De vuelta en la residencia, Shahid recogió dos notas «urgentes» que Riaz le había dejado en el mostrador de la entrada. En ambas se le informaba de que Zulma había llamado. Se las guardó en el bolsillo y subió a su cuarto con cierta aprensión.
Abrió la puerta empujando sobre la cerradura rota y permaneció en el umbral, escudriñándolo todo, temeroso de que su hermano apareciese por cualquier rincón. La habitación estaba igual, pero daba la impresión de que lo habían cambiado todo de sitio. ¿Por qué se había ocultado Chili allí? Jamás había necesitado a Shahid. ¿Quién le perseguía? ¿Qué había hecho?
No pudo evitar alegrarse de que Chili estuviera en algún lío. Desde que podía recordar, Chili había mentido, embaucado y despreciado impunemente a los demás. Si existiese alguna especie de justicia natural, Chili merecería un castigo. El propio Shahid, unos años antes, no cejaba en sus intentos de venganza. Entraba a escondidas en la habitación de Chili y pasaba un peine metálico por sus discos favoritos; tiraba una de sus corbatas de Armani detrás de un aparador y fingía inocencia ante el estallido de su hermano. No obstante, Shahid no le deseaba ningún descalabro. Quería que comprendiese algunos aspectos de su carácter y que los modificara en consecuencia. Aun así, había una parte de Chili que, sin dejar de odiarlo, Shahid admiraba, la parte de él que declaraba: «Me importa un huevo.»
Hacía falta un valor desafiante, mucha arrogancia y cierta nobleza para ser tan temerario consigo mismo, para exponerse a la ira y la represalia de los demás. Incluso su ambición, la idea de que se sentiría mejor acumulando todo lo que quería, parecía ahora más conmovedora que perversa. La esperanza y la osadía no eran virtudes que Shahid poseyera por naturaleza. En comparación con su hermano, era consciente de que rara vez asumía riesgos.
Shahid quería sentarse a meditar. Pero en el escritorio, como un reproche, vio los poemas de Riaz. No le apetecía abrir el manuscrito, ni ningún otro libro. El silencio de su habitación parecía antinatural y opresivo. Era como si hiciese días que no estaba solo. ¿Quién viviría en soledad si pudiera evitarlo? Había estado soslayando su propia compañía, escapando de sí mismo. No era simplemente el aburrimiento lo que temía; las cuestiones que le espantaban eran las que inquirían en qué asunto se había metido, con Riaz a un lado y Deedee al otro.
Lo creía todo; no creía nada.
Su propia naturaleza le tenía cada vez más confuso. Un día sentía apasionadamente una cosa; al otro, la contraria. En ocasiones, los estados de ánimo provisionales cambiaban por momentos; y a veces todo se estrellaba en el caos. Se levantaba con esta sensación: ¿quién resultaría ser aquel día? ¿Cuántas personalidades pugnaban en su interior? ¿Cuál era realmente la suya? ¿Cómo la reconocería al verla? ¿Llevaría alguna marca especial?
Perdido en aquella sala de espejos rotos, con reflejos quebrados repitiéndose hasta la eternidad, se sentía aturdido. El instinto le inducía a escapar, a buscar a alguien con quien hablar. Incluso Chili habría sido mejor que nada.
Pero se resistió a moverse de la silla. Al volver a Sevenoaks después de su primera cita con Deedee Osgood, había meditado sobre su futuro. Era consciente de que no poseía una inteligencia natural como algunos compañeros de instituto. Pero su padre, aun siendo aficionado a diversiones bastante indecorosas, había trabajado sin parar, como su madre seguía haciendo todavía. Habían dado buen ejemplo. Shahid, en una época, resolvió ser una persona disciplinada y no desperdiciar la vida.
Ahora dejó el reloj sobre la mesa. Continuaría trabajando en los papeles de Riaz, y también en sus cosas, sin moverse durante tres horas. Aunque explotara una bomba en el pasillo, cosa no enteramente improbable, volaría con el culo pegado al asiento.
