– Decididamente, eres un tipo con suerte -le dijo Chad, no sin sarcasmo-. ¡Oye, Shahid, te estoy preguntando por qué eres tan afortunado!
Riaz estaba de pie frente a su escritorio, clasificando un montón de papeles. Tahira disfrutaba ayudándole. Pasaba hojas a Riaz, que se las entregaba a Chad, quien, a su vez, las colocaba en una carpeta para Shahid.
El hermano Shahid estaba sentado en la cama de Riaz y, en aquel momento, mantenía una mano sobre los ojos y la otra cerca de la boca: para impedir el paso a cualquier deplorable proyección.
– ¿Por qué soy afortunado? -se obligó a decir.
– Por ser tan útil. El hermano quiso que fueses tú especialmente.
Media hora antes, Chad lo había sacado de la cama, quedándose allí parado con su ropa en la mano mientras Shahid se apoyaba en él para ponerse, tambaleándose, calzoncillos, pantalones y camisa. Entonces, fascinado por un pliegue de grasa marrón en la nuca de Chad, se rio de la absurda escena. Pero ahora se estaba enfadando.
– Aquí lo tienes, Shahid -dijo Riaz.
– ¡Shahid! -gritó Chad.
Shahid se dio cuenta de que Riaz estaba frente a él con el fajo de papeles. Riaz esperó a que abriese los ojos antes de tendérselos y Shahid, de mala gana pero como movido por una presión irresistible, los cogió.
– ¿Qué es esto, Riaz? -preguntó suavemente.
– Por favor -repuso Riaz, invitándole a coger los papeles.
Con dedos pegajosos, Shahid los hojeó dejando una huella húmeda en cada uno. El manuscrito tenía unas cincuenta páginas. Se titulaba: «La imaginación del mártir.»
Asombrado, Chad miraba alternativamente a Shahid y a Riaz.
– Es mi modesto libro -explicó Riaz.
– ¡No! -exclamó Tahira-. ¿Ya está acabado?
– Sólo escrito a pluma, hasta el momento. Por favor -dijo Riaz a Shahid-. ¿Podrías prestarme un servicio?
– Lo que sea, Riaz.
– ¿Lo imprimirás?
– Por supuesto. Ningún problema.
– Me dice Chad que tienes ciertas aspiraciones literarias.
– Sí, estoy trabajando en una novela.
– ¿Sobre? -terció Chad.
– Mis padres. La educación. Una típica primera novela.
– No tan insultante como las que escriben otros, supongo -aventuró Tahira.
– No es de ésos -afirmó Riaz.
– No -convino ella.
– Mira, hay otros que se han ofrecido voluntariamente -explicó Riaz-, pero desde hace unos días pienso que eres la persona indicada para esta tarea.
Intrigado, Shahid abrió el manuscrito por la primera página. La escritura no llenaba el papel. Era poesía. Riaz había escrito un libro de poemas. Así que también era escritor.
Riaz sonrió tímidamente a Shahid.
– Soy de un pueblecito de Pakistán, ¿sabes? Principalmente son… cantos del recuerdo, la adolescencia y el ocaso. Pero puede que también cambien un poco el mundo.
– No sabía que tú… -empezó a decir Shahid, pasando las páginas. Era evidente que a Riaz le gustaban los adjetivos, pero se figuró que los verbos estarían en alguna parte.
– Ah, sí -dijo Chad-. Riaz es poeta.
Riaz sonrió con modestia.
– Es obra de Dios.
– Con tu nombre en la página de guarda -apostilló Shahid.
– Sí -repuso Riaz, rebosante de satisfacción-. Toda la responsabilidad es mía.
Tahira le dio a Shahid un vaso de agua y dos aspirinas.
– Quizá te venga bien esto para hacer el trabajo. -Se volvió a Riaz-. ¿Qué mensaje tiene el libro, hermano?
– El mensaje, y todo arte que nos hable con franqueza debe tenerlo, es de amor y compasión.
– Precioso -murmuró Chad, quien dirigiéndose a Shahid añadió-: Ahora tenemos que marcharnos para que el hermano medite.
