– ¡Ay, Dios mío! -gritó Deedee-. ¿Qué ha pasado?
– Nada -la tranquilizó Shahid.
Deedee creyó que Chad y los otros habían entrado por la fuerza. Parecía que hubieran destrozado la casa: muebles corridos de sitio; libros y papeles esparcidos por todas partes, junto con latas vacías, recortes de periódicos y cosas de Deedee. La habitación apestaba al rancio olor de alcohol derramado. Pero «Hey Jude» estaba sonando con el dispositivo de repetición. Así que sólo se trataba de Brownlow, que había dejado el cuarto patas arriba, tirándolo todo al suelo pero sin llevarse la mitad de las cosas.
De todas formas, mientras ponía cierto orden entre aquel batiburrillo, Deedee se consumía de rabia. De haber estado allí, le habría matado, enmendando su propio error.
– Porque me casé con él, ¿no?
– Pero también dejaste a ese cabrón.
– Cuando esté deprimida, como ahora, recuérdame que eso dice mucho a mi favor.
Chili seguía con la botella de vodka en la mano. Parecía agotado.
– ¿Os parece bien si me acuesto?
– Haz lo que quieras.
Se dirigió con la botella hacia la escalera y empezó a subir.
Shahid se acercó a él.
– ¿Comprobarás que todas las puertas están cerradas? Puede pasar cualquier cosa, ¿sabes?
– Pues claro -convino Chili.
– Al menos Brownlow se ha marchado a tomar por culo para siempre -comentó Shahid cuando desapareció su hermano.
Fue a la ventana y echó las cortinas. Escuchó la noche. Se alegraba de estar a solas con ella.
Deedee se dejó caer entre la barahúnda y tiró de él para que se tumbara a su lado, diciendo:
– Al menos te tengo a ti. Tócame. Abrázame y no me sueltes.
– Ahora no.
– ¿Qué?
– No me atosigues, Deedee.
– He perdido toda la confianza.
– ¡A mí también se me ha jodido todo!
– Abracémonos el uno al otro. ¿Es mucho pedir?
– Déjame en paz.
– Muy bien.
Se quedó tumbada, apartándose de él y pasándose la mano por la frente con aire de desasosiego. Al cabo, hizo un esfuerzo y se levantó.
– Había pensado que cenáramos juntos esta noche. Creo que todavía podemos hacerlo, ¿no? ¿O quieres marcharte?
– Quiero estar aquí.
Deedee fue a la cocina, encendió las luces y la radio y, despacio, empezó a sacar el contenido de las bolsas. La concentración la calmó, respiraba mejor. Tenía una lata de buen aceite de oliva y le sirvió un poco en un platito; Shahid se sentó y se puso a untar trozos de pan en el aceite. No hablaron mucho, aunque ella le dio algunos consejos para cocinar. Preparó caballa a la plancha con salsa tikka y cilantro fresco. Puso patatas nuevas, y una ensalada de aguacate a la menta en una fuente grande y transparente.
Le pidió que quitara las cosas de la mesa y pusiera un mantel limpio. Shahid colocó servilletas de lino, encendió las velas y apagó la luz cenital. Hizo aros con la mantequilla y los depositó en un plato, puso copas adecuadas y abrió y sirvió el vino. La cocina ya se había caldeado y olía bien. En la radio sonaba una canción que les gustaba.
Deedee sacó el pan del horno y lo llevó a la mesa. Se sintieron lo bastante efusivos para hacer un brindis.
– Buena suerte, ya sabes -dijo ella.
– ¡Eso!
Vieron, al mismo tiempo, una forma en la ventana. Ninguno se movió. Se quedaron mirando a la oscuridad, pensando que estaban colocados y que era un gato, negándose a creer que todo pasara en aquel preciso momento.
Shahid dejó la copa y salió cautelosamente al pasillo. Se disponía a llamar a Chili cuando oyó algo por el buzón.
– Soy yo, Strapper, Strap -gritó una voz por la ranura-. Visita oficial, tío.
Inmediatamente, Shahid lamentó haber abierto la puerta. Strapper pasó despacio al cuarto de estar, poniendo cuidadosamente los pies delante de él, como inseguro de mantener el equilibrio. No ofrecía buen aspecto. Tenía arañazos en un pómulo; la ropa, en desorden. Parecía que se hubiese revolcado en el suelo.
Shahid no tuvo más remedio que seguirle.
