5

Se quedó de pie, nervioso, las manos en los bolsillos.

– ¿Dónde te quieres sentar? -le dijo ella. Él no sabía-. Bueno, ponte cómodo.

Era una gran vivienda familiar. Las puertas tenían vidrieras de colores y las baldosas del pasillo eran esplendorosas. Pero estaba sin cuidar e incluso más desordenada que la habitación de Shahib, con tablas del piso al descubierto, alfombras arrugadas, carteles desgarrados de Billy Holiday y Malcolm X, y tres bicicletas viejas apoyadas contra una pared. En sillas y en el suelo había polvorientas pilas de periódicos amarillentos, algunos de ellos recortados, como de relleno. Parecía una residencia de estudiantes, y Deedee le dijo que tres chicos de la Facultad ocupaban las habitaciones sobrantes.

También había una chimenea, con un sofá enfrente. En el suelo había una tabla con un trozo de gruyère. Deedee fue por vino. Él se sentó en el sofá antes de comprender que, cuando ella volviera, tendría que sentarse a su lado. Había tenido ideas tan extrañas y prometedoras por el camino, en parte inspiradas por Chili, que ahora se sentía tímido y vergonzoso.

Se levantó de un salto, se dirigió a la ventana y miró a la calle.

El coche de Chili no se había movido. Había quitado la música y tenía la mirada perdida. Shahid se preguntó si le había visto tan quieto alguna vez. Como presintiéndole, Chili se volvió de pronto, sonrió y le dio ánimos levantando el dedo pulgar. Shahid sintió un escalofrío. ¿Qué pasaría si Chili decidía de repente conocer a Deedee? Era la clase de jugarreta que solía gastar. Entonces Shahid tendría que explicar a Deedee por qué no debía abrir la puerta.

Hubo un ruido en la cocina. Rápidamente, se tumbó en el sofá con los pies colgando del extremo y se puso a mirar al pequeño televisor que, situado en un estante al fondo del cuarto, estaba apagado.

– Me encantan las personas que saben ponerse cómodas en cualquier sitio. -Traía una botella y dos copas. Las depositó en la mesa y puso una cinta en el vídeo. Era de los primeros tiempos de Prince-. Mientras la ves, iré a calentar una sopa de calabaza y coco con jengibre. Está deliciosa. ¿Te apetece?

– Estupendo, gracias, si no es mucha molestia. Y a propósito -añadió cuando ella se dirigía a la puerta-, gracias por invitarme para que viese el vídeo. Sin él no podría escribir el trabajo sobre Prince.

– Ya hablaremos de eso después.

– De acuerdo.

¿Hablaremos de eso después?

Se puso a ver la cinta, pero acabó antes de que pudiera entenderla. No encontró el mando a distancia, así que tuvo que levantarse, rebobinarla y verla otra vez. Luego vio otro vídeo, que pasó dos veces, pensando todo el tiempo en algún comentario que hacer. La expresión «sin fisuras» le venía continuamente a la cabeza. Ése era el nivel al que había que ponerse. Pero no se le ocurrían frases de acompañamiento. ¿Qué pensaría cuando sólo le dijera «Es algo sin fisuras»… dos veces?

Estaba cambiando la cinta cuando ella apareció con una bandeja en la que llevaba la sopa junto con pan de barra y una ensalada griega. Iba a sentarse en el sofá. Shahid ya no podía volver corriendo para impedírselo y adoptar su posición anterior.

– ¿Te han parecido incitantes? -preguntó ella, señalando los vídeos.

Se sentó a su lado. La sopa estaba caliente y casi se quemó la lengua al tragar. No podía dejar de preguntarse dónde estaba su marido.

– Mucho. Pero también tienen un poco de pantomima. -Titubeó, pero siguió adelante-: ¿No los encuentras sin fisuras…, sin fisuras y bastante catárticos?

– Odio esta casa.

– ¿Cómo?

Ella paseaba la mirada por la habitación.

– Estamos intentando venderla. Perdona, ¿qué decías?

– Los vídeos. Sin fisuras.

Ella miró la sopa. Shahid sintió el calor de la chimenea; tendría que quitarse la chaqueta si no quería ponerse a sudar.

