En aquel trayecto, de vuelta a casa, hubo otra perturbación de orden diferente. Había sido la mejor noche. Ahora quería soñarla de nuevo, gozando de los recuerdos.
Pero sentado en los deslucidos asientos de la Northern Line y pasando los túneles entre estaciones con el coño, el culo y el sudor de Deedee en la lengua y los dedos, y untados los labios de todo ello, se sintió inmerso en un clima carnal. Un orgasmo incomparable, como una espléndida salida nocturna, podía durar todo el día, ella tenía razón.
Aquel estado de ánimo también lo suscitaba, quizá, una fantasía con la que Deedee se masturbaba. Paseaba por la ciudad con tacones altos, los labios pintados y un largo vestido transparente, visibles el coño y los pezones: no la tocaban, pero sí la miraban. Al caminar veía a los hombres que la miraban, y mientras se masturbaban, ella se acariciaba.
Pero sobre todo era porque hoy notaba que, aunque los secretos del deseo estaban velados, en todas partes había tensión sexual. Imposible dudar de su palpitante radiación. Bajo la trivialidad y la rutina de una jornada corriente discurrían, como los cálidos y deshabitados túneles del metro bajo la ciudad, el galanteo, la pasión y la más honda curiosidad. La gente se vestía, accionaba, se movía con afán de exhibirse y atraer. Se calibraban unos a otros, fantaseaban, queriendo desear y ser adorados.
Faldas, zapatos, peinados, miradas, gestos: el encanto y la fascinación estaban en todas partes mientras el mundo se dirigía al trabajo. Y esa seducción no era un paso previo para el encuentro sexual, sino la sexualidad misma. No cabía la inocencia. La gente ansiaba embrujo, deseo, sentimiento. Quería ser besada, acariciada, chupada, abrazada y penetrada más de lo que era capaz de admitir. El andén de Baker Street era la misma Arcadia. No había imaginado que lo extraordinario existiera con aquella fuerza en la Jubilee Line. Hoy podía ver y sentir la tentación. Deedee había accionado la llave de sus sentimientos.
Mientras caminaba, Shahid recordó algo que contó una vez su hermano. Chili era objeto de los ataques de una de sus amigas, que afirmaba no haber conocido nunca a nadie tan mujeriego. Un individuo que, sobre todo si llevaba su traje Comme des Garçons, al cruzarse en la calle con una chica guapa prácticamente se le echaba encima sin mediar palabra. Ni se molestaba en mirarle la cara. Chili lo reconoció. Su actividad sexual era indiscriminada porque en cada mujer creía encontrar algo único e inestimable.
– Bajo las sábanas uno siempre es un buscador de perlas.
Chili estaba seguro, además, de que ellas descubrían algo vivo en él. La muchacha argüyó que simplemente trataba de justificar un comportamiento vampírico, pero Chili repuso que eso era lo de menos. Insistía en la idea de que en cierto modo, a veces, la impersonalidad tenía algo de sagrado.
– ¿No es eso lo que creen los cristianos? -inquirió.
– ¡Por Dios santo, Chili! -exclamó la chica-. ¡Esta vez te has pasado!
– No, en la cama me porto como el mismísimo Cristo.
Shahid salió del metro y se puso a callejear por los alrededores de la residencia. Debió de estar diez minutos dando vueltas, tomando resueltamente una dirección, parándose y encaminándose indeciso por la contraria. Deseó estar comiendo croissants con mantequilla y bebiendo café con Deedee. ¿Por qué se había separado de ella? ¿Qué era lo que quería hacer con tanta urgencia?
Sí; había algo importante. No podía abandonar a sus amigos; luchaban por algo; eran su gente; se había comprometido con ellos.
Volvió apresuradamente al metro. Cogió otra línea, hacia el East End, y cruzó la barriada a paso vivo, dejando atrás los coches oxidados y quemados.
– ¿Dónde te has metido? -Chad tenía los ojos velados de fatiga-. Vienes muy tarde.
Shahid era consciente de que en la penumbra del piso sus ojos relucían como diamantes. Lo último que deseaba era que Chad notase que emanaba luz. Adoptó su expresión de mayor desdicha.
– Puedes echarte a dormir un poco. Tengo que ir a un recado.
– De compras, ¿eh? ¿Qué recado?
– Una baguette. Pan francés.
– ¿Es que la comida india no es lo bastante buena para ti?
Chad llevaba su habitual ropa informal con una gorra blanca. Pero hoy se había colgado al cuello un silbato plateado con una vistosa cinta verde. A Shahid le encantó; le recordó al Trevor del que había hablado Deedee, el Trevor que Chad negaba ahora. Era a esa parte de Chad a la que Shahid quería llegar. Resolvió decir a Chad que sabía quién era Trevor.
– Oye, Chad…
– ¿Qué?
– Lo que quiero decir, hermano…
Pero Chad le volvió la espalda y ensayó unos mandobles con su arma. Shahid se sentó, tarareando para sus adentros «Sexual Healing», el himno de Chili. A todas horas, desde la trastienda de la agencia de viajes o al paso del coche por las carreteras comarcales, se oía susurrar a Marvin: «Levántate, despierta, vamos a hacer el amor esta noche.»
– ¿Qué ocurre? -preguntó Shahid-. No ha pasado nada, ¿verdad?
– No. A la hora de la verdad son unos cobardes. ¿Y a ti qué te pasa?
– ¿Me quieres escuchar?
Chad se puso en cuclillas con las armas alrededor, lo más lejos posible de Nina y Sadiq. La pareja se había ofrecido para la tarea más ardua. Ante la prohibición de besarse o tocarse, les gustaba pelearse: Sadiq le había dado un pellizco y ahora Nina acechaba la ocasión de devolvérselo, mirando recelosamente a Chad y a Shahid, como si fuesen profesores. A Chad no le gustaba que las hermanas los acompañasen, pero ellas, entregadas a la causa, habían insistido; eran ellas, animadas por Riaz, quienes tenían que presentar excusas a sus padres.
