10

Al parecer estaban sacando los cadáveres, nadie sabía cuántos. Los heridos eran trasladados a los hospitales de la zona. Decían que la estación era presa de las llamas, pero estaba demasiado oscuro para verlo, pues una tenebrosa nube había caído sobre la ciudad.

La policía tendió barreras bajo la lluvia, haciendo circular a la gente en un sentido para luego dirigirla por otro, gritando por megáfonos. En el cielo, los helicópteros volaban en círculos.

Una cosa estaba clara: nadie sabía nada. Se hacían muchas conjeturas, naturalmente. En la calle contaron a Shahid que aquella emergencia no era un atentado ortodoxo y aislado, sino que en tiendas, coches y hasta aeropuertos estaban poniendo bombas en una tentativa coordinada de diversas organizaciones para tomar Londres. No es que hubiese confirmación de ello: las pantallas de televisión sólo mostraban rostros manchados de sangre y relatos de gente que pasaba en el momento de la explosión.

Shahid no había quedado en casa de Deedee, sino en el apartamento de su amiga Hyacinth, en Islington, cerca de Upper Street. Estaba cruzando la ciudad para verla. Ya llevaba horas de camino. Había recorrido a pie parte del trayecto, atravesando la City, por Fleet Street y el Strand.

Era difícil imaginar mayor caos. De momento, las estaciones ferroviarias estaban cerradas, como los aeropuertos y la terminal de autobuses. Las calles estaban colapsadas. En Marylebone Road, en Talgarth Road, incluso en la City, coches de la policía, camiones de bomberos y ambulancias sorteaban el tráfico inmóvil; el público alargaba el cuello para atisbar el rostro de aquellos héroes al volante, como si alguna señal concreta de inteligencia y valor los distinguiera de la inquieta masa que, pese a todo, no parecía muy sorprendida por la atrocidad.

Miles de viajeros de cercanías se arremolinaban bajo la lluvia, parándose en los puentes con el cielo por techo, inclinando la vista hacia las sucias aguas, preguntándose a qué hora llegarían esa noche a casa, si es que lo conseguían. Algunos automovilistas se tumbaban en los asientos traseros de los coches; otros abandonaban su vehículo y se reunían en torno a la radio de los demás. La gente se dirigía sin que se lo pidieran a los hospitales más próximos, guardando cola en silencio para donar sangre mientras las cámaras de televisión se movían entre ellos como científicos neutrales. Las iglesias se abrían y gente perpleja esperaba en edificios que no habían pisado en años. Los cafés y los pubs estaban llenos; al parecer, se bebía tanto que se estaban quedando sin existencias. Amantes ilícitos, adúlteros y oportunistas aprovechaban la ocasión. Los hoteles casi estaban al completo.

Una vez empezado, Shahid se sentía reacio a abandonar el viaje a través de aquella extraña selva. Quería estar en medio del caos, no ver el acontecimiento por televisión, donde le darían forma y contenido, pero robando participación a los televidentes.

Llevaba dos horas caminando cuando descubrió que ya funcionaban algunas líneas del metro. Era la única posibilidad de moverse por la ciudad en tales momentos. Bajó al andén y, al cabo de una hora, subió a un silencioso tren que circulaba en dirección norte. Para sorpresa y alivio de los viajeros, la unidad pasó sin detenerse por varias estaciones. La proximidad de la gente le consoló: todos estaban cautelosos, asustados, empapados. Una tragedia así era lo que más podía aproximar a una ciudad como Londres a cierta emoción colectiva.

¿Qué sentían? Ira y confusión, porque en alguna parte del exterior acechaban los ejércitos del rencor. Pero ¿de qué facción se trataba? ¿De qué grupo clandestino? ¿Qué guerra, causa o agravio se manifestaba? El mundo estaba lleno de hirvientes causas que exigían venganza; al menos eso era sabido. Mientras que en el interior de la ciudad, atiborrándose de todo sin levantar la vista, estaban los satisfechos. Y hoy, «los afortunados», los que tenían hipotecas y empleos, vagando por las calles en busca de un teléfono que funcionase, debían comprender que podían ser acechados, sitiados, cazados uno a uno. Porque eran culpables. Y tenían que pagar.

El conductor anunció algo por el altavoz, aunque no se entendió nada salvo la palabra «urgente». Los viajeros se alarmaron tanto que empezaron a hablar entre ellos. Las fuerzas del orden seguían inspeccionando muchas estaciones. La mujer sentada frente a Shahid emitió un grito sofocado. Su compañero de asiento la hizo callar bruscamente. Cuando parase, el tren habría acabado su recorrido. ¡Final de trayecto!

El tren pasó por estaciones oscuras. Hombres con perros y linternas patrullaban los andenes. Brillantes conos de luz recorrían zonas normalmente ajetreadas. Shahid observaba a sus compañeros de vagón a medida que se alejaban de la posible seguridad de cada estación.

Fue un alivio escapar cuando al fin se abrieron las puertas unas estaciones más allá de su destino.

Corrió hasta la casa, pero se quedó fuera. Sabía que no debía haber ido. De todas formas, como no quería volver, empezó a bajar la escalera, suponiendo que Deedee estaría esperando a oír sus pasos en los escalones de piedra. Sabría que se había detenido; comprendería su renuencia.

En los sótanos sólo vivía gente poco recomendable; pero los vecinos de la zona no debían de ser malos, no tanto como los chicos del polígono. Allí todo era cómodo y apacible, aislado de la realidad. Empezó a sentirse culpable por abandonar a sus compañeros en peligro. Charlaría un par de horas con Deedee y después volvería con el grupo. Temía, además, lo que aquella mujer pudiese querer o esperar de él, las exigencias que le impondría, las emociones que sentiría y las que suscitaría en él. Pero la necesitaba, aunque no comprendiese en qué sentido ni estuviese en condiciones de admitirlo.

