9

Aparcaron, se bajaron y echaron a andar tras el conductor, que caminaba arrastrando los pies y se había pasado una bufanda por el mentón anudándosela en la cabeza, como si le dolieran las muelas.

Un cielo sombrío, senderos empañados de niebla y maleza seca fusionaban los edificios. Algunos arbolitos, envueltos en tela metálica, estaban tronchados, como si fueran un insulto. Había pintadas en los muros, pero sólo clichés, nada nuevo que decir, aparte de una extraña leyenda en letras doradas y plateadas de cuarenta centímetros: «Comeos al Cerdo.»

Las farolas daban poca luz. Las sombras avanzaban al paso del grupo, como siluetas a caballo. Alarmas de coches rompían el silencio. Se oyó a un hombre que corría, seguido de otro, y gritos. El grupo se irguió y esperó como un solo hombre, previendo un ataque. Estaban preparados; en realidad, querían, reclamaban confrontación. Pero pasó el momento. Prosiguió el amenazador silencio.

Los chicos embozados y las jóvenes encapuchadas fueron conducidos a un chirriante ascensor. Avanzaron luego entre corredores que resultaban espectrales por el reflejo de altos muros de hormigón. Caminaban dificultosamente por un estrecho pasaje cuando Shahid reconoció los quejumbrosos metales de «Try a Little Tenderness», que se oía por una ventana abierta. Chad también lo oyó y se detuvo en seco. Tariq chocó con él y Tahira pisó a Hat, manchándole las blancas zapatillas de deporte. El taxista continuó la marcha y desapareció al torcer la esquina.

Chad se agachó a atarse los cordones de los zapatos, dos veces, mientras duró la música. Al incorporarse vio que Shahid le estaba mirando. Chad tenía los ojos húmedos. Shahid sintió deseos de abrazarlo, pero siguió andando.

Llegaron frente al piso de una familia bengalí que había asistido a las «consultas» de Riaz. El cabeza de familia era el hombre que Shahid había visto en la habitación de Riaz.

Durante meses, la familia había sido acosada -miradas de desprecio, escupitajos, apelativos de «basura paqui»- y atacada finalmente. Al marido le habían roto una botella en la cabeza y enviado al hospital. A la mujer le habían dado puñetazos. Habían introducido cerillas encendidas por el buzón de la puerta. El timbre sonaba a cada momento y los autores amenazaban con volver para asesinar a los niños. Chad suponía que no eran cabezas rapadas, neofascistas. Aquellos fanfarrones no participaban en vejaciones de poca monta. Se trataba de gamberros de doce o trece años.

A través de George Rugman Rudder, su contacto en el ayuntamiento, Riaz había conseguido que la familia pudiera mudarse a una barriada bengalí, pero el traslado no era inmediato. De manera que Riaz tomó medidas. Hasta que la familia se mudara, montaría guardia en el piso y perseguiría a los culpables junto con Hat, Chad, Shahid y otros chicos y chicas de la universidad.

El taxista susurró por la ranura del buzón y, tras el resonar de muchos cerrojos, la mujer abrió la puerta. El piso, con sus destartalados muebles, ventanas reforzadas y sus vistas sobre la ciudad color malva, estaba iluminado únicamente por el aparato de televisión y una lámpara tamizada. La mujer quería hacer creer a sus enemigos que la familia había huido.

Los cuatro niños, pequeños, no estaban asustados, sino contentos; habían tomado cariño a Chad, quien al entrar se vació los bolsillos y les dio caramelos y monedas que sus diminutas manos eran incapaces de abarcar.

– ¿Qué te ocurre, Chad? -le preguntó Shahid.

– Me conmueve el sufrimiento de mi pueblo -logró articular-. No puedo remediarlo.

– Si sigues gimoteando, la mujer no va a tener mucha confianza en nosotros.

– Tienes razón. -Se sonó la nariz-. Eres testarudo, pero a veces dices cosas sensatas.

Hat volcó la bolsa verde y, resonando, cayeron de ella bates de criquet, porras, puños de hierro, cuchillos de trinchar y hachas: la aportación del carnicero.