Con los ojos brillantes de lágrimas y caminando hacia atrás, Shahid se dirigió a la puerta.
– Gracias, hermano Riaz, gracias… ¡por todo!
– No, no -protestó Riaz.
Chad siguió a Shahid a su habitación, apenas capaz de contenerse.
– Vaya, es increíble, te ha dado el libro para que lo pases al ordenador. Es un verdadero privilegio.
– Tú no querías hacerlo, ¿verdad, Chad?
– ¿Qué? Voy a hacerte una advertencia: esto tienes que guardarlo en absoluto secreto.
– ¿Quién te has creído que soy? -exclamó Shahid. Chad estaba empezando a fastidiarle. Papá y Chili le habían enseñado a contener el mal genio. Era algo que quería conseguir, pero seguía sin resultarle fácil-. ¿Estás diciendo que no soy digno de confianza?
– No, no, hermano. -Chad trató de calmarle-. Pero Riaz es peligroso, demasiado radical. Para nosotros es un amigo, pero a mucha gente importante de la comunidad no le gustaría que fuese un creador. Eso es demasiado frívolo, demasiado alegre. Algunos de esos tíos, si entran en un supermercado donde hay música, vuelven a salir pitando.
– ¿Sí?
– Dicen que no hay que hablar de las emociones. Él debe dedicarse a cosas más serias -declaró Chad, poniéndole la mano en el hombro-. Lo siento, hermano. ¿Cómo te encuentras?
– Un poco débil.
– ¿Por qué no descansas un poco antes de empezar un trabajo tan importante? -sugirió Chad, quitándole suavemente el libro de las manos.
Shahid se tumbó en la cama. Mientras, Chad se sentó a la mesa de Shahid y estudió el manuscrito, aunque no parecía que Riaz le hubiese dado permiso.
Sobre las seis de la mañana habían despertado a Shahid, que estaba tumbado en el suelo de su habitación, helado de frío y con dolor de cabeza. Una aguja le pinchaba un ojo; tenía agua en los oídos. Peor, se sentía herméticamente cerrado, como si le hubiesen metido el cráneo en una bolsa de plástico. No podía respirar. Tenía taponada la boca, la garganta y la nariz. Aunque forcejeaba como alguien que se ahoga, no llegaba a comprender la causa de la obstrucción ni el origen de la densa humedad que le empapaba el pecho. Temía que el cerebro se le hubiese derretido y se le saliera por la nariz y la boca. Para empeorar las cosas, Deedee le golpeaba la espalda y tenía la picha colgando.
Fue Riaz, no Deedee, quien le oyó llegar a casa; alertado por el olor a gas, y preguntándose si Shahid le pasaría unas cartas para George Rugman Rudder, el dirigente laborista, había ido a su habitación.
Fue Riaz quien, con palmadas, le liberó el vómito atascado en la garganta; Riaz quien le arrastró al lavabo para desatascarle la nariz y la boca. Por último, Shahid, postrado en la cama, atisbó tras una serie de sinuosas pirámides ondulantes a su hermano espiritual, que limpiaba el vómito de las paredes, el entarimado del suelo y varios clásicos de Penguin con la toallita de lavarse que su madre le había comprado. Luego Riaz enjugó la toallita, la extendió en el borde del lavabo, comprobó que su vecino seguía respirando y se marchó de puntillas.
Ahora Shahid quería descansar. Necesitaba dormir y quería soñar con Deedee, con lo que llevaba, lo que decía, lo que podrían hacer juntos, los sitios adónde podrían ir. Más aún: quería volver a verla, aquella misma noche, quizá; en cuanto ella quisiera, lo que tardara él en llegar. ¡Cómo podría estar ya sin ella! Vaya golpe, también, la impresión que se llevaría la gente…, si él conociese gente. Pero no había nadie ante quien ufanarse de su amante, y menos aún ante sus nuevos amigos.
Ahora, mientras flotaba y descubría que podía revivir la noche anterior, las alucinaciones se fundieron con la voz de Chad que venía a través de la habitación.
