en el gilipollas del delantalito que tiene allí? No me lo podía creer. Pero a lo mejor…, a lo mejor le da cosas que yo no puedo darle.
– Quizá. Tiene una mansión señorial.
– ¿De verdad? ¿Dijo Zulma cuándo volvería?
– Será cuestión de meses.
– Por lo menos, ¿no? Estoy desesperado, Shahid. Sin la droga estoy confuso y no puedo pensar en otra cosa. Y si no puedo pensar, tampoco puedo esperar que el futuro me reserve cierta tranquilidad mental. ¡Todo lo que quiero son cinco minutos de silencio en la cabeza! ¡Si por lo menos me dejaran en paz los ruidos! -Concluyó musitando-: No puedo recurrir a nadie más, Shahid. Strapper es un chico bien relacionado.
– No sabía que tuviera tantas virtudes.
Shahid empezó a bajar las escaleras del metro de Knightsbridge.
– ¿Después iremos a ver a Strapper? -preguntó Chili en tono sumiso pero insistente.
– Sí, sí. Pero primero vamos a ver a otra persona.
– ¿A quién?
– Ya lo verás.
Bajaron corriendo los escalones del sótano. Shahid llamó a la ventana, primero con suavidad y luego más fuerte hasta golpear el cristal con la palma de la mano. No apareció nadie. Pronunció varias veces su nombre.
Chili empezó a brincar, pateando el suelo y mordiéndose el labio.
– Vamonos. A lo mejor está en su casa. Luego iremos a ver.
– Ya he ido, y no está. ¡Vamos, Deedee! ¡Tiene que estar en alguna parte, Chili!
Shahid estaba a punto de darse la vuelta cuando Chili señaló con el dedo.
– ¡Mira, allí!
Una mano tiraba del extremo de una cortina. Shahid reconoció los anillos y casi la llamó a gritos.
Al no reconocer a ninguno de los dos, Deedee abrió la verja con cautela. Cuando entraron, la cerró cuidadosamente y echó la llave a la puerta, comprobando que ambas estaban bien aseguradas. Shahid nunca la había visto con un aspecto tan frágil. Le rozó con los labios la pálida mejilla, pero ella no le tocó.
Había estado sentada en el sofá donde hicieron el amor por primera vez. Se habían reído por todo, habían charlado, se habían disfrazado y por la mañana salieron a desayunar. Ahora, con la calefacción averiada, hacía frío en el sótano. Deedee llevaba el abrigo sobre los hombros. Volvió a sentarse en su sitio y se meció espasmódicamente, abrazándose las rodillas. Depositadas a su alrededor, había tres bolsas de la compra.
– Te he buscado por todas partes -explicó él-. ¿Estás bien?
Ella sacudió la cabeza.
Todos estaban angustiados. Había un ambiente silencioso pero febril, que indujo a Chili a encerrarse en la cocina para «lavarse las manos y poner la tetera». Deedee se comía las uñas y suspiraba, cruzando y descruzando las piernas. Shahid se dejó caer en el otro extremo del sofá, aliviado de encontrarse a solas con Deedee.
Se inclinó hacia ella y le acarició el brazo.
– ¿Por qué no nos quedamos aquí?
– ¿Cuándo? -repuso ella, con un sobresalto de alarma.
– Sólo esta noche. Chili puede dormir aquí. Tú y yo… podemos hablar.
– ¿Para qué? Es mejor fijarse en los actos de las personas, no en sus palabras. Eso es lo que voy a hacer yo.
Nunca la había visto tan inquieta; había perdido la confianza en él.
– Por la mañana nos sentiremos mejor -aventuró Shahid-. Podremos salir a desayunar.
Intentó tocarla de nuevo. Ella se levantó de un salto y trató de ponerse el abrigo. Pero en seguida empezó a tirar agitadamente de la prenda, como si pretendiera atravesar el tejido con los brazos, incapaz de encontrar las mangas.
– Necesito estar en mi casa, en mi propia cama. Ha sido un día funesto. ¿Qué coño hacía mi marido con un libro atado a un palo? ¿Viste dar vítores a ese gilipollas? -Con un movimiento colérico, se envolvió de nuevo en el abrigo y se quedó en pie sujetándolo con los brazos cruzados-. ¿No fuiste tú a comprar el palo?
– ¡Sí! ¡No pensemos ahora en eso!
– ¿No? ¿Lo olvidamos, sobre todo cuando me dijiste una jodida mentira cuando te pregunté para qué era?
– Deedee…
– Me mentiste descaradamente, ¿no es cierto?
– De momento trato de decirte que hay buenas razones para que nos quedemos aquí.
– ¡No, no las hay! -gritó ella con voz ronca.
– Las hay.
– ¿Cuáles son?