Al cabo de unos minutos no tuvo que esforzarse por quedarse quieto, pues empezaba a gustarle aquel empeño: hacer algo bien hasta el límite de sus capacidades, partiendo de su propio punto de vista. Por la cabeza le pasaban ideas inconcebibles, entusiasmándole. Repasaba la misma estrofa una y otra vez hasta que la idea original se ampliaba, llegando, incluso, a transformarse en algo que nunca se le hubiera ocurrido.
Aun cuando su vida fluctuase diariamente, había algo de lo que estaba seguro: todo el mundo tenía su propia historia; y lo que le pasaba por la imaginación también se producía en la mente de otros, la corriente de la vida lo inundaba todo. Escribir podía ser tan fácil como soñar, salvo que los sueños se extendían en círculos concéntricos, coloreándose unos a otros. Cuando el flujo se detuvo, consideró que lo mejor era esperar, ya volvería a surgir.
Había hecho suficiente. Tenía hambre, pero en la nevera sólo había un trozo de queso rancio y leche agria.
Se tumbó en la cama. Dormiría un poco; ya no se sentía tan bien. El frenesí y el entusiasmo de antes no estaban justificados. ¿Por qué no era mejor su trabajo? ¿Por qué al releer lo escrito sólo se percibía un apagado eco de lo que él pretendía decir con precisión y claridad? ¿Mejoraría alguna vez? ¿Se estaba engañando a sí mismo; debía dejarlo? Seguro que Prince, de quien la música manaba a borbotones, jamás se sentía así.
Cerró los ojos y consideró ir a la mezquita, cosa que siempre le calmaba. Pero, al mover la almohada, cayó un pañuelo de papel. A lo mejor Chili se había hecho una paja; aunque no era probable, pues su hermano solía declarar: «¿Por qué te haces lo que pueden hacerte?» Además, en el pañuelo había manchas de sangre. Recostándose para pensar en lo que podía andar metido su hermano, la mano se le deslizó al suelo y tropezó con un arrugado ejemplar de New Directions, revista que había consultado tanto que las personas que salían en ella le parecían viejos amigos. No necesitaba molestarse en hacer un resumen y eliminar los errores, pues la jornada ya estaba justificada por el trabajo que acababa de realizar.
Fue directamente a su sección preferida, «Encuentros», que incluía instantáneas enviadas por los lectores para encontrar a otros con los mismos gustos. Examinó una fotografía.
Un culo y un coño, fotografiados por detrás, llenaban el cuadro. En lo alto de los muslos, abriendo el coño -en una tenaza semejante a la que aplica el lanzador rápido a la bola de criquet, dividiéndola por la costura-, se veían los dedos de la mujer, con las uñas pintadas de rojo. Debajo, se leía: «Señorita de veinte años busca caballeros mayores, de preferencia con el pelo gris y muy machos. Le gusta que la laman, la chupen y la follen. Complaciente. Espíritu aventurero. Essex.»
¡Que la laman, la chupen, la follen! ¡Señorita! No sólo era complaciente, sino que la aventurera de Essex se había molestado en que le hiciesen una fotografía. ¡Había escrito una carta, que metió en un sobre y envió por correo!
Era incitante; se acarició la picha. Quizá se excitase pensando que iban a mirarla. Pero ¿por qué la atraía el pelo cano? ¿De verdad tenía veinte años? El ángulo de la foto no ayudaba a saberlo. Pasó las hojas. Le gustaban las posiciones que adoptaban las mujeres. Había una página de mujeres con las piernas abiertas, medias y tacones, sobre el coche de sus maridos. ¿Qué harían en aquel momento? ¿Escuchar la radio, bailar? ¿Lavar la ropa? Si entraran en su cuarto no las reconocería.
Leyó algunas «cartas de los lectores». Muchas se referían a una pareja que iba a un pub o una discoteca donde otra pareja desconocida o unos amigos de él se ligaban a la mujer y se la follaban en su propio cuarto de estar mientras el marido miraba, participando en alguna ocasión. La prosa era estereotipada, inexpresiva y sin sentido del humor, pues de lo contrario perdería efecto, aunque los autores eran propicios a las interjecciones.