– Magnífico -ronroneaba-. «Pura belleza en mis manos… La fragancia en la sombra de la espada.»
Shahid se incorporó a coger una palangana que había junto la cama.
– «Tu cuerpo estaba húmedo y tu hechicera lengua contaba cuentos, mala mujer.» -Ante el gemido de Shahid, Chad se volvió hacia él-. Lo siento, no hablaba contigo. Sabes, hermano Shahid, Riaz quiere que hagas otra cosa. Sé que le daba reparo pedírtelo.
– ¿De qué se trata?
– Necesita que le ayudes a publicar el libro.
Antes de contestar, Shahid vomitó en la palangana y se limpió la boca con la sábana.
– Esta noche me puse muy enfermo, ¿sabes? Pero Riaz vino a mi habitación…
– Intuye las cosas…
– Me salvó la vida.
Chad gruñó de satisfacción.
– Le debes todo.
– Sí -convino Shahid-. He prometido hacer lo que pueda para corresponderle.
– ¿Le ayudarás a encontrarle un editor para el libro?
– No faltaba más.
– Te lo agradezco en su nombre.
Shahid fue incapaz de dormir durante el resto del día, alternativamente poseído por el miedo y la felicidad, como si le zambulleran en agua fría y luego en agua caliente.
Pero al menos estaba en la cama. En casa rara vez tenía la posibilidad de holgazanear. Papá, que se habría ido horas antes a trabajar, mandaba a tío Tipoo -que se ocupaba del jardín, de la limpieza y de lavar la ropa- a despertarle. Pero Tipoo, demasiado pusilánime para enfrentarse con Shahid, se ponía a pasar la aspiradora por el pasillo de su cuarto; luego la pasaba bajo la cama, aun cuando él siguiese durmiendo, antes de arrancarle las sábanas y salir huyendo.
Cuando Shahid no trabajaba en la agencia, apenas veía a sus padres. Varias noches por semana salían a cenar con clientes, asistían a fiestas, trabajaban hasta tarde o papá se reunía en su habitación con los amigos. Shahid los conocía más por los ruidos que hacían en el cuarto de baño. Acostado, escuchaba los niágaras de agua que utilizaba su padre; no sabía para qué, pero los grifos corrían sin parar. Su madre dejaba caer cosas continuamente, lápiz de ojos en el lavabo, pendientes; los cierres de sus diversos bolsos chascaban, los tacones altos repiqueteaban.
Luego se cerraba la puerta de la calle y el coche arrancaba. Shahid se levantaba para recordar qué parientes se alojaban en la casa; y si estaba Zulma, se quedaba en su habitación tanto como podía o pensaba en formas de evitarla.
Aquellos días, saturados de asfixiante inutilidad, no volverían más. Ahora iba a hacer algo.
A primeras horas de la noche pudo arrancarse de la cama y sentarse frente al ordenador. Abrió el manuscrito de Riaz; sus dedos caían en los familiares emplazamientos de las teclas. Empezó a transcribir el texto de Riaz pero, mirando a la pantalla, se sumió en un estado de ensoñación.
Cuando Shahid tenía quince años, su padre, incitado por Chili, le ordenó trabajar en la agencia. No era tarea fácil, porque tenía que dar la impresión de estar ocupado. Afortunadamente, en la trastienda había dos máquinas de escribir abandonadas y un libro, Aprenda mecanografía, con el que empezó a practicar por su cuenta. Le encantaba la máquina maciza y gris, con su cinta negra y roja, el ruido de las teclas al salpicar el papel como la lluvia sobre un tejado de zinc, y el campanilleo al final de cada línea que le inducía a dar una palmada a la palanca del carro. Para adquirir velocidad, copiaba pasajes de sus autores favoritos: Chandler, Dostoievski, Hunter S. Thompson. Cuando se cansaba de seguir el paso, alteraba las frases y dejaba que los personajes hicieran lo que él quería. En el papel con membrete de papá empezó a escribir relatos.