– ¿Has manejado armas alguna vez? -inquirió Chad.

– No -contestó Shahid-. No puedo decir que sí. ¿Y tú?

– Sí. Te enseñaré.

Mientras Chad le mostraba entusiasmado la mejor manera de manejar una cuchilla de carnicero, Hat examinaba la distribución de entradas, salidas y conexiones vulnerables del piso, como un policía de la televisión. Entonces, ante el asombro de Chad y las risitas de Tahira, sacó las cosas del neceser que su madre le había preparado, colocando el cepillo de dientes y la seda dental en el baño y colgando la gorra roja de béisbol en el vestíbulo.

Entretanto, Tahira le organizaba una pequeña zona de estudio en un rincón del cuarto.

– Hat siempre está estudiando -explicó Chad, sin quitarle ojo-. Es listo, y su padre le aprieta mucho para que sea contable.

– ¿No es su padre el dueño del restaurante que le gusta a Riaz?

– Sí -repuso Chad en tono sombrío-. Aunque nosotros no le caemos bien. Cree que somos un obstáculo para la carrera de Hat. Pero no es así. Nosotros sólo decimos que los contables tienen que tratar con muchas mujeres. Y estrecharles la mano. Además, parece que deben ingerir alcohol todos los días y participar en asuntos de cobro de intereses. No estamos seguros de que Hat encaje en todo eso, ¿comprendes?

Shahid se disponía a descolgar el teléfono del vestíbulo para llamar a Deedee cuando Riaz anunció que era el momento de la oración.

En Karachi, instado por sus primos, Shahid había asistido varias veces a la mezquita. Mientras sus padres bebían whisky de garrafón y veían vídeos enviados de Inglaterra, los jóvenes parientes de Shahid y sus amigos se reunían los viernes en la casa antes de ir a rezar. El entusiasmo religioso de la nueva generación, y sus vínculos con un acusado sentimiento político, le habían sorprendido. Una vez, Shahid mostraba a una de sus primas unas posturas de yoga cuando el hermano intervino bruscamente, forzando a la chica a separar los tobillos de las orejas. El yoga le recordaba a «esos puñeteros hindúes». Aquel primo también se negaba a hablar inglés, aunque era la primera lengua de su familia, y la más común; afirmaba que la generación de papá, con su acento inglés, títulos extranjeros y esnobismo británico, consideraba inferior a su propio pueblo. Tenían que obligarlos a ir al campo a vivir con los campesinos, como hizo Gandhi.

En casa, cuando le preguntaban por su fe, papá solía decir:

– Sí, practico una religión. ¡La de trabajar hasta que me duele el culo!

Shahid y Chili habían recibido poca instrucción religiosa. Y en las ocasiones en que Tipoo rezaba en la casa, papá refunfuñaba y se quejaba de que hiciese aquellos ruidos durante la emisión de su programa preferido, El mundo en guerra.

Ahora, sin embargo, Shahid temía que su ignorancia le situara en tierra de nadie. Actualmente, todo el mundo insistía en afirmar su identidad, de hombre, mujer, homosexual, negro, judío, enarbolando cualquier rasgo distintivo que pudiera reclamar, como si la calidad de ser humano se perdiera al no llevar una etiqueta. Shahid también quería ser aceptado entre su pueblo; pero antes tenía que conocerlo, su pasado y sus esperanzas. Afortunadamente, Hat le había servido de gran ayuda. En varias ocasiones había interrumpido sus estudios para ir de visita a la habitación de Shahid; sentado a su lado, le explicaba durante horas episodios de la historia del islam, junto con sus creencias fundamentales. Luego, dejando libre un espacio en el suelo, le enseñaba lo que debía hacer.

Shahid no sabía en qué pensar mientras rezaba, desconocía la asociación mental que debían suscitar aquellos actos. Así, de rodillas, celebraba la sustancialidad del mundo, el hecho de la existencia, el inexplicable fenómeno de la vida, el humor, el arte y hasta el amor, en un lenguaje de murmullos que en sí mismo era otro milagro sagrado. Acompañaba esa reverencia y estupefacción con música adecuada, el «Himno a la alegría» de la Novena de Beethoven, por ejemplo, que canturreaba de forma inaudible.

