2

Momentos después, cuando Shahid abrió la puerta de su habitación, encontró a Chad a su espalda, dispuesto a entrar.

– Pasa -dijo Shahid, sin necesidad.

Chad cerró la puerta al entrar y, acercándose a Shahid, le preguntó en voz baja:

– ¿Qué tal está?

– Bien -contestó Shahid, comprendiendo que Chad se refería a su vecino y preguntándose si el pobre Riaz quizá tuviese alguna enfermedad. Desde luego no parecía tener una salud de hierro-. ¿Quieres beber algo?

– Tomaré agua, después. Francamente, tienes mucha suerte de vivir a su lado, ¿y dices que está bien, según tú?

– ¿Por qué no había de estarlo?

Chad escrutó el rostro de Shahid, como pensando que Riaz le había hecho partícipe de sus secretos.

– Bueno, bueno -dijo con alivio-. Estos últimos días me he mantenido aparte porque tiene que acabar un proyecto muy especial para él. Sé que pronto me dejará echarle el primer vistazo…, está a punto de concluirlo. Pero ¿no trabaja demasiado?

– Le dedica todo el tiempo -afirmó Shahid, en tono seguro.

– Hay mucho que hacer.

– Desde luego. -Animado, Shahid se atrevió a formular una pregunta-: ¿Sabes exactamente en qué está trabajando?

– ¿Cómo?

– Quiero decir… ¿es algo específico, aparte de lo normal?

– Pero si no habla de eso, Shahid.

– Ya sé, ya sé. Pero…

– Sí, es algo especial. Además de lo habitual: cartas a diputados, al Ministerio del Interior y a las autoridades de inmigración. Artículos de prensa. También intenta sacar dinero a ciertas empresas para fundar un periódico. Y se trae algo entre manos con los iraníes. No le gusta hablar de eso. Supongo que ya lo sabes. De todos modos…

Shahid notó la tristeza en la mirada de Chad, como si en todo aquello hubiese algo que le doliera profundamente.

– Lo que dijiste en el restaurante… me llegó directamente al corazón. -Entrechocaron los puños-. Hiciste bien en decirlo. El hombre que habla es como un león. Tú eres un león. -Chad abrió la puerta-. Vamos.

– ¿Adónde?

– Ven.

Shahid siguió a Chad igual que antes había seguido a Riaz.

Con una señal convenida, Chad llamó a la habitación que Shahid había creído vacante. A una palabra del interior, entraron.

Riaz estaba sentado de espaldas a la puerta, trabajando a la luz de una lámpara frente a un escritorio rebosante, de cara a la sala de bingo de la otra acera.

Chad se llevó el dedo a los labios.

– Chss…

A Shahid le gustó ver así a Riaz: unía la erudición, el estudio y la sed de conocimiento con la bondad.

La habitación era más grande que la suya, con el mismo papel combado. Pero estaba infinitamente más llena, de libros, papeles, carpetas y cartas. Todo amontonado en el suelo o rebosando de archivadores y como pegados en la repisa de la ventana, quizá con pringue de chutney o de encurtidos. Shahid estaba seguro de que algunas de las carpetas de aspecto quebradizo estaban hechas de nan o chapattis secos, contenían rancios poppadams y las habían atado con telas de araña.

En el piso de arriba estaba sonando un disco de Donna Summer y se oían gemidos masculinos. Shahid estuvo a punto de soltar una risita, pero intuyó rápidamente que ninguno de sus nuevos amigos le vería la gracia. Se preguntó si Riaz sabría que en la residencia, además de los inquilinos corrientes, había varios homosexuales. Encima de Shahid vivía un marica aficionado a las anfetaminas que no cesaba de limpiar los pasillos.

– Se podría comer en este suelo -decía cuando pasaba alguien.

A espaldas de Riaz, Chad empezó a llevar papeles de un inestable montón a otro. Miraba los lomos de los volúmenes descuadernados, los quitaba de una silla y los ponía en el suelo, en el sitio menos adecuado, donde tropezaba al retroceder de puntillas. Cuando Chad le puso un montón de papeles en los brazos, Shahid, interpretando el sentido de la maniobra, fue a colocarlos en la repisa de la ventana, pero tratando de no respirar sobre ellos.