Ya se la había quitado y estaba empezando a desabrocharse la camisa cuando percibió, en el pasillo, unos ojos que lo miraban fijamente. Brownlow se puso apresuradamente el abrigo. Luego esbozó una sonrisa y saludó con la mano. Shahid hizo lo mismo, intentando apartarse de Deedee. Pero temió haberse pasado de la raya, pues Andrew entró en la habitación, se detuvo frente a él y bajó la vista.

Brownlow iba a decir algo pero, al abrir la boca, recordó que había perdido el habla. En cambio, tendió su viscosa mano y Shahid la estrechó tan cordialmente como pudo, intentando olvidar el hecho de que casi tenía a su mujer sentada en las rodillas.

Cuando Brownlow se volvió para marcharse, Shahid, aliviado, continuó tomándose cautelosamente la sopa y vio que el profesor y Deedee se miraban con despreocupada curiosidad, buscando una pista, como extraños que intentan recordar dónde se han visto antes.

La puerta de la casa se cerró.

– Qué silencioso, ¿verdad?

Deedee dejó la cuchara y se echó a reír.

– ¡Es mi marido! ¿Te imaginas?

– Me cuesta, debo reconocerlo.

– Llega un momento en que te enamoras apasionadamente y luego, no mucho después, eres incapaz de creer que hayas sentido tanto. ¿Te ha pasado eso a ti? Una vez, hace años, Andrew volvió de una fiesta y me describió cómo había besado a una mujer. En aquella época, las parejas trataban de ser lo más honradas y abiertas posible, ¿sabes?

– ¿Por qué?

– Ya no me acuerdo. Por motivos políticos, creo. En cualquier caso, me pasé dos noches sin dormir. Nunca me había sentido tan engañada. Ahora ni siquiera entiendo por qué. -Suspiró-. Cabría esperar, por otra parte, que la intimidad dejara más huella, que fuese más perdurable. Pero no. Simplemente se acaba pensando: ¿Quién es esa persona?

Terminaron la sopa.

Deedee le preguntó si le apetecía ver otra vez los vídeos, pero aunque él sabía que a la hora de redactar el trabajo se le habrían olvidado muchas cosas -aparte de que a Prince sin duda le gustaba llevar ropa interior femenina-, era consciente de que ya no los vería con tranquilidad. La cuestión era que no estaba seguro de si era eso lo que ella quería o de si le resultaría aburrido. Deedee se llevó los tazones.

Al volver se quedó de pie, revolviéndose el pelo con un dedo, y dijo:

– Lo siento, necesito salir. Me pongo nerviosa si estoy aquí demasiado tiempo. Y no quiero dar motivo de habladurías a mis huéspedes. No hay nada, no pasa nada -incluyó a ambos con un gesto, encogiéndose de hombros y sacudiendo la cabeza-. Pero… Pero mañana no correrán rumores en la Facultad.

Él se puso en pie.

– De todos modos, estoy cansado -dijo, bostezando para dejarlo claro.

– No, no. Te vienes conmigo.

– ¿Yo?

– A menos que estés demasiado cansado. Me gustaría que vinieras, Shahid.

– No, no estoy cansado. -Estaba tan impresionado por su determinación y tan nervioso, que añadió-: Contigo… contigo voy a donde sea. De modo que… sí.

– Qué bien. Me encanta el «sí». Prácticamente es la palabra más interesante que existe, ¿no crees? Como una bisagra que abre una puerta al exterior. Sí, sí, sí.

Dio un paso hacia ella.

En los ángulos de sus ojos había arrugas de satisfacción.

– ¿Me permites que vaya a arreglarme?

Esta vez desapareció por más tiempo.

Shahid se dirigió a la ventana, a inspeccionar. Chili estaba tumbado en el asiento, fumando, sin mirar a la casa ni a ningún sitio en particular, la música retumbaba apagadamente.

¿Qué haría ahora el Virgilio con vaqueros? Sin duda, Shahid no había hecho ningún falso movimiento hasta entonces, pero Chili, con su coche y su navaja, habría dominado más la situación. Salvo que Deedee no se habría acercado a él.

No, Chili era la última persona a quien le hubiera gustado parecerse. Había muchas cosas de su hermano que no le gustaban. Si Chili creía que Shahid tenía problemas, no eran nada comparados con los que éste adivinaba en su hermano.