– ¿Recuerdas, hermano Chad, cuando nos conocimos en el restaurante de Hat y te dije que era paquistaní, contándote un montón de problemas?
– ¿Y qué?
– Iba a decirte que supongo que tú también pasarías por malos momentos.
– Sí -repuso Chad en tono cansino. Algo le preocupaba, evidentemente, pero no lo que decía Shahid.
– Y quería decirte, Trev…
– ¿Has visto a tu hermano? -le interrumpió Chad.
– ¿A Chili?
– Sí, ése. ¿Lo has visto?
Shahid estuvo a punto de decir que no. Pero el tono de Chad lo contuvo. Pero ¿por qué no tendría que haber estado con Chili? No veía el motivo. Fuera lo que fuese lo que hubiese pasado, no quería estropear su estado de ánimo -el rastro de los besos de su amante permanecía en su rostro, el aroma de su cuerpo en sus manos- discutiendo con Chad.
– ¿Por qué, hermano?
Chad cogió un jersey y se lo lanzó a Shahid.
– Chili te manda esto. Para que no se te enfríe el culo, dice.
– ¿Cómo sabe dónde estoy? ¿Cómo se ha enterado de esto?
– ¿Que cómo se ha enterado? ¿Tú que crees? Se ha alojado en tu habitación. El hermano Riaz ha tenido el placer de encontrárselo en el pasillo. ¿Y sabes qué pasó?
Shahid sintió la boca seca. Nina y Shahid dejaron de jugar.
– ¿Qué?
– Chili amenazó al hermano Riaz.
– ¿Cómo?
– Acusó al hermano de llevar una camisa suya.
– Oh, no.
– Riaz no sabía de qué estaba hablando.
– ¿Qué pasó?
– Riaz no le hizo caso, Y ahora contéstame: ¿dejaste entrar a Chili en tu habitación?
– ¡No! Las puertas no detienen al loco de mi hermano. Entra y sale cuando le da la gana.
– No importa, no es él quien me preocupa ahora. Sino tú.
– ¿Yo?
– Pasaste la noche en otro sitio -le acusó Chad, inclinándose hacia adelante- ¿Dónde has dormido?
Chad creía que era de su propiedad. Querían que les perteneciese por completo; ni una parte de él podía escapárseles. Pero Chad cometió un error al enfadarle.
– ¿A qué vienen esas preguntas? ¿No te fías de mí? ¿Es eso lo que insinúas? -Shahid miró fijamente a Chad-. ¿Y me puedes decir dónde está Chili ahora?
– ¿Estás ocultando algo, Shahid? -gruñó Chad.
– ¿Cómo qué?
– Tú sabrás.
– Por favor, hermano Chad, no tengas tan mal genio. He estado tratando de arreglar unos asuntos familiares. ¿No te he dicho que mi familia tiene un piso en Knightsbridge? -Chad frunció el ceño-. ¡Pero ya estoy aquí! ¿Es que no me ves?
– Te veo con demasiada claridad.
Shahid necesitaba saber por qué había estado Chili en su habitación; sus mocasines no solían honrar un linóleo tan deteriorado. De todos modos, con Chad era inútil hablar de eso.
Chad no le quitaba la vista de encima. Shahid rogaba que Deedee le hubiera limpiado bien la cara de sombra de ojos Molton Brown y pintalabios Auburn Moon.
– ¿Me has llamado paquistaní, hace un poco? -inquirió Chad, alzando la voz.
– Sí, intentaba decirte…
– Nada de paqui. Yo, musulmán. Nosotros no nos disculpamos. Somos gente que afirma una cosa importante: ¡el placer y el egoísmo no lo es todo!
– Riaz dice que eso es un pozo sin fondo -murmuró Shahid.
– ¿No es una frase estupenda? -exclamó Chad, inspirándose. Shahid vio que se le había pasado el mal humor, de momento-. Un placer, a menos que existan límites estrictos, sólo puede llevar a otro. Y cuanto mayor sea el placer físico, menos respeto habrá hacia el prójimo y hacia uno mismo. Hasta que nos convertimos en bestias. Hay quienes se pintan la cara.
– ¿Qué?
– Después de afeitarse se dan lociones. Por dentro están sucios, son un desastre. Pero nosotros somos diferentes.
– ¿Cómo podemos ser diferentes? -Shahid observó que Nina y Sadiq se apartaban el uno del otro-. Viviendo en toda esta… ruina.
La cuestión satisfizo a Chad.
– Excelente pregunta.
Shahid escuchó con atención: una horrible tormenta se estaba formando en su mente.
– Nosotros hemos ido más allá de las sensaciones, pasando a una concepción espiritual y controlada de la vida -explicó Chad-. Miramos al prójimo con respeto, y no pensando en cómo podemos utilizarlo. Trabajamos para los demás, y eso es lo que estamos haciendo aquí.
– Ya.
– Si perseveramos en eso -prosiguió Chad-, por mucho que quieran corrompernos podremos resistir.
– Comprendo.
– Me alegro, hermano, me alegro mucho porque veo que flaqueas.
– ¿En serio?
– Es una tarea difícil, pero Alá está de nuestro lado. ¿Qué tiene de malo la idea de vivir en la pureza?
– Nada.
– Exacto. Nada. Una persona será sin duda más madura si se domina a sí misma en vez de someterse a cualquier deseo, ¿no?
– Creo que tienes razón, probablemente.
– ¡En efecto! Algún día habrá un cambio radical. ¡Sueño con eso!