Se derrumbó un estante, desparramando por el suelo un montón de libros en árabe; Chad recogió de debajo de ellos un estropajo, varias camisas, un par de calzoncillos y numerosos calcetines marrones. Los mantuvo un momento en alto, como pensando si la fotocopiadora sería el sitio más adecuado para la ropa sucia. Pero se la pasó a Shahid. Luego mantuvo abierta una bolsa de plástico mientras Shahid la metía en ella.

– Habría que llevarlo a la lavandería.

– Falta hace -convino Shahid, oliendo.

Chad lo miró con aire inquisitivo.

– La lavandería está abierta toda la noche -recordó.

– Qué gran ciudad es ésta.

– Con muchas tentaciones para los jóvenes.

– ¡Ah, sí! -exclamó Shahid-. Gracias a Dios.

– Pero la lavandería es útil.

– Mucho.

Por la mirada de Chad, Shahid comprendió que esperaba que fuese él a la lavandería a lavar la ropa de Riaz. ¡Era injurioso!

A punto de negarse, vaciló. ¿No sería grosero? ¿No andaba buscando compañeros asiáticos interesantes? ¿Por qué mostrarse orgulloso cuando las cosas empezaban a mejorar? ¿Quería pasarse solo todas las tardes?

Al salir de la habitación, vio que Chad sonreía disimuladamente. Hasta él soltó una risita mientras caminaba airosamente por la calle con la bolsa al hombro.


Era tarde y la lavandería estaba desierta. Metió aquel hedor en la máquina, introdujo unas monedas en la plateada ranura, apretó el botón y salió.

Se desvió de la calle principal y se dirigió hacia una urbanización amplia y oscura. Estimulado por el alivio de la confesión hecha en el restaurante, caminaba deprisa, sin importarle dónde estuviera. Se encontró bajando un tramo de escaleras y subiendo por la zona del aparcamiento subterráneo, sin coches, sólo con basura a medio quemar. Era un sitio asqueroso, y fácilmente podría aparecer por allí algún gamberro con una navaja. Pero él no era aprensivo. Prefería las espectrales sombras de la ciudad al tenue sol de la campiña.

Extendió la chaqueta y se sentó bajo una luz turbia. Anotaba todas sus impresiones, como si el hecho de llevar un registro de las cosas pudiera contener los excesos de la realidad, sirviéndole de talismán.

Papá había caído enfermo. Al fin, nueve meses antes, había fallecido de un ataque al corazón. Sin él la familia pareció desmembrarse. Shahid abandonó a su novia de mala manera. Zulma y Chili se peleaban. Su madre era desgraciada y no tenía ánimos. Había sido una época muy mala. Había querido empezar de nuevo, con caras nuevas, en otro sitio. La ciudad le ofrecería eso; no se sentiría excluido; debía haber algo en lo que él pudiera encajar.

Guardó la pluma y volvió a la lavandería. La ropa no estaba; hasta la bolsa había desaparecido. Se precipitó hacia las otras máquinas, pero ninguna reveló las descoloridas prendas de Riaz. Salió rápidamente a la calle pero no vio correr a nadie, ningún sospechoso.

Sólo había cristales rotos bajo sus pies y un chico negro que iba en bicicleta por la acera aplastándolos y triturándolos en dirección a una hamburguesería; un hombre con la cabeza inclinada sobre un cubo de basura se embutía medio pastel en la boca y una mujer, asomada a una ventana, gritaba: «¡Lárgate, gilipollas, o te espabilo!» Dos personas estaban tendidas en un portal azotado por la lluvia, bajo un montón de cartones y periódicos; botellas de sidra vacías se erguían como bolos junto a sus cabezas. Las calles, con sus hamburgueserías y puestos de kebab desiertos, se burlaban de él, como hacían, según comprendió, de todo aquel que no hallaba escapatoria.

