6

No mucho después salieron de la casa. Chili los vio, arrancó el coche y se alejó, cosa que Shahid le agradeció en silencio.

Fueron andando por la acera. Paró un autobús. El conductor los miró y, cuando Deedee negó con la cabeza, tocó el claxon.

Frente al Camden Plaza no hizo ademán de parar un taxi, sino que se bajó de la acera. Un taxi se detuvo en el acto a su lado. Deedee subió y se inclinó hacia adelante para dar instrucciones al chófer. Shahid se demoró un poco, pensando que estaba resplandeciente con la falda corta y la chaqueta de amplias solapas, bajo la cual llevaba un sujetador negro.

En el taxi se sentaron muy juntos.

– Queremos vender la casa, ahora que Andrew y yo nos hemos separado -explicó ella-. Me muero de ganas de vivir sola.

Olía a flores. Sus pendientes temblaban como dos gotas de agua a punto de caer.

– ¿Por qué os habéis separado? -preguntó Shahid, maldiciéndose a sí mismo por hacer preguntas tan ridículas.

Ella no contestó, sino que continuó revolviendo en el bolso como si tratara de sacar un premio en una tómbola.

Él permaneció inmóvil; al menos iba en un taxi londinense.

– A ese hombre sólo le interesa una cosa, la política -dijo ella-. Yo también he estado en eso durante años. No sabía lo mucho que me limitaba. Todo eso te crea sentimientos de culpa.

– ¿Qué es lo que te gusta ahora?

– Estoy tratando de descubrirlo. Otras cosas. La cultura. Cuando puedo, me dedico a no hacer nada. Pruebo con el placer. Sí. -Volvió a introducir la mano en el bolso-. Andrew tiene una nueva amiga, de modo que casi siempre está en el piso de ella. Tenemos una norma: no llevar a casa a nuestros amantes.

Shahid encontró cómica la palabra «amante» aplicada a Andrew, y se entretuvo brevemente en imaginarse al doctor Brownlow sin pantalones; pero entonces vio a Andrew besar a Deedee y se preguntó cómo podía tener ese marido.

Estaba pensando que quizá fuese más complicada de lo que él podía entender, cuando Deedee sacó del bolso una cajita de madera con esquinas de cobre. De ella extrajo dos pastillas blancas y acanaladas. Parecían pequeñas bombas en su mano extendida.

– No sé por qué te cuento mis intimidades; a lo mejor es que tengo un presentimiento contigo.

– ¿Por eso me has invitado a tu casa esta noche?

– Sí. Y porque estás solo y me gustó tu forma de mirarme.

– ¿Te hacen muchas proposiciones los hombres?

– ¿Cómo?

– Era sólo curiosidad. Lo siento, en realidad no quería decir eso.

Ella miró fijamente por la ventanilla.

– Quiero tomar una cosa. ¿Me acompañas?

– ¿Qué es?

Sentía su cuerpo contra el suyo.

– Te hará reír. Y bailar.

Le explicó lo que era; los términos farmacéuticos que empleó y su tono profesoral -«Tendrás experiencias…»- le daban aire de médico imprudente. A él le encantaba escuchar, de eso no tenía ella la menor duda. Sin embargo le parecía inquietante el modo en que hablaba de lo que su madre denominaba «cosas malas», drogas y música pop, como los adultos charlaban de vino o literatura.

– Sí -dijo él-. Fumábamos hierba, pero de esas pastillas sólo he tomado una vez, en Brighton.

– ¿Te gustó?

– Me tomé la mitad, y la persona que me la dio me recomendó que viniese a verte. Ese fue el efecto que me hizo.

– Me alegro de que la tomases. Éstas son muy suaves. Me hacen sentir. ¿Qué me dices?

El taxi seguía su marcha sin obstáculos, no había mucho tráfico. Shahid no tenía idea de adónde iban. En aquella ciudad sin límites ni forma se podía ir en coche durante dos o tres horas y no salir de ella; y a partir de cierto punto llegar donde nunca van los turistas, la gente lleva ropa más harapienta, los coches son más viejos, las casas más descuidadas.