Chad empezó a pasear por la habitación como hubiera hecho Riaz, complacido de su discurso y musitando frases como si se dirigiese a la multitud en la mezquita.
La ausencia de Riaz era molesta. Sin su jefe, el ambiente estaba desconectado, disperso; el grupo se infantilizaba, olvidando los motivos de sus acciones. Y Chad parecía disfrutar imaginando que tenía cierta autoridad sobre ellos. Shahid se preguntó si a Chad no le apetecería ocupar el lugar de Riaz. De todas formas, Shahid entendía lo que Chad quería decir. Se había equivocado al burlarse o desechar sus ideas. Chad podía resultar arrogante, pero hablaba desde una experiencia angustiosa.
Shahid se sentó en silencio, la atmósfera era tensa. Al principio, la mujer que vivía allí había disfrutado de su compañía. Pero ahora le había dado por fruncir el ceño y recluirse en el dormitorio con sus hijos. Quizá se debiese a la insistencia de Chad en hablar con ella en urdu, cuyo estudio había emprendido de nuevo. La mujer lo miraba como si hablase en galés y, sin duda, los frenéticos gestos con que se ayudaba en sus tentativas la ponían nerviosa.
Y así, en aquella habitación mugrienta y demasiado iluminada, donde todo el mundo parecía cansado, Shahid, inmerso de nuevo en lo cotidiano -y temeroso, también, de un ataque racista- volvió a pensar en Deedee. Y fue como escuchar su música preferida; ella era una canción que le gustaba oír. Evocó la forma en que le había vuelto suavemente la cabeza para besarle la oreja, como si en aquel momento sólo la atrajese esa parte de su cuerpo. Recordó también el modo en que le había besado la mano, apretándola contra sus ojos, mejillas, labios, marcándole de amor.
Pero en vez de sumergirse en el cálido recuerdo del amor al que se habían entregado y de los placeres que ella le había revelado y que podían repetir y ampliar voluptuosamente en el futuro, notó una sensación amarga, de desengaño. ¡Cómo había anegado sus sentidos en las últimas horas! ¡A qué ilusiones se había sometido! ¡Qué torrentes de basura inspirada por la droga había dejado correr por su cabeza! ¡Cuántas fantasías triviales había confundido con visiones! ¡Hasta en el andén de Baker Street!
Afortunadamente, la llegada de Tariq le distrajo de sus pensamientos. Entonces informó a Chad de que iba a visitar la mezquita. Después patrullaría por el paseo, para ver cómo andaban las cosas fuera.
Chad no pudo negarse.
– Pero ten cuidado -le advirtió-. Lo mismo quieren cogernos por separado.
Algo que notó en Shahid debió conmover a Chad, porque le dijo que iba a regalarle una cosa. Mientras Shahid guardaba el cuaderno y sus plumas preferidas, Chad cogió una bolsa de plástico y se la entregó.
– Para ti.
– ¿Qué es?
– Míralo.
Era un salivar kamiz, lo extendió y lo mantuvo en alto.
– Es precioso.
– ¡Sí!
Shahid se lo llevó a la mejilla.
– ¿Es para mí?
– Pues claro. Yo tengo uno. ¿Quieres ponértelo?
Observó cómo Shahid se ponía, por primera vez, «el atuendo nacional». Chad lo examinó bien antes de presentarle un gorro blanco que ocultaba detrás de la espalda. Se lo ajustó en la cabeza, se retiró un momento y le dio un abrazo.
– ¡Estás magnífico, hermano!
– Gracias, Chad.
– He pensado que te sentaría bien. Espera a que te vea Riaz. Y Tahira. Se sentirán muy orgullosos. ¿Cómo te sientes?
– Un poco raro.
– ¿Raro?
– Pero bien, muy bien.
– Estupendo.
Shahid se puso encima el jersey y la chaqueta y se fue. Chad salió a la puerta y lo despidió con el brazo cuando doblaba la esquina. Sintiéndose aún más llamativo entre los pliegues del amplio y cómodo salwar, Shahid recorrió las tres paradas de metro.
Rezó lo mejor que supo, repasando mentalmente las instrucciones y exhortaciones de Hat; pidió a Dios que le otorgara el conocimiento, la comprensión de sí mismo y de los demás, la tolerancia. Sintiéndose desprovisto de pasión y, en cierto modo, liberado y purificado, se sentó tranquilamente con el cuaderno.
Distribuidas en tres plantas, las estancias de la mezquita eran tan grandes como pistas de tenis. Después de charlar a la entrada, donde se quitaban los zapatos antes de retirarse a hacer las abluciones, se congregaban allí hombres de tantos tipos y nacionalidades -tunecinos, indios, argelinos, escoceses, franceses-, que sin saberlo de antemano habría sido difícil adivinar en qué país se encontraba la mezquita.
Allí quedaban excluidas la raza y las barreras de clase. Había hombres de negocios con trajes caros, otros con uniforme del metro de Londres o de la dirección de Correos; ancianos encorvados, vestidos con salwar kamiz, manipulaban sartas de cuentas. Jóvenes elegantes con cola de caballo que trabajaban con ordenadores intercambiaban tarjetas comerciales con otros vestidos de traje. Cuarenta etíopes con túnicas se sentaban al fondo de la nave, escuchando a uno de los suyos.
Entre los hombres que rezaban corrían por la inmensa alfombra niños con sus mejores trajes y niñas vestidas de blanco con lazos en el pelo. Algunos visitantes estaban tendidos en colchones arrimados a la pared, durmiendo. A su alrededor tenían teteras, botellas de agua y sus enseres en bolsas de plástico. Otros se pasaban horas sentados contra las columnas con las piernas cruzadas, charlando. Y los había tumbados de espaldas, dormidos en el centro de la nave, con un brazo sobre los ojos. Personas que no se conocían hablaban entre sí. Era un ambiente tolerante, pacífico, medidativo.