Aquella noche, el grupo comió en el suelo, como una partida de guerrilleros. Se habían llevado trabajo de la universidad; pero habían hecho un largo camino, estaban excitados, había que vengar muchas cosas: no abrieron los libros.

Alrededor de las once llamaron a la puerta.

Armados, se levantaron todos, incluidas Tahira y Nina. Riaz se irguió sobre sus pies de paloma esgrimiendo con esfuerzo una especie de cimitarra, apenas capaz de elevarla por encima del hombro y mucho menos de partir el cráneo con ella a un cabeza rapada. Chad ya estaba en el vestíbulo, frente a la puerta. Era como un oso, pero se movía con rapidez. Se remangó resueltamente, descubriendo sus gruesos brazos. Antes de quitar la barrera de la entrada, se inclinó a escuchar una voz a través de la puerta.

Para sorpresa de todos, Brownlow apareció en el cuarto de estar, no sólo con sandalias y calcetines blancos, sino hablando con claridad. Le brillaba la huesuda frente. A Shahid le sorprendió su palidez, como la de la televisión cuando a alguien se le olvida dar al botón del color.

– ¡Camaradas!

Menos Riaz, todos volvieron a sentarse, aliviados, decepcionados.

– ¡Buenas noches, camaradas! -declaró Brownlow-. ¿Alguna señal de esos dementes?

– Hasta tu llegada, ninguna -murmuró Shahid; los demás sonrieron.

– Todavía no -dijo Riaz, acercándose a él-. Pero sabemos que estamos rodeados de gente inmoral. Nos alegramos mucho, doctor Brownlow, de que recibiera el recado y pudiera prestarnos su apoyo.

Brownlow abrió los brazos con gesto expansivo, como si quisiera abarcarlos a todos. Estaban combatiendo en la misma trinchera.

– ¡Horrendo… este barrio! ¡Lo que han hecho a esta gente! Crímenes contra la humanidad. Es importante visitar los páramos de vez en cuando. Por si olvidamos. Al verlos se entienden muchas cosas. Está claro, no me sorprende…

Al fin revelada, la voz de Brownlow era sonora, capaz de parar un taxi al otro lado de Knightsbridge, poner en fuga a camareros como perros fustigados y sofocar al instante rebeliones en las colonias sin esforzarse. Ya fuera con ladridos, balbuceos, bocinazos u órdenes, el ejército, la City, el campo e Inglaterra habían almibarado la rotundidad de cada sílaba. El pobre Andrew hablaba desde el punto de vista que más odiaba. El día que llegara la revolución, su primera tarea consistiría en arrancarse la lengua.

– ¿Cómo dice? -inquirió Riaz, divertido, mirándolo con cierta vehemencia.

Riaz siempre se mostraba cortés con Andrew, le llamaba doctor Brownlow y no le soltaba la mano, dándole afectuosos golpecitos como el dueño de un restaurante indio al recibir al alcalde. Pero al mismo tiempo, Shahid ya se había dado cuenta de que le gustaba adoptar una posición dominante. La pregunta, pues, suponía cierto desafío. El grupo estaba atento.

– ¿Qué es lo que no le sorprende, doctor Brownlow, amigo mío?

Pero Brownlow miraba a Tahira con evidente lujuria; casi estaba jadeando. Debía de haber pasado horas en algún local público. Chad también se dio cuenta y, dando un paso atrás, se apartó como de un soplete. Tahira hizo una mueca, pellizcándose la punta de la nariz.

Shahid se inquietó. Brownlow, que parecía animado, era capaz de mencionar que lo había visto en casa de Deedee.