Ella se depositó una bomba en la lengua y echó atrás la cabeza, tomando un trago de agua de la botella de plástico que llevaba consigo.

– En realidad, me parece que estoy muy bien -dijo él.

– ¿Seguro?

– Los vídeos de Prince me han animado un montón -contestó Shahid, bailando sobre el asiento.

Deedee no habló ni le miró. Se había enfadado con él, o quizá consigo misma, Shahid no sabía decirlo. Estaba claro que había algún malentendido.

Podía pedirle que parase el taxi. No tardaría mucho en volver en autobús o en metro. Riaz trabajaba hasta tarde, había mucho que hacer, necesitaba que le escribieran cosas; su labor no podía ser más meritoria ni esencial. Riaz, Hat y Chad eran las primeras personas parecidas a él que había conocido, no tenía que explicar nada. Chad confiaba en él. Hat le había llamado hermano. Estaba más próximo a esa cuadrilla que a su propia familia. Pero la mujer que le había invitado a salir -debía tener cuidado para no llamarla señorita- estaba tensa. Parecía ser de las que imaginaban tener muchos problemas para discutirlos continuamente con amigos y psicólogos, mientras que, comparadas con la mayoría de la gente, llevaban una vida agradable y, probablemente, eran bastante frívolas. ¿Es que no lo había reconocido ella, al decir que buscaba el placer? De todas formas le estaba poniendo nervioso. ¿Qué quería de él?

– ¿Dónde estamos, Deedee?

Ella respondió indicando con el dedo. El labio del puente los deslizaba hacia la boca del sur de Londres. Eso podía haberlo averiguado él solo. No le gustaba que ella le fuera señalando ríos.

El taxi llevaba la calefacción puesta y el calor le traspasaba la ropa hasta la piel, humedeciéndola. Necesitaba quitarse la chaqueta o tomar el aire. Imaginó que sería más fácil salir, dejar aquel asunto, fuera lo que fuese, y perderse en la ciudad.

Se detuvieron frente a un semáforo. Se inclinó para coger el tirador de la puerta. Pensó, sin embargo, que podía matarse, y que debía considerar la situación. Abriría la ventanilla. Pero no se movía y, después de tirar hacia arriba, hacia abajo y de lado, e incluso de rascar el metal, no consiguió que cediera. No podía seguir arañando el cristal como un gato bajo la lluvia. Apartando la vista, se echó agua en la mano, se salpicó la frente y se frotó la nuca. Asfixiado de calor, se recostó en el respaldo.

Ella se inclinó sobre él y liberó la ventanilla con un solo movimiento. Por el taxi corrió la vaporosa brisa del río; era un alivio. El taxista alargó la mano y conectó la radio. Hubo un chisporroteo y se oyó un fragmento de la información del tiempo en las Oreadas, que es en lo único en que tienen que pensar allá arriba, antes de que el taxista diera con una emisora de música pop y subiera el volumen.

Shahid escuchó de pronto algo que le hizo mover las rodillas. ¿Eran los Doors? No, idiota, algo nuevo, los Stone Roses o los Inspiral Carpets, uno de esos grupos de Manchester con guitarras. Fueran quienes fuesen, le animaron. La música podía producirle el efecto de una inyección de adrenalina, y sintió deseos de corear «bu-bu-bua» por estar con su profesora, que le había invitado a salir. (Si al menos pudiera preguntarle adónde.) Cuando abandonó los intentos de dominarse, comprendió que le gustaba la situación. Ahora estaba seguro de que quería estar allí. Sí, no estaba mal; Chili no lo había conseguido.

– De acuerdo -dijo él.

– ¿Cómo?

– Me la tomo.

– ¿Seguro?

– Sí.