Sí, reflexionó Shahid, se había zambullido en un río de deseo y excitación. Y pronto, sin duda, estaría embotado pero no saciado: esas sensaciones no bastarían. ¡Necesitaría más y acabaría lanzado al «pozo sin fondo»! Riaz lo entendía. Tenía que aprender de él y de Chad.
Lo habían tentado. Y había caído de cabeza. Pero el ir allí había sido buena idea. Había recobrado el juicio antes de que fuese demasiado tarde. Aunque se detestara a sí mismo, también merecía elogio por haber recobrado la pureza. ¿No había logrado salvarse, saliendo del remolino y volviendo a casa? Sí y no. Seguía inquieto; no podía tranquilizarse. Incluso en aquellas frescas estancias donde sentía más sosiego que en ninguna otra parte, no dejaba de pensar, justificándose y criticándose mordazmente. Sólo estaba seguro de una cosa. Dejaría a Deedee antes de que se complicaran más los sentimientos. Se lo diría mañana. Podría dedicarse por entero a su trabajo con Riaz.
Una vez tomada esa decisión, se puso en pie, recogió los zapatos del estante y salió, guiñando los ojos, a la calle. Atravesó un mercadillo en cuyos bulliciosos puestos vendían maletas, relojes, casetes; los vendedores pregonaban a gritos aparatos para enhebrar agujas, exprimidores de naranjas, adornos de plástico para visillos de encaje. Era una transición brusca; le resultaba difícil conciliar lo que pasaba en la mezquita con la animada diversidad de la ciudad.
Sus amigos contaban historias, en términos religiosos, sobre el origen de todas las cosas, explicando que Dios les dio la vida, lo que ocurría después de la muerte y por qué sufrían persecuciones. Eran historias antiguas y útiles, sólo que hoy podían ser socavadas y ridiculizadas por otras más demostrables, lo que quizá daba más determinación a sus partidarios.
El problema era que, cuando estaba con sus amigos, esas historias le subyugaban, pero cuando los dejaba, como quien sale del cine, el mundo le parecía más sutil e inexplicable. Era consciente, también, de que esas historias eran invención de hombres y mujeres; no eran ni ciertas ni falsas, sólo productos de esa facultad maravillosa pero poco digna de confianza que William Blake denominaba «el cuerpo divino en cada hombre». Pero sus amigos no reconocían ni una pizca de imaginación en el cuerpo de sus creencias, pues eso lo envenenaría todo, haciendo humana su convicción, estética, falible.
Comprendía, sin embargo, en qué se equivocaba Brownlow. No se trataba de la verdad o falsedad de esas creencias, ni de si podían o no demostrarse, sino de afiliación. En el tiempo que pasó deambulando por las calles, había observado que las razas estaban divididas. Los chicos negros salían juntos, los paquistaníes se visitaban unos a otros y los bengalíes se conocían entre sí desde tiempo atrás, igual que los blancos. Aunque no se percibía hostilidad -y había mucha, aunque fuese implícita; su madre, por ejemplo, solía hacer comentarios desdeñosos sobre los negros, diciendo que eran perezosos, mientras que respetaba a los blancos de clase media-, los grupos se mezclaban poco. ¿Llegarían a cambiar las cosas? ¿Y por qué? Algunos individuos hacían un esfuerzo, pero ¿no se estaba disgregando el mundo en tribus religiosas y políticas? La división se daba por sentado, cada uno con lo suyo. Pero ¿adónde conducirían esas desuniones, sino a diversas clases de guerra civil?
Y algo más apremiante: si todo el mundo se daba tanta prisa en adherirse a su propio grupo, ¿cuál le correspondía a él?
Al volver al barrio sintió que perdía el ánimo y al mismo tiempo se puso en guardia. Sacó la navaja que ahora llevaba -Chad no permitía que ninguno saliese desarmado-, atento a posibles atacantes. Había poca gente por la calle. Sentado en un muro, mantuvo la vigilancia con «Sign o' the Times» en los auriculares, solo con los cuadernos negros que iba llenando rápidamente. Al final del último empezó a redactar un relato erótico para Deedee, «La alfombra de la oración carnal», para enviárselo como regalo de despedida.
Pero Deedee y él no sólo se procuraban sensaciones. La noche anterior, cuando le contó que había prestado a Chili Cien años de soledad, ella repuso que acababa de leer La educación sentimental. Contenía escenas espléndidas, le aseguró; parecía una película. Pero algunos libros le costaban trabajo, igual que ir al gimnasio. También había probado con La pequeña Dorrit, en navidades. La lectura seria requería dedicación. ¿Quién la consideraba una actividad provechosa en aquella época? ¿Y cuántos conocían un libro tan bien como Blonde on Blonde y Annie Hall, o como a Prince? ¿Podía la literatura conectar así a una generación? Algunos estudiantes excepcionales leían libros difíciles; pero los más no lo hacían, y no eran estúpidos.
La música que escuchaban sus alumnos, la forma de bailar, la ropa y el lenguaje les pertenecían, era un estilo de vida. Ella intentaba entrar en ello, ampliarlo, hacer preguntas. No era agradable oír decir que la cultura no servía para nada, sobre todo si la gente no entendía su finalidad. Tal como estaban las cosas, la gente estaba continuamente informada de su propia inferioridad. Muchos consideraban hipócrita e ilusoria la cultura de la élite blanca. Para algunos, eso era una excusa de la pereza. Otros lo consideraban justificado: no querían conocer una cultura que los humillaba profundamente.