– No me sorprende que sean violentos -contestó Brownlow-. Este sitio. Vivir en esta fealdad. He estado metido un par de horas en el Hades, sabe usted, perdido en las aguas sucias. He visto perros gigantescos, verdaderos muros de las lamentaciones, silos de miseria. Pocilgas. Campos de cultivo del asco, estos barrios, para los niños. ¡Ja! Y antipatía racial que infecta a todo el mundo, que se transmite como el sida.

Riaz siguió observándolo y, como decía Chad, cuando el hermano miraba a alguien, ese alguien sentía su mirada. Riaz avanzó unos pasos; se veía venir un discurso.

– Pues yo podría tomar cariño a este barrio -empezó a decir.

– Exacto -gruñó Chad-. Acaban de restaurarlo.

Brownlow intuyó una trampa y se quedó perplejo.

– Continúe -dijo.

– ¡Le diré una cosa, mañana mismo me cambiaría por cualquiera de estos afortunados cabrones! ¡Mañana mismo! -Riaz alzaba la voz cada vez más-. ¡Mire qué bien alimentados deben estar… están tan gordos que casi no pueden levantar el culazo de la tele! -Menos Brownlow, todos soltaron una carcajada-. ¡Tienen vivienda, electricidad, calefacción, televisión, neveras, hospitales a mano! Pueden votar, participar en política o en lo que sea. Son unos verdaderos privilegiados, ¿no le parece?

– Esta gente no puede enfrentarse a las autoridades municipales -aseguró Brownlow-. Están indefensos. Mal alimentados. Sin educación y sin empleo. De la esperanza no salen puestos de trabajo.

– ¿Y cree que nuestros hermanos del Tercer Mundo -prosiguió Riaz-, como suele denominar a casi todos los que son diferentes de usted, tienen una mínima parte de esto? ¿Acaso hay electricidad en nuestras aldeas? ¿Ha visto alguna vez una aldea?

– Y no se refiere a Gloucestershire -murmuró Chad.

– En Soweto -contestó Brownlow-. Tres meses viviendo con el pueblo.

– Entonces sabrá -repuso Riaz- que lo que acabo de enumerar serían lujos de James Bond para la gente de allí. ¡Sueñan con tener frigoríficos, televisores, cocinas! ¿Y son racistas cabezas rapadas, ladrones de coches, violadores? ¿Han deseado dominar al resto del mundo? ¡No, son humildes, buenos, gente trabajadora que ama a Alá!

Shahid y los hermanos asintieron con murmullos. Brownlow debió de lamentar el momento en que recuperó el habla. Era sensible y, con su fe en la liberación, debió de resultarle penoso aceptar aquello de un hombre cuya causa apoyaba.

Hizo una mueca.

Shahid se preguntó si los demás estaban tan perplejos como él. Ahí tenían a alguien con educación, privilegios y estudios superiores; sus antepasados habían dado la vuelta al globo, dominándolo. Shahid esperaba algo más de todo aquello. Al mismo tiempo, los otros y él no podían dejar de sentirse halagados. Sus antiguos dominadores, que seguían tratándolos de forma condescendiente y desdeñosa, no eran dioses. Educados para dominar, para dirigir, ahora sólo eran otra minoría. Se lo había explicado Deedee: «A los siete años los mandan al colegio, donde les hacen algo horrible. De eso no se recuperan nunca.»

Riaz le indicó educadamente que se sentaran juntos, a un lado. Sadiq les pondría una alfombra persa limpia y les traería una jarra de agua y vasos. Así discutirían cómodamente.

Todo el mundo se tranquilizó.

Shahid aprovechó la ocasión para sacar una novela. Aquel día no había leído nada, y echaba de menos la soledad de la concentración. Pero en el momento en que sacaba el libro de la bolsa, intuyó que en cierto modo los demás no aprobarían que leyera en la noche de guardia.

En cambio se aproximó a Brownlow y a Riaz, cuando reanudaban la conversación. En la universidad o en la mezquita, cuando Riaz hablaba no había debate, sólo preguntas formuladas en voz queda. Al final, el grupo le daba palmadas en la espalda, felicitándolo y alejando a los entusiastas.