La primera tentativa, de la que hizo copias -un emparedado de tenue papel carbón del que salieron dos reproducciones manchadas- se tituló «Indio paqui, a tu puta casa». Presentaba en él a los seis chicos que componían la última fila de su clase en el instituto y que, un día, cuando el profesor abandonó desesperado el aula, cantaron a Shahid: «¡Paqui, paqui, paqui, fuera, fuera, fuera!» Describió la escena directamente en la máquina a medida que la iba reviviendo, expresando el deprimente miedo y la furia en una prosa desgarrada, llena de expresiones. malsonantes que manifestaban su emoción, como los gritos de un cantante de soul en el micrófono.
Al volver una noche a su habitación descubrió a su madre, aún con la gabardina puesta, que leía el relato. Agitó las hojas delante de él, como si hubiera descubierto una carta con cosas intolerables sobre ella.
– Siempre sé cuándo estás tramando algo. ¡Espero que no trates de publicar esto!
– No se me ha ocurrido -mintió él-. No depende de mí, ¿verdad?
– ¿De qué depende?
– De si le interesa a alguien.
– ¡No le interesa a nadie! ¿Quién va a leer esto? La gente no quiere saber nada de este odio. -Hizo pedazos lo que acababa de leer-. ¡Adiós a la porquería, adiós a la porquería… y no la extiendas!
No era fácil para su madre destruir físicamente las quince páginas, una copia de las cuales había enviado a la revista literaria Stand en un sobre franqueado con su dirección escrita; todas las mañanas bajaba corriendo a ver si lo había recibido. Su madre incluso le miraba para que la ayudase, pero él no iba a hacerlo, oh, no, sobre todo cuando estaba tan decidida a romperlas que echaba el cuerpo hacia adelante para reforzar la acometida.
Se pasó días lanzándole miradas severas.
Odiaba más que nada en el mundo que se hablase de raza o de racismo. Probablemente habría sufrido su parte de insultos y desprecio. Pero su padre había sido médico; todo el mundo -políticos, generales, periodistas, mandos de la policía- frecuentaba su casa en Karachi. La idea de que alguien pudiera faltarle al respeto era intolerable. Incluso cuando Shahid vomitaba y defecaba de miedo antes de ir al instituto, o cuando volvía con rasguños, moratones y la cartera rajada a navajazos, ella se comportaba como si fuese imposible una ofensa tan espantosa. Así que le negaba su apoyo. Sabía demasiado para poder asumirlo.
Sin embargo, aquella actitud hacia su afición literaria le sorprendía mucho. Dos años antes habían ido a ver La casa de Bernarda Alba al teatro de la Universidad de Kent.
Desde el primer momento -una criada fregando el suelo, el monótono repicar de campanas, la estremecedora aparición de la inquisitorial matriarca vestida de negro gritando «¡Silencio!»-hasta el telón final, el mundo ardiente y confinado de Lorca les impresionó. Shahid ignoraba que el teatro pudiera surtir tal efecto. Vio con alegría que su madre estaba tan interesada, sobrecogida y turbada como él.
Al final, para no romper el hechizo, no quiso hablar ni escuchar los comentarios del público. Su madre pareció adivinarlo, y en el coche, mientras volvían a casa bajo la lluvia, mantuvieron un silencio cómplice, aunque Shahid le preguntó si la obra le recordaba la vida de las familias paquistaníes. Ella meditó cierto tiempo antes de inclinar la cabeza.
– ¡Es eso! ¡Es eso! -exclamó Shahid para sí, brincando por su habitación más tarde. Ésa no era la literatura que les enseñaban en el instituto, donde les metían los libros por el gaznate como medicinas hasta hacerles vomitar. Estaba impregnado de la obra; revivió las claustrofóbicas y trágicas pasiones que habían evocado los actores; repitió en voz alta el deslumbrante lenguaje. Algo en él se sintió triunfalmente justificado. Estaba descubriendo nuevas emociones y nuevas posibilidades. Lo que deseaba más que nada, era lograr aquel efecto con algún escrito suyo.