Pero había una clase de libros que le gustaba en aquellos momentos. Deedee confesó que leía en secreto novelas de «polvos y lujo» como otros comían chocolate en la cama, por la ropa, las escenas sexuales, los restaurantes, los hoteles. La avergonzaban más, sin embargo, las docenas de libros prácticos que consumía. Muchas mujeres los leían, explicó, para tratar de comprender por qué no eran más felices, por qué no se habían realizado sus expectativas. Ella prefería pensar en las necesidades que tales libros satisfacían antes que fastidiar a la gente con la literatura, que sólo los eruditos consideraban crucial y la gente normal sólo leía en vacaciones.
Shahid empezó a pasearse de un lado a otro, tercamente, diciendo que él no soportaba esas cosas. Lo había intentado, pero la literatura era mejor en todos los sentidos, la diferencia saltaba a la vista, mira las primeras páginas de Tom Sawyer. Por eso se llamaba literatura. Tenía intención de ponerse a leer libros pesados. Turguéniev, Proust, Barthes, Kundera: ¿qué tenían que decir? ¿Por qué se les estimaba?
Y otra cosa. No siempre le gustaba que le pusieran a Madonna o George Clinton en clase, ni que le diesen una conferencia sobre la historia del funk como si fuese más «suyo» que Padres e hijos. Cualquier expresión artística era «suya» si demostraba sus méritos. Él no se privaría de lo mejor.
Habían discutido apasionadamente pero sin acritud, modificando ambos sus puntos de vista. Deedee siempre le estimulaba las ideas. Y ahora iba a dejarla.
Para entrar en calor se puso a andar a paso atlético por el paseo que rodeaba el edificio. Se cruzó con un anciano, vio a un chico negro que caminaba en sentido contrario al suyo y, en una ocasión, un muchacho de aspecto colérico se le puso delante obligándolo a desviarse. Aparte de eso, por allí no había nadie.
Entonces, no muy lejos, oyó voces. Tres o cuatro hombres estaban cantando. Pero ¿qué? Se devanó los sesos antes de reconocer «Rule Britannia». Para alivio suyo, el cántico se desvaneció. Empezó de nuevo, minutos después, unas veces más arriba de donde él se encontraba y otras más abajo. Estaba convencido de que la letra iba dirigida a él. Siguió andando, volviéndose aquí y allá. Le iban a pisar la cabeza.
Aquella gente del barrio, la que le estaba rodeando ahora, por ejemplo, cuando no le aterrorizaba le dejaba perplejo. Tenía que traer allí a Deedee para comentarlo. Quería decir que no le gustaba patrullar el barrio como un británico en la India.
En las primeras páginas del cuaderno estaba haciendo retratos literarios de los inquilinos del bloque que, pese a ser vecinos durante años, se robaban entre sí periódicamente. Una mujer que había charlado con Shahid -llamándole su cariño morenito y pasándole la mano por el pelo porque no lo podía resistir-, le contó que una vez había ido a apuntarse al paro y al volver se encontró con el piso vacío: alfombras, radiadores, bombillas, camas, chucherías, todo había volado. Le dijo que, si se era inteligente, al salir había que dejarlo todo guardado en una habitación, tras una puerta blindada. O comprarse un doberman, salvo que como no habría dinero para alimentarlo siempre estaría muerto de hambre y podría arrancar la cara a un niño de un mordisco.
Los chicos con iniciativa, que no llegarían a nada, quizá los que le perseguirían aquella noche, rebuscaban en la basura, robaban coches y casas, vendían hierba y coca. Algunos eran aficionados al robo con escalo. Llevaban navajas, se entrenaban, sabían que tenían que ser despiadados. ¿No había historias de muchachos como ellos que tenían un BMW, un piso en los muelles, tías buenas, novias finas? Pero allí no había dinero que ganar. Lo único que conseguían eran adicciones, cicatrices en la cara y cinco años de cárcel, como mínimo.
Shahid pensaba a veces que Riaz tenía razón. ¿No poseía aquella gente lo justo para que la vida le resultara soportable? Ninguno se moría de hambre. No eran campesinos. Pero en aquel sitio no había Dios, ni creencias políticas ni sustento espiritual. ¿Qué gobierno o partido consideraba que esa gente merecía la pena? Todo el trabajo disponible era de la peor especie. La mujer le dijo a Shahid que sólo si llamaban la atención podría mejorar algo su situación.
– ¿Y cómo lo conseguirían?
– Pegando fuego a todo este jodido sitio.
Por todas partes veía Shahid a personas con los ojos abrasados de culpa y resentimiento. Quizá pertenecieran a la especie que se encargaba de los campos de concentración. ¿Es que no tenían orgullo ni vergüenza? ¿Cómo podían soportar su propia ignorancia, vivir sin cultura, reducidos a ver seriales las tres cuartas partes del día? Estaban indefensos, perdidos. A Shahid se le ocurrió que el grupo de Riaz debía hacer algo en favor de los inquilinos del bloque, escuchar, dar información, no desdeñarlos a todos. Resolvió hablar del asunto con Riaz.
Riaz no llegó hasta la tarde del día siguiente. Shahid había patrullado toda la tarde y se quedó a pasar la noche. El frío, el miedo y el extraño cántico le dejaron agotado. Pero mientras Sadiq y Hat se instalaban frente a la ventana de la cocina por si oían el «Rule Britannia», él no lograba conciliar el sueño metido en el saco de dormir; acabó levantándose y se fue a leer a la cocina. Sentía nostalgia de Deedee, como si ya se hubiera separado de ella. Estaba convencido de que le olvidaría en un par de días, y de que era mejor terminar antes de que la relación se hiciese demasiado complicada.