Shahid notó que había pasado el momento de interrogar a Riaz sobre los principios fundamentales. Su falta de fe le producía ansiedad. Observando la mezquita, donde todo lo que veía eran cosas sólidas, materiales, y mirando la hilera de hermanos cuyos rostros traslucían espiritualidad, se sentía un fracasado. Pero temía que las preguntas le expusieran a cierta clase de sospecha. Al menos podía discutir sus dudas con Hat, quien le decía: «No te preocupes, déjalo.» Y cuando se tranquilizaba, Shahid comprendía que la fe, como el amor o la capacidad creadora, era independiente de la voluntad. Se trataba de una aventura del conocimiento. Debía seguir las indicaciones y tener paciencia. Sin duda, la comprensión vendría después; sería un bienaventurado.

Pero Brownlow, sentado ahora frente a Riaz con las piernas cruzadas, reabría la llaga de la incertidumbre.

– En mi vida adulta -decía, dirigiéndose tanto a Riaz como a Shahid-, en muchas ocasiones he deseado, a veces desesperadamente, tener un sentimiento religioso. Pero a los catorce años leí a Bertrand Russell. Supongo que lo conoces, ¿verdad?

– Un poco -admitió Shahid.

Brownlow removió en las sandalias los húmedos dedos de los pies.

– ¿Deedee te ha hablado de él? ¿O sólo te hace ver vídeos de Prince?

– Es buena profesora.

Brownlow emitió un gruñido y prosiguió:

– Russell pone en su sitio a la divinidad, ¿eh? Dice que si Dios existiera, sería un idiota. Ja, ja, ja! También dijo textualmente: «Toda la concepción de Dios se deriva de los antiguos despotismos orientales.» Bueno, ¿eh? Desde entonces… yo… frecuentemente me he sentido abandonado en el mundo. El ateísmo puede producir una angustia tremenda, como bien sabéis. Eso de tener que dar sentido al universo. Sería maravilloso creer que después de morir de cáncer en seguida se disfruta -quiero decir, se goza-de uvas, melones y vírgenes en el paraíso. El paraíso es como Venecia. Sin los malos olores ni las tempranas horas de cierre. El cielo es sin duda, como dijo alguien, el invento más fácil del hombre.

Shahid intentó sonreír. Le apetecía una copa. No sabía qué le había dado aquella sed repentina: si el miedo o la compañía. La mención del paraíso, probablemente.

Brownlow se estaba animando.

– Maravilloso arrodillarse. Existir en un reino imaginario dirigido por seres imaginarios. Maravilloso tener todas las normas de conducta dictadas desde lo alto. Qué comer. Cómo limpiarse el trasero. -Tenía ahora los arracimados dedos a unos centímetros de la nariz de Riaz, como si fuera a arrancársela y a limpiarse el culo con ella-. ¡Qué aberrante! Ser esclavo de la superstición.

Shahid dio un respingo. ¡Brownlow estaba llamando esclavo de la superstición a Riaz! ¡Nadie le hablaba así! ¿Cómo reaccionaría?

– ¡Realismo mágico en cuentos de siglos remotos! -prosiguió Brownlow-. Servidumbre…, seguro que reconoce la servidumbre, ¿no? ¿Es que algunos débiles de corazón no preferimos eso al libre albedrío? Abusar de la dependencia infantil, ¿no es eso? ¿Comprende?

Quizá fuesen los vapores alcohólicos que emanaba Brownlow lo que hacía ansiar a Shahid la oscuridad de un pub. Una pinta de Speckled Hen, Southern Comfort, Heineken, Tennents, Guinness, Becks, Pils, Bud…, ¡Qué nombres tan encantadores, como de poetas! Tenía la boca seca.

Pero Shahid luchó contra la tentación. No quería que el deseo lo arrastrase de acá para allá. Los excesos y el egoísmo de Chili, por ejemplo, le repugnaban. Pero las imágenes de la mujer de Brownlow seguían tentándole. En aquel momento le hubiera gustado tocarle la bien formada pantorrilla, apretarle la rodilla, meterle la mano entre los muslos y deslizaría suavemente hacia dentro.