– Creía que estabas con Trevor, tu antiguo colega -le dijo, incapaz de contener el mal humor.
Strapper se volvió hacia él, sorprendido.
– ¿Cómo lo sabes? De todos modos, conmigo se portó mejor que la mayoría de la gente. Chad es un tipo religioso, entiende a los marginados y siente compasión por los pobres. Todo lo ve desde abajo. Tú sólo quieres ser blanco y olvidarte de los tuyos. -Se puso a gritar de pronto-. ¡Tú y tu hermano sólo queréis follar con las putas blancas! Por eso ya no le caes bien. Te dio una buena oportunidad, ¿no?
– Ocúpate de tus asuntos.
– ¿Por qué te quiere matar?
– ¿Eso es lo que quiere?
– Van a darte una buena lección.
– Ojalá no te hubiera dejado entrar.
– ¿Cómo me ibas a dejar fuera, gilipollas? Oye, tío, no me toques.
– Largo de aquí.
– No quiero ponerme duro -advirtió Strapper, como si contara con alguna protección secreta-. El caso es, morenito, que tu Chili me debe dinero. Está escondido por aquí, ¿dónde? -Miró a Deedee, que acababa de entrar-. ¿Tiene aquí a mi colega, señora?
– Íbamos a cenar.
– Dando de comer al amiguito estudiante, ¿eh? -Strapper se frotó el estómago y sonrió con desprecio a Shahid-. La cocina de mami siempre es la mejor.
– Te haré un bocadillo -dijo ella en tono de cansancio-. Te vas a tomar por saco y te lo comes en la calle, ¿vale?
Strapper se paseó por todo el cuarto, salvo en dirección a la puerta. Empezó a compadecerse de sí mismo.
– Métete el bocadillo en el culo. ¿Cómo crees que sienta el que te rechacen todo el tiempo?
– Horriblemente -contestó ella con toda calma.
– La otra noche te caí muy bien en el Morlock. Pero luego quisiste colocarte, señorita Profesora. A propósito, ¿por qué es tan desordenada la gente lista? ¿Demasiado ocupada pensando en la revolución proletaria, o no ha venido hoy la mujer de la limpieza?
– ¿Es que no nos puedes dejar en paz?
Strapper se llevó la mano al pelo y empezó a dar tirones. Le costó trabajo, pero se arrancó un mechón y lo arrojó al suelo.
– Aunque no me disgustaría vivir aquí -anunció-. Mucho espacio. Un sitio burgués y amariconado me vendría bien ahora para sentar el culo.
– ¿Quieres una casa como ésta? Ponte a trabajar entonces -le recomendó Shahid-. Haz un poco de arqueología. Luego podrás comprarte…
– Ya te he avisado, gilipollas -le amenazó Strapper con una mirada de odio sin reservas-. Y quiero que me des trabajo… ahora mismo.
– Recógete el pelo y todo el resto de ti y lárgate -le ordenó Deedee.
– Los hermanos quemaron el libro, ¿verdad?
Ni Shahid ni Deedee dijeron nada.
– Y a ella no le gustó. Los denunció a la poli. Tú y tus libros. Es curioso cómo la gente se inquieta mucho más por un libro que por las personas que sufren.
– Tú me estás haciendo sufrir ahora, Strapper.
– Vale, me largo. Pero me gustaría que me lo pidiesen con educación. Seré un desamparado del que abusan sexualmente, ¿no? Pero sigo siendo una «persona», ¿vale?
– Sí, sí. -Deedee se dirigió a Shahid-: Le haré el bocadillo y me daré una ducha. Luego cenaremos.
– De acuerdo.
A solas con Shahid, Strapper siguió paseándose, cogiendo objetos. Abrió una pequeña caja india que contenía un poco de hierba. Aquello le puso en mejor disposición de ánimo -Shahid había notado lo nervioso que estaba-, y como si lo que acabara de decir no tuviese importancia, murmuró en tono confidencial:
– Me largaré en cuanto me lo fume.
Empezó a liar el porro. Shahid fue a la cocina a informar a Deedee. Cuando volvió, Strapper tenía la puerta abierta, los labios torcidos en una mueca de júbilo feroz.
– ¡Todos aquí, campo libre! -gritó en tono militar.
Sadiq y Hat estaban en el umbral
– ¡Hijo de puta! -gritó Shahid a Strapper.
Chad apareció detrás de los otros, corriendo por el camino de entrada y bloqueó la puerta. Le agradó la situación.