Pero al llegar, Riaz no quiso saber nada del misterioso «Rule Britannia»; apenas dirigió la palabra a Shahid ni a los demás mientras Chad lo conducía a la cocina. Shahid fue tras ellos y se quedó frente a la puerta cerrada. Riaz explicó algo en voz baja pero convincente. Luego, dando un puñetazo en la mesa, Chad exclamó:
– Dios nos ha hablado. ¡Nos ha dicho que está aquí! ¡Él ve lo que está pasando y castigará a los impíos!
Momentos después, Shahid vio desde el balcón a Hat y a Riaz que se apresuraban por el paseo hacia la parada del autobús. Hat estaba encargado de organizar patrullas y volvería con nuevos voluntarios de la universidad, así como con comida del restaurante. Pero hasta Hat parecía preocupado últimamente, pues su padre empezaba a sospechar que en vez de dedicarse a sus libros perdía el tiempo con Riaz.
Debían de estar vigilándolos. Poco después de la marcha de Riaz y como una hora antes de que acabara el turno de guardia de Shahid, ocurrió algo.
Chad estaba en la cocina. Sadiq se había ido. El otro chico aún no había llegado. Shahid y Tahira estaban sentados con sus libros de texto. Tahira ofreció a Shahid una bolsa de pegajosos gulab jaman, consciente de que nunca se hartaría de comerlos.
– Echémonos a perder -dijo ella, riendo.
Mientras estaban juntos habían empezado a pensar que los racistas conocían su presencia y no querían presentar batalla: o eso, o esperaban una oportunidad. A Sadiq le habían tirado una botella desde un coche en marcha, pero como vivía en el East End estaba acostumbrado a sortear cristales.
Ahora se oyó un ruido en el buzón seguido del estrépito de un ladrillo arrojado contra la ventana reforzada, junto a la puerta.
Chad se puso en pie de un salto empuñando el arma. Shahid cogió un cuchillo de trinchar. Se detuvieron un momento, chocando la mano libre para infundirse valor.
Chad quitó la barra a la puerta. Tahira se puso el abrigo.
– Quedaos ahí -advirtió Chad, atisbando al otro lado de la puerta.
No vio nada. Con cautela, Shahid y él salieron. Tahira los siguió. Habían roto algunas farolas del paseo; el aire era tan frío que parecía una cortina de niebla. Entre la mortecina luz apenas se distinguía algo.
– Será mejor que llames para que vengan refuerzos -musitó Chad a Tahira.
Los dos hombres miraron en ambas direcciones. Sahid vio por el paseo a una mujer con un objeto en la mano. La acompañaban dos niños, ninguno de los cuales podía tener más de ocho años.
– ¡Eh!-la llamó Shahid.
En esto, la mujer, que iba en zapatillas, les arrojó un ladrillo partido y se dio a la fuga. Chad y Shahid los persiguieron. La niña, más pequeña, resbaló en lo alto de las escaleras y Chad la cogió del cuello del abrigo. La madre, con una gabardina llena de manchas echada sobre los recios hombros, se detuvo y les lanzó una mirada desafiante, agarrando al niño.
– ¡Chad! -exclamó Shahid-. ¡No!
Chad blandió su arma sobre la cabeza de la niña, agitándola. Quizá esperaba que lo contuviesen.
La cuadrilla armada exigía una jihad purificadora, pero eso no era en absoluto lo que habían pensado. Se encendieron luces alrededor. Se abrió una puerta por la que se asomó un rostro tatuado. Ladraron unos perros. Sin duda la policía estaba de camino.
Esperando que Chad se conformara con eso, Shahid gritó a la mujer:
– ¿No puede dejar en paz a esas personas? ¿Qué daño le han hecho a usted? ¿Han ido a su casa a insultarla y tirarle piedras? ¿Son ellos quienes la han hecho vivir a usted en estos horribles pisos?
La niña escapó de la presa de Chad, corrió hacia su madre y, volviéndose, empezó a gritarles. La mujer, sin amedrentarse, echó la cabeza hacia adelante y les escupió. Pero sopló el viento y la saliva salpicó el pelo de su hija.
– ¡Paqui! ¡Paqui! ¡Paqui! -gritó. Su cuerpo se había convertido en un solo miembro encorvado con una abertura en la parte de arriba que vomitaba maldiciones-. ¡Nos robáis el trabajo! ¡Nos quitáis nuestras casas! ¡Los paquis se apropian de todo! ¡Devolvedlo y marchaos a casa!
Salió huyendo con los niños.
– Tú quédate aquí -ordenó Chad a Shahid. Los dos estaban temblando-. ¡Pero no te apures, vienen refuerzos, Sadiq y Tariq vendrán en seguida!
Solo, Shahid deambuló por el paseo, sabiendo que la mujer volvería con bestias de cara de rata armados con bates. Sentía urgentes deseos de marcharse, pero su padre no había sido un cobarde, no había de eso en su familia. Y no es que a Chili, pensó, se le pudiera describir como un ortodoxo defensor de su comunidad. Una de sus amigas negras le convenció una vez para que participase en una manifestación antirracista; y cuando los del Frente Nacional gritaron: «¡Marchaos, paquis!», Chili, que llevaba un traje color visón, avergonzó a todo el mundo sacando su gruesa billetera, agitándola hacia los racistas y gritando a su vez:
– ¡Marchaos a vuestras viviendas municipales, indigentes!
Para distraerse, y por frustración, Shahid se esforzó en pensar en Deedee. La recordó quitando los cañamones de la hierba mientras preparaba un canuto, antes de dispararlos por la ventana con el dedo. Mientras desmenuzaba la hierba, distribuyéndola a lo largo del papel, levantaba la vista hacia él y sonreía. Después, se ponía el porro entre los labios y lo aparcaba allí, quitándoselo sólo para demostrar algún argumento, alzándolo frente a su rostro como si pesara. Entonces le encantaba oír música, poniéndola alta e inclinando la cabeza hacia atrás para hacer anillos de humo, perdida en una lujuriosa indolencia.