Dio patadas y puñetazos a la máquina, pero estaba construida a prueba de golpes. Salió al frío y pateó las calles, temeroso de volver a la habitación de Riaz. No le apetecía nada describir esa zona de ladrones, cabrones redomados y despojos humanos.


Riaz estaba en la misma postura e igual de concentrado, pese a que Chad le estaba limpiando los tinteros con un plumero. Era una escena silenciosa, de serenidad nocturna. ¿Le permitirían volver a entrar allí? Shahid quería dar explicaciones, pero tuvo que esperar a que Chad se apartara de Riaz.

– Es horrible, Chad, pero ha sido culpa mía. He… humm… he… perdido la ropa.

– ¿Cómo?

– La ropa que me diste para lavar, ¿sabes?

– ¿La ropa de Riaz?

– Me la han robado.

Chad miró a Riaz, pero éste no dejaba de escribir.

– ¿Has perdido la ropa del hermano?

– Me temo que sí.

– No creo que hayas podido hacer eso.

– Escucha, Chad, dime una cosa. Él no está especialmente orgulloso de su ropa, ¿verdad?

– No es orgulloso y punto.

– No, no, no digo eso, es que…

– ¿Qué quieres decir?

Shahid titubeó y reprimió un sollozo.

– Lo siento mucho.

– ¿De qué sirve eso?

– He cometido un grave error.

Llamaron bruscamente a la puerta.

Chad señaló a Riaz con la cabeza.

– ¿No montaste guardia frente a la ropa del hermano?

– No pensé que nadie fuese a robar un montón de…

Chad le lanzó una mirada furibunda y se dirigió a la puerta.

– No lo hice, Chad -prosiguió Shahid-. Quiero aprender, pero estoy perdido en Londres, es gigantesco y todo es anónimo. ¡Hay locos por todas partes, pero la mayoría parecen normales! Chad…, ¿me perdonará?

– Eso ya lo veremos. ¿Me estás pidiendo que te saque del lío?

– ¿Podrás?

– Veré lo que puedo hacer. Pero esto es grave.

– Lo sé, lo sé.

– Espera un momento -le pidió Chad.

En el umbral apareció un hombre de barba negra y el pelo al cepillo con una bolsa verde. Riaz se volvió hacia él con un movimiento de cabeza y el desconocido le saludó desde la puerta, desabrochándose el largo abrigo y revelando un delantal de carnicero manchado de sangre.

– Me pedisteis herramientas -anunció.

– Sí.

Pasó a Chad la bolsa, que emitió un sonido metálico. Chad atisbó su contenido, metió la mano y sacó un cuchillo de carnicero. Tocó la hoja.

– Estupendo. Muchas gracias, Zia. Te lo devolveré… cuando hayamos terminado.

El desconocido asintió, dirigió una inclinación de cabeza a Shahid y se marchó. Chad colocó la bolsa bajo una silla y siguió con su ocupación.

– Así que la tiraste, ¿eh?

– ¡Me la robaron, Chad!

– Ahí fuera reina la inmoralidad -sentenció Chad, tras pensar un momento- El caso es que tenemos que hacer algo antes de que el hermano necesite cambiarse de ropa.

– ¿Cuándo será eso?

– Quién sabe. Dentro de cinco semanas, a lo mejor. O de cinco minutos. Puede levantarse de un salto y querer ponerse esa indumentaria.

Shahid sospechaba que no sería dentro de cinco minutos.

– ¿Qué tienes en tu habitación?

– Una cama, una mesa, unos cuantos discos de Prince y una tonelada de libros.

Chad parecía interesado.

– ¿Has dicho Prince?

– Sí.

– Déjame echar una ojeada.

– ¿Para qué?

– Será mejor que los vea.

– ¿Por qué?

– No hagas tantas preguntas, eso es lo principal si quieres que te salve el pellejo. Y ahora quítate de en medio. ¡Ésta es una emergencia superurgente!