Cerró los ojos, se metió la pastilla en la boca y tomó un sorbo de la botella. Luego rodeó a Deedee con el brazo. Inmediatamente, ella apoyó la cabeza contra su pecho. Shahid deseaba besarla ya, estaba armándose de valor, pero temía cometer una equivocación; Chili decía que todo estaba en la voz, no en el lenguaje del cuerpo, ése era el error que solía cometerse. Pero ésta era su profesora, por amor de Dios, podían expulsarle.

Torcieron por un callejón concebido para cometer asesinatos, pasando por talleres, garajes cerrados y árboles, de triste aspecto. Doblaron una estrecha esquina y se metieron por una calle cortada. El edificio del fondo, que resonaba tenuemente, era el White Room.

Era un almacén plateado.

Enfrente había una explanada en cuyo centro se abría un sendero entre rollos de alambre espinoso. Toda la zona estaba rodeada por una cerca alta y bañada en una luz áspera y amarillenta, que le daba aspecto de patio carcelario. Las tres entradas, en forma de garitas, estaban guardadas por centinelas que hablaban en voz baja por sus transmisores. Un gentío los rodeaba en la fría noche. Algunos chicos, no admitidos, se aferraban tiritando a la cerca. Otros trataban de escalarla como refugiados, gritando hacia el edificio, antes de que los bajaran al suelo de un tirón y los echaran.

Deedee dio su nombre y los admitieron. Filmados por cámaras de seguridad, avanzaron airosamente entre la luz del sendero seguidos por miradas de envidia. Como estrellas del pop en un estreno. Entraron en una sombría zona de bar con mesas y sillas, donde la gente bebía agua y zumo de frutas bajo paracaídas hinchados. No servían alcohol.

– Por aquí.

Shahid la siguió por un laberinto de túneles y lonas onduladas. Al fin llegaron a una estancia cavernosa que albergaba al menos quinientas personas y en cuyas paredes se proyectaban cambiantes diapositivas en color. Había un incesante torbellino de ruidos interplanetarios. Chorros de luces calidoscópicas rociaban el ambiente. Muchos hombres iban con el torso al aire, llevando sólo una tirilla de cuero; algunas mujeres no llevaban nada en la parte de arriba o camisetas de red y pantalones cortos. Una iba desnuda sólo con zapatos de tacón y un gran pene de plástico atado a los muslos con el que mantenía una continua actividad. Otros llevaban trajes de caucho, máscaras o disfraces de niños. Bailaban frenéticamente, cada uno por su lado. Unos tocaban silbatos, otros daban gritos de placer.

Deedee acercó los labios al oído de Shahid. La poderosa intimidad de su pelo y el olor de su piel le produjo una descarga emocional.

– Echamos un vistazo y nos marchamos -gritó ella entre aquel infierno.

– Empieza a darme la impresión de que puedo volar.

– ¿Por qué? ¿Estás colocado?

– No lo sé.

– Me parece que te he forzado a hacer esto, ¿sabes? -dijo ella.

– Lo has hecho, pero te lo agradezco. Podría decirse que forma parte de la enseñanza, ¿no?

Deedee empezó a agitar brazos y piernas. Luego se movió con más sensualidad, como una cuerda al desenrollarse. Shahid se quedó parado frente a ella, sin levantar los pies del suelo por si empezaba a flotar.

Con los ojos medio cerrados, atisbó hacia la luminosa niebla ultravioleta. Entre la bruma dorada observó que nadie prestaba especial atención a nadie, aunque las miradas de la gente se encontrasen de vez en cuando. Y entonces le ocurrió algo: todo el mundo le pareció maravilloso. Pero antes de que pudiera adivinar la causa o de saber por qué se encontraba tan bien, se sintió anegado por una oleada de satisfacción, como si alguna criatura suspirase en su interior. Tuvo la impresión de que empezaría a flotar en cualquier momento.