Deedee había dejado abierta la verja y la puerta de entrada. Al entrar, con un nudo en la garganta, Shahid olió a marihuana. La pequeña habitación de techo bajo estaba iluminada por dos velas. A duras penas distinguió un sofá, una televisión y un equipo de música en el que sonaba «Desire». Casi no la veía entre la penumbra.

– Siento venir tarde. Ha habido…

– Olvídalo.

Estaba sentada en el suelo, con la espalda en la pared; llevaba una amplia falda roja, jersey negro y medias negras. En la alfombra había un libro en rústica boca abajo. Fumaba un canuto fino y daba sorbos de un gran vaso de vino. No se levantó; sin duda no le apetecía.

Shahid era incapaz de acercarse a ella, estaba temblando, sólo diría lo que no debía y ella le tomaría por idiota. Se quitó el abrigo, bajo el que llevaba una chaqueta corta de cuero y una camiseta. Deambuló por la habitación con el canuto que ella le había preparado, mirándola furtivamente. Ella le dejó pasear y mirarla tanto como quisiera.

Entonces Shahid se echó a reír. A Deedee quizá le extrañase su actitud, pero se limitó a ladear la cabeza con expresión divertida y curiosa.

Shahid recordó que la noche anterior, aunque no por última vez, Hat y Chad habían planeado la respuesta a un ataque de los cabezas rapadas. Chad estaba sentado en el suelo con las rodillas levantadas y las piernas abiertas. Su arsenal, un martillo y un cuchillo, yacía entre sus piernas. Tahira llevaba un rato lanzándole miradas severas. Cuando no pudo contenerse más, mientras Chad hablaba de los destrozos que causaría entre los racistas, le dijo:

– Por favor, Chad, ¿podrías cerrar las piernas?

Chad frunció el ceño, miró a Hat y se encogió de hombros.

– He observado que te gusta llevar pantalones ceñidos, Chad -prosiguió ella.

– Sí, me gusta.

– Pero las mujeres nos molestamos mucho en ocultar nuestros encantos. Sin duda te habrán comentado lo difícil que es llevar el hijab, ¿verdad? No hacen más que insultarnos y ridiculizarnos, como si nosotras fuésemos las sucias. Ayer un hombre me dijo en la calle que esto era Inglaterra, no Dubai, y trató de quitarme el pañuelo de la cabeza.

– Hermana… -dijo Chad, horrorizado.

– Vosotros, hermanos, exigís que nos cubramos, pero os volvéis extrañamente evasivos cuando se trata de vuestra ropa. ¿No podéis llevar algo más amplio?

Chad miró a Hat y, en tono socarrón, dijo que llevaba tiempo buscando unos pantalones bombachos.

– Eso ya sería algo -repuso Tahira-. Pero ¿es que no piensas dejarte barba? Fíjate en Hat, ya le está saliendo un poco de vello. Incluso a Shahid le está creciendo algo.

Hat sonreía, complacido de sí mismo.

– Mi piel necesita espacio para respirar; si no, me sale un sarpullido y me pica.

– La vanidad debería ser la última de tus preocupaciones -replicó Tahira.

Aquello remató a Chad. Se quedó allí, frotándose la barbilla y sorbiendo aire a través de los dientes, emitiendo un ruido semejante al de un tronco húmedo que se arroja al fuego. Se negó a hablar con nadie, ni siquiera con Hat.

Más tarde, cuando Shahid, Hat y Chad estaban en la cocina, Hat se volvió a Shahid y le preguntó:

– ¿Es cierto que te está creciendo algo de vello?

– Muy cierto -contestó Shahid-. ¡Y a Chad no le crece nada!

– ¡Te voy a dar yo a ti en la cara con algo de vello! -replicó Chad.

No tenía ganas de contarle esa historia a Deedee. Se había figurado que le impresionaría la labor antifascista que estaban realizando, pero cuando le describió por teléfono cómo se probaba Chad los puños de hierro y la forma en que Hat enseñaba a Riaz a blandir el machete, notó su desaprobación.

– ¿Estás pensando en tus compañeros?

– Sí.

– ¿Sabes una cosa? -dijo ella-. Ese chico al que llamas Chad…

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Antes se llamaba Trevor Buss.

– ¿Chad? No te creo. -Deedee se encogió de hombros -.¿Chad? -repitió él.

– Lo adoptó un matrimonio de blancos. La madre era racista, todo el tiempo hablaba de los paquis y de lo que había que hacer con ellos. -Deedee le tendió la botella de vino-. ¿Te apetece un trago?

– Estos días intento mantener la cabeza despejada. No pasarme de la raya.

– Chad empezó a sentir señales de alarma. Veía casas de campo y a ingleses que emanaban seguridad, que encajaban sin ningún esfuerzo en todo aquello. Ya sabes, la idea orwelliana de Inglaterra. ¿Has leído sus ensayos?

– No como es debido.

– En cualquier caso, la sensación de rechazo prácticamente le volvió locó. Quería poner bombas.

– Pero ¿por qué? ¿Por qué?

– Cuando llegó a la adolescencia vio que no tenía raíces ni vínculos con Pakistán, ni siquiera hablaba la lengua. Así que fue a clase de urdu. Pero cuando pedía la sal en Southall, todo el mundo reparaba en su acento. En Inglaterra, los blancos lo miraban como si les fuera a robar el coche o el bolso, sobre todo si iba vestido como un pelagatos. Pero en Pakistán lo miraban de una forma aún más extraña. ¿Cómo podría encajar en una teocracia del Tercer Mundo?

Hasta su padre pensaba lo mismo, quiso decir Shahid, y lo consideraba su patria. Rodeado de sus hijos y hermanos, papá lanzaba juramentos en su club de Karachi, aunque en las mesas hubiese cubiertos de plata sobre manteles almidonados y los camareros llevasen uniformes blancos y turbantes. De las paredes colgaban fotografías firmadas de Cowdrey y May, y un grabado de Jorge V dirigiéndose por radio al imperio; The Times estaba abierto en un mostrador de roble. Más allá se encontraban la galería y los «soberbios» macizos de flores, cuidados por un ejército de jardineros. Aquel local le ponía furioso: la religión metida a la fuerza por la garganta de la gente; los delincuentes, la corrupción, la censura, la pereza, la fatuidad de la prensa; los baches en las carreteras, la ausencia de carreteras, las carreteras en llamas. Allí nada estaba bien para papá. En sus momentos de mayor depresión decía que los ingleses no deberían haberse marchado.