Chad entró a grandes zancadas en la habitación de Shahid y empezó a revolver en la caja de los discos de Prince, que estaba en el suelo. Parecía fascinado, aunque a decir verdad aquello no podía tener nada que ver con el asunto de la ropa de Riaz.

– ¿Qué pasa…, te encanta Prince?

– ¿A mí? -Chad sacudió la cabeza enérgicamente y cerró la caja-. La música pop no es nada buena. Ni para mí, ni para nadie. ¿Por qué me haces pensar en eso ahora?

– ¿Yo te hago pensar en eso?

– En este momento las cosas tienen mal cariz. Bueno. Déjame ver si tienes El álbum negro. [2] No hay mucha gente que lo tenga. -Volvió a mirar con atención en la caja y añadió burlonamente-: Vaya, también tienes el CD pirata. ¿Dónde lo conseguiste?

– En el mercado de Camden.

– Claro. Allí se encuentran buenos piratas.

– ¿Quieres oírlo?

– ¡Ni hablar!

Chad se desinteresó de Prince bruscamente, se irguió y examinó el contenido del cuarto.

En la habitación de su casa Shahid solía coger libros de arte de las estanterías y, mientras se afeitaba o paseaba lamentándose de la vida, los dejaba abiertos para ver cosas de Rembrandt, Picasso o Vermeer y tratar de entenderlas.

Aquí había cubierto grandes superficies del estroboscópico empapelado marrón y amarillo con sus postales preferidas. Había muchos Matisse: solía pensar que Matisse era el único artista del que no podía decirse nada malo. Clavados con chinchetas azules, estaban el retrato de Mary Gunning, de Liotard; el encuentro de Peter Blake en su Playa de Venecia con Hockney y Howard Hodgkin; varios Picasso; la extraña Isabella de Millais; fotografías de Allen Ginsberg, William Burroughs y Jean Genet, Jane Birkin tumbada en la cama y docenas más que había arrancado de su habitación para traerlas a Londres.

– Aquí tienes una tonelada de libros -observó Chad.

– Sí, y en casa tengo muchos más.

– ¿Cómo es eso?

Shahid le explicó que cuando su sarcástico tío volvió a Pakistán, dejó todos los libros en casa de su padre. Shahid se quedó con ensayos de Joad, Laski, Popper y Freud, junto con novelas de Maupassant, Henry Miller y los rusos. Además había ido casi diariamente a la biblioteca; su mayor deleite consistía en leer sin método, interrumpiéndose para escuchar música pop. Iba de un libro a otro como subiendo escalones, tanto por entretenimiento como por miedo de encontrarse a disgusto con gente que supiese más que él.

– En general ahora prefiero novelas y relatos -confesó Shahid-. Suelo tener cinco empezadas a la vez.

– ¿Por qué lees?

– ¿Por qué?

– Sí. ¿Qué sentido tiene?

Chad parecía hostil. No era un interrogatorio objetivo. Aquella oposición le resultaba tan inexplicable que, intrigado, se olvidó de la ropa de Riaz. No creía que nadie le hubiera hecho antes esa pregunta. Y desde luego no la esperaba de Chad. Pero era exactamente para discutir de esos temas -el sentido y la finalidad de la novela, por ejemplo, su lugar en la sociedad- por lo que había ido de tan buena gana a la universidad.

Miró apasionadamente los libros apilados sobre la mesa. Al abrir uno surgirían, como enredados en sus páginas, los érase una vez y ábrete sésamo, las bodas de Swann y Odette o las de Levin y Kitty, y hasta Scheherezade y el Rey Shahriya. Los personajes más fantásticos, Raskolnikov, Joseph K., Boule de Suif, Alí Baba, hechos de tinta pero siempre vivos, estaban atrapados en los dilemas más profundos del ser. ¿Cómo podría contestar a Chad?

– Siempre me han encantado las historias -empezó a decir.