– Ya te tengo, ya era hora. Aquí está esta basura, tal como esperábamos, escondido con su puta. Qué claro estaba. ¡Ahora, hermanos, coged al espía, al infiel!
Sadiq agarró del brazo a Shahid. Éste trató de liberarse, pero Sadiq le clavó las uñas.
– ¡Vamos, Hat! -ordenó Chad.
Shahid miró a Hat, que parecía confuso. Sabía que acababa de recibir una orden y, hasta cierto punto, estaba dispuesto a cumplirla. Cogió la mano de Shahid y la sujetó con firmeza. Chad pasó al vestíbulo. Tras él entraron otros, Tariq y Tahira.
Chad agarró a Shahid y lo empujó contra la pared, quitándole el resuello y dándole un manotazo en la cabeza. Luego le hizo volverse y lo sujetó por la espalda, ofreciéndoselo a Hat.
– Adelante. -Chad temblaba de ira-. ¡Vamos!
Hat sabía lo que le estaba pidiendo Chad, pero no se atrevía a hacerlo.
– ¡Pero mi padre me está buscando! -dijo desatinadamente.
– ¿Tu padre? -inquirió Chad-. ¿Qué tiene que ver con esto?
– No puedo quedarme.
– ¡Sacúdele! -gritó Chad-. ¡Este imbécil odia a Dios y nos odia a nosotros! ¡Da un mamporro a Satanás!
Sadiq notó la indecisión de Hat, retrocedió y le soltó a Shahid un revés en plena cara.
– ¡Bien! -exclamó al ver que la sangre brotaba de los labios de Shahid.
– ¡El maligno ha sido derrotado! -gritó Chad, dándole un puñetazo en los riñones.
Mientras Shahid se tambaleaba, Chad le propinó una patada. Deedee apareció corriendo.
– ¡Dejadle!
Con su enorme brazo, Chad le cortó el paso.
– Es nuestro. ¡Deja que nos lo llevemos, zorra, y no te pasará nada!
Shahid se dobló por el dolor, casi desmayándose. Sadiq empezó a arrastrarlo hacia la puerta.
– Vamos a ocuparnos del espía. Nos ha engañado, ha escupido sobre su propio pueblo. Se ha revolcado en la basura.
Deedee empujó a Chad y cogió del otro brazo a Shahid, que quedó entre los dos.
– ¡Suéltalo!
– El mal se paga con mal. ¿Es tan difícil de entender?
– Una actitud muy religiosa, míster Trevor -repuso ella.
– ¡No me llames así! ¡Ésa no es mi verdadera identidad!
Chad levantó la mano para golpearla. Sería un gesto fácil, pero también constituiría un paso irreversible. Ella lo sabía: se encogió, pero no retrocedió. Él también se dio cuenta.
Riaz, acompañado de otro de los hermanos, entró apresuradamente con nieve en el pelo y llevando la cartera, como si llegara tarde a una reunión. Miró con asombro en torno suyo.
– Es él -anunció innecesariamente Chad, señalando al jadeante Shahid-. Está enfermo, muy enfermo, tal como nos dijiste.
– Y ahora más -puntualizó Sadiq, al ver las arcadas de Shahid.
– ¡Hemos capturado a los dos!
Era evidente que Chad se congratulaba de haber prestado aquel servicio a Riaz.
Sus seguidores aguardaban. Riaz los miró a todos. Estaba rígido, inmóvil, como paralizado; ni siquiera pestañeaba, temiendo que el menor gesto le delatase.
– ¿Y ahora qué, hermano? -le preguntó Chad con desesperada, respetuosa urgencia. Pero Riaz rechinaba los dientes-. ¿Qué medidas inmediatas debemos tomar? ¿Qué quieres que hagamos? ¿Nos lo llevamos?
– ¿O acabamos con él aquí? -sugirió Sadiq.
– ¡Tenemos que darnos prisa!
Pero Hat señalaba con la boca abierta a lo alto de la escalera como si estuviera viendo al diablo.
– ¡Hermanos!
Todos lo miraron.
– ¡Es ese loco!
Chili había perdido el conocimiento en lo alto de la escalera, con la botella de vodka en la mano. Pero el alboroto lo había despertado. No sólo había vuelto en sí, sino que se fue levantando hasta quedar erguido frente de ellos con las piernas separadas.
– El mismo -dijo, aceptando el cumplido de Hat.