– Chad y los otros saben dónde vives.
– ¿Por qué? ¿Cómo lo sabes? -Lo miró boquiabierta-. ¿Es que te lo han dicho? ¿Los has visto?
– Sí. Después de que quemaron el libro. No les caemos bien ninguno de los dos.
– ¿Qué has hecho para incomodarlos? ¿No les ayudaste a quemarlo?
– No. He hecho a Riaz algo que no estaba bien.
– ¿Qué?
– Pues… corregí algunos de sus poemas.
– ¿Sí? ¿Cuándo?
– Cuando los pasaba al ordenador.
– Pero ¿por qué?
– No fue intencionado. Es que no me gustaban. Iba a cambiarlos otra vez para dejarlos como estaban, pero no tuve tiempo.
– Dios mío. -Deedee soltó una súbita carcajada-. Eso tampoco me lo habías contado.
– Fue algo gradual.
– ¿Y ahora piensan venir por nosotros?
– Se animan fácilmente unos a otros, Deedee. El grupo está paranoico, para mantenerse unidos necesitan estar en continua actividad.
– Voy a llamar a la policía.
– Los odias.
– ¿Qué más da?
– ¿Fuiste tú quien la llamó en la Facultad?
– Sí. -Se oía ruido en la cocina. Parecía que Chili hablaba solo. Deedee prosiguió-: Me preocupas más tú. ¿Has roto con tus grandes amigos?
– Sí, sí.
– Eso ya lo has dicho antes. Pero entonces, ¿cómo vas a volver a tu habitación?
– Tienes razón. Lo sé. No puedo volver.
– Será mejor que te quedes conmigo.
La idea le abrumó. No deseaba que su vida cambiase tanto; no quería verse arrojado a sus brazos.
– Vives puerta con puerta con Riaz. ¿Qué otra cosa puedes hacer?
– Déjame pensar.
– Muy bien.
Deedee fue a la cocina a investigar lo que estaba haciendo Chili. Shahid fue a mirar por la ventana. Se sentó; paseó por la habitación; sentía deseos de echarse a reír como un histérico; añoraba a su padre. Luego se dirigió a la cocina.
– Tu hermano ha encontrado una botella de vodka -anunció Deedee-. Buen provecho le haga al desgraciado. Pero tendré que pagársela a Hyacinth.
Chili estaba apoyado contra la pila con la botella en los labios. Entre trago y trago daba una calada al cigarrillo.
– Además, quiere besarme. Quiere que le ponga las tetas en la boca.
– Ya me conoces -dijo Chili-. Siempre vale la pena intentarlo.
– Sólo si pretendes asquear a la gente -replicó Shahid.
– ¿Qué es lo que da asco? Me siento muy solo. Esta noche necesitaba calor humano. Sentir una piel cálida. ¿Es mucho pedir?
Shahid sonrió con desdén.
– Pero no creas que eres mejor que yo. Huyendo de algo, en vez de enfrentarte a ello-. Se guardó la botella bajo la chaqueta y comprobó la navaja-. ¿Nos quedamos o nos vamos?
– ¿Deedee?
– Tenemos que marcharnos de aquí.
– Bien -dijo Chili-. Un poco de aire fresco, ¿eh?
Nevaba. Ninguna persona sensata pisaba la calle. La ciudad estaba húmeda y pegajosa, como el interior de un acuario. Apenas veían a diez metros de distancia. Tropezaban y daban tumbos entre la bruma como fantasmas, cada uno con una bolsa de la compra. Deedee iba entre los dos, cogida ahora del brazo de Chili. Pese a todo, a Shahid y a Deedee les tranquilizaba la presencia de Chili. Shahid conservaba una extraña fe de hermano menor que Deedee parecía notar. Al fin subieron a un autobús.
Chili empujó la puerta del Morlock y ellos lo siguieron. El local se estaba llenando. Una tormenta de nieve no desanimaría a los parroquianos. ¿Qué harían, si no? El pinchadiscos estaba frente a sus consolas, rodeado de cajas de discos. Unas chicas bailaban en medio de la pista.
El ambiente alegró a Chili. Pidió unas copas y preguntó por Strapper. El camarero no quería decirles nada «por principio», como siempre decía.
– Por el principio de ser un hijoputa, supongo -observó Deedee.
Chili le invitó a una copa. El camarero le contó que unos chicos habían venido a buscar a Strapper.
– ¿Qué chicos?
– Asiáticos. Y los paquis no beben, sólo trabajan. No los había visto antes.
– ¿Se fue con ellos? -preguntó Shahid.
– Sí.
– ¿De buena gana?
El camarero se encogió de hombros.
– ¿Y no han vuelto?
– No.
Acabaron las copas rápidamente, salieron a la calle y cogieron un taxi.