– Desde luego -decía Brownlow-, el acto de creer…

– ¿Creer en contraposición a qué?

Riaz no se había desconcertado por el contraataque de Brownlow, sino que mantenía la confianza del jugador de ajedrez que piensa con anticipación en los siguientes movimientos.

– En contraposición al acto de pensar. Pensar sin prejuicios ni ideas preconcebidas. Sí, la tensión de creer algo que no puede demostrarse ni explicarse con un sentido lógico sin duda debe ser, para una persona inteligente como usted… debe ser… es… -Brownlow buscaba el calificativo menos tendencioso-. ¡Deshonesto! Sí. ¡Deshonesto!

Brownlow estaba incontenible aquella noche.

Shahid estudió la sonrisa que tan a menudo aparecía en el rostro de Riaz. Se estaba quedando calvo, tenía una verruga en el mentón y otra en la mejilla; a veces olía a sudor. Shahid daba por sentado que su sonrisa indicaba alegría, amor a la humanidad, paciencia. Pero, observándola con atención, era desdeñosa. Riaz no sólo pensaba que Brownlow era imbécil, sino que además lo consideraba despreciable.

– Las personas deben elegir por sí mismas entre el bien y el mal -afirmó Brownlow.

Riaz soltó una carcajada.

– ¡El hombre es la última persona a quien yo confiaría esa tarea!

Shahid se puso en pie.

Preguntaría a Chad si podía salir a dar un paseo. Llamaría a Deedee desde la calle. Ahora sólo quería oír su voz. Pero ¿y si Chad no se lo permitía, cosa harto probable? Entonces estaba apañado. Deedee creería que la había dejado plantada.

¿Por qué debía temer a Chad? Chad había sentido cumbres inolvidables, y ahora se imponía a sí mismo una permanente coerción. No era de extrañar que estuviese molesto y furioso; la realidad tenía que decepcionarle a cada momento. En el fondo sólo era un hermano más, aunque necesitaba comprensión. Shahid tenía que valerse por sí mismo.

– Disculpe, por favor -decía Riaz a Brownlow-, pero es usted un poco arrogante. -Brownlow emitió una risita. Estaba disfrutando de la discusión-. Sus creencias liberales son propias de una minoría que vive en el norte de Europa. Sin embargo, da por hecha su superioridad moral sobre el resto de la humanidad. Pretenden ustedes dominar a los demás con su moralidad particular que, como muy bien sabe, ha ido de la mano con el imperialismo fascista. -Riaz se inclinó hacia Brownlow-. Por eso tenemos que guardarnos del ambiente intelectual, tan hipócrita y presuntuoso, de la civilización occidental.

Brownlow se enjugó el sudor de la frente y sonrió. Su mirada se dispersó. No sabía por dónde empezar. Respiró hondo.

– Desprecia ese ambiente. Y con razón. Pero esta civilización también nos ha traído…

– Díganos qué nos ha traído, doctor Brownlow -le interrumpió Shahid.

– Bien, Tariq. Un estudiante con curiosidad. Veamos. -Contó con los dedos- Literatura, pintura, arquitectura, psicoanálisis, ciencia, periodismo, música, cultura, política estable, deporte organizado…, a escala bastante elevada. Y todo esto ha ido de la mano de algo significativo: el análisis crítico sobre la naturaleza de la verdad. Es decir: prueba y demostración.

– ¿Como la famosa dialéctica de Marx, quiere decir? -preguntó Riaz, en tono malicioso.

Brownlow se quedó un momento callado.

– Y preguntas inexorables. Sin vacilar. Preguntas e ideas. Las ideas son enemigas de la religión.

– Tanto peor para las ideas -replicó Riaz, con un bufido.

Brownlow y Shahid se le quedaron mirando. Era una discusión en la que Shahid no se consideraba en condiciones de participar. Se maldijo por ser un ignorante incapaz de expresarse, igual que cuando Chad le preguntó por qué le gustaba la literatura. Pero eso también suponía un acicate: tenía que estudiar, leer y pensar más, para estar en condiciones de relacionar hechos y argumentos que encajaran con su visión del mundo.