Chili partía de la idea fundamental de que la gente era débil y perezosa. No de que fuese estúpida: él no cometería ese error. Veía, sin embargo, que la gente se resistía a los cambios, aunque tendieran a facilitar la vida; tenían miedo, eran complacientes, carecían de valor. Eso daba ventaja a quien demostrara iniciativa y voluntad.

Chili pensaba, por ejemplo, que los hombres temían hacer el ridículo con las mujeres, de manera que titubeaban en vez de lanzarse. Chili se consideraba un depredador. Cuando una mujer se ofrecía…, ése era el momento más satisfactorio. Muchas veces ni siquiera era preciso acostarse con ella. Bastaba una expresión en su mirada, de deseo, de alegría, de aquiescencia.

En casa, Chili solía sentarse por la mañana en la cama de Shahid para contarle las proezas de la noche anterior: Chili bajándole a alguna los pantalones cortos en la parte de atrás del club de tenis; Chili en el dormitorio de un colegio femenino, escapando por la ventana; la afición a los triángulos, Chili con dos chicas («emparedados de King's Road», los llamaban); Chili dejándose ligar en un club y follando con la mujer mientras el marido, un viejo, miraba.

A papá, además, le encantaban las aventuras de su primogénito. No es que Chili le contara los detalles más lascivos, por temor a que los condenara por «demasiado tortuosos». Pero desde su cuarto gritaba «Manténme informado», cuando Chili salía a otra expedición para «llevar su carga». Papá tenía interés en conocer a sus amigas.

– Estoy seguro de que les gusta salir contigo -le decía a Chili-. Pero es conmigo con quien prefieren hablar. ¡Tráelas!

Chili las llevaba para que viesen a papá, acostado en medio de su cuarto con una resplandeciente bata marrón (bajo la cual siempre llevaba un pijama azul de seda). Sonaba un disco de Glenn Miller mientras él bebía whisky en un vaso largo, mitad Bushmills, mitad agua con gas. Papá se metía en la cama siempre que no estaba trabajando. Se quedaba tumbado como un pachá, con un montón de tebeos en la mesilla de noche. El «centro de operaciones», lo llamaba. Entretanto, la madre de Shahid se retiraba con sus amigas, hermanas y sobrinos, a otra parte de la casa; era como si viviesen en Karachi.

Igual que papá, aunque con mayor malicia, Shahid disfrutaba de las aventuras de Chili como si fuesen relatos de pasión y desvarío, sobre todo cuando Chili aparecía en ellas con un aspecto ridículo. Como la vez que se ligó a una mujer especialmente fascinante en un club y al despertarse, después de una noche perfecta, descubrió que la casa estaba llena de carteles y publicaciones del Frente Nacional y que sus dos hermanos de cabeza rapada hacían resonar los tirantes en el cuarto de estar. Chili adoptó un acento español, fingió saber poco inglés, abrió la puerta y salió a escape.

El problema era que papá deseaba que Shahid se pareciese a Chili.

Cuando Shahid tenía quince años, papá le convenció de que saliera con una chica del barrio. Pasearon por el campo y Shahid le leyó a Shelley en un pajar. A su vuelta, papá insistió en que Tipoo -su hermano menor, esquizofrénico, que trabajaba en la casa- condujese a Shahid al «centro de operaciones».

– ¿La has tocado? -le preguntó papá, golpeándose el resollante pecho-. ¿O más abajo? -continuó, palmeándose las piernas, tan delgadas como las de un Cristo medieval. Chili sonreía en el umbral.

– No.

– ¿Qué has hecho?

– Leer poesía.

– ¡Habla alto, estúpido eunuco!

– Le he leído a Keats y a Shelley.

– ¿A la chica?

– Sí.

– ¿Se ha reído de ti?

– No creo.

– ¡Claro que se ha reído!

Papá y Chili no dejaban de burlarse de él.

Pese a su afición a divertirse, papá tenía muchas cosas honestas y respetables. De corta estatura, como de un metro sesenta, con un bigote en forma de cepillo de dientes, llevaba, en la oficina, trajes o chaquetas azules con corbata y pantalones grises. Durante la guerra había pilotado bombarderos de la RAF desde East Anglia, lo que le valió la condecoración de Miembro de la Orden del Imperio Británico. Papá siempre había querido hacer muchas cosas. Poseía un orgullo sin límites, incluso distinción.