Shahid, cuyos ojos se precipitaban de las palabras a las fotografías y de las imágenes al texto con creciente excitación, pero cuya lectura más estimada eran las irónicamente obscenas «Mil y una noches», llena de pedos, impotencia y engaños, se preguntaba por qué le fascinaban aquellas historias tan vulgares. Quizá la pornografía representase una completa y edificante aventura, como el mundo de los libros infantiles. El otro placer consistía en la forma en que la pornografía se diferenciaba de la sexualidad real: no era preciso pensar en ninguna otra persona.
Ahora descolgaba el espejo y lo colocaba apoyado en el escritorio en un ángulo apropiado para moverse hacia atrás y hacia delante viéndose los muslos mientras se acariciaba. Torpemente, sin saber bien de dónde cogerlas, se puso una de las medias que Deedee le había dado y unas bragas francesas, que le estaban un poco estrechas. Se estaba pintando los labios -sin mucha precisión, como Safire, la hija de Chili-, cuando oyó un ruido. Fue sigilosamente hasta la puerta.
Riaz estaba entrando en la habitación de al lado.
Shahid rio en voz baja. Se cambiaría, invitaría a entrar a Riaz, dejaría la revista abierta y diría que iba a mear. Por la puerta entreabierta le vería examinar con atención a Greta, de Acton. Observaría cualquier movimiento hacia la bragueta. Riaz tendría alguna debilidad, ¿no?
Quizá sí, supuso Shahid. Pero no tenía gusto por lo vulgar; y no le corrompería la perversión, ni tampoco la curiosidad, probablemente. No se sorprendería de que las mujeres estuviesen tumbadas en la postura del parto, con aquellos atuendos; ni se pararía a elegir la expresión que más le gustaba. No se preguntaría lo que pensaban las mujeres, cuyos ojos no decían nada, ni por qué se desnudaban por dinero; ni lo que deseaban los hombres que se masturbaban contemplándolas; ni por qué todo el mundo parecía ser un mirón en aquellos días, precursores del coito imaginario. A la gente se le salían los ojos de las órbitas. Pero ¿quién llegaba a consumarlo realmente, a menos que le pagasen?
No, Riaz sólo pensaba en una cosa: el futuro, y cómo forjarlo.
Shahid lo guardó todo. Salió al pasillo y se plantó ante la puerta cerrada de Riaz. Iba a llamar, pero se contuvo. No le gustaba criticar a Riaz, pero podía decirse una cosa: su risa siempre era severa y sarcástica. La locura no le divertía; su empeño era corregirla. Como la pornografía, la religión no admitía el humor.
Además, Shahid estaba avergonzado. La travesura habría encantado a papá y a Chili, pero a ellos les gustaba ver el lado más bajo de la naturaleza humana.
¿Por qué no podría ayudarle Riaz? Al fin y al cabo le había forzado a confesarse, metiéndolo en todo aquello. Y ahora no le pedía sino obediencia, dándole poco a cambio. Shahid había creído que Riaz estaba en posesión de cierto conocimiento o sabiduría de la vida; que se entablarían discusiones y debates a altas horas de la noche. Pero sólo Chad podía llegar a él, y Chad mantenía aparte a todos los demás. Shahid encontró unas monedas en el bolsillo y bajó al vestíbulo. Necesitaba hablar con alguien.
– Hola, soy yo -dijo por el teléfono.
Sonaba música en el ambiente. Ella parecía inquieta.
– Por Dios, Shahid. ¿Dónde estás? Pareces triste.
– ¿Sí? Pues no lo estoy.
– Acabo de venir del psicólogo.
– ¿Es que no estás bien?
– No. Ahora estaba escribiendo mi tesis y esperando que llamaras. Y lo has hecho. Gracias por ser digno de confianza.
– ¿Es que los hombres te han hecho la puñeta? -inquirió Shahid, impaciente-. No me trates con condescendencia, Deedee.
– Tengo ciertos saludables recelos, ¿vale? Y ahora con mayor motivo, diría yo. -Suavizó el tono-. Quizá no tengas edad suficiente para esto. ¿Qué has estado haciendo?
Shahid titubeó; ya estaban discutiendo, no podía hablarle de Chad y Riaz. Le contó su encuentro con Strapper.
– No me gusta estar sin droga en casa. Parece un buen camello -repuso ella. Cuando Shahid le preguntó qué iba a hacer luego, respondió-: ¿De verdad tienes ganas de verme?
– Me muero de ganas -declaró él.