Shahid recordó cuando se tomaron los pelotazos de vodka; cómo jugueteaban sus manos sobre su cuerpo, con una vida cognoscitiva propia, y cómo las relaciones sexuales eran para ella como el baile, todo su ser receptivo y en movimiento. Él se sentía un inepto, queriendo únicamente meterle la picha; era incapaz de sentir ni tocar como ella. Deedee dijo que no acababa de localizar su sensualidad. Él quería saber si, con la práctica, podría obtener información al respecto. ¡Ah, ojalá pudiera estar lamiéndole el coño en vez de encontrarse en aquel precipicio, aterrorizado por si un chico blanco le clavaba una navaja!
Distinguió la sombra de un muchacho detrás de una columna y le oyó reír.
– ¡Eh! -gritó, dirigiéndose hacia él, para ver quién era.
El chico estaba solo. No era alto. Pero había desaparecido. Sin pensar, Shahid subió precipitadamente por un corredor y torció la esquina. Pasó frente a una puerta y siguió. Sólo con la mirada que le había echado, estaba seguro de haberlo visto antes. ¿Dónde?
Estaba en el ascensor, obstruyendo la puerta con la bota. Shahid no iba a entrar en aquel cajón metálico. Se contemplaron mutuamente. Bien parecido, con suave cabello rubio, el chico tenía un aspecto sucio. Sin embargo, llevaba unos mocasines presentables, pantalones de algodón y cazadora negra de cremallera.
– ¿Quieres algo?
Shahid receló una trampa. Miró a su espalda.
– ¿Cómo?
El chico le tendió la mano.
– ¿Sabes a lo que me refiero?
– Quizá -dijo Shahid, respirando de nuevo y tocando la mano que le ofrecían. El chico sonrió-. ¿Qué tienes?
– Conmigo siempre es una fiesta, tío. Mierda, tripis, éxtasis. Ya has catado mi género. Y sabes que es fantástico.
– ¿Lo he catado ya?
El chico echó a andar, entre contoneándose y cojeando. Shahid había estado de vacaciones en Jamaica y le reconoció cierta actitud jamaicana. Se preguntó si la habría adquirido en el colegio.
– ¿Vienes a dar un paseo?
Shahid vaciló.
– No temas, esta noche no hay verdaderos cazapaquis -aseguró el chico-. Están todos en casa, viendo el partido por la tele.
– Dinos entonces dónde viven esos cabrones -le pidió Shahid, alzando la voz y poniéndose a su altura-. Tú sabes quiénes son. Dínoslo.
– ¿Seguro que quieres conocerlos? ¿Qué vais a hacer, prenderles fuego? Para eso necesitaréis ayuda de un especialista. Yo puedo incendiar casas, si queréis.
Se llamaba Stratford, aunque lo conocían por Strapper. Meses antes, una familia asiática había escapado del piso que Strapper ocupaba ahora ilegalmente.
Shahid hacía esfuerzos por recordar dónde lo había conocido. Él afirmaba que se dedicaba a los negocios. Después de cierta insistencia -Strapper disfrutaba con el misterio-, resultó que había estado en la fiesta de la piscina a la que le llevó Deedee.
– ¿No te acuerdas de mí? Soy el camello eufórico de las escaleras. También te seguí una vez, por aquí.
– ¿Por qué?
– Para observarte. Llamaste por teléfono desde la parada de taxis. Supuse que estarías discutiendo con alguna chica. -Soltó una carcajada malévola. Y como si ambos comentarios estuviesen relacionados, añadió-: La civilización capitalista blanca ha llegado a su fin.
– ¿Sí?
– Eso ya lo sabes, ¿no? Por eso vas vestido así.
– Claro.
Lejos del bloque, Strapper condujo a un cauteloso Shahid por un solar helado. Había un coche apoyado en ladrillos y unos críos se dedicaban a quitarle piezas; al ver a Strapper y a Shahid titubearon un momento, antes de seguir con su tarea.
– ¿Estás seguro de que se ha acabado?
– Te lo digo yo, tío. Lo sé por experiencia. -Strapper hizo una pausa y continuó-: Policía, tribunales, correccionales, centros de rehabilitación, asistentes sociales. En serio, tío, yo conozco la ley por dentro. Y te aseguro que los blancos me han tratado como una mierda. Ni uno sólo cree en el amor fuera de su propia familia. Los negros y los paquis, los musulmanes, la gente humillada y marginada, esos son generosos y entienden el amor. Saben lo que son malos tratos. -Strapper se detuvo con las manos en los bolsillos-. Si no vas a comprar nada, me largo al oeste de Londres. El negocio marcha bien por esa parte. Así que… hasta luego.
– Yo también voy en esa dirección. Allí es donde tengo la madriguera.
– ¿Quieres que vayamos juntos? -le invitó Strapper-. Podemos charlar.
– Estupendo.
Strapper pidió a Shahid que esperase. Desapareció detrás de un garaje y volvió en seguida, guardándose algo en el bolsillo.
– No puedo llevar el género encima.
Strapper no desconfiaba de él. Eso le hizo pensar que podía hacerle preguntas personales, que le agradaría hablarle de su vida.
– ¿Qué te gustaría hacer de verdad en la vida, si tuvieras oportunidad? -le preguntó Shahid-. ¿Lo sabes?
– Si te lo digo, pensarás que te estoy tomando el pelo.
– No lo pensaré.
– Bueno, a mí no me gusta reírme de nadie -declaró Strapper-. Siempre he querido hacer algo relacionado con la arqueología.