Se alisó el pelo, se arregló el cuello de la chaqueta y ejecutó unos cuantos mandobles con la navaja, como un actor de cine que se preparase para la escena de un duelo.
– Hola a todos.
Bajó despacio la escalera, dando palmadas en la barandilla a medida que avanzaba, con una pérfida sonrisa en los labios. La droga de la adrenalina inundaba su organismo.
– Aquí os espera Robert de Niro.
– Ja, ja, ja! ¡Muy bien! -Chad adoptó la postura de un luchador callejero. Daba la impresión de haberla practicado; en sus viejos tiempos, probablemente-. Aquí estamos.
– ¿Ah, sí? -Chili pareció animado por la buena disposición de sus adversarios-. De acuerdo.
– ¿Preparados? -dijo Chad a los demás.
Sadiq alzó los puños. Riaz permaneció donde estaba, sin decir ni hacer nada, moviendo rápidamente los ojos.
Justo entonces, Strapper salió corriendo del cuarto de estar y ejecutó una furiosa danza delante de ellos.
– ¡Se está armando, se está armando! ¡Todo a tomar por saco! ¡A tomar por culo todos vosotros!
– ¿Qué has hecho? -gritó Deedee.
– ¡Esto se derrumba, gilipollas! Muy bien, Chad, ¿no es eso lo que querías?
– ¿Qué es esto? -dijo Riaz, al fin.
Deedee se precipitó al cuarto de estar, con.los otros detrás. El fuego lamía la parte inferior de las cortinas, por donde Strapper las había prendido.
Deedee corrió hacia las cortinas, las cogió, arrancándolas del raíl, y pisoteó el tejido ardiente.
– ¡Que ardan los cabrones! -gritaba Strapper.
En el pasillo, Sadiq siguió reteniendo a Shahid mientras los demás iban a ver lo que pasaba. Sadiq no se dio cuenta de lo cerca que tenía a Chili, ni sabía lo violento que solía ponerse. Le asestó un golpe con el canto de la mano antes de agarrarlo, darle un rodillazo en los cojones y arrojarlo a la calle. Cerrando la puerta, se limpió las manos en los pantalones.
– ¿Quién es el siguiente?
En el cuarto de estar, donde Deedee apagaba el fuego, Chili atrajo a Riaz hacia él con un violento empujón. Rodeándole el pecho con un brazo, le puso la navaja en la garganta.
– Largaos -ordenó a los demás-. Dejad a mi hermano o rebanaré el gaznate a este otro hermano.
Riaz tenía el rostro horriblemente contraído; parpadeaba como si todo se hubiera puesto inexplicablemente oscuro y la agonía hubiese empezado ya. Por lo demás, con la cabeza bien echada hacia atrás, se mantenía inmóvil, por miedo a que Chili le cortara sin querer.
– Marchaos, marchaos -murmuró a los otros, moviendo apenas los labios.
– ¡Suéltalo! -gritó Chad- ¡O te la ganas!
Chili soltó una carcajada. Chad dio un valiente paso hacia delante. Sin vacilar, Chili rozó a Riaz con la navaja. Brotó un hilo de sangre. Riaz se llevó a la garganta un dedo manchado de tinta y se quedó mirando fijamente la sangre. Para Chad aquello era insufrible, pero se contuvo.
– ¡Y quítate esa puñetera camisa! -ordenó Chili a Riaz-. No sé cómo la has conseguido, tío, pero quiero que me la devuelvas. ¿Niegas que es mía?
– ¿Cómo…? -preguntó Riaz, mirando a Chad.
– Es suya -rezongó Chad, abatido.
– Bien hecho, Chad -murmuró Hat.
Riaz se vio obligado a quitarse la chaqueta y entregársela a Hat. Luego, mirando incrédulamente a los demás, empezó a desabrocharse la camisa.
– ¡Deprisa! -le urgió Chili.
Por fin se la quitó; tenía un torso pálido y huesudo. No tuvo más remedio que ponerse la chaqueta sobre el pecho desnudo.
– ¡Marchaos!
Chad se mostró reacio a moverse.
– ¡Lárgate, gordo! -le ordenó Chili-. ¡Luego soltaré a éste!
– ¡Somos centenares, cientos de miles! -gritó Chad, agitando los brazos al salir de la habitación.
– ¡Traédmelos! -bramó Chili.
Una vez que hubieron salido todos, Chili arrojó a Riaz al jardín delantero, lanzando la cartera a continuación.