Pero ¿quién era él para presumir que podía ser tan sutil y profundo? Una de cada tres personas pensaba que sabía y debía escribir su propio relato. Sin embargo, la obra que Lorca escribió dos meses antes de que lo asesinaran, no le intimidaba. Había algo en su mansa grandeza que le movía a pensar que, a su modo, él adquiriría experiencia, imaginación y constancia. ¿Por qué tenía que subestimarse? Ya había muchos dispuestos a menospreciarle. De todos modos, escribir fue una obsesión durante algunos años. Claro que tenía que obligarse y, a menudo, casi prefería hacer cualquier otra cosa. Era trabajo, y nunca enteramente agradable; se lograba un momento de satisfacción en una semana de desánimo. Las recompensas no eran inmediatas, como en cualquier actividad infantil, ni perfectas. Siempre que se lograba algo, se presentaba otra cosa más difícil de realizar. Era una tarea inacabable, afortunadamente.
Las sensaciones que despertó en él la «noche de Lorca» le hicieron desear otras experiencias así de estimulantes. Grabó discos de ópera, jazz y pop que cogió de la biblioteca. Escuchó repetidamente a Bartók, Wagner y Stravinsky, compositores que, según comprobó, no eran tan pesados como parecían. Descubría buenas películas. Sus deseos se vieron colmados. Amplió una y otra vez la experiencia de Lorca, siempre meditada de nuevo y sentida de otro modo. Nunca perdía el afán por la jubilosa inspiración.
Siempre supuso que la noche de Lorca había sido una fascinación duradera para su madre.
Pero cuando Shahid volvió a subir al coche con su padre, éste le preguntó por qué se había puesto a escribir «esas malditas estupideces». Papá, siempre consciente de sus propios defectos, no gustaba de sermonear a sus hijos, pero ahora sentía claramente la necesidad de hacerlo.
– No estás hecho para esas cosas. ¿Por qué no te dedicas a los estudios? Mis sobrinos son abogados, banqueros y médicos. ¡Ahmed se ha dedicado a la sombrerería y se ha construido una sauna en su casa! Esos artistas suelen ser unos pobretones; ¿cómo podrás mirar a tus parientes a la cara?
Shahid empezó a comprender que había multitud de verdades que no podían decirse porque conducían a pensamientos inquietantes. Podían llegar, incluso, a trastornar la vida; la verdad podía tener graves consecuencias. Estaba claro que todo giraba en torno a lo que no se decía.
– Las personas como tú nuncan triunfan con los libros -afirmó papá.
– Pero ¿por qué?
Lamentablemente, papá no vaciló.
– Porque esos escritores…
– ¿Cuáles?
– Howard Spring, Erskine Caldwell y Monsarrat, por ejemplo, se ocupan de las flores, los árboles, el amor y demás gaitas. Y ése no es tu ámbito. Debemos vivir -añadió con ternura- en el mundo real.
No era su ámbito. Flores, árboles, el amor y demás gaitas. El mundo real.
– Si vuelves a hacerlo otra vez, te romperé los puñeteros dedos -le amenazó después Chili, en un aparte, sentado y rodeando a Zulma con los brazos-. Nunca he visto a mamá tan apenada. Y papá ha venido a verme. Ya ha tenido una trombosis: la presión que le estás causando en el corazón. No quiero ni pensar en lo que pasará cuando salgas con la próxima.
Shahid adoraba y veneraba a su padre; tanto Chili como él, cada uno a su modo, querían parecerse a él. (Shahid recordó que imitaba el imperioso aire que papá adoptaba al caminar.) Pero aquello era diferente; debía reconocer que papá estaba equivocado y encontrar su propio camino, cualquiera que fuese.
Ahora, sentado frente al escritorio, empezó a pasar el manuscrito de Riaz a la caja iluminada. Se había convertido en secretario -drogado, además-, pensó mientras guiñaba los ojos tratando de leer la ondulada escritura.
Pronto se encontró a la mitad de la primera página de «Un artista herético». Al teclear, sus dedos sentían el cuerpo de Deedee, bailando sobre las teclas con demasiada euforia para el tema de que se trataba. Se dijo que la concentración era la piedra angular del proceso creador. Se dominó, pero tuvo una erección que sencillamente no se disipaba.