La sensación se agotó y se sintió vacío. Quería recuperarla. Y lo hizo, una y otra vez. En un trance palpitante, empezó a retorcerse gozosamente, sintiéndose parte de un ondulante océano. Podía haber bailado eternamente, pero no lo hizo mucho tiempo porque ella dijo:

– Tenemos que irnos.

Ondas eléctricas de luz parpadeaban en el aire. Frondas de dedos que desprendían llamas saludaban a los pinchadiscos, directamente llegados de Nueva York y sentados en casetas de cristal.

– Pero ¿por qué?

– Hay un sitio mucho mejor que me recomendó una de mis alumnas más dignas de crédito. Es una fiesta de final de década.

– La década no ha terminado todavía.

– No, pero da la impresión de haberlo hecho.

– Es imposible que haya un sitio mejor que éste, Deedee.

Ella asintió, segura de sí. Lo sabía todo.

– Fumemos un cigarrillo y marchémonos.

Él la siguió.

El aire fresco les heló el sudor de la frente y devolvió a Shahid una lucidez pasajera pese a quedar boquiabierto ante la resplandeciente calle, iluminada como para una comedia musical. Deedee y él no hablaban mucho pero no dejaban de mirarse.

Estaban en otro taxi, de eso era consciente, pero no tenía idea de cómo habían llegado a él, había perdido toda noción del tiempo. Seguían en dirección sur y se preguntó si circulaban por un parque; era una zona de las afueras, exuberante, abierta, sin tiendas. Las calles cubiertas de escarcha estaban silenciosas, no había tráfico ni peatones. Las oscuras mansiones, tras verjas de hierro y altos muros bordeados de árboles, estaban bastante apartadas de la carretera. Se preguntó dónde estaría Chili. Pensó en su madre, que estaría durmiendo en su cama; allí era donde a su familia le habría encantado vivir.

Llegaron a la ominosa verja de hierro de una mansión blanca, el tipo de residencia que un Gatsby inglés hubiera elegido, pensó. Había camionetas aparcadas en el camino de entrada. Hombres altos acechaban en la penumbra. Registraron a Shahid, hurgándole en los bolsillos; tuvo que quitarse los calcetines y sacudirlos mientras se mantenía en equilibrio con un pie en el barro.

Entraron en el vestíbulo de mármol y se encontraron ante una gran escalinata. Luego pasaron por el eficiente guardarropa, el bar y un oso polar disecado, en pie sobre las patas traseras y con una luz en las fauces, cruzaron la gruesa alfombra blanca, puertas, amplios pasillos y un invernadero donde los árboles tocaban el techo, hasta llegar a una bañera de hidromasaje donde todo el mundo estaba desnudo. Más allá había una piscina iluminada. En la penumbra de la superficie flotaban docenas de globos amarillos y verdosos.

Afuera, el jardín se extendía en la distancia, iluminado por gaseosas llamas azules.

Era el sitio perfecto para una fiesta. Mientras observaban todo, Deedee le cogió del brazo y le recitó al oído:

– «¡En un lugar salvaje, tan santo y encantado / como nunca hubo bajo luna menguante, / vagaba una mujer que gemía por su demonio amante!» [3]

La casa vacía había sido ocupada ilegalmente la tarde anterior, después de que un limpiacristales, batería de los Peniques del Infierno, la descubriese en uno de sus itinerarios.

Esa noche estaba invadida de hordas de chicos y chicas del sur de Londres. Llevaban el pelo a lo paje, camisetas de monopatín, gorras de béisbol, capuchas, ponchos de colores vivos y pantalones con medio metro de campana. Deedee dijo que la mayoría de ellos jamás habría estado en una casa así, salvo para entregar los pedidos de la tienda. Ahora se lo estaban pasando como nunca. Cuando terminase el fin de semana, la casa quedaría reducida a cenizas.

– Y ellos también -añadió.