– ¿Cuántos años tienes…, ocho? -le interrumpió Chad-. ¿No hay millones de cosas serias que hacer? -Señaló con el dedo a la ventana-. Ahí fuera… se cometen genocidios. Violación. Opresión. Asesinato. La historia del mundo es… matanza. Y tú lees cuentos como cualquier ancianita.

– Según lo dices, es que como si me inyectara heroína.

– Buena comparación. Bonita.

– Pero ¿es que los escritores no intentan explicar el genocidio y esas cosas? Las novelas son como un retrato de la vida. Ahora estoy leyendo una de Dostoievski, Los poseídos…

– No me convences. ¿Qué me dices de los desposeídos? ¿Eh? Sal ahora mismo a la calle y pregunta a la gente qué es lo último que ha leído. El Sun, quizá, o el Daily Express.

– Exacto. Hay veces que veo a alguien y me dan ganas de cogerle y decirle: ¡Lee este relato de Maupassant o de Faulkner, esto no hay que perdérselo, es una obra humana, mejor que la televisión!

– Es cierto, en Occidente la gente se cree muy civilizada, culta y superior, pero el noventa y nueve por ciento lee cosas con las que uno ni se limpiaría el culo. Y hace tiempo que aprendí algo, Shahid.

– ¿Qué?

– ¡Que en la vida hay algo más que diversión!

– La literatura es más que diversión. -Consciente de la intensidad de su acaloramiento, Shahid trató de contenerse. Cogió un libro, lo hojeó y afirmó con indiferencia-: Los libros no son tan difíciles como parecen.

Chad enrojeció ante su tono condescendiente.

– ¡Sí…, así es como los intelectuales se elevan sobre la gente normal!

– Pero, Chad, desde luego los intelectuales piensan más que la gente normal. Eso debe ser bueno.

La forzada mansedumbre de Shahid pareció empeorar las cosas.

– ¿Bueno? ¿Qué saben los intelectuales sobre lo que es bueno?

A Chad le enardecía la ingenuidad de Shahid. Entonces aparentó que se apaciguaba.

– Tienes mucho que aprender, hermano. Pero no perdamos más tiempo discutiendo fruslerías. Tenemos muchas cosas serias que hacer. Esta noche has cometido un grave error.

– Lo siento mucho, Chad.

– Deja de disculparte antes de que me des pena -repuso Chad, frotándose la frente-. Quizá podamos repararlo.

– ¿Cómo?

Chad se dirigió al aparador, abrió un cajón y sacó unos calzoncillos y unos vaqueros Gap, examinándolos como si pensara comprarlos. Luego, dejándolos sobre la cama, abrió el armario con tal fuerza que la puerta se salió de sus goznes. La arrojó al otro extremo de la habitación como si fuera una caja de cerillas. Tras una breve pero crítica inspección, empezó a meter ropa de Shahid en una bolsa que sacó del fondo del armario, incluidos sus calcetines granates de algodón, una camisa Fred Perry y unas camisetas blancas italianas que habían pertenecido a Chili.

– ¿Qué estás haciendo?

– Son para el hermano Riaz.

– Pero, Chad…

– ¿Y ahora qué?

– ¿Estás seguro de que le sentarán bien?

– ¿Crees que no?

– No creo que le vaya la Fred Perry.

– ¿No?

– Deja que la vuelva a guardar. Y con esa camisa morada parecería un poco afeminado.

– ¿Qué?

– Un marica. Dame.

– No, no -repuso Chad, guardándola-. ¿Qué otro remedio nos queda? ¿Quieres que el hermano se pasee desnudo por la calle y que atrape una neumonía por una estupidez tuya?

– No -se quejó Shahid, tratando de salvar una de las camisetas de Chili antes de que Chad acabara de saquearle el armario-. No pretendo eso.

– Oye, ¿de dónde has sacado esa camisa de Paul Smith?

– De Paul Smith.

– A Riaz le encantará -comentó Chad, llevándose la camisa al pecho-. Lo que mejor le sienta son los colores lisos.

– Ah, bueno.

– Échanos una mano, entonces. Estás con nosotros, ¿verdad?

– Sí -contestó Shahid.

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