– ¡Un país nuevo, un nuevo comienzo en 1945! -exclamaba-. ¿Cuántos pueblos han tenido esa oportunidad? ¿Por qué no podemos hacer las cosas sin torturarnos ni asesinarnos unos a otros, sin toda esta corrupción y explotación? ¿Qué es lo que nos pasa?

Alardeaba tanto de Inglaterra que uno de sus hermanos le dijo:

– ¿Qué, estás emparentado con la familia real, yaar?

Pero al marcharse tenía los ojos llenos de lágrimas, como un niño que vuelve al internado.

– Por decirlo así -prosiguió Deedee-, Trevor Buss perdió el alma en la transmutación. Incluso dijeron que quiso afiliarse al Partido Laborista en un intento de encontrar su sitio. Pero ellos eran muy racistas y él había acumulado mucha rabia. Demasiada, ¿sabes? Estaba fermentando y no podía dominarla.

– No sabía esas cosas de él -comentó Shahid, suspirando-. Ni siquiera le he hecho preguntas.

– Una vez me dijo: «No tengo hogar.» Yo le pregunté: «¿No tienes sitio donde vivir?» «No», contestó él. «No tengo patria.» «Pues no te pierdes gran cosa», le dije yo. «Pero no sé lo que es sentirse un ciudadano normal.» Trevor Buss vestía mejor que nadie y me pasó cintas que yo nunca había oído. ¿Sigue gustándole la música?

– Sí y no.

– Bebía y tomaba drogas. Un día le vi metiéndose coca en clase y lo eché. Se quedó fuera, con un zapato en equilibrio sobre la cabeza, mirando por la ventana. Era camello, siempre cargado de pasta, una bomba a punto de estallar.

– Pero no estalló, ¿verdad?

– No.

– ¿Por qué? ¿Porque conoció a Riaz?

– Quizá.

– Lo sabía -exclamó Shahid, chasqueando los dedos-. ¡Ya se podía quitar el zapato de la cabeza! ¿Y qué pasó entonces?

– Se cambió el nombre por el de Mohamed Shahabuddin Alí-Shah.

– ¡No!

– Insistía en que le llamaran por su nombre completo. Jugaba al fútbol y sus compañeros se hartaban de repetir: «Pasa el balón, Mohamed Shahabuddin Alí-Shah.» «Centra para que remate de cabeza, Mohamed Shahabuddin Alí-Shah.» Nadie se lo pasaba a él. Así que se quedó con Chad. -Deedee bebió otro trago de vino. Se estremeció-. Pero no es él quien me da miedo. No es Trevor.

– ¿Quién, entonces?

– Riaz es el peor.

– ¿Sí?

– Ya lo creo.

Por el camino, Shahid había ido pensando en Riaz. ¿No habían crecido todos en una época que admiraba a los rebeldes, a los excéntricos, a los marginados de todas clases, desde Bowie a Idol, desde Boy George a Madonna? En la adolescencia, sus amigos llevaban el pelo a lo mohicano y se agujereaban la nariz -uno incluso se atravesó la lengua-, convirtiendo sus cuerpos en un insulto. Pero rebelarse no costaba nada. Sólo los ancianos recordaban lo que había sido la «respetabilidad». Sus amigos, inclinados todas las noches sobre la mesa de billar, eran fantasmas, no de difuntos ambulantes, como ellos llamaban a los viejos, sino de nonatos.

Riaz, en cambio, en una época de arribismo y ambición, había abrazado una causa y mantenía su impopular individualidad. En el fondo era más inconformista -y sin afectación- que nadie que Shahid hubiera conocido. Si el mundo se movía en una dirección, Riaz iba en sentido contrario.

Deedee le ofreció otra vez la botella.

– Se te traba la lengua -observó Shahid, moviendo la cabeza-. ¿Por qué siempres quieres obligarme a tomar algo?

– El alcohol es uno de los grandes placeres.

– ¿Sólo se vive para el placer, entonces?

– ¿Qué otra cosa tenemos?

– No estoy seguro. Sé que sólo intentas provocarme. Pero el placer no basta, ¿verdad?

– Es un comienzo.

– ¿Y dedicarse a mejorar el mundo?

– ¿Crees que es eso lo que hace Riaz? -repuso ella, haciendo una mueca.

– En este momento está arriesgando su vida, montando guardia en el piso de una familia perseguida.

– A Riaz le echaron a patadas de la casa paterna por denunciar que su propio padre bebía alcohol. Además, le reprendía por rezar en el sofá y no de rodillas. Decía a sus amigos que si los padres pecaban, debían ser arrojados al implacable fuego del infierno.

– No esperes que me crea eso, Deedee.

– ¿Cómo?

– Riaz es una persona de lo más amable. -Antes de que ella pudiera protestar, Shahid prosiguió-: Y es un individuo que se enfrenta a toda la sociedad. Reconoce que hay que ser valiente para eso. No empieces a tomarla con él. Sólo te pregunto lo que pasó cuando conoció a Chad.

– Se hizo cargo de Trevor, y con su mezcla de amabilidad y disciplina lo metió en vereda mejor de lo que lo hubieran hecho en cualquier centro de rehabilitación.

– Eso pensaba. Sin él…

– Sí, probablemente uno u otro habría muerto.

– Y ahora el propio Chad se ocupa de la gente de una forma que ni te puedes imaginar.

– Pero ¿no te dan miedo? -inquirió ella, sin dejar de mirarlo.

– ¿Quiénes?

– Tus amigos.