Empezaron a subir la escalera, pero bajaban docenas de personas. Otras bailaban sin desplazarse de sitio, gritando: «Todo el mundo es libre de sentirse bien, todo el mundo es libreee…» Algunos estaban simplemente sentados, moviendo la cabeza con los ojos cerrados. Entonces Shahid perdió a Deedee.

En el rellano, un chico menudo, delgaducho y nervioso había montado un tenderete y, saltando, gritaba:

– ¿Queréis algo, queréis algo…? ¡Eeeee…! ¡Éxtasis para el pueblo! ¡Viva la clase trabajadora!

– ¿Cuánto? -le peguntó Shahid.

Era un precio exorbitante.

– ¿Cuántas quieres? -le dijo el chico.

– Tres.

El chico le puso tres bombas en la mano; Shahid se tragó dos.

– ¿Cómo se llaman éstas? -preguntó Shahid.

– ¿Las blancas? Palomas de amor. Tengo de otras clases.

– No, éstas me valen.

– Sí, que te diviertas -repuso el chico-. Hasta luego.

– ¿Qué estás haciendo? -preguntó Deedee.

Estaba detrás de él, abrazándole el pecho.

– Toma.

Le depositó una pastilla acanalada en la lengua extendida. Luego se perdió otra vez, entre el gentío. Solo, siguió subiendo.

En la fría estancia del piso superior no había nadie en posición vertical: todos estaban tumbados en el suelo, sin moverse -salvo para besarse o acariciarse-, como si los hubieran exterminado. Shahid sintió la necesidad de unirse a ellos y se tumbó, acoplándose en un espacio entre los cuerpos. En cuanto cerró los ojos, su mente, que antes visualizaba como un antiguo estrato entre las capas de la corteza terrestre, se convirtió en un deslumbrante trapecio de luz en el que danzaban formas de colores.

Alguien le zarandeaba suavemente y al abrir los ojos vio a una chica que le observaba.

– ¿Qué tal?

– ¿A qué te dedicas? -preguntó él, sorprendido.

– A sentirme bien, como tú.

– ¿Y el resto del tiempo?

– ¿El resto de qué tiempo?

– De cualquier tiempo.

– Hago esto.

– ¿Todos los días?

– Todos los fines de semana. Viernes, sábado y domingo. El resto de la semana…

– ¿Qué?

– Tengo que quedarme en cama; es necesario. Mañana, ya verás…

Shahid estaba colocado y acelerado, se sentía líquido, como si huesos y músculos se le hubieran convertido en lava en el horno de su estómago. Pero lo que acababa de decirle la chica chirriaba. En algún sitio de su mente acechaba la desolación: las cosas que le gustaban se habían esfumado y no sólo era incapaz de localizarlas, sino que tampoco recordaba cuáles eran. Necesitaba un bolígrafo para enumerar los motivos por los que valía la pena vivir. Pero ¿qué habría en esa lista comparable a la sensación de aquella droga? Había penetrado un secreto peligroso; una vez revelado, gran parte de su vida, vista desde aquel elevado punto de observación, parecía del todo insignificante.

Entonces la chica y él empezaron a besarse, dándose la lengua hasta sentir que se les fundía la cabeza.

Alguien se tumbaba junto a él y le tiraba del hombro. Shahid no hizo caso. La habitación se había convertido en un cuerpo anónimo, una boca y un beso. Luego le forzaron a volverse; era Deedee, que se acercaba a él con una mirada feroz antes de apartar a la chica y lanzarse a su boca.

Le tomó de la mano y se lo llevó. Fueron los primeros en tirarse a la piscina.


Se encaramaron al silencio del taxi y descubrieron que sus oídos ansiaban música como el estómago reclama comida, pero no había. Deedee apoyó la cabeza en su hombro.

– Cuéntame un cuento.

– ¿De qué clase?

– Pues romántico, y sexy. -Cerró los ojos-. Me lo imaginaré mientras me lo cuentas. Esta noche atravieso las esquinas con la mirada.