Llevaba personalmente a sus hijos de compras, asegurándose de que tanto él como ellos adquirieran la mejor ropa. Mientras sus hijos hacían muecas en los espejos de la sastrería Burtons, el gerente y él hojeaban los gruesos libros de retales, con dibujos y lisos, como eruditos que examinaran manuscritos. Papá solía volver varias veces para los ajustes -los pantalones siempre le quedaban largos-, antes de decidir, tras interminables consideraciones, que la corbata y el chaleco no iban en cierto modo con el traje. En casa, llevaba al baño a Chili y a Shahid para enseñarles la forma correcta de afeitarse, la carga de la brocha y el ángulo de la navaja, el enjabonado, frotado, raspado y pellizcado de la piel. Luego se desnudaba para la demostración del baño, seguida de un ejemplo sobre cómo echarse polvos de talco en las pelotas, los sobacos y entre los dedos de los pies. Papá hubiera preferido dormir en la calle que pasar por una puerta antes que una mujer. Les enseñaba esas buenas maneras, y a estrechar la mano con firmeza mientras decían: «¿Cómo está usted?» Quería que la gente comentase lo elegantes que eran sus hijos. Pero ¿lo habían aprovechado?

Deedee aún no había vuelto. Su ausencia empezaba a inquietarle. ¿Qué estaría haciendo?

Sus padres habían venido a Inglaterra en busca de una vida tranquila y próspera, a un país no gobernado por tiranos. Una vez logrado ese objetivo, depositaron sus demás ambiciones en sus hijos, sobre todo en el mayor. Papá quería a Chili, pero ¿aprobaría ahora su conducta? Su último sueño era triunfar en Estados Unidos, aunque lo que llamaba a Chili no era tanto la voz de la libertad como la intensa violencia. Veía una y otra vez Érase una vez en América, Scarface y El padrino como documentales sobre ciertas profesiones. Incluso había maldecido a papá -sin que él lo oyera- por haber emigrado a la vieja Inglaterra en lugar de haber hecho cola en Ellis Island con judíos, polacos, irlandeses y armenios. Inglaterra era pequeña, rígida; la verdadera gloria era imposible en un país donde los guardias llevaban cascos como calabacines recortados. Chili creía que en América sería alguien, pero no iría pobre. Prepararía el terreno en Londres para presentarse luego en Nueva York con una buena reputación.

El caso era, como su satírico tío declaró una vez, que en los años ochenta el dinero le había venido con demasiada facilidad a las manos. Chili no respetaba su procedencia.

– Es muy fácil que las personas, sobre todo si son jóvenes -había dicho el tío-, olviden que acabamos de llegar a Inglaterra. Se tarda varias generaciones en acostumbrarse a un país. Creemos que estamos instalados, pero somos como novias que apenas han traspasado el umbral. Tenemos que andar vigilantes, si no queremos que al despertar un día descubramos que hemos hecho una boda desgraciada.

Esa declaración, desde luego, estaba teñida de amargura. Su tío se veía ante la imposible tarea de vivir en un país en el que no había cabida para la inteligencia, la iniciativa, la imaginación, y donde la mayoría de los esfuerzos se hundían en la ciénaga de la desesperación. Pero Shahid comprendía sus palabras.

Se puso en pie. Deedee seguía sin dar señales de vida. ¿Le habría pasado algo?

Salió al pasillo con intención de buscarla. Empezó a subir las escaleras. Estaba arriba, cantando al compás de la música. Reconoció la canción; era la misma que Chili había puesto varias veces aquella tarde mientras él se arreglaba, el primer corte de Beggar's Banquet. Se volvió.

Oyó una voz en lo alto de la escalera.

– ¿Estás ahí abajo, Shahid?

– Sí.

– ¿Te importaría subir a decirme una cosa?

– ¿Qué quieres saber?

– No sé qué ponerme. ¿Puedes decirme si voy bien?

Subió las escaleras, preguntándose qué promesas le reservaban ella y la noche.

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