– ¿Por qué tendrían que darme miedo?

– No tienen la más mínima duda.

– Algunos tienen creencias apasionadas, y están furiosos -repuso él, sacudiendo la cabeza-. Sin eso no puede hacerse nada.

– ¿Estás tú furioso, tienes creencias apasionadas?

– El caso es, Deedee -contestó Shahid, ruborizándose-, que los blancos inteligentes como tú sois demasiado cínicos. Veis lo malo que hay en todo y no dejáis títere con cabeza, pero nunca hacéis nada. ¿Por qué querríais cambiar algo cuando todo funciona ya a vuestra manera?

– No te conozco bien, Shahid, pero sólo digo que no quisiera que te pasara nada malo.

– ¿Quién iba a hacerme daño?

– Tus nuevos compañeros.

– ¡Pero si las víctimas somos nosotros! ¡Y cuando luchamos tú dices que nos excitamos por nada! ¡Te pasas el día fumando hierba y calumnias a los que realmente hacen algo!

Se quedó sentada, con los ojos bajos, como si no quisiera empeorar las cosas. Pero no se retractó.

– No sé por qué me he molestado en venir hasta aquí -dijo él.

– ¿Es que no querías verme? ¿Te he obligado yo? -inquirió ella en tono tan violento que Shahid dio un respingo. Deedee se puso en pie-. Pensé que había algo. -Cogió el bolso y empezó a guardar cosas-. Qué estúpida he sido. Eres un alumno. ¡Debo haber perdido la cabeza, coño! ¿En qué estaría pensando? Estoy desesperada, eso es. Ojalá no lo estuviera. Supongo que eso es lo que piensas de mí. -Se dio una palmada en la frente-. Quisiera olvidar todo este asunto.

– Deedee…

– ¡Olvidémoslo y volvamos a nuestra vida de antes!

Apagó la música y la calefacción, puso el tapón a la botella de vino y fregó los vasos con furia, sin dejar de sollozar, de espaldas a él. Shahid se preguntó lo que Chili, que sabía de aquellas cosas, habría hecho para arreglar la situación. El cabrón probablemente se la habría ganado con zalamerías; la lisonja era una técnica que tanto podía utilizarse con hombres como con mujeres, decía Chili. Pero siempre añadía que, si no se quería resultar rastrero, había que acertar con el punto débil.

Se acercó a ella antes de que se pusiera el abrigo y le dijo:

– Hoy estás arrebatadora, de verdad.

– ¿En serio? -repuso ella, ladeando la cabeza y sonriendo-. Gracias.

– Ha habido tantas confusiones. Hemos tenido una discusión estúpida. Había olvidado lo atractiva que eres. No te marches.

– De acuerdo.

– ¿Qué quieres hacer?

– Acostarme.

– ¿Por qué no?

– El dormitorio está ahí -indicó ella-. Y, por favor…, ¿podrías no mirarme el cuerpo?

– ¿Cómo?

– Mira a los visillos o algo así. Tú eres demasiado joven para avergonzarte de tu cuerpo. Pero he empezado a ir otra vez al gimnasio. Ah, y otra cosa.

– ¿Qué?

– No te quites la chaqueta de cuero, ¿quieres?

Más tarde, el cielo se había aclarado: era apacible y diáfano. Con los labios juntos, Shahid y Deedee habían dormitado sin llegar a caer en el sueño. Luego, sintiéndose satisfechos y audaces, se vistieron y salieron del sótano. Ahora iban abrazados, y cada vez que él se volvía para besarla -si, por ejemplo, estaban esperando a cruzar la calle-, ella se apretaba contra él, estrechándolo en sus brazos, y se fundían el uno con el otro. Habían hecho el amor; ella era su amante. Le había gustado sudar en la cama con la chaqueta de cuero; era ella quien se lo había follado, poniéndose encima, no sentada, sino tumbada con las piernas abiertas sobre las suyas, empujando sobre su picha. Él había extendido los brazos, diciendo:

– Quiero que me folles.

– No te preocupes -jadeó ella-. Déjame a mí.

En las tiendas vendían camisetas, bisutería, cinturones, bolsos, tenues pañuelos estampados de la India. En pequeños tenderetes callejeros, ex estudiantes con el pelo rosa a lo mohicano y perros mugrientos vendían paquetes de incienso y copias piratas de los Dead, Charlie Hero, Sex Pistols.

Había animación en las calles regadas. Parte del caos había desaparecido; la gente se congregaba de nuevo en torno a la estación del metro, esperando a amigos. La multitud se sentía atraída por los pubs o las brasseries estilo francés que se estaban poniendo de moda; o hacía cola para la sesión de noche de Fahrenheit 451 de Truffaut. Era raro ver a alguien de más de cuarenta años, como si hubiera un toque de queda para la gente mayor.

Shahid observaba a su amante desde el fondo de la librería, un espacioso local de dos pisos con las existencias expuestas sobre enormes mesas; en el pasado, las librerías siempre habían sido bastante sombrías. Al ver los montones de libros nuevos, a Shahid le entraron deseos de cogerlos todos, preguntándose cómo sobreviviría sin ellos. Deedee compró Rastros de carmín y él la siguió a la caja, esperando el punto de libro y la bolsa, con unos relatos de Flannery O'Connor y un par de antologías, todo comprado con el dinero que le había dado Chili.

Fueron a un pub. Las chicas llevaban minifalda o vaqueros blancos; los chicos iban con vaqueros negros o azules, con agujeros en las rodillas; algunos vestían cazadoras de cuero negras con polos negros o jerséis de cuello redondo. Había unos cuantos «siniestros» con maquillaje fúnebre que parecían fuera de lugar. Y también algunos chicos trajeados, más elegantes, que salían del trabajo y más tarde tomarían un taxi hasta el Soho para ir a L'Escargot, Alastair Little o al Neal Street Restaurant.