Al principio, por temor y vergüenza, dio al cuento un tono deliberadamente infantil, pero como ella le tiraba de la solapa y le lamía la oreja a medida que él vacilaba, se vio obligado, por exigencias del auditorio, a inventar un argumento bastante retorcido y obsceno, una historia para excitarla.

Shahid ya reconocía el barrio.

– No contarás esto a nadie, ¿verdad? -dijo ella.

– Por supuesto que no. -Él vio que aquello la seguía preocupando-. Te lo prometo, nena.

– Sí, llámame nena -dijo, dándole un beso en la cara-. Nena, nena, nena. -Pero seguía inquieta-. Ojalá no fuese siempre la más vieja en estas cosas.

– Ojalá no te preocupara eso.

– Me recuerda que todas mis amigas están casadas o viven con alguien. La mayor parte de ellas tienen al menos un hijo. Ni se les ocurriría hacer esto. No podría ni empezar a contárselo.

Shahid reconoció la calle, pero todos los portales eran idénticos. Ella se reía mientras le ayudaba a probar su llave en varios edificios. Al fin funcionó en uno y entraron en el vestíbulo, que olía a meadas de gato. El taxi esperaba. Besándose, cayeron contra la pared.

– ¿Otra vez?

– Otra y otra vez -repuso ella.

Shahid subió a su habitación repitiendo «otra y otra vez» hasta que las palabras perdieron todo sentido.

Podía dormirse, pero sabía que al despertarse la vida sería trivial. ¿Por qué tenía Deedee que haberse marchado? ¿Por qué no estaba con él ahora? ¿Por qué no había sido capaz de invitar a su profesora a pasar la noche con él después de aquellos inolvidables momentos en la piscina de los sueños?

Al entrar en el cuarto, se quitó la ropa y se dejó caer en la cama, pensando que ella debía de estar de camino. Al bajarse del taxi, sin duda habría encontrado la soledad insoportable. Venía hacia él por las calles de ardientes osos polares, sabiendo que la esperaba. Al fin y al cabo, en el taxi le había musitado -y eso es lo que estaba deseando oír desde que era un muchacho-: «¿Me dejarás chupártela? Me encantaría tener tu polla en la boca.» Lo había dicho, ¿no?

Pero ahora que la felicidad iba a llegar por fin, le castañeteaban los dientes. ¿Sería capaz de satisfacerla? Ni siquiera se sentía los cojones. Al encontrarlo en aquel estado, sin duda volvería a ponerse su chaqueta de Katharine Hamnett y bajaría brincando las escaleras entre la boquiabierta cola de Riaz. Cogería un taxi hasta un club del West End; imaginó que entraba corriendo y se arrojaba en brazos de un hombre alto con esmoquin que la había estado esperando.

Pero no tenía que estar acostado en pijama cuando ella llamara al timbre. Podía estar levantado…, ¿haciendo qué? Preparando una tortilla. Se puso los pantalones y el walkman, abrió las llaves de los tres hornillos de gas y se tumbó en el sucio suelo junto a la cocina, resuelto a permanecer despierto hasta el momento de cascar los huevos; si encontraba alguno. A lo mejor traía ella. Sí, ella lo sabría.

Qué más había dicho, pensó, sacándose la picha y acariciándose para ponerse en forma. (Llegaría en seguida; se desnudaría y se acostaría a su lado; por la mañana irían a la universidad: amantes.) Al despedirse se había disculpado por llevarle a sitios donde sólo había blancos.

– La White Room es muy…, bueno, ya sabes, blanca.

¿Qué era ese ruido? Estaba llamando. ¡Había llegado! Tenía que abrir. Pero no podía moverse; la habitación daba tantas vueltas que ni siquiera podía apoyarse en el suelo con la mano. Pero ella tenía que saberlo. De todos modos no había cerrado con llave. Iba hacia él, ligera como un ángel.

¡Le despertaba! Se removió mientras ella, cálida como una madre, le atraía a sus brazos, donde se disolvió.

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