Shahid alzó la vista hacia Chad. Se puso en pie y se dirigió a la puerta.

– Salgo un momento -musitó a Riaz, saliendo del cuarto lo más rápidamente que pudo.

En el vestíbulo cogió el teléfono y marcó deprisa.

– Tengo miedo -le dijo Tahira-. ¿Y tú?

Él asintió. Tahira no se marchaba. Cuando oyó la voz de Deedee, colgó.

– Vuelvo en seguida -dijo a Tahira, descorriendo cerrojos, girando llaves y quitando la cadena de la puerta.

– ¿Adónde vas?

– Alguien tiene que reconocer el terreno. Estudiar la distribución del barrio y todo eso.

– Bien. Pero no solo. Déjame acompañarte.

– No, no.

– No tengo miedo, de verdad.

– Pero yo lo tendría por ti.

Salió rápidamente.

Tardó un poco en salir de la barriada. Incluso entonces dudó de encontrar un teléfono. Caía una leve llovizna, era como andar a través de una nube. Olió la lluvia; hacía tiempo que, en aquella ciudad, no olía nada tan fresco. Además el ambiente estaba cargado de humedad y de las aceras subía vaho, como en un vídeo musical. No sería fácil encontrar el camino de vuelta. Ni tampoco el de casa.

Era una zona muy conocida por la presencia de racistas. Empezó a caminar deprisa, luego a correr. Bajo un oscuro puente de la vía férrea vio al taxista que los había llevado, dejando a un cliente. Shahid se dirigió a él. El taxista le recordaba, y le dejó pasar a la oficina de la parada de taxis. En la habitación del fondo se oía un ruido espantoso. El taxista alargó el brazo, impidiéndole la entrada: Shahid miró por encima de su hombro y vio que sus compañeros estaban jugando a las cartas mientras veían un vídeo pornográfico.

Le dejaron llamar desde el cuarto de la entrada. Por fin logró comunicar.

– ¿Dónde te has metido? ¡Llevo dos horas esperándote! ¿No podías haber llamado antes? ¿Crees que una mujer haría esto a un hombre?

Antes de que le afectase la humillación y la rabia que escuchaba en la voz de Deedee, le explicó que los hermanos le habían llamado para un asunto importante. El año anterior, una docena de jóvenes habían abierto la cabeza al hermano de Sadiq, que tenía quince años. Había que tomarse en serio aquella misión.

Ella no lo aceptaba. Era como si le reprochara los desengaños que otros hombres le habían causado y la esperanza que, evidentemente, había suscitado en ella.

– Lo siento, lo siento, lo siento -repitió Shahid-. ¿Qué puedo hacer?

Mientras hablaban, desde la ventana vio en la calle a un muchacho con la brasa del cigarrillo relumbrando entre la pegajosa llovizna. Estaría esperando un taxi, probablemente. En aquel momento el chico se volvió, miró directamente a Shahid y le hizo una seña con la cabeza.

– En este mismo instante hay racistas fuera, esperándome.

Deedee le dijo que cogiese un taxi -ella lo pagaría- y que fuese a su casa en seguida, al menos para tomar una copa. Se despreciaba a sí misma por pedírselo, adivinó Shahid.

– Pero si no puedo -se lamentó él-. Esta noche no.

– ¿Cuándo, entonces?

– Pronto, pronto.

– ¿Lo prometes?

– Sí.

Dejó el teléfono lo más deprisa que pudo y pidió al taxista que volviera a llevarlo al piso. Cuando salieron de la oficina, el chico había desaparecido.

La cuadrilla montó guardia toda la noche, durmiendo por turnos en el suelo. A la mañana siguiente, los que tenían clase y trabajos que hacer se marcharon y otros los sustituyeron. Shahid, que no tenía nada aquel día, no se marchó hasta la tarde, y entonces ya había estallado la bomba en el vestíbulo principal de la Estación Victoria.

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