Muchos de ellos, explicó Deedee, eran unos gandules que pretendían escribir guiones. Pero algunos trabajaban en películas de bajo presupuesto o en musicales, y eran ayudantes de producción o montaje, extras de vídeos, directores jóvenes que, más tarde, acabarían la noche en las discotecas de moda: Moist, Future o Religión.

En un rincón había una pandilla de peor catadura, con chaquetillas de deporte con capucha y anchos vaqueros, suministrando manoseadas pastillas para fiestas particulares. Tenían cuenta de crédito con los taxis que les esperaban, ganaban mucho dinero vendiendo éxtasis. Las fiestas se celebraban en descampados de las afueras o en almacenes, bajo los puentes del ferrocarril. Deedee dijo que habría ido esa noche si no hubiera sido porque había un grupo punk asiático que no quería perderse, los Masters of Enlightenment.

Shahid se apretó contra ella. Empezaba a estar inquieta, removiéndose en el asiento, como la primera vez que hablaron en la cafetería de la Facultad. Quería hablar de su vida, pero no sabía por dónde empezar. No había tenido tiempo de digerir y examinar el pasado, había llevado una vida apresurada, los años habían pasado volando, no había descansado.

Por persistir en su actitud alborotadora, a los dieciséis años la expulsaron del colegio. Un sábado por la mañana, en vez de ir a su trabajo puso «She's Leaving Home», metió algo de ropa en una mochila y se marchó de casa para siempre.

– Pensé que, ya que estaba en ello, debía hacerlo todo de una vez, ¿sabes?

Su madre era secretaria en el Daily Express y su padre tenía una tienda polvorienta donde arreglaba radios, equipos de música y televisiones.

– No les gustaba que saliese con un bolso negro de plástico, guantes de encaje y los labios pintados de carmín. No tenían ni idea de la clase de persona que podía ser, sólo que les desagradaba cómo era.

Le gustaban la música, la ropa, los hombres, salir. Iba muy deprisa hacia… no sabía dónde. Nada la retenía; la velocidad era lo único que contaba. Frecuentaba los clubes punk; Louise's, en el Soho, donde Vivienne Westwood y Malcolm McLaren tenían su corte, y el Roxy, donde tocaban Police y Elvis Costello. Trabajó en bares, acabando en un elegante club de top-less en el West End.

– Trabajé de acompañante una temporada. -No miraba a Shahid-. Te lo cuento porque es mejor que lo sepas todo. Y ya no me importa.

– Bien.

– En aquellos días Londres estaba lleno de árabes que pensaban que les gustaban las chicas. No nos trataban mal, pero no hablaban. Siempre les preguntábamos: «¿Cómo es tu mujer?» No nos tenían gran consideración. Pasábamos la noche en sus apartamentos, metiéndonos coca y esperando a ver a cuál elegían.

– ¿Lo hacías por dinero?

– En mi mesilla de noche había montones, centenares de libras. Como con la cocaína, notas que se te escapa entre los dedos, que se te va en ropa, salir a comer, drogas. Hasta… hasta que otra de las chicas me pasó un libro de Gloria Steinem. Era el relato de cómo se convirtió en chica Playboy. Siempre me había considerado una rebelde, ¿sabes? Las chicas malas eran individualistas, destacaban. El libro me cambió las ideas. Descubrí otros y los leí, subrayando. El no ser estúpida era una especie de rebelión cotidiana. Quise unirme a un grupo de mujeres y cogí el autobús hasta Kentish Town, esperando discusiones sobre por qué los hombres eran tan imposibles. Pero aquellas mujeres ya no se planteaban eso. Eran lesbianas exclusivamente interesadas en ellas mismas. Dos de ellas trabajaban en un estúpido asilo. Aquello fue el colmo. Puse un anuncio en el Spare Rib y organicé mi propio grupo.

El día más feliz de su vida fue cuando la admitieron en la universidad.

– Mi madre me dijo: «¿Significa eso que tendremos que mantenerte?» Mi padre me dijo que una persona tan ordinaria como yo no necesitaba estudios superiores.

La universidad fue dura. Lamentaba ser mayor que los demás y, a la vez, tener menos formación académica. Nunca había hecho un trabajo escrito; las bibliotecas la dejaban narcoléptica. Vivía sola y estudiaba más que nadie, rehuyendo el contagio de la clase media: duda de sí misma, desprecio del aprendizaje, aburrimiento. Después de licenciarse, sacó una titulación en pedagogía.

– Luego me dieron el trabajo que tengo ahora. Ya llevo mucho tiempo aquí. -Lo tomó de la mano-. Este pub se está llenando de gente.

Siguieron calle arriba hasta el Underworld.

– ¿No te parece mal lo que te he contado?

– Está bien, supongo -contestó él-. Me gusta. Pero resulta confuso. Continúa.

– En la universidad me volví insociable. Un poco como tú ahora, tenía un objetivo político muy marcado. Mediados los setenta sólo vivía para el partido. Cuando no estudiaba, asistía a mitines, vendía periódicos o estaba en piquetes. Conocí a Brownlow.

– ¿Qué viste en él?

– Nos gustaban los Beatles. Teníamos en común la conversación y el activismo. Nos imaginábamos que estábamos en la Rive Gauche, reuniéndonos en los cafés con nuestros amantes, viviendo sin celos burgueses, comprometidos con el cambio personal y político. Sartre y Simone de Beauvoir tienen la culpa de muchas cosas.

Sólo se dedicaban a las tareas del partido. Formaban parte de piquetes, manifestaciones e iban a Greenham. Ni siquiera ahora sabía cómo considerar su militancia, si bien temía que, al ocuparse de los oprimidos y no del marido, su actividad política hubiese sido un mero desplazamiento de la atención.

Shahid pidió bebidas en la barra. El Underworld era un rectángulo negro de techo bajo detrás del pub, atestado de estudiantes. La cerveza parecía manar de las paredes. El cantante, un indio con gafas, estaba tan nervioso que se le cayó la guitarra al intentar empotrarla en un amplificador. El batería empezó a agitarse como una trilladora. El grupo no era muy bueno, y sonaba como una versión heavy de The Velvet Underground, sin la armonía. No es que Shahid le prestase mucha atención. Trataba de asimilar los datos de la vida de Deedee.

Al cabo de un par de canciones, Deedee se puso una pastilla en la lengua y dio otra a Shahid. Decidieron marcharse cuando al batería, en una de sus contorsiones -seguramente, como observó Deedee, porque nadie le había explicado que la batería no era un instrumento para hacer solos-, se le desprendió el turbante, que salió despedido hacia el público desplegándose como una cometa.

Se abrieron paso entre el gentío y salieron a la calle, contentos de encontrarse fuera. El aire fresco y el silencio eran un alivio. Volvieron al sótano, caminando despacio. Una vez allí, Deedee se tumbó en el suelo bajo una luz tenue y, desabrochándose la ropa, lo miró acariciarla. Le pidió que le diera masajes en los hombros, la nuca y la parte de arriba de los brazos.

– Cuando pienso en lo lejos que he llegado, me siento orgullosa de lo que he hecho. ¿Quién me ha ayudado? Algunos amigos, pero nadie en concreto. Y me alegro.

– Entonces, ¿por qué estás triste?

– ¿Lo estoy?

– Un poco.

– Sí. Me duele admitirlo. Supongo que quiero decir que el precio puede haber sido demasiado alto.

Dijo que en los años ochenta el objetivo de las mujeres, incluso de las izquierdistas, había sido el de ocupar puestos importantes, independizarse, triunfar. Pero lo habían pagado caro. Habían trabajado hasta no poder más, confiando demasiado en sus propios recursos, debiendo apoyarse a sí mismas además de a las amigas. Muchas desaprovecharon la posibilidad de tener hijos. ¿Y para qué? Al fin y al cabo, una carrera no es más que un trabajo, no la vida entera.

¡Qué poco habían disfrutado! En aquella época de la militancia, mientras el mundo permanecía inalterable -y hasta que llegaron las celebraciones del «día de la libertad»-, el placer sólo era condicional y culpable. Además, ella apenas se había movido fuera del círculo de la política; implícitamente sólo se consideraba buenas personas a aquellos que luchaban por el cambio. Los demás eran insensibles, deliberadamente ignorantes o víctimas de una falsa percepción.

– A mediados de los años setenta hubo un momento en que creímos que la historia se ponía de nuestro lado. Homosexuales, negros, mujeres se afirmaban y organizaban. Al cabo de menos de diez años, después de las Malvinas, la Plataforma Pro Desarme y la huelga de los mineros, hasta yo veía que el movimiento iba en dirección opuesta. Thatcher había concentrado la lucha. Pero ella pudo con todos. ¿Adónde nos llevaba eso?

– ¿Adónde?

– ¿Quién sabe? Pregúntale a Brownlow. Ya ha sido bastante difícil admitir la derrota y luego la incertidumbre. Ahora ni siquiera deseo estar segura de nada.

Esperaría la experiencia y el conocimiento, consciente de determinadas certidumbres concretas: sólo existía el presente, aquella noche les pertenecía, y él le gustaba.

– Me haces más feliz de lo que nadie me ha hecho desde hace siglos.

Shahid se desvistió con sólo una pizca de timidez. Deedee había dicho que le gustaba verlo desnudo mientras ella seguía vestida. Pero cuando se volvió a mirarla, vio que se había retirado un poco. Dobló la ropa y se quedó inmóvil. Ella se incorporó de pronto, pasándose la lengua por los labios. Él retrocedió.

– Me miras como si fuese un trozo de tarta. ¿En qué estás pensando?

– En que te merezco. Me dan ganas de comerte. Acércate. Ven, te digo.

Él se acercó de rodillas. Deedee le puso los labios en la oreja y le preguntó si quería que le hiciese algo. De la mano fueron otra vez al dormitorio y se tumbaron en el colchón tendido en el suelo. Había muchas cosas que quería que le hiciese. Tantas, que apenas sabía por dónde empezar; no por nada estaba prohibido lo prohibido.

– En realidad, estoy bien -dijo Shahid.

Ella sabía insistir. Desde el momento en que lo conoció, quería verlo con maquillaje; estaba segura de que le sentaría muy bien.

– ¿Ahora?

– Sólo existe el ahora.

Sin duda su destino no sería, aún, parecerse a Barbara Cartland, ¿verdad? Entonces recordó su primera noche, en la que «sí» era mejor palabra que «no». ¿Por qué tener miedo? Vivir, si se podía, aquí, esta noche. Esta noche era la eternidad. ¿Acaso ignoraba lo mucho que debía confiar en ella? Tenía que hacerlo. Ah, sí.

Ella fue al otro extremo de la habitación y puso «Vogue», de Madonna. Madonna preguntaba: «¿Qué estás mirando?» Le encantaba aquella canción. Deedee cogió su bolso y lo extendió todo sobre una toalla blanca. Shahid se sentó a su lado. Ella canturreaba mientras se dedicaba afanosamente a pintarle los labios, los ojos, a darle rímel en las pestañas, colorete en las mejillas. Le cardó el pelo. Eso le inquietó; era como si estuviera perdiendo su identidad. ¿Qué estaba viendo ella?

Ella sabía lo que quería; Shahid le permitió llevar la situación; era un alivio. Deedee no le dejaba mirarse al espejo todavía, pero a él le gustaba la sensación de su nueva cara femenina. Podía adoptar una actitud recatada, provocativa, juguetona, de estrella; desapareció una carga, le habían quitado cierta responsabilidad. No era él quien debía tomar la iniciativa. Incluso se preguntó cómo sería salir disfrazado de mujer y que lo mirasen de otra manera.

Ella se movió a su alrededor para observarlo, diciéndole que volviera la cabeza a un lado y a otro, que colocara los brazos así o asá, que hiciera esto o lo otro. Era más fácil no resistirse, incluso cuando le obligó a andar de puntillas como una modelo. Lejos de sentirse cohibido, caminó como en una especie de danza, balanceando las caderas y los brazos, echando la cabeza atrás, haciendo pucheros, separando bien las piernas, mostrándole la minga y el culo. Mientras él evolucionaba, ella asentía con la cabeza, sonriendo y suspirando.

Él hizo una reverencia, cogió una naranja del frutero que había junto a la cama y empezó a pelarla.

– ¿Me toca? -inquirió ella.

Él afirmó con un gesto.

Deedee se dirigió al armario. Cogería algunas cosas que pudieran gustarle. En la postura de una ayudante de prestidigitador, eligió unas medias y un amplio sombrero de paja con una banda de seda roja. Se sentó en la cama para ponérselo. Luego desplegó violentamente un condón, se lo enrolló en un dedo y lo untó de vaselina.

– Siempre pienso en ti de esta forma, sobre todo cuando das clase -dijo él.

– No te apures. A veces, cuando vuelvo a casa de trabajar y me apetece una orgía relajante, esto es lo que hago, antes de cenar. Miro fotografías, también. O leo.

– ¿Qué cosas?

– Crash. ¿La conoces? La historia de O también es un buen libro para leer con una sola mano. Se pasan horas preparándola, erizándole los pezones. Lleva zapatos de ante negro con tacones y plataforma, guantes, pieles y seda. Cuando se convierte en su esclava y la azotan, dice: «Seré lo que queráis que sea.» Su mayor vergüenza es cuando la obligan a masturbarse delante de ellos. Estoy pensando en recopilar una lista de pajas literarias para mis alumnos.

– ¿Cómo pasas las páginas?

– Qué tonto eres.

Le invitó a mirar mientras levantaba una pierna y hundía el dedo en el músculo del ano hasta hacerlo desaparecer.

– Mira -ordenó ella.

Con los dedos separados le enseñó el coño. Él cogió la vela y, acercándola, atisbó en su interior. Estaba encantado: la droga, que daba un tono pálido a su sonriente rostro, la presentaba en una perspectiva de revista; sin degradarse, se estaba convirtiendo en pornografía.

Arrobado, contuvo el aliento mientras Deedee cogía un tubo de desodorante y se introducía la parte superior en la vagina. ¿Había visto Riaz algo así? ¿Le apetecería verlo, secretamente? Deedee quizá pudiera hacerle una demostración, para que viese el carácter humano de todo aquello.

En el estómago de Deedee la carne formaba pliegues como dedos. Cayó de rodillas y se masturbó con diligencia y concentración, arqueando la mano entre las piernas. En seguida empezó a jadear, pasándose los dedos del coño a los pezones, con aureolas semejantes a pétalos de rosa. Él se puso de rodillas y se escupió en la mano; frente a frente, se masturbaron juntos y al correrse, simultáneamente, se derrumbaron riendo.

Ella se echó en el suelo y dormitó, como desvanecida.

Él se tendió y soñó. No podía dejar de pensar en algo que unos días atrás había dicho Riaz. De pasada, Hat declaró que había que decapitar a los homosexuales, aunque primero debería ofrecérseles la opción del matrimonio. Aquello interesó a Riaz, que dijo que Dios condenaría a los homosexuales al infierno, donde se les abrasaría la piel y les volvería a salir otra nueva, lo que se repetiría durante toda la eternidad.

– Si alguna vez os habéis quemado en la lumbre, sabréis lo que quiero decir. Imaginaos eso un millón de veces.

El odio de Riaz había sido sereno, muy seguro. Shahid quiso contárselo a Deedee, pero no quiso distraerla. Pero ¿no era Riaz su amigo? Ojalá pudiera comprender de dónde le venían aquellas ideas.

Más tarde, adormilados y ausentes, Deedee y él charlaron un poco, murmurando lo mucho que les gustaba mirarse en clase. Tras escribirle la nota en que le invitaba a su casa, le costó trabajo colocársela en el pupitre de la biblioteca. La retiró, volvió a colocarla y salió a toda prisa de la Facultad, imaginando que todo el mundo percibía su desconcierto y agitación. Una vez en casa, se sintió como una quinceañera, mirando por la ventana, pensando vendrá o no, qué es lo que he hecho, creerá que estoy loca. Nunca había tomado la iniciativa de aquel modo, al menos con un alumno. Cuando salieron, estaba tan nerviosa que, sin saber por qué, tuvo que colocarse. Al final, cuando se separaron, hizo dar media vuelta al taxi y volvió. Recorrió la calle varias veces, pero fue incapaz de recordar dónde vivía.

Volvió a dormirse, quedándose quieta a su lado con las piernas encogidas, chupándose el dedo.

Ahora, viéndola dormir, sintió, cerrando los ojos, que en aquella intimidad -guardada bajo el edredón- era un entrometido. Al mismo tiempo comprendió, tranquilizándose, que no podía sentirse aversión por alguien a quien se ha visto dormido.

La besó y la dejó dormir. Por la mañana Deedee llamó a la puerta del baño. Él estaba tumbado en la bañera con un café apoyado sobre los grifos y una toallita en la cara. Del piso de arriba se oía una pieza para violín de Bach.

Deedee se remangó. Lo enjabonó y le lavó la cara, detrás de las orejas, entre las piernas, por todas partes, echándole agua en el pelo con una jarra, deteniéndose sólo para besarle el cuello, el interior de las muñecas, las axilas.

Lo ayudó a salir, cogió toallas de los radiadores, le frotó y le envolvió bien. Lo hizo sentarse al borde de la bañera y le puso una camiseta. Luego, arrodillándose, le secó las piernas y le hizo una mamada. Él jamás había conocido unos labios que dieran esa impresión de sorberle el alma por la punta de la picha.

No le parecía bien limitarse a recibir. Ella dijo que no se preocupase, le gustaba complacerle de aquel modo, tenía mucha práctica. En aquel momento estaba satisfecha, no necesitaba nada. Cuando sintiera deseos de algo, se lo pediría.

Se situó desnuda frente al espejo, mojó una toallita y se lavó. Él cogió la ropa que ella había preparado y la ayudó a vestirse.

– He mirado en la nevera. No hay nada de comer. ¿Salimos a desayunar?

Eso era un lujo para él: por la mañana siempre había prisa y ajetreo.

Era un día frío, pero claro y brillante, que confirmaba su estado de ánimo. Deedee se puso gafas de sol y lo tomó del brazo. El local que escogió estaba cerca. La camarera la conocía, porque a Deedee le gustaba leer allí antes de ir a la Facultad y le hablaba de las discotecas y bares que frecuentaba. El ambiente era suficientemente cálido, y allí mismo elaboraban las baguettes y los croissants en hornos de acero. El olor les dio más hambre.

Se guardaron los guantes en el bolsillo y colgaron abrigos y bufandas junto al mostrador. Los pocos estudiantes, actores y amantes que había no llenaban el café. Deedee eligió una mesa con un mantel a cuadros rojos frente a la ventana, con vistas a la calle. Había carteles de teatro, la música era de Verdi, las camareras eran actrices y no tenían prisa; incluso les llevaron los periódicos.

Deedee pidió café y, cuando volvió la camarera, estudiaron la carta. Le dijeron que esperase y pidieron en seguida. Las tostadas venían calientes, envueltas en una servilleta: el pan era bueno y las rebanadas no eran demasiado finas. La confitura y la mermelada, servidas en tarritos, eran excelentes. Comieron deprisa, sin hablar mucho, aunque él notó que Deedee lo miraba con cariño pero también como si estuviera tramando algo. Después, ella sugirió que comiesen algo más, huevos revueltos, quizá, y chocolate con nata montada. Lo comentaron preguntándose si estaban demasido gordos, ambos negándolo del otro y palmeándose el vientre.

Estaban más cohibidos que antes. A Deedee le habían salido ronchas en las mejillas; no hacía más que volver la cabeza, la exasperaba.

– Quería estar guapa para ti -le dijo-. Es un verdadero fastidio. No puedo mirarme al espejo, no sé…

Había mucho que discutir de los periódicos y, cuando decidieron pedir pain au chocolat y capuccino y ambos se desabrocharon los pantalones, fumaron. Entraba y salía gente, pero él era el único de piel oscura. Lo mismo pasaba en casi todos los sitios a los que iban.

Deedee miró a la calle y dijo que Londres seguía gustándole. Si le dieran a elegir -no es que tuviese otra elección-, le parecía que no podría vivir en ningún otro sitio: las calles no eran tan angostas ni cerradas como en París o Roma, ni tan peligrosas como en Nueva York; normalmente se podía ver el cielo.

Había hecho autoestop por toda Europa con una mochila, y lo echaba de menos. Dijo que quería ir a Barcelona y ver el Barrio Chino de Jean Genet; Shahid podía conseguir billetes baratos a través de su madre. Se llevarían camisetas, vaqueros y un montón de libros; se dedicarían resueltamente al calor y la indolencia, y no importaría nada salvo lo que pasase en el día. Pese a Londres, las cosas podían resultar mezquinas en Inglaterra. Daban ganas de extender los brazos y abrirlo todo; había que alejarse de la triste monotonía del lugar, la decadencia, las minucias y la inercia de la política, la falta de optimismo en todas partes.

La idea de marcharse los animó. Se quedaron allí bebiendo coñac hasta que las camareras empezaron a poner las mesas para la comida.

Al salir a la calle ella lo cogió del brazo, pero no fue suficiente: él la besó hasta que les silbaron y estuvieron a punto de caerse. Ella tenía el día libre, no quería volver a trabajar más, la Facultad la asfixiaba. En la mejor disposición de ánimo, ahora que habían comido, caminaron a la ventura, pensando qué otra cosa podía distraerles, como si Londres sólo existiese para complacerlos.

Se probaron ropa y joyas, ella quiso comprarle unas botas. Pero aunque le gustaban, él no lo consintió y ella cedió. Deedee le indicó casas que le gustaban del vecindario; examinaron la enseña comercial de una antigua carnicería. En recuerdo de los viejos tiempos, ella compró unas grabaciones piratas de Dylan a un chico que las vendía en una caja frente a la boca del metro. Finalmente lo llevó a un pub a tomar un vodka al limón. Se quedaron en la barra y se bebieron tres copas de golpe, haciendo una pausa entre cada una y mirándose jadeantes después.

Lo único que podían hacer era volver al sótano, echar las cortinas y desnudarse el uno al otro. El tenía ganas de follársela de nuevo, ahora más que antes. Tras la segunda ocasión, con el miedo ya vencido, cada vez era mejor.

Mientras ella dormitaba, él se quedó sentado en la cama, bebiendo vino rancio de la noche anterior y leyendo un relato de García Márquez. Pensó en Chili y escribió una nota sobre él en el cuaderno. Al cabo de un tiempo, sin saber si era de día o de noche, la besó y se puso la camiseta. Trató de ponerse los pantalones sin despertarla.

Ella abrió los ojos y le preguntó por qué se marchaba.

Shahid no quería separarse de ella. Tampoco era necesario, era libre, eso ya lo sabía. Pero cuando ella le preguntó si le apetecía ver la última de Woody Allen en el Gate, él contestó que tenía que irse a casa a estudiar. Deedee repuso que podía estudiar con ella. No, dijo él, hoy no, tenía cosas que hacer.

Ella le lanzó una mirada inquisitiva. Pero él no quería estar sujeto a sus planes, como si lo hubieran contratado para un empleo cuyas condiciones ella ya hubiese fijado. Deedee no discutió. Ahora que las cosas iban bien entre los dos, se alegraba de quedarse sola; el resto del día sería maravilloso.

Se vistió y lo acompañó a la estación. Se quedó en el andén agitando la mano, mirándolo hasta que el metro desapareció en el túnel.

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