– ¿Por qué no lo haces, entonces?
– ¿Crees que podría?
– ¿Por qué no presentas una solicitud?
– Sí, sí, ¿por qué no? -Strapper lanzó una patada a un perro que pasaba, rozándole el rabo enroscado.
– ¿No has aprendido algún oficio?
– Podría cubrirte de mármol el baño. ¿Tienes cuarto de baño?
– Mío, no.
– Bueno, pues cuando tengas uno acuérdate de que aprendí pintura y decoración en la cárcel.
Strapper acompañó a Shahid de vuelta al piso. Shahid quería ver si habían llegado los otros; en ese caso, podría marcharse.
– ¿Dónde viven esos racistas, Strapper? -insistió Shahid mientras subían en el ascensor-. Sólo indícanos su puerta y nosotros nos ocuparemos de lo demás.
Strapper rio de nuevo. Estaba seguro de sí; parecía saber de la vida más que ningún otro chico que Shahid conociese de esa edad. Le encantaba decir que había sobrevivido a cosas que sólo se ven en la tele. Su intuición, ya que no su escolarización, era profunda.
– ¿Qué problema hay? -repuso Shahid, riendo también-. No te pido que me escribas los nombres.
– ¿Quieres conocer a alguien que odie a otra raza? -Strapper dejó de rascarse lo suficiente para señalar hacia el sur de Inglaterra-. Llama a cualquier puerta. -Entraron al diminuto vestíbulo del piso. Añadió-: Claro que yo también he sido cabeza rapada.
– ¿Qué?
– Me gustaba el fútbol, ¿comprendes? En Millwall. Los negros siempre me andaban persiguiendo.
– No alces la voz, por amor de Dios.
– Una vez me pasaron al cuello una cuerda con un nudo corredizo y quisieron tirarme por un puente.
A raíz del susto anterior, se habían congregado algunos miembros del grupo: Sadiq, Tariq y dos de las hermanas estaban sentados en el suelo con el abrigo puesto y las armas en el regazo, mientras Chad les informaba de los acontecimientos. Cuando Shahid entró con Strapper, los miraron con recelo. Las dos mujeres volvieron el rostro. Strapper se quedó atrás, haciendo una mueca como si le ofendiera aquella actitud, pero sonriendo al mismo tiempo, aún pensando en cuando quisieron tirarle por el puente, probablemente. Por suerte, sabía mostrarse simpático.
– Este es Strapper -anunció Shahid-. Está de nuestro lado. Vive aquí.
Pero no se rompió el hielo. A decir verdad, Shahid aún no había visto con buena luz a su nuevo amigo. Ahora observó que, pese a sus facciones regulares, Strapper tenía la cara picada de viruela y con manchas, los ojos inyectados en sangre y cinco pendientes de oro en la oreja. En el dorso de la mano llevaba tatuada una hoja de marihuana.
Shahid recordó una expresión que Chili solía emplear en los años ochenta: «contacto útil». Seguro que Chad apreciaría a Strapper, un chico que vivía en el mismo bloque y conocía el barrio.
– Es un contacto útil. Quizá pueda ayudarnos.
– ¿Cómo te va, amigo Chad? -preguntó Strapper.
Chad se había puesto furiosamente pálido, o más pálido aún, y miraba fijamente a Strapper. No respondió.
Shahid se apresuró a recoger su antología de cuentos de Maupassant, un ensayo a medio terminar, sus guantes y un gorro de lana.
– Un respeto, ¿no? -dijo Strapper, aspirando aire entre los dientes.
Chad se cruzó de brazos. Shahid no se atrevió a mirarlo. Estrechó la mano a todos menos a Chad, se quitó el salivar en el baño y se marchó, con la sensación de que los estaba traicionando.
Strapper y él caminaron juntos hacia el metro. Al cabo de quince minutos, al ver el letrero rojo y azul de la estación, Shahid sintió alivio, como si al fin se encontrase fuera de peligro. Al entrar, Strapper dijo a Shahid que esperase a que el empleado mirara a otra parte. Shahid introdujo el billete y Strapper atravesó la barrera pegado a su espalda.
– Conozco a tu jefe, Trevor, Chad, o comoquiera que se llame ahora -anunció Strapper, ya en el metro-. Le vi andar por aquí el otro día, afilando su machete. Antes no me imponía respeto…, y me quería muchísimo.
– ¿A ti?
– Sí, tío, a mí. ¿Qué sabes tú? -Strapper sonrió con desdén-. Todo el mundo me quiere… en ciertos momentos. Soy más conocido que el Pupas. A Trevor le pasaba tiza, cracks ya sabes. Y todo lo que quisiese. Tenía dinero, ¿comprendes?
– ¿De qué?
– Explotaba a un par de chicas. Todo eso es agua pasada, ¿verdad? -Shahid asintió-. Qué suerte tiene. ¿Cuántos lo consiguen? Hay pocas oportunidades, tío. Pocas, pocas, pocas. Su gente le salvó la vida. Son puros. -Strapper se recostó en el asiento y añadió-: Tengo la impresión de que te conozco desde hace tiempo. ¿Sabes por qué?
– ¿Por qué?
– Tú eres paqui, yo delincuente. -Tenía una risa malévola y sarcástica, que pretendía llegar a lo fundamental dejando a un lado toda afectación-. ¿Cómo te sienta ser un problema para el mundo?
Cuando salieron del metro, Strapper dijo a Shahid que si quería localizarle o sabía de alguien que quisiera alegrarse la vida, lo encontraría en el Morlock. Estaba cerca. Aunque Shahid no creía que fuese a necesitarle, asintió a las indicaciones de su nuevo amigo.
– Hasta luego, tío.